La tercera conversación.
Jeremy Hogan dispuso un buen arsenal en la mesa del comedor: escopeta, arma corta, cajas de munición, el atizador de la chimenea, cuchillos de trinchar, una linterna de acero negro de seis pilas que, a su entender, podría usarse como porra, y una réplica ceremonial de una espada de caballería de la guerra de Secesión, que le habían regalado quince años atrás tras dictar una conferencia en una academia militar de Vermont. Aquel lejano día había disertado sobre el trastorno por estrés postraumático en las víctimas de un crimen. Ojalá pudiese recordar lo que había dicho. No estaba seguro de que la espada estuviera lo bastante afilada como para penetrar en la piel, aunque podría intimidar a un agresor si la esgrimía.
Practicó cómo cargar y descargar el revólver y la escopeta. No era rápido, a veces se le escurrían las balas, y temía dispararse en un pie o una pierna. Cuando expulsó un cartucho de la recámara del calibre 12, este cayó al suelo y rodó bajo un aparador antiguo. No podía sacarlo de allí, y finalmente tuvo que usar la espada ceremonial, metida en su vaina adornada con borlas, para llegar hasta el fondo. El cartucho y la espada salieron cubiertos de polvo.
A media mañana se preparó un blanco improvisado rellenando una vieja camisa con trapos, toallas raídas y periódicos arrugados. Le añadió algo de leña menuda de la chimenea para darle peso y bajó una silla rota del desván para que lo aguantara. Llevó todo al jardín que conducía a los campos de la antigua explotación agrícola y al frondoso bosque plagado de ciervos que se extendía detrás de su casa. No se le escapó que estaba situando la silla en medio del paisaje que a su difunta esposa le encantaba pintar a la acuarela con colores vibrantes.
Tras preparar las armas, se alejó unos diez metros y se preparó. Primero el arma corta. Levantó el revólver y reparó en que había olvidado los tapones para los oídos dentro, sobre la mesa. Dejó el revólver en la hierba esperando que la humedad no lo dañara, entró rápidamente en casa, se puso los protectores y, una vez que volvió afuera, adoptó la posición de tiro que le había enseñado el propietario de la armería. Le pareció que le salía bien. El arma sujeta con ambas manos y los pies ligeramente separados. Las rodillas ligeramente flexionadas. El peso descansado en la parte anterior de la planta de los pies. Se movió un poco para encontrar la posición adecuada, de modo que estuviera cómodo. El armero había recalcado este detalle.
Respiración profunda. Idea curiosa: «¿Cómo puedo estar cómodo si me estoy enfrentando a alguien que quiere matarme?».
Hizo tres disparos.
Los falló todos.
«Puede que esté demasiado lejos —reflexionó. Se acercó unos metros—. Es más probable que esté a poca distancia. O tal vez no. ¿Qué clase de tiroteo del Lejano Oeste crees que va a haber?».
Frunció los labios, contuvo el aliento, apuntó con más cuidado y disparó las tres balas restantes. El revólver dio una sacudida hacia arriba en sus manos, como si recibiera una corriente eléctrica, pero esta vez logró controlarlo mejor.
Un disparo dio en el cuello de la camisa, otro falló y el tercero acertó en el centro, tirando el blanco al suelo.
«Eso bastará», se dijo, consciente de que no bastaría.
Dejó el Magnum, se acercó al blanco para ponerlo bien y se situó de nuevo a diez metros. Imitando otra vez la posición que le habían enseñado el día antes, se apoyó la escopeta en el hombro y disparó.
La detonación lo hizo tambalear ligeramente, pero vio que el blanco se llevaba la peor parte: la camisa se hizo trizas, parte de la leña y el papel voló por los aires y el conjunto cayó hacia atrás.
Bajó el arma.
—No está mal —dijo—. Creo que me estoy volviendo peligroso.
«La escopeta es mejor. No hay que ser, ni con mucho, un tirador de élite».
Se quitó los tapones de los oídos y sintió un cosquilleo en el hombro. Tuvo la impresión de oír el eco del disparo de la escopeta, y entonces se percató de que, dentro de la casa, estaba sonando el teléfono, amortiguado pero insistente. Tomó las armas y corrió hacia la cocina.
Como antes, se trataba de un número desconocido.
«Sé quién es».
No descolgó y se quedó mirando el aparato, que dejó de sonar.
«Sé quién es».
El teléfono sonó de nuevo.
Tendió la mano hacia el auricular, pero se detuvo.
Un timbre. Dos timbres. Tres.
