21

Aquel grito le molestaba mucho.

Estaba fuera de lugar y era inesperado.

Muy pocas cosas habían salido mal en sus asesinatos. Entonces, a medida que evocaba aquel grito, se transformó en una acuciante preocupación. Y la preocupación se convirtió en algo nuevo que iba más allá de la mera curiosidad, en algo semejante a la alarma; una sensación que le era completamente extraña. Y esta alarma aumentaba sin cesar. Le producía extrañeza e incomodidad, casi aturdimiento, con el pulso acelerado y un hormigueo en la piel, como si recibiera una pequeña descarga eléctrica. Nunca había tenido estas sensaciones al perpetrar un asesinato, y ninguna le gustaba.

«Tendría que haber habido silencio.

»Silencio y muerte. Es así como lo había planeado.

»Tal vez un eco momentáneo de mi disparo alejándose. Nada más.

»¿Quién gritó?

»¿Quién había en esa casa?

»No tenía que haber nadie.

»¿La señora de la limpieza? No. ¿Un vecino? No. ¿Un antenista de televisión? No.

»Debo regresar a comprobarlo».

El estudiante 5 canceló su vuelo del día siguiente a Cayo Hueso, donde tenía intención de tomarse unas vacaciones para beber relajadamente un cubalibre en una mesa del Louie’s Backyard mientras organizaba la nueva etapa, no letal, de su vida. Últimamente se dejaba llevar por fantasías agradables: quizás encontrar empleo en el ámbito terapéutico para sacar provecho de toda su pericia psicológica. A lo mejor podría trabajar en un centro de reinserción social, o atender algún teléfono de la esperanza. No necesitaba ganar dinero. Necesitaba llenar lo que le quedaba de vida con las profundas satisfacciones que soñaba cuando asistía a la Facultad de Medicina hacía tantos años.

Hasta se había planteado restablecer las relaciones con los parientes que le quedaban, primos dispersos que lo consideraban muerto. Menuda impresión y sorpresa se llevarían cuando se corriera la voz en la familia: ¡Está vivo! Sería como uno de aquellos soldados japoneses que fueron encontrados treinta o cuarenta años después en islas abandonadas del Pacífico y que creían que la guerra proseguía, y que fueron recibidos como héroes con desfiles y medallas cuando los enviaron de vuelta, confundidos, a su país. Las posibilidades eran infinitas. Podría recuperar su nombre, su identidad y, aún más importante, su potencial, y nadie sabría nunca cómo lo había conseguido.

«Sería como volver a ser joven».

Y resulta que ahora veía amenazada la nueva historia que creía que iba a iniciar mágicamente al liberarse de la vieja.

Lo invadió al instante la rabia.

«¡Qué putada! ¡Qué gran putada! Un puñetero grito».

Ya había pasado varias horas reuniendo los elementos utilizados en el asesinato de Jeremy Hogan para deshacerse de todo: los discos duros de ordenador y las notas manuscritas; fotos, mapas, horarios, rutas; armas y munición; dispositivos para enmascarar electrónicamente la voz y móviles desechables. Así como toda la información detallada, la historia personal y los hábitos cotidianos que había recabado para preparar y ejecutar la muerte del psiquiatra. Creía que cuando destruyera toda relación con aquel asesinato, podría empezar por fin una nueva vida.

«Y resulta que había sido una pérdida de tiempo. ¡Maldita sea!».

Se dijo que tenía que ser racional e investigar aquel grito, pero aun así le costaba respirar.

Por la noche, en su piso de Nueva York, el estudiante 5 se obligó a encender el ordenador. Le llevó unos minutos instalar un disco duro nuevo, tiempo que pasó soltando palabrotas.

Su primera visita fue al sitio web del Times de Trenton, el periódico local más importante de la ciudad más cercana. Solo incluía un breve artículo: «Médico jubilado muere en un probable siniestro de caza».

Leyó los seis párrafos pensando que estaban muy bien, pero el artículo no contenía detalles suficientes para reducir su nerviosismo. De hecho, incluía una relación de los logros profesionales de Jeremy Hogan tras la declaración de un teniente de la policía: «Existen indicios de que el doctor Hogan pudo haber sido víctima de un siniestro de caza fuera de temporada».

—Un siniestro —soltó en voz alta, mirando fijamente la pantalla del ordenador y quiso darle un puñetazo—. Ya te diré yo qué clase de siniestro fue.

Alzó los ojos y contempló el resplandor de la noche de Manhattan por la ventana. Podía oír el tráfico en las calles, la combinación habitual de vehículos de todo tipo, cláxones y sirenas esporádicas. Todo era como tenía que ser, pero aun así había algo que chirriaba. Los sonidos normales no lo tranquilizaban como tendrían que haber hecho.

Como un científico que revisara los datos de su último experimento, el estudiante 5 repasó todos los aspectos del crimen. Este le había parecido, incluso más que los anteriores, sencillamente perfecto, hasta la conversación final y la vacilación antes de apretar el gatillo. Recordó la presión en el hombro y la pequeña imagen que había visto por la mira telescópica. Estaba seguro de que Jeremy Hogan había experimentado el momento absolutamente necesario de miedo y reconocimiento, y que al final había sabido que iba a morir y quién iba a matarlo, aunque no recordara su nombre. Solo unos segundos de terror para que Hogan tuviera unos recuerdos terribles y completamente merecidos, sintiera pánico y supiera que estaba perdido a pesar de las precauciones que había tomado. Y entonces, deliciosamente, mientras todas estas cosas lo abrumaban, le explotó el cerebro.

«Un asesinato ideal.

»Un asesinato que envidiar. Un asesinato que saborear.

»Excepto por aquel grito».

Repasó mentalmente el sonido.

«Femenino. Agudo. ¿Hubo también un sonido secundario?

»Mierda, mierda, mierda. El plan había sido muy sencillo:

»Marcar.

»Pronunciar las frases ensayadas.

»Apuntar.

»Disparar.

»Comprobar rápidamente que no quedaran pistas por descuido.

»Marcharse».

Y lo había cumplido al milímetro. Como tenía que ser. Como había hecho las demás veces.

Salvo que esta vez tendría que haber esperado.

Soltó una palabrota, se cogió al borde de la mesa para levantarse bruscamente y anduvo arriba y abajo. Se golpeó con un puño la palma de la otra mano, se tendió sobre el suelo de madera noble y se puso a hacer abdominales. Al llegar a los cincuenta, con el sudor perlándole la frente, paró.

Diciéndose que debía mantenerse tranquilo y concentrado, volvió al ordenador. Decidió probar el sitio web del Packet de Princeton, el periódico quincenal local que cubría la zona. Aparecieron numerosos artículos sobre reuniones de la junta de planificación, normativas sobre la sujeción de los perros, campañas de reciclaje, pruebas de la liga infantil de béisbol y proyectos educativos. Con un poco de insistencia, localizó un titular: «Destacado catedrático pierde la vida en un probable siniestro de caza».

El artículo era parecido al anterior, solo que contenía más detalles, incluido el venado muerto y la frase: «Unos invitados encontraron el cadáver del psiquiatra».

Nadie visitaba al doctor Hogan. No desde hacía años.

¿Quiénes eran, pues?

El estudiante 5 apenas durmió. Pasó gran parte del resto de la noche releyendo aquel artículo, como si esperara que se formaran otras palabras en la pantalla.

Diez de la mañana.

«Usa un móvil desechable y cíñete a la historia». Había preparado una historia razonable. El teléfono sonaba.

Packet de Princeton. Le habla Connie Smith.

—Buenos días, señorita Smith. Lamento molestarla en el trabajo. Mi nombre es Philip Hogan y llamo desde California con motivo de la muerte reciente de mi primo el doctor Hogan. Un primo lejano, tanto por distancia física como por parentesco. Su fallecimiento nos ha sorprendido mucho y estamos intentando averiguar qué pasó exactamente. La policía local no nos da una respuesta concreta respecto a qué clase de siniestro fue. Y esperaba que tal vez usted pudiera darnos algunos detalles.

—La policía suele ser muy hermética hasta que concluye la investigación —comentó la periodista.

—Su artículo mencionaba un siniestro de caza. Pero mi primo no era cazador, por lo menos que nosotros supiéramos, de modo que… —Dejó la pregunta en el aire.

—Ya. Bueno, lamento tener que decírselo, pero al parecer una bala perdida de algún idiota que cazaba fuera de temporada con un rifle de largo alcance mató a su familiar en lugar de un ciervo. O además de un ciervo. La policía está buscando al cazador, que puede que se enfrente a una acusación de homicidio imprudente y a diversas infracciones medioambientales, pero hasta ahora ha sido en vano.

—Comprendo. Qué terrible. No conocía a mi primo, pero era un excelente psiquiatra. ¿Y estaba en casa cuando eso ocurrió?

—Sí. Contestando al teléfono, al parecer. O sea que fue mala suerte, la verdad. No obstante, al final la policía emitirá una conclusión fidedigna, que será más exacta y precisa que los rumores que le comento.

—¡Oh, qué terrible! —exclamó el estudiante 5, imprimiendo a su voz la mayor pesadumbre.

—Reciba mis condolencias. Fue una verdadera desgracia.

—Eso parece. Qué tragedia, pero al menos ya había vivido su vida. Creo que estaba solo desde que enviudó. Debía de sentirse triste y solitario.

—Ya.

—¿Sabe qué funeraria se ocupa?

—El periódico publicará una necrológica cuando el forense entregue el cadáver. Vuelva a mirarlo mañana o pasado.

—Así lo haré. Oh, otra pregunta, y muchas gracias por su ayuda…

—Faltaría más.

—¿Cómo lo encontraron? Quiero decir, no sufrió, ¿verdad?

—No. Al parecer, murió en el acto.

El estudiante 5 ya conocía este dato. «El sufrimiento fue antes». Pero quería hacer preguntas acordes con la imagen que estaba intentando dar. «Distante. Moderadamente preocupado. Básicamente curioso».

—Pero ¿cómo…?

—Al parecer, una pareja joven había ido a visitarlo. Una coincidencia, por lo visto, según me contó un policía. No eran de la familia. Debían de tener algún motivo para estar en su casa, pero no figura en el informe preliminar de la policía. Seguramente un estudiante de Psiquiatría buscando un profesor emérito, supongo.

—¿Habló usted con ellos?

—No. Cuando llegué a la casa, ya se habían ido. Estarían muy asustados. Van de visita y… —La periodista se detuvo, seguramente temiendo ser insensible.

El estudiante 5 fue prudente. «No te muestres ansioso», se recordó.

—Oh, tal vez tendría que intentar hablar con ellos, entonces. ¿Tiene sus nombres, números de teléfono o algo que pueda ayudarme a contactar con ellos?

—Tengo sus nombres, pero no sus teléfonos. Supongo que la policía no quería que los llamara antes de que terminen su investigación. Típico. Puede que tampoco quiera que usted los llame, pero qué coño. No tendría que ser difícil localizarlos.

—Pero usted no lo ha hecho…

—No. No le veo interés periodístico, salvo que la policía averigüe el nombre del imbécil del cazador. Entonces habrá una detención y un artículo de seguimiento.

«Eso no pasará», pensó el estudiante 5.

Escuchó y pidió dos veces a la periodista que deletreara los nombres de los invitados. Luego miró fijamente las palabras que tenía delante. Parecían reverberar, como el calor sobre una carretera un día abrasador. Un chico. Una chica.

La chica no le decía nada: Andrea Martine.

«¿Quién eres?».

Pero el nombre del chico le decía mucho: Timothy Warner.

«Sé quién eres».

Tendría que estar enojado consigo mismo porque se le había escapado una conexión, pero dejó que esa furia interna se diluyera en la perspectiva de investigar un poco más, convencido de que eso lo tranquilizaría y tal vez haría que aquella desagradable sensación de…

Se detuvo como si pudiera parar sus pensamientos del mismo modo que se refrena un caballo desbocado y analizó lo que sentía. «¿Una sensación de qué? ¿De amenaza? ¿De fracaso? ¿De peligro?».

—Espero haberlo ayudado —dijo la periodista.

—Sí, gracias. Me ha ayudado mucho —respondió el estudiante 5.

Una parte de él quería reír. «Inexperta periodista local, estás hablando con la mejor noticia que pasará jamás por tu mesa. Solo que no lo ves».