22

En el vuelo de vuelta a Miami, Andy Candy se quedó dormida, agotada debido a una clase de tensión desconocida, y apoyó la cabeza en el hombro de Moth. Para él, aquel era probablemente el momento más erótico que había vivido en años. Le recordó la primera vez que la había tocado íntimamente. Lo que en realidad había sido un toqueteo burdo se había convertido en su recuerdo en un contacto sedoso y suave. Se moría de ganas de acariciarle la mejilla, pero se contuvo.

Se deleitó con la fragancia de su cabello y trató de concentrarse en lo que les había sucedido. Alguna que otra sacudida debida a una turbulencia se confabulaba para interrumpir unas emociones de lo más contradictorias: asesinato y deseo.

Los motores del avión zumbaban. Una azafata recorrió el pasillo y sonrió a Moth al pasar.

«El doctor Hogan se alegró de vernos. Estaba aliviado. Tenía ganas de ayudarnos».

Una imagen espantosa le vino a la cabeza: el psiquiatra con la mano extendida, dándoles la bienvenida a su casa. «¿Cuánto tiempo le quedaba? ¿Un minuto? ¿Dos?

»Y entonces sonó el teléfono».

Inspiró con fuerza. «Había sangre por todas partes. Andy gritó».

Recordó a Hogan contestando el teléfono.

«Se había iniciado la cuenta atrás: Cinco, cuatro, tres…

»Le dijeron algo.

»Dos, uno… diana».

Moth recordó que el doctor Hogan se había limitado a escuchar, paralizado. No había dicho nada para indicar con quién hablaba.

«¿Cuán cerca estuvimos nosotros de morir? ¿Y si lo hubiéramos seguido a la cocina y nos hubiéramos puesto a su lado?

»Pero nos quedamos a tres metros de la muerte».

Moth se puso tenso y procuró no moverse ni un centímetro, pues no quería que Andy Candy apartara la cabeza de su hombro. Empezó a mirar con nerviosismo alrededor, imaginando que el asesino de su tío los había seguido a bordo. Tardó unos segundos en apaciguar su pulso acelerado.

«Tranquilízate. No está aquí. Por lo menos, todavía», se dijo.

Cerró los ojos y escuchó los motores.

«Antes de hoy, el asesinato era algo abstracto —pensó—. Incluso cuando vi el cadáver del tío Ed, era un asesinato ya cometido, no uno que se estaba cometiendo».

Tiempos verbales que ponían de relieve la muerte.

«Estamos aprendiendo muy rápido… ¿Lo suficientemente rápido?».

No estaba seguro de ello.

Lo que habían visto, lo que habían oído, lo que habían sentido, la forma en que habían reaccionado, todo se amalgamaba en una muerte violenta. El incipiente intelectual que había en él se preguntó si esas sensaciones mezcladas eran lo que los soldados experimentaban en el campo de batalla.

«Y después tienen pesadillas —pensó—. A pesar de su formación, sufren sudores nocturnos y ansiedad paranoide. ¿Qué nos protege a nosotros?».

Se miró de soslayo la mano derecha, pensando que tendría que temblarle un poco a causa del alcoholismo. Observó entonces a Andy Candy y contó cada una de sus respiraciones regulares intentando discernir si su semblante relajado revelaba indicios de alguna pesadilla.

«¿Qué haremos ahora?».

Se le ocurrió algo remoto, algo situado en la periferia de lo que estaba tratando de procesar: «¿Arruinaré su vida por haberle pedido que me ayude?». Pero desechó esta idea con la misma rapidez con que le había acudido a la cabeza, pues egoístamente sabía lo mucho que la necesitaba.

Andy Candy despertó durante la aproximación final a Miami y fue consciente de que de repente se hallaba rodeada por una telaraña de asesinatos, del que cualquiera en su sano juicio huiría antes de acabar envuelto en la misma tela. Ya lo había pensado antes, pero solo como razonamiento intelectual, como algo evidente para cualquier buen estudiante de un curso avanzado de Literatura inglesa. Ya no. La razón se debatía con algo más fuerte que la lealtad. Notaba la presencia de Moth en el asiento contiguo y, sin necesidad de mirarlo, sabía que estaría perdido sin ella.

«Ciego —pensó—. Así estaría».

Revivió mentalmente la muerte del doctor Hogan, y supo que los dos eran ingenuos y seguramente insensatos al pensar que podrían enfrentarse a la clase de amenaza que representaba aquel rifle.

Pensó algo curioso: «Se aclama a los escaladores que ponen en peligro su vida por alcanzar la cima del Everest. Se critica a los escaladores que cometen un leve error de cálculo o planificación y mueren en el intento. Pero nadie recuerda a los escaladores que fueron conscientes de sus limitaciones y se dieron la vuelta a pocos metros de la cima. Puede que estén vivos, pero olvidados».

Su vuelo aterrizó sin problemas. Fueron a recoger el equipaje. Moth había facturado su pequeña maleta y recorría arriba y abajo, nervioso, la cinta transportadora a la espera de verlo. A Andy la desconcertó un poco su inquietud, hasta que cayó en la cuenta de que él había metido el revólver de Hogan en la maleta. Seguramente temía que alguna máquina de rayos X lo hubiera detectado.

Cinco psiquiatras muertos.

Cuatro alumnos. Un profesor.

¿Qué tenían en común?, se preguntó Andy Candy.

¿Una clase compartida?

Psiquiatría forense. Eso era lo que Jeremy Hogan enseñaba. Pero ninguno de los cuatro alumnos muertos se había especializado en este campo. Los ámbitos profesionales de tres de ellos eran la investigación psiquiátrica, la psicoterapia, la psiquiatría infantil. Ed había seguido la psiquiatría geriátrica.

Se había hecho un espacio para trabajar en la estrecha y larga cocina de Moth, donde estaba sentada en un taburete con el portátil delante, rodeada de tazas de café y de notas, incluidas las que había garabateado el doctor Hogan en su bloc. Sabía que deberían haber dado estas últimas a la policía de Nueva Jersey, pero sin duda las habrían ignorado. Moth estaba sentado a un escritorio, también frente al ordenador. Aunque era mediodía y un sol brillante se colaba por las ventanas, la muchacha pensó que estaban trabajando como si se acercara la medianoche.

Moth se quedó mirando los nombres que aparecían en la pantalla. Habían sido cinco muertes aparentemente sin relación. No había nada que indicara cómo habían muerto, lo que le revelaría el porqué. Vivían en diferentes partes del país. Tenían diferentes ámbitos profesionales, diferentes tipos de familias. Sus historias eran totalmente distintas.

Lo que tenían en común era un programa de tercer curso años atrás, cuando todos habían decidido dedicarse a la psiquiatría, lo que sugería lo siguiente: el asesino de su tío era alguien al que todos trataron cuando estudiaban, alguien que les enseñaba o alguien que estaba en su misma clase.

Se preguntó por qué mataría un profesor a sus exalumnos. Tachó esta categoría.

Treinta años después de terminar sus estudios en la Facultad de Medicina, su tío había muerto de un disparo a quemarropa en la sien, hecho con la mano equivocada. Y el mismo año, él y Andy Candy habían presenciado una muerte causada por un rifle de largo alcance. De las cinco muertes que estaba analizando, estas eran las únicas en que habían intervenido armas de fuego.

Un alumno y un profesor.

—Muy bien —dijo a Andy—. Sabemos lo que ocurrió en dos casos. Tenemos que investigar los otros.

Ella asintió.

Otro exalumno. Una llamada telefónica a una viuda rica:

¿Cómo murió? Veinte años después de terminar sus estudios:

—Fue una nimiedad, la verdad. Una nimiedad que mató a mi marido y derivó en un pleito judicial tremendo. Una enfermera joven e inexperta que sustituía a alguien que estaba de baja aquel día. Al parecer nunca había trabajado en una UCI y leyó mal las instrucciones postoperatorias del cirujano cardíaco, por lo que la inyección que le puso…

Moth escuchó una historia sobre una anotación garabateada en una historia clínica y de una medicación que tenía que haber sido de 0,50 miligramos y que por desgracia fue de 50 miligramos. Era un error habitual en las UCI, y seguramente pasaba más de lo que ningún hospital quería admitir. La viuda parecía resignada con esta historia.

—El cirujano estaba cansado y tenía prisa, y aunque negó haber cometido un error en la anotación, bueno… —Titubeó y añadió—: Bueno, ya sabe la letra que tienen los médicos. —Soltó un suspiro resignado—. Trazó una marquita casi indescifrable; los abogados me la enseñaron. Como si se le hubiera acabado la tinta al bolígrafo o se hubiera borrado de algún modo, porque le hubiera caído algún líquido, y eso emborronó la coma. Por lo menos, eso pensaban declarar en el juicio, aunque no llegamos tan lejos. Discusiones por aquí, discusiones por allá, pero eso no iba a devolverle la vida a mi marido. Los abogados del hospital querían llegar a un acuerdo y darle carpetazo al asunto.

Otro suspiro.

—Bien mirado, te mueres por una marquita que debería haber estado en un papel. Una maldita coma. De eso hace diez años. He pasado página, la verdad.

Moth dio las gracias a la viuda, se disculpó por haberla molestado y pensó que en su tono no había nada que confirmara la afirmación «He pasado página». Pero mientras hablaba, pensó que un estudiante de Medicina conocería las dosis y los errores de una UCI. Sabría la importancia de una coma. Se preguntó por la palabra «borrado» que había utilizado la viuda.

Otra exalumna. Una llamada a un policía estatal encargado de la reconstrucción de accidentes automovilísticos:

¿Cómo murió? Dieciocho años después de terminar sus estudios:

—Solía sacar a pasear a su perro por la tarde —le informó una voz ronca, profesional—, hacia el anochecer, por una carretera de dos carriles muy estrecha. Sin aceras ni arcén. No era buena idea. E iba por el otro lado. Tendría que haber andado de cara al tráfico, pero no lo hizo. Como su marido y ella se habían separado y él tenía a sus hijos aquel fin de semana, no había nadie en casa para llamar a la policía cuando no regresó. Cuando medimos las huellas del patinazo y comprobamos las condiciones meteorológicas y de luz, concluimos que un coche la golpeó por detrás en una curva ciega poco después del anochecer y la arrastró unos metros antes de que cayera por una zanja, donde quedó fuera de la vista de cualquier conductor que pasara. El vehículo sospechoso iba a más de ochenta kilómetros por hora al producirse el impacto. No encontramos huella de frenado hasta metros después del punto de la colisión. Hasta la mañana siguiente nadie la vio. Fueron unos niños que se dirigían a una parada de autobús y que no supieron qué hacer, por lo que todavía pasó más rato antes de que nosotros llegáramos.

El policía hizo una pausa.

—Una muerte horrorosa. El impacto no la mató del todo. Fue una combinación de hemorragia, conmoción e hipotermia. Hizo un frío de mil demonios aquella noche, por debajo de cero grados. Puede que tardara un par de minutos o un par de horas en morir. No lo sabemos con certeza. El cabrón del conductor que se dio a la fuga mató también al perro. Un golden retriever. Un encanto de perro. De vez en cuando, la doctora lo llevaba al pabellón de Psiquiatría donde trabajaba. La gente decía que aquel perro era mejor que cualquier terapia para los pacientes.

—¿Y su investigación?

—No nos llevó a ninguna parte —admitió el policía—. Fue muy frustrante.

Moth pudo oír cómo se encogía de hombros al otro lado del teléfono.

—Una vez que identificamos el coche a partir de un rastro de pintura en la correa del perro, intentamos localizarlo. Notificamos a los talleres de tres condados para que estuvieran alertas a ese modelo de vehículo con desperfectos en la parte delantera izquierda. Revisamos registros de alquiler, venta y matriculación de automóviles, todo, en busca del coche. Pero no apareció en seis meses, y entonces… —Se le fue apagando un poco la voz pero se recuperó—: Al final apareció carbonizado. Incendiado. En el interior de un bosque. La científica obtuvo su número de bastidor, y averiguamos que coincidía con el de un vehículo robado del aparcamiento de un centro comercial en el estado colindante cuatro días antes del atropello. —El policía titubeó otra vez—. Hubo un detalle que se me quedó grabado. Lo he visto otras veces, pero me sigue resultando muy cruel.

—¿Cuál? —preguntó Moth. Parecía un reportero de aquellos que cuanto más truculentos son los datos que recaba, con más firmeza habla.

—Había indicios en la hojarasca y demás detritos junto al cadáver de que el conductor que se dio a la fuga se paró, bajó del coche y se acercó a ella para comprobar lo que había hecho antes de largarse, ¿sabe?

—Dicho de otro modo…

—Quiso asegurarse de que estaba agonizando y después la abandonó.

—¿Y?

—Y ya está. Un callejón sin salida. Un cabrón quedó impune de una muerte por atropello, a no ser que usted pueda decirme algo que yo no sepa.

Moth reflexionó. Podía decirle muchas cosas.

—No —contestó—. Solo estaba intentando contactar con ella para informarle del suicidio de mi tío. Fueron compañeros de estudios y se va a crear un fondo en su memoria. Cuando me enteré de que había muerto, quise informarme sobre las circunstancias. Perdone si le he hecho perder el tiempo.

—Descuide —dijo el policía. Moth captó el recelo en su voz. No lo culpó.

Tuvo ganas de dar un puñetazo en la mesa. «¿Qué relación guardan un atropello con fuga y unos estudios de Psiquiatría?». Nada obvio a primera vista, salvo dos palabras reveladoras: «quiso asegurarse…».

Otro exalumno. Dos llamadas.

¿Cómo murió? Catorce años después de terminar sus estudios:

La primera, a un hijo en edad universitaria.

—Mi padre estaba solo en la casa de veraneo del lago. Le gustaba ir al principio de la temporada, antes de que hubiera nadie, abrir la casa, hacer un poco de todo, campar a sus anchas… Me resulta muy difícil hablar de ello, ¿sabes? Lo siento.

La segunda, a la funeraria Taylor-Fredericks de Lewiston, en Maine.

—Tendré que comprobar mis registros —dijo el director—. Ha pasado mucho tiempo.

—Gracias —respondió Moth, y esperó pacientemente.

El hombre volvió a ponerse al teléfono. Tenía una voz nasal, quejumbrosa, prácticamente una caricatura de la de un director de funeraria.

—Ya me acuerdo…

—¿Un accidente náutico? —preguntó Moth.

—Sí. El finado tenía un pequeño velero que sacaba cada día en verano. Pero aquello fue a principios de abril, ¿sabe? Acababa de derretirse el hielo y se iniciaba la temporada. No había nadie en los alrededores. Debió de zarpar para dar un paseo. El tiempo no era lo bastante benigno y no tendría que haber navegado por el lago. La gente no quiere oírlo, pero en esta zona el invierno todavía no se ha acabado del todo en abril. No tendría que haberlo hecho.

—Pero ¿qué lo mató exactamente?

—Una ráfaga repentina, al parecer. Por lo menos, eso dedujo el forense del condado. Parece que la botavara le dio en la cabeza y lo arrojó al lago, seguramente ya inconsciente. La temperatura del agua sería de unos siete grados, puede que menos. No se dura mucho en esas condiciones. Diez minutos, según dicen. Eso es todo. En fin, pasaron cuarenta y ocho horas antes de que los submarinistas encontraran el cadáver, y eso gracias a que alguien vio la embarcación volcada en el lago y llamó a la policía. El forense observó lesiones en la parte posterior de la cabeza, pero como el cadáver había estado en el agua, fue difícil saber exactamente qué pasó. Y como el velero volcó, todo lo que había dentro se perdió, por lo menos eso se dedujo. Una historia muy triste. La familia lo incineró y esparció sus cenizas en el lago. Imagino que era un sitio especial para él.

«Muy especial —pensó Moth—. Es el sitio donde lo asesinaron».

Pero, aunque sabía que lo habían matado, no alcanzaba a ver cómo. Y no había ninguna relación entre lo que parecía un accidente fortuito y haber estudiado en la Facultad de Medicina treinta años antes.

—Maldita sea —susurró tras colgar.

Suicidio. Siniestro de caza. Atropello con fuga. Error hospitalario. Accidente náutico. Cada muerte ocurrida con años de diferencia o en apenas unas semanas. Nada de ello era probable, y todo tenía sentido únicamente si se veía desde el punto de vista que solo Moth había adoptado.

Miró a Andy Candy. Esperaba que no lo hubiera adoptado solamente él.

—Culpa mía —dijo.

Andy levantó la cabeza.

—Eso es lo que dijo el doctor Hogan. Lo mismo que tu tío. Más o menos.

—Han muerto cinco personas. Fue por alguna razón. Averigüemos qué tenían en común.

—Tenemos esto —asintió Andy señalando las notas de Hogan—. No parece mucho, pero sí que lo es.

—¿Por qué lo dices?

—Era el único profesor. Los demás eran todos alumnos. Así que…

—Así que sabemos cuándo ocurrió aquello de lo que tenían la culpa. Solo tenemos que averiguar qué fue.

Andy Candy usó su voz más convincente, mezclando la inocencia de una jovencita llena de vida y energía con la insistencia de una veterana reportera de investigación. Ninguno de los empleados del actual decanato de la Facultad de Medicina trabajaba allí hacia treinta años, y eran reacios a dar información de contacto de los ya jubilados.

Pero que fueran reacios no significaba que no lo hicieran. Obtuvo el número de teléfono de un médico que había dejado la universidad hacía tiempo.

Una mujer contestó al cuarto tono.

Andy contó rápidamente la historia tapadera: el suicidio de Ed, el fondo en su memoria. La mujer la interrumpió a la mitad.

—Lo siento. No creo que podamos hacer ninguna contribución.

—¿Puedo hablar con el doctor? —insistió Andy Candy.

—No.

La respuesta fue tan brusca que la dejó desconcertada.

—Solo será un momento.

—Lo siento. Está en una residencia para enfermos terminales. —La voz de la mujer, que reprimió un sollozo, parecía proceder de muy lejos.

—Oh, lo lamento…

—Me han dicho que solo le quedan unos días.

—No era mi intención…

—No pasa nada. Lleva mucho tiempo enfermo.

Andy Candy quería dar una disculpa rápida y colgar. Captaba el dolor de su interlocutora casi como si la tuviera al lado. Pero mientras buscaba las palabras, notó que se ponía tensa y que una repentina resolución la dominaba.

—¿Habló alguna vez el doctor sobre algo, creo que habría ocurrido en 1983, algo inusual, algo fuera de lo corriente con los alumnos?

—¿Disculpe?

—Fue el año en que estuvo mi tío —mintió Andy—. Y pasó algo…

—¿De qué va todo esto? —preguntó la mujer tras un titubeo.

Andy inspiró hondo y siguió mintiendo.

—Antes de morir, mi tío mencionó un hecho que tuvo lugar cuando estudiaba en la facultad. Estamos intentando averiguar a qué se refería. —Parecía una explicación razonable.

—No puedo ayudarla. Mi marido tampoco. Se está muriendo.

—Lo siento, pero…

—Llame a una de las personas que siguieron el programa de Psiquiatría. Esta disciplina es siempre la más problemática. Los problemas que genera no compensan a la administración. Cada año se admiten quince alumnos. Puede que uno de ellos se volviera loco. A lo mejor pueden ayudarla.

Y una vez dicho esto, colgó.

Andy Candy repasó la lista. La mujer afligida no había dicho nada que no supiera ya.

Quince admitidos.

Contó los titulados.

Catorce.

Cuatro fallecidos.

Faltaba uno.

Alguien había empezado pero no terminado.

Ya lo tenía, y era tan simple que la asustó.

De repente, se estremeció. Moth debió de notarle algo en la cara porque se inclinó hacia ella. A Andy le resultaba difícil expresar lo que acababa de descubrir, de golpe volvía a sentirse tan cerca de la muerte como cuando había visto explotar la cabeza de Jeremy Hogan y había gritado. Se preguntó si estaría condenada a pasar el resto de la vida gritando. O, más bien, deseando gritar.