«La mayoría de los interlocutores corrientes lo dejarían correr. Dejarían un mensaje. Los teleoperadores no dejan que suene más de cuatro o cinco veces antes de decidir intentarlo más tarde».
Seis timbres. Siete. Ocho.
«Cuando era pequeño, cuando la gente tenía el teléfono en la pared, como yo ahora en la cocina, o en la mesa, como yo ahora arriba, había modales telefónicos. Antes de los contestadores automáticos y los móviles con su opción ignorar y las videoconferencias, la tecnología de almacenamiento en la nube y todas las cosas modernas que damos por sentadas, se consideraba de buena educación dejar sonar el teléfono diez veces antes de colgar. No más. Ahora la gente se desanima antes de la cuarta».
Nueve, diez, once, doce.
El teléfono siguió sonando.
Jeremy sonrió.
«Acabo de averiguar algo: es muy paciente».
Pero entonces se le ocurrió una segunda cosa, y era escalofriante.
«¿Sabe que estoy aquí? ¿Cómo? No puede ser. Imposible… No, no es imposible».
Contestó al decimotercer timbre. ¿Traería mala suerte?
—¿De quién es la culpa?
Esperaba aquella pregunta. Inspiró hondo y, gracias a sus años de experiencia, respondió sin vacilar:
—Es culpa mía, por supuesto. Sea lo que sea. Estar en desacuerdo con usted en este aspecto no tiene sentido. Ya no. Así que… ¿hay alguna probabilidad de que admitiéndolo, deshaciéndome en disculpas, entonando alguna forma de mea culpa en algún foro público, tal vez donando una suma a su obra benéfica favorita, pueda evitar ser asesinado?
Su pregunta, un poco apresurada, dicha con tono de conferenciante académico, era casi frívola, incluso un poco absurda. Había pensado mucho en el tono adecuado. Con cada decisión que tomaba se la jugaba. ¿Haría que su asesino actuara precipitadamente si sonaba impávido? ¿Dispondría de más tiempo, podría encontrar una forma de protegerse si sonaba acobardado, aterrado? Lo invadía un sinfín de contradicciones. ¿Qué alargaría el proceso del asesinato? ¿Qué le permitiría ganar tiempo? ¿Y qué pensaba hacer con el tiempo que ganara?
Si era eso lo que quería.
No lo sabía.
Aferrando el auricular, repasó rápidamente las opciones. Cada palabra que pronunciaba era una decisión.
En el escenario, un actor se convierte en una persona u otra, manifiesta exteriormente sus emociones al recitar su texto. «Método de actuación. Conviértete en lo que tienes que mostrar».
Inspiró con fuerza.
«¿Qué dicen los jugadores de póquer?: Lo apuesto todo».
Hubo una leve vacilación al otro lado de la línea y, después, una risa igualmente leve.
—Si le dijera que sí que hay alguna probabilidad, ¿cómo reaccionaría, doctor?
Jeremy temblaba. El miedo que sentía era profundo. Era como si pudiera notar la presencia de su verdugo en la habitación. La voz tenebrosa de aquel hombre borraba el sol de media mañana que entraba por las ventanas y el benévolo cielo azul. Hablar con el hombre resuelto a matarlo era un poco como sumirse en una penumbra que lo envolvía.
«No permitas que el terror se te note en la voz. Provócalo. A lo mejor comete un error».
—Bueno —improvisó con cautela—, supongo que entonces podríamos mantener una conversación razonable sobre lo que querría que hiciera. A qué obras benéficas podría hacer las donaciones. Qué cosas podría hacer para enmendar la injusticia que se imagina que le he hecho. —Hizo una pausa y añadió—: Claro que esta conversación solo sería «razonable» si usted no es un obseso delirante casi psicótico, y si todas sus historias y amenazas no son simplemente fruto de su imaginación exaltada. Si es ese el caso, puedo recetarle ciertos medicamentos muy eficaces, y recomendarle un buen psicoterapeuta que lo ayude a superar estos problemas. —Lo dijo con la voz escueta, nada divertida, de un médico. «Veamos cómo reaccionas», pensó.
Otra pausa. Una breve carcajada. Una pregunta desconcertante:
—¿Cree que soy un psicótico, doctor?
—Podría serlo. Seguramente al límite, aunque logre ocultarlo en su voz. Me gustaría ayudarlo. —Jeremy sabía que esto lo sorprendería.
—¿Sabe qué, doctor? Me recuerda un poco a esos delincuentes de guante blanco que salen en las noticias, arrepentidos delante del juez y dispuestos a servir sopa a los indigentes para evitar ir a la cárcel por los millones que robaron y las vidas que destrozaron.
Jeremy se humedeció los labios. Se preguntó por qué los tendría tan secos.
—Yo no soy como ellos —contestó. «Flojo, flojo», se reprendió.
—¿De verdad? Interesante, doctor. Dígame, ¿cuál es el castigo adecuado para alguien que arruinó la vida de otra persona? ¿Qué se hace con una persona que robó todas las esperanzas y sueños, todas las ambiciones y oportunidades de otra persona? ¿Cuál es el castigo adecuado?
—Hay grados de culpabilidad. Hasta la ley lo reconoce. —«Has sonado impotente, demasiado comedido».
—Pero no estamos en ningún juicio, ¿verdad, doctor?
—¿Estuvo en prisión por culpa de una valoración mía? —preguntó al ver, de repente, una oportunidad—. ¿Testifiqué en su contra en un juicio? ¿Cree que lo diagnostiqué mal? —Lamentó haber sido tan directo. Normalmente intentaría obtener las respuestas con más sutileza, pero era un interlocutor difícil.
—No. Sería demasiado sencillo. De todos modos, hasta un psicótico admitiría que usted estaba haciendo simplemente su trabajo.
—No lo haría —replicó Jeremy, muy concentrado, tratando de asimilar cada palabra del interlocutor para formarse una idea global. «No fue un juicio. ¿Qué otra cosa de tu profesión pudo ser?». Vio una respuesta: «La enseñanza». Pero antes de poder seguir esta pista, su interlocutor soltó otra carcajada y dijo:
—Bueno, doctor, supongo que ahí tenemos la respuesta a su pregunta sobre si soy un psicótico.
«Te ha superado tácticamente. ¡Vamos, piensa!».
—Es interesante hablar con usted, doctor —añadió el hombre tras otra pausa—. Son curiosas, ¿verdad? Me refiero a las relaciones: padre e hijo, madre e hija, amantes, colegas, viejos amigos. Nuevos amigos. Cada una tiene sus cualidades especiales. Pero en nuestro caso estamos en un terreno muy delicado, ¿no cree? La relación entre un asesino y su víctima. Concede suma importancia a cada palabra.
«Hablando se parece a mí —pensó Jeremy—. Tira de este hilo».
—Con sus demás víctimas, si es que las hay, ¿estableció una relación con ellas?
—¡Muy astuto, doctor! Intenta hacerme admitir que he matado antes. Eso podría ayudarlo a averiguar quién soy. No tendrá tanta suerte. Lo siento. Pero le diré algo: creo que en cada asesinato confluyen por lo menos dos aspectos: lo que motivó la necesidad de matar y el momento de la muerte. Diría que son ámbitos que usted ha explorado a lo largo de su carrera.
Jeremy no pudo evitar asentir.
—¿Habló con sus demás víctimas antes de matarlas? —preguntó.
—Con unas sí. Con otras no.
«Muy bien. Algo es algo —pensó Jeremy—. En ciertas situaciones el señor De la Culpa necesita una confrontación directa. En otras, vete a saber».
—¿Qué situación le proporcionó más satisfacción? —siguió indagando.
Un resoplido.
—Todas fueron igual de satisfactorias. Solo que de distinta forma. Debería saberlo, doctor.
—¿Nos mata a todos del mismo modo?
—Buena pregunta, doctor. La policía, los fiscales, los profesores de Derecho penal, a todos les gustan las pautas. Les gusta ver relaciones obvias, ser capaces de reunir detalles. Prefieren los crímenes que se parecen un poco a esos dibujos con números para colorear que se dan a los niños. Colorea de azul el número diez. De rojo, el trece. De amarillo y verde, el dos y el doce. Y, de repente, lo que estás coloreando se ve claro. Creía que habría deducido que soy más listo que eso.
«Más listo que la mayoría de los asesinos que he conocido. ¿Qué me revela eso?».
—Siga intentándolo, doctor —añadió su interlocutor tras otra pausa—. Me gustan los retos. Hay que pensar con claridad si se quiere ser impreciso y preciso a la vez.
Jeremy imaginó una sonrisa en el rostro de aquel hombre.
—¿O sea que todo el mundo ha muerto de distinta forma?
—Ajá.
Se dio cuenta de que sujetaba el auricular con tanta fuerza que los nudillos le blanqueaban sobre el plástico negro. Supuso que aquella conversación era como conducir un coche descontrolado por una carretera helada colina abajo. Iba ganando velocidad, derrapando, intentando dominar el vehículo para que los neumáticos se agarraran de nuevo a la resbaladiza calzada mientras su cerebro procesaba cientos, tal vez miles de datos nuevos. La razón combatía con el pánico en su interior.
—¿Tenemos todos la misma culpa?
Fue evidente que su interlocutor había esperado esta pregunta porque respondió sin dudar:
—Sí. —Y pasado un instante añadió con tono casi amistoso—: Permita que le haga una pregunta, doctor. Supongamos que acepta ayudar a perpetrar un robo en una tienda de conveniencia o en una bodega con dos amigos suyos. Será un trabajo fácil. Ya sabe, esgrimir una pistola, vaciar la caja y largarse. Nada del otro mundo. Sucede todas las noches en algún lugar de Estados Unidos. Usted está fuera, al volante, con el motor en marcha, imaginando lo que hará con su parte del botín, cuando oye disparos y sus dos amigos salen corriendo. Enseguida se entera de que se asustaron y mataron al tendero. Su fácil atraco acaba de convertirse en asesinato. Conduce rápido, porque esa es su tarea, pero no lo suficiente, porque alza la vista y ve que los sigue la policía… —De nuevo, una breve carcajada—. Dígame, doctor, ¿es usted tan culpable como sus dos amigos?
Jeremy notó que se le secaba la garganta, pero se esforzó en procesar lo que oía.
—No —contestó.
—¿Está seguro? En la mayoría de estados, la ley no hace distinción entre usted, que esperaba en el coche, y su compinche que apretó el gatillo.
—Así es —admitió Jeremy—. Pero… —Se interrumpió al entender lo que el otro quería decir.
Eso lo sofocó y se quedó paralizado, como si todos sus conocimientos y años de experiencia estuvieran en estantes fuera de su alcance. De repente se sintió viejo. Echó un vistazo a sus armas.
«¿A quién quiero engañar?».
«No —se dijo—, lucha. Da igual lo viejo que te sientas. —Inspiró hondo—. ¿A qué viene ahora esta historia sobre un crimen normal y corriente?».
Sintió un impulso en su interior. «Eso ha sido un error. Puede que sea su primer error». Inspiró hondo y trató de aprovecharlo.
—O sea, lo que me está diciendo es que, sin ser consciente de ello, conduje un coche al lugar de un crimen cometido por otras personas, y que esto me va a costar ahora la vida. No habría utilizado este ejemplo si no enmascarara de algún modo sus propios sentimientos. Interesante.
Esta vez captó la vacilación al otro lado de la línea. «Le ha tocado la fibra», pensó Jeremy. Insistió:
—Veo que lo que me está diciendo, señor De la Culpa, es que tendría que pensar en cosas a las que contribuí, no en algo que podría haber hecho exactamente. Es un reto algo difícil para mí. Verá, después de todo, estamos hablando de más de cinco décadas de experiencias. Si realmente quiere que comprenda lo que he hecho, tendrá que ayudarme un poco.
—Más ayuda de mi parte simplemente acelerará el proceso —aseguró el hombre tras un breve silencio.
Jeremy sonrió. Sintió una pizca de confianza.
—Eso es decisión suya. Pero, a mi entender, esta relación entre usted y yo solo le resultará satisfactoria si conozco el porqué que se oculta tras su anhelo.
«Touché», pensó.
Una fría respuesta:
—Creo que tiene razón, doctor. Pero a veces el conocimiento conlleva la muerte.
Jeremy se ahorró una respuesta de circunstancia.
El otro prosiguió. Su voz era grave, disimulada electrónicamente, pero cargada de tanto veneno que Jeremy casi se miró las manos en busca de las heridas que revelaran la mordedura de una serpiente de cascabel.
—La ética de la violencia es interesante, ¿no le parece, doctor? Casi tan interesante como la psicología del asesinato.
—Así es. —Aparte de estar de acuerdo, no supo qué decir.
—Esas son sus especialidades, ¿verdad?
—Sí. —De repente no encontraba las palabras.
—¿A que es aterrador que le digan a uno que va a ser asesinado?
«Sí. No mientas».
—Pues sí. —Se le ocurrió una pregunta y la soltó—: ¿Reaccionaron todos los demás como yo?
—De nuevo, buena pregunta, doctor. Se lo diré de este modo: mi relación con cada muerte fue única.
Jeremy se estrujaba la cabeza para desentrañar la trama de la conversación. Como en un tapiz, un hilo no significaba nada por separado, pero todo en conjunto…
—¿Nos ha dicho a todos que iba a matarnos?
—No necesariamente.
—O sea que está hablando conmigo pero no habló con todos los demás antes de… hacer lo que hizo.
—Exacto. Pero al final todos acabaron igual. Teniendo una muerte de lo más personal.
—Ya, pero ¿no es así para todo el mundo? —replicó Jeremy, procurando mantener una voz monótona e impasible. El mismo tono que había usado en cientos de entrevistas con cientos de asesinos, pero que ahora parecía inútil—. Todos tenemos que morir algún día. —«Menuda obviedad».
—Es cierto, doctor, aunque un poco tópico. Nos gusta la incertidumbre de la esperanza, ¿verdad? No sabemos cuándo vamos a morir. ¿Hoy? ¿Mañana? ¿En cinco años? ¿En diez? Vete a saber. Tememos el momento en que se fije una fecha, tanto si es en el corredor de la muerte como en la consulta del oncólogo, cuando examina los resultados de los últimos análisis que nos han hecho y frunce el ceño, porque tanto si estamos presos como si estamos enfermos, de repente se ha fijado una fecha. Nos encanta la certeza sobre muchas cosas, pero en lo tocante a nosotros mismos, y al momento en que vamos a morir, bueno, preferimos la incertidumbre. Verá, no estoy diciendo que no sea posible asumir la fecha de la propia muerte. Algunos pacientes y presos lo consiguen. La religión ayuda a algunas personas. Rodearse de amigos y familiares. Puede que hasta elaborar una lista de cosas que hacer antes de morir. Pero todas estas cosas simplemente ocultan la sensación que carcome por dentro, ¿no cree?
Jeremy sabía que tenía que responder, pero no pudo. «Bueno, de ahí procede mi miedo. En eso tiene razón».
De repente se volvió y cogió el revólver de la mesa, como si pudiera consolarlo. Le pareció pesado y no estuvo seguro de tener suficiente fuerza para levantarlo y apuntar. Entonces se percató de que había olvidado recargarlo. Buscó alrededor la caja de municiones y vio que estaba al otro lado de la habitación, en una mesa a la que no podía llegar.
«Idiota».
Pero no tuvo tiempo para reprenderse más.
—Cree que puede protegerse, doctor. Pero no puede. Contrate a un guardaespaldas. Vaya a la policía. Cuéntele sobre las amenazas. Estoy seguro de que se mostrará muy interesada… por un tiempo. Pero al final volverá a estar solo. Así que puede levantar una fortaleza o huir a algún lugar remoto. Intente así darse algo de esperanza. Aunque será una pérdida de tiempo, yo siempre estaré a su lado.
Jeremy se volvió de golpe. «¡Puede verme! —Sacudió la cabeza—. Imposible… O tal vez no».
Nada era normal. Nada era como debería ser. Su propia respiración empezaba a ser superficial, agónica. «Me estoy muriendo —pensó—. Me está matando de miedo».
El hombre interrumpió sus pensamientos.
—Me ha gustado hablar con usted, doctor. Es mucho más inteligente de lo que recordaba, y he dicho cosas que seguramente no tendría que haber dicho. Pero todo lo bueno tiene su final. Debería prepararse porque no le queda mucho tiempo. Un par de horas. O uno o dos días. Una semana, quizá. —Titubeó—. Tal vez un mes. Un año. Una década. Lo único que tiene que saber es que estoy en ello.
—Dígame qué coño cree que hice —soltó Jeremy con una voz aguda, casi afeminada.
Otro breve silencio antes de que su interlocutor respondiera:
—Tictac. Tictac. Tictac.
—¿Cuándo? —exclamó Jeremy, pero su pregunta se perdió en el tono de llamada. Había colgado.
Fue casi como si aquel hombre fuera un fantasma o como si Jeremy hubiera sido el espectador lerdo e ingenuo de un truco de magia en Las Vegas. Puf. Desapareció.
—¿Oiga? —preguntó instintivamente—. ¿Oiga?
«Por qué» había desaparecido del vocabulario de Jeremy. «Se acabó —pensó—. No habrá más llamadas».
Escuchó el tono de llamada. Aunque sabía que su asesino ya no estaba allí, repitió la que se había convertido en la única pregunta relevante:
—¿Cuándo? —Y una tercera vez, en voz muy baja, más para sí mismo que para el hombre que iba a matarlo—: ¿Cuándo?