Susan Terry estaba sentada a su mesa dando golpecitos con un lápiz a un montón de expedientes abiertos. Un empleado de una gasolinera muerto de un disparo, un par de atracos a mano armada, un homicidio doméstico y tres violaciones, más que suficiente para tenerla ocupada varias semanas seguidas. Pasado un momento, tiró el lápiz, que rebotó en la mesa y cayó al suelo. Se puso de pie, se acercó a la ventana y miró fuera. La brisa agitaba ligeramente las frondas de las palmeras y un jumbo descendía hacia el Aeropuerto Internacional de Miami. Dirigió la vista entonces hacia un aparcamiento cercano, donde siguió hipnóticamente a un Porsche negro que salía a la calle. Cuando el coche deportivo desapareció, se aferró al alféizar y empezó a soltar tacos en voz baja: una brusca avalancha de «joder, cabrones y mierda, mierda, mierda» inconexos hasta quedarse prácticamente sin aliento.
—No tiene ningún derecho de pensar lo que piensa ni motivo para ello —dijo en voz alta. Recordar lo que había dicho Moth en Redentor Uno la enojaba cada vez más—. ¿No lo entiende? Es un caso cerrado. Un suicidio. Todos lo lamentamos. Mala suerte, chaval. Lleva unas flores a la maldita tumba de tu tío y sigue adelante con tu vida alejado del alcohol.
«Hay algo peligroso en lo que está haciendo», insistió interiormente, pero no alcanzaba a ver qué era exactamente. Su experiencia con los asesinatos se decantaba hacia lo truculento: una operación de drogas fallida, un miembro de una pareja que de repente se sentía harto de que lo fastidiaran sin cesar y casualmente tenía un arma a mano.
El expediente del tío fallecido estaba encima de unos archivadores en un rincón del despacho. Lo había colocado en un carrito que una de las secretarias transportaba todos los días con expedientes para archivar, pero por alguna razón lo había recuperado y dejado encima de los homicidios, atracos y otros crímenes que llenaban sus horas. Normalmente, las copias impresas del papeleo de los casos cerrados se destruían y las copias informáticas se conservaban en un ordenador.
Por un momento pensó en enviar a un inspector de Homicidios a hablar con Moth. Una conversación unilateral con aires de superioridad, tirando a rapapolvo: «Mira, chaval, deja de hacer la puñeta con cