Moth mintió.
Más o menos. Lo que hizo fue encontrar una forma de contestar las preguntas dando una impresión de verdad que enmascaraba la falsedad, más amplia. Le sorprendió lo fácil que le resultaba. Era tan importante ser legal para mantenerse alejado del alcohol que lo asustó un poco la facilidad con que le salían las falsedades de sus labios.
La casa del psiquiatra se llenó de repente de policías y sanitarios de los servicios de emergencias. Se habían llevado a Moth a una habitación y a Andy Candy a otra para hablar con ellos por separado. Desde donde estaba ya no podía ver el cadáver del médico.
—¿Y por qué dice que estaba aquí? —preguntó el inspector.
—Mi tío falleció hace poco; se suicidó en Miami. Estábamos muy unidos. El doctor Hogan fue uno de los profesores más importantes para él en la Facultad de Medicina. Estoy intentando entender los motivos que llevaron a mi tío a quitarse la vida, y el otro día me puse en contacto con el doctor Hogan. Me invitó a venir a hablar con él. Supongo que se sentiría demasiado mayor para viajar y que no le parecería oportuno decirme por teléfono lo que fuera a contarme.
—¿Dijo algo sobre que hubiese recibido amenazas? —insistió el inspector.
—Íbamos a hablar sobre mi pérdida, y creo que él quería ayudarme a aceptarla. Después de todo, era un psiquiatra prominente. Puede que simplemente fuera amable conmigo. O que se sintiera solo porque vivía aquí aislado y quisiera tener visitas. No lo sé.
Moth miró al inspector. No había nada en su postura, en su forma de hablar y de preguntarle que le llevara a pensar que era el momento de contárselo todo a aquella persona.
—Es un largo viaje para tener una simple conversación.
—Mi tío era muy importante para mí. Y encontré una tarifa barata.
Andy Candy también mintió.
Le dejó un regusto extraño en la boca, como si sus embustes fueran alimentos agrios, pero también la excitó, porque sentía que se adentraba en una aventura.
—¿Y dónde estaba exactamente cuando oyó el disparo? —La inspectora, una joven apenas seis años mayor que Andy, adoptó un tono de poli dura, empuñando el bloc y el bolígrafo con la misma autoridad con que empuñaría el arma que llevaba a la cintura.
Andy titubeó, señalando y acercándose al lugar que ocupaba cuando el doctor Hogan fue abatido.
—Justo aquí. Y después vine aquí al oír el… —No terminó la frase, y dijo—: Después entré en la cocina. —Inspiró hondo y pensó que era un poco como rebobinar una cinta de vídeo, porque reproducía mentalmente lo que había visto y oído.
Un disparo.
Distante. Apagado. A duras penas asimilado: «¿Qué ha sido eso?».
Una fracción de segundo.
«Mira».
Cristales rotos.
Entonces, una imagen que fue tan potente como cualquier ruido: la parte posterior de la cabeza del doctor Hogan explotando en medio de una cascada roja de cerebro y sangre.
Un escalofriante sonido sordo cuando el anciano cayó hacia delante y se golpeó contra la pared, impulsado por la fuerza del impacto. El auricular que sostenía dio contra el suelo. Su cuerpo no hizo ningún ruido al deslizarse hacia abajo, o por lo menos ninguno que ella oyera, porque en aquel momento gritó. Fue un gemido agudo, que aunó conmoción y pánico inmediatos para convertirlos en un alarido visceral, desesperado, que se mezcló con el grito de sorpresa de Moth creando una armonía aterradora.
Fue todo tan rápido que Andy Candy tardó en entender lo que había sucedido y en reunir todas las piezas separadas y procesarlas. Fue un poco como despertarte de una pesadilla en la que sientes un calor abrasador pensando que has tenido un sueño muy desagradable y darte cuenta de que tu casa está realmente en llamas.
El inspector que tomaba declaración a Moth era un hombre robusto de mediana edad con un traje que le caía fatal.
—¿Y qué hiciste exactamente después de darte cuenta de que el médico había recibido un disparo?
Moth procuró recordar sus actos para decidir qué incluía, lo heroico, y qué omitía, su pánico. Lo que había hecho era echarse atrás, como una persona que se encuentra una serpiente en la hierba, antes de rodear a Andy con sus brazos para alejarla de la entrada. Cuando el médico se desplomó al suelo, se agachó sobre su amiga como si la protegiera de la caída de cascotes.
Luego, algo distinto se apoderó de él y la soltó para ir corriendo a la cocina. Vio todos los elementos de una muerte violenta, y actuó con un instinto que no creía poseer. No se le ocurrió que se estuviera exponiendo a un segundo disparo. Se agachó junto a la víctima como un médico en el campo de batalla, pero retiró las manos bruscamente al percatarse de que no podía hacer nada. Ni un torniquete. Ni presionar una arteria, ni reanimación cardiopulmonar ni boca a boca. La sangre ya estaba formando en el suelo un charco rojo, salpicado con trocitos de hueso y masa encefálica gris y viscosa. Tuvo una visión horripilante de cabello canoso enmarañado con el cráneo destrozado.
Con el rabillo del ojo atisbó el arsenal dispuesto en la mesa, y con un grito de desafío se abalanzó sobre él y cogió la escopeta sin comprobar si estaba cargada, lo que, de todos modos, no habría sabido hacer, y se encontró a sí mismo saliendo por la puerta trasera tras perder unos segundos peleándose con el cerrojo. Levantó la escopeta y la movió a derecha e izquierda con el dedo en el gatillo, pero no vio nada sospechoso. La idea de que debía proteger a Andy Candy y a sí mismo era más fuerte que su miedo. Contuvo el aliento.
Se quedó inmóvil unos segundos, que se le hicieron tan largos que le parecieron una eternidad. La noche caía sobre él y lo envolvía en penumbra. Quería disparar a algo o a alguien, pero alrededor solo había sombras procedentes del bosque cercano que se extendían por el jardín trasero de Hogan. Burlándose de él.
De modo que volvió a entrar.
—Ya está —dijo a Andy, aunque no sabía cómo había llegado a semejante conclusión, lo mismo que ocurría con lo que añadió—: Quienquiera que sea se ha ido.
Andy Candy estaba al borde del llanto. Tenía los ojos llenos de lágrimas y una rigidez paralizante le recorría el cuerpo. Estaba en la puerta de la cocina, con los ojos clavados en el cadáver, tapándose la mano con la boca, como si decir algo fuera a aumentar el miedo que reverberaba en su interior. Imaginó que sus sentimientos eran tan desvaídos como, sin duda, su rostro en aquel momento.
—¿Hemos…? —balbuceó—. ¿Quién, quiero decir…? —Se detuvo. Creía saber lo de «quién». Lo de «hemos» parecía ridículo. Las palabras eran tan secas que le raspaban la garganta.
Moth se mostraba frío, como un robot.
—Sabemos quién fue —dijo, dando voz al pensamiento que había cruzado la cabeza de Andy.
Andy se notó las axilas sudadas, a pesar de que temblaba como si tuviera frío. No sabía si estaba acalorada o helada.
—Vámonos, Moth —dijo—. Larguémonos ya.
«Huyamos. Escapemos… Pero ¿de qué? ¿Adónde?».
—No creo que podamos —respondió Moth.
De golpe, Andy Candy no tenía ni idea de lo que estaba bien y lo que estaba mal, y dudaba que Moth la tuviera. Solo había logrado pensar que iba a explotar otra ventana y la bala de un francotirador acabaría con ella o con Moth. Creía que se hallaban en un peligro terrible, y que cada segundo que siguieran ahí podía dar tiempo al asesino para recargar, apuntar y matarlos.
Se tambaleó hacia atrás, a punto de caerse. Tendió una mano y se apoyó en la pared. Estaba mareada y tenía la impresión de que iba a desmayarse.
—Ayuda —susurró, aunque qué clase de ayuda podían recibir. Se le ocurrió algo extraño: «La gente cree que la muerte es el final. Es solo el principio».
Moth quería estrecharla entre sus brazos y acariciarle el pelo para consolarla. Tenía una noción hollywoodiense de lo que tendría que hacer un héroe en un momento así, pero al avanzar hacia ella tropezó y se detuvo a unos pasos de distancia.
Ella vio que Andy sacaba el móvil. «Hay que llamar a Emergencias, claro», pensó. No obstante, dijo:
—Espera un momento.
El Moth que quería consolarla había desaparecido, sustituido por un Moth que pensaba como un asesino. Se había vuelto hacia la mesa llena de armas. Había vuelto a dejar la escopeta allí y había cogido el 357 Magnum y las cajas de su munición.
—Vamos a necesitar esto. Y eso también. —Señaló el bloc con las notas garabateadas por el doctor Hogan. Andy Candy lo había dejado caer al suelo en la entrada.
—¿No querrá la policía…? —repuso ella, pero entonces entendió lo que Moth estaba diciendo. Recogió el bloc y se lo dio, sin saber el inmenso peligro que conllevaba ese paso, aunque sí era vagamente consciente de que los dos estaban cruzando líneas rojas que ninguna persona racional cruzaría.
—Muy bien —soltó Moth, metiéndose el bloc bajo el abrigo—. Ya podemos llamar.
—¿Qué digo? —preguntó Andy con el móvil en la mano.
—Diles que ha muerto alguien. De un disparo.
—Y cuando lleguen, ¿qué diremos entonces? —Se removió con movimientos tensos.
Si se dejaran guiar por la sensatez, contarían en el acto todo lo que sabían, que no era mucho, y todo lo que imaginaban, que era muchísimo, a la policía, que era el órgano competente en materia de crímenes. En aquel instante, ambos habían decidido no hacerlo. Las palabras «depende de nosotros» los habían dominado. La idea de depositar su confianza en la policía no solo parecía absurda, sino también peligrosa. Tenían tal barullo de muertes en su cabeza que les era imposible plantearse racionalmente las cosas. Moth estaba dispuesto a todo: solo podía pensar en la venganza.
—Que fue un accidente —propuso con frialdad.
Puesto que todo lo que la rodeaba era una vorágine de muerte y locura, lo único que pudo hacer Andy Candy fue aferrarse a algo que parecía lógico cuando en realidad no lo era.
—De acuerdo —coincidió con él—. Un accidente o algo, o quizá que simplemente no lo sabemos.
Todo aquello les resultaba difícil, pero por motivos diferentes. Moth creía que aquella guerra era suya, mientras que Andy Candy pensaba: «Sea lo que sea lo que hayas empezado, tienes que acabarlo». Ninguno de los dos alcanzaba a ver lo absurdas, románticas e ingenuas que eran estas ideas.
—Cuéntales lo que hemos oído y visto, y ya está —dijo Moth, como un pretencioso director de teatro dando instrucciones a una actriz—. Andy… no hables con aparente tranquilidad.
«Qué petición más extraña», pensó ella con lágrimas en los ojos mientras miraba el cadáver del psiquiatra. Pero ya no pudo procesar nada más de lo que ocurría a su alrededor.
—Eso es fácil —aseguró. La rodeaba tanta histeria que reflejarla en una llamada a la policía parecía sencillo.
Pero, contradictoriamente, oír su propia voz le sirvió para recuperar cierto control sobre sus emociones desbocadas. «De modo que ver asesinar a alguien es así», pensó.
Marcó el número sin dejar de pensar que estaba atrapada en una rara experiencia extracorpórea. Moth había ido afuera, al coche de alquiler. Cuando le respondió una voz escueta de la centralita policial, se oyó a sí misma dando una dirección, aunque le pareció que era otra persona, alguien responsable e inmutable, quien llamaba a la policía.
—¿Viste algo o a alguien cuando saliste afuera?
Moth titubeó antes de sacudir la cabeza. Llegó a la conclusión de que la única respuesta era «nada». O, por lo menos, «nada fuera de lo normal». Salvo que una bala de 1,80 gramos había estallado en la cabeza de aquel psiquiatra unos momentos antes. Aquello no era normal, pero en su vida ya no había nada normal. Esperaba que Andy Candy también fuera consciente de ello.
—No. Nada.
El inspector anotaba las respuestas de Moth.
Les hicieron más preguntas. Preguntas rutinarias, como «¿Qué vuelos tomasteis?» o «¿Dijo algo el doctor Hogan antes de que le dispararan?». Tomaron fotos, y acudieron los de la policía científica, igual que cuando habían matado a su tío. Hubo cierto revuelo cuando un inspector que seguía la trayectoria de la bala se encontró con el venado muerto y alguien aseguró que se trataba de un «siniestro de caza», aunque no resultaba del todo convincente, pero Moth y Andy Candy lo oyeron varias veces. Les preguntaron cómo podían ponerse en contacto con ellos, y anotaron los correos electrónicos y los números de móvil. Los jóvenes no lograron saber exactamente qué pensaban los policías sobre la muerte del psiquiatra, ni siquiera cuando les hicieron la pregunta obvia:
—¿Saben de alguien que quisiera matar al doctor Hogan?
Y ambos respondieron:
—No.
No tuvieron que ponerse previamente de acuerdo sobre esta mentira. Les salió espontáneamente.