Una cuarta conversación. Muy breve.
La clave de todos sus crímenes era aparentemente sencilla: carecían de una firma reconocible.
La muerte de Ed Warner había sido un rompecabezas planeado con gran inteligencia. Había tenido claro que necesitaba encontrar una forma de sentarse frente a él para charlar, y eso requería una estrategia prudente. Había acudido a una sesión de terapia corriente. La única diferencia había sido que había sustituido el apretón de manos final por un disparo a corta distancia, una idea que había tomado de una película de hacía cuarenta años, Los tres días del cóndor, protagonizada por Robert Redford, Faye Dunaway y Max von Sydow. Imaginaba que ningún policía actual, ni siquiera uno al que le gustaran los filmes de intriga ligeramente anticuados, la habría visto. Pero Jeremy Hogan planteaba otros problemas.
«Le dije demasiado y no es idiota. Pero no estará seguro del siguiente paso que tendría que dar. Actúa antes de que pueda hacerlo él».
Un Winchester modelo 70, calibre 30-06. Unos tres kilos y medio de peso.
Cinco balas de 1,80 gramos de munición.
Mira telescópica Leupold 12X.
Alcance máximo: 900 metros.
Este sería un extraordinario disparo de un francotirador militar, en el que tendría que compensar el viento, las condiciones ambientales, la humedad y la trayectoria parabólica de la bala sobre el terreno.
Alcance excepcional: 180 a 360 metros.
Este sería digno de un cazador de caza mayor muy hábil y experto. Un disparo del que alardear.
Alcance normal: 20 a 45 metros.
Este sería el de un dominguero belicoso que se ufana de sus imaginarias proezas cazadoras y se considera un descendiente de Davy Crockett, armado con un equipo caro que utiliza acaso un par de veces al año y pasa el resto del tiempo encerrado en un armario.
El viejo psiquiatra era el último nombre de su lista, su punto final. No sabía si de verdad sería su punto final. Tenía miedo de haber llegado tan lejos después de tantos años para quedarse emocionalmente corto.
«Este es el mayor peligro —se dijo—. No una detención, un juicio y una condena a muerte. Sería mucho peor fracasar después de haber llegado tan lejos».
—Es extraño que un asesino piense así —dijo en voz alta, dando vueltas a esta idea.
La única respuesta estaba en el último acto.
Volvió a la ingente tarea de prepararlo todo. Talego. Ropa de camuflaje, incluido un traje de camuflaje cuidadosamente preparado que rivalizaría con el de las Fuerzas Especiales. Botas con suela de gofre una talla más pequeña, pero les había hecho un corte en la puntera para que los dedos tuvieran más espacio. Mochila con linterna, una pala plegable, una botella de agua y una barrita energética. Había transportado todos estos objetos de su caravana estática en Western Massachusetts, donde no llamaban tanto la atención como en la ciudad de Nueva York.
El estudiante 5 cogió un plano dibujado a mano del interior de la casa de Jeremy Hogan junto con una lista detallada de los hábitos diarios del psiquiatra. «¿Sabe que va al baño a la misma hora todas las mañanas? —se preguntó—. ¿Es consciente de que se sienta en la misma silla del salón a leer o a ver los pocos programas de televisión que le gustan? Comedias dramáticas británicas emitidas por la televisión pública, naturalmente. También adopta la misma postura al sentarse ante su escritorio, y el mismo lugar en la mesa del comedor cuando toma la comida calentada en el microondas. ¿Se percata de ello? ¿Tiene alguna idea de lo regulares que son sus hábitos? Si la tuviera, podría salvarse. Pero no la tiene».
Cada hábito era una posible ocasión para matarlo. El estudiante 5 los había examinado todos desde este punto de vista.
Cuchillo de caza. Móvil desechable. Comprobó de nuevo el boletín meteorológico, examinó la localización GPS que había establecido, repasó por tercera vez la hora en que el sol se ponía y calculó los escasos minutos de luz de que dispondría entre la muerte y la total oscuridad.
«Como cualquier buen cazador», pensó.
Usó un viejo truco para cazar venado fuera de temporada: una piedra de sal colocada una semana antes en un pequeño claro del bosque. Se había adentrado en una zona boscosa, a poco más de kilómetro y medio de la casa de Jeremy Hogan, por un terreno accidentado pero accesible. Era primera hora de la tarde, pero el frío húmedo le atravesaba la ropa, aunque una vez que empezara a moverse entraría enseguida en calor. Permaneció inmóvil, en la dirección del viento desde la piedra de sal, camuflado, con el rifle apoyado en la mejilla y el cañón sobre un árbol caído para estabilizar su disparo. De vez en cuando, jugueteaba con los tornillos de ajuste de la mira telescópica para asegurarse de que la imagen fuera clara y de que el retículo en cruz estuviera perfectamente alineado.
Aquel día tuvo suerte. Había pasado una hora y media cuando vio el primer movimiento entre las frondosas ramas.
Cambió ligeramente el peso de lado y se preparó.
Una cierva solitaria.
Sonrió. «Perfecto».
El animal avanzó cautelosamente hacia el claro, levantando la cabeza para captar olores o sonidos, alerta ante posibles amenazas pero ajeno a que el estudiante 5 lo estaba apuntando.
Los recuerdos de uno de sus crímenes lo distrajeron y se obligó a concentrarse en la cierva, que se dirigía vacilante hacia la piedra de sal.
—Quiero ayudarte —había dicho Ed Warner.
—Perdiste tu oportunidad. Necesitaba ayuda cuando éramos jóvenes. No ahora.
—No —había insistido el psiquiatra con voz tensa—, nunca es demasiado tarde.
—Dime, Ed —había replicado el estudiante 5—, ¿cómo explicarás esto? ¿Cómo afectará a tus pacientes que se sepa que fuiste incapaz de impedir que un viejo amigo se matara ante tus narices? —Una magnífica mentira que se había inventado.
Entonces se había levantado, con la pistola en su propia sien, como si fuera a dispararse. Había sido una actuación convincente. Sabía que Ed Warner interpretaría su lenguaje corporal, oiría la tensión ronca en su voz, y la imagen mental que se formaría sería la de que su excompañero de clase quería matarse delante de él en aquel instante, tal como había dicho. Un drama shakespeariano. O quizá de Tennessee Williams. El estudiante 5 había rodeado el escritorio para acercarse a su objetivo. Había ensayado mil veces los movimientos necesarios: dedo en el gatillo ligeramente y, de repente, antes de que el psiquiatra pudiera percatarse de lo que estaba ocurriendo realmente, poner el arma directamente en la sien de Warner.
Un disparo en la cabeza.
Apretar el gatillo.
Y disparar.
Fijó el retículo en cruz en el pecho del animal. Imaginó que podía ver cómo se movía arriba y abajo con cada respiración titubeante. El animal recelaba. Estaba asustado. Y tenía razón para estarlo.
Un disparo al corazón.
Apretar el gatillo.
Y disparar.
El cuerpo del ciervo todavía estaba caliente, y un hilo de sangre le resbaló por la chaqueta. «Cerca de treinta kilos —calculó—. Difícil. No imposible. Te entrenaste para este momento».
Antes de cargarse al hombro el cuerpo, el estudiante 5 utilizó una pequeña pala plegable para tapar los restos de la piedra de sal. Después se dirigió hacia la casa de Jeremy Hogan por el bosque, siguiendo una senda que había recorrido varias veces cargado con una mochila pesada para simular un ciervo muerto, para practicar. La luz empezaba a palidecer y menguar, pero creía que le quedaba la suficiente. Sería justo, pero posible.
Se recordó que matar era así. Jamás era exactamente tan prolijo como uno esperaba ni tan burdo como uno temía.
El rifle en bandolera le rebotaba incómodamente en el trasero mientras avanzaba con dificultad entre matorrales y ramas caídas. Deseó haberse comprado un machete para apartar los arbustos enmarañados, pero tampoco quería dejar marcado un sendero en el bosque que un criminalista experto pudiera identificar. Sabía que estaba dejando huellas, pero las botas de otra talla, por más apretadas que le quedaran y dolorosas que fueran, dejaban pisadas que parecían desordenadas y erráticas. Esto era muy importante.
Unos nubarrones grises que amenazaban con descargar conferían al cielo una tonalidad plomiza. Eso le iba como anillo al dedo. La lluvia acabaría de cubrir cualquier indicio de su presencia.
Una rama espinosa le tiró de una pernera.
Resoplaba. Esfuerzo. Peso. Excitación. Expectativa. Se dijo que debía ir más despacio, con cuidado. Se estaba acercando.
Cuando el estudiante 5 vio el lugar que había elegido, se obligó a dar pasos vacilantes. No debía hacer ningún movimiento brusco que llamara la atención.
Avanzó sigilosamente hasta el linde mismo del bosque.
No apartaba los ojos de la casa de Jeremy Hogan, a unos cuarenta metros de un césped mal cuidado desde el borde del bosque.
«Está allí. Allí dentro, esperando, pero no sabe lo cerca que estoy».
El estudiante 5 se descargó el cadáver de la cierva de los hombros en el lugar donde crecía el último árbol antes de que la civilización y el césped se apoderaran del terreno.
El animal hizo un ruido sordo al caer contra la tierra blanda.
Se agazapó para asegurarse de que el cuerpo estuviera tal como cuando él le había disparado. «Una cierva que cayó muerta. No una cierva dispuesta cuidadosamente».
Sin incorporarse, retrocedió como un cangrejo para alejarse del animal, sin perder la línea de visión, y dejando que los matorrales y el follaje lo ocultaran. Reculó así unos veinte metros en el bosque hasta un viejo roble. A la altura de su hombro había una muesca donde se había roto una rama. La posición de disparo perfecta.
El bosque que tenía delante formaba una especie de ventana que daba directamente a la casa. No había ramas aisladas que pudieran desviar el disparo ligerísimamente y hacerlo fallar. La cierva en el suelo estaba en la trayectoria directa que seguiría su bala.
Levantó el rifle y acercó el ojo a la mira telescópica.
Vaciló al preguntarse qué vería la policía.
Una respuesta sencilla: «Un asesinato que no lo es».
Tomó el móvil desechable.
Estaba tan concentrado que no oyó el coche que llegaba a la parte delantera de la casa, y desde donde estaba situado no podía verlo.
Jeremy Hogan estaba sentado a su escritorio, tomando febrilmente notas en un bloc. Cada fragmento de conversación, cada impresión, cualquier cosa que pudiera ayudarle a averiguar quién podría ser el señor De la Culpa. Garabateaba frases desorganizadas y apresuradas, carentes de toda la precisión científica que había desarrollado a lo largo de los años. Como no tenía idea de qué podría ayudarlo, vertía en las páginas cualquier idea y observación al azar.
Solo alzó la vista cuando oyó acercarse el coche por el camino de entrada.
—Son ellos. Tienen que serlo —se dijo en voz alta.
Miró por la ventana y vio a una pareja joven salir de un anodino automóvil de alquiler.
—¡Qué guapa es! —susurró sonriente. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había recibido en su casa a una muchacha tan atractiva como la que ahora recorría el camino de entrada. Tuvo la extraña sensación de que aquella joven era demasiado bonita para hablar de asesinatos.
Con el bloc en la mano, se levantó y fue a la puerta principal.
Ni Andy Candy ni Moth sabían qué esperar cuando la puerta se abrió. Vieron a un hombre alto, larguirucho, de pelo canoso, que parecía contento y nervioso a la vez cuando se saludaron.
—Timothy, Andrea, encantado de conoceros, aunque me temo que las circunstancias son problemáticas —dijo rápidamente Jeremy Hogan. Hizo un gesto con la mano para que entraran.
—Tiene una casa muy bonita —comentó Andy Candy con educación tras un momento algo embarazoso.
—Pero lamentablemente solitaria y aislada. Ahora vivo solo. —Miró a Moth, que se movió intranquilo—. Supongo que será mejor que vayamos al grano —prosiguió. Levantó el bloc lleno de notas—. He intentado organizarme para que tuviéramos por dónde empezar. Disculpad si resulta demasiado confuso. Vayamos al salón. —En ese momento sonó el teléfono.
Jeremy se detuvo con una ligera mueca.
—Me ha llamado —explicó—. Varias veces. Pero no creo que vuelva a hacerlo. En nuestra última conversación… —Se le apagó la voz mientras el teléfono seguía sonando. El anciano se volvió hacia los dos jóvenes—. Es curioso. ¿No os parece irónico? Cuando suena el teléfono, o es un asesino o es alguien que recauda fondos para una buena causa más.
Entregó sus notas a Andy Candy.
—Esperad un momento —pidió y los dejó en la entrada.
Vieron que entraba en la cocina y miraba el identificador de llamadas del teléfono, que rezaba: NÚMERO DESCONOCIDO. Aunque su primera reacción fue no contestar, al final lo hizo.
El estudiante 5 apuntó.
Oyó la voz de Jeremy: «¿Sí?».
Ya no había necesidad de seguir disimulando la voz con un dispositivo electrónico. Quería que su víctima la oyera como era realmente.
—Escuche atentamente, doctor —dijo despacio.
Jeremy soltó un grito ahogado. Sorprendido, se quedó paralizado.
En el retículo en cruz de la mira telescópica, el estudiante 5 veía la espalda de Jeremy. Hizo unos ligeros ajustes con el móvil pegado a la oreja y el dedo acariciando el gatillo.
—Una lección de historia. Solo para usted. —Jeremy no contestó, algo con lo que había contado—. Hace un par de décadas, cuatro alumnos fueron a verlo para que los ayudara a que el quinto miembro de su grupo de estudio fuera expulsado de la Facultad de Medicina porque creían que estaba peligrosamente loco y que ponía en peligro sus carreras. Querían que lo sacrificara para poder seguir adelante. Usted hizo lo que le pedían. Fue quien lo hizo posible. Quien lo facilitó. Yo fui la persona que sufrió. Me costó todo lo que tenía. ¿Qué cree que debería costarle a usted?
Jeremy balbuceó sonidos atropellados, ininteligibles. La única palabra que alcanzó a pronunciar con cierto sentido fue: «Pero…».
—¿Qué debería costarle, doctor? —El estudiante 5 sabía que Jeremy no respondería. Había pensado mucho en lo que diría. La pregunta final tenía un objetivo concreto: mantendría al psiquiatra en su sitio, confundido, vacilante.
—Lleva una bonita camisa azul, doctor.
—¿Qué? —preguntó Jeremy, confundido.
«Menuda palabra tonta para ser la última que pronuncia», pensó el estudiante 5. Dejó caer el móvil al suelo, a sus pies, colocó bien la mano izquierda en el rifle. Inspiró una vez, contuvo el aliento y apretó suavemente el gatillo.
Un retroceso familiar.
Una neblina roja.
La idea que le vino inmediatamente a la cabeza fue: «Después de tantos años, por fin soy libre».
Lo único que le sorprendió fue el repentino grito desgarrador que siguió al disparo, cuando tendría que haberse producido un profundo silencio empañado únicamente por el eco de la detonación difuminándose. Este ruido inesperado le preocupó, pero conservó la disciplina interna, por lo que recogió el móvil, echó un vistazo rápido en derredor para comprobar que no dejaba ningún rastro de su presencia e inició el camino de vuelta por el bosque cada vez más oscuro. Una convicción acompañó sus primeros pasos: «Se acabó. Se acabó». Los siguientes estuvieron marcados por la letra de una canción de Bob Dylan que susurró con brío: «It’s all over now, baby blue».
Y dos últimas palabras estimularon su paso rápido: «Por fin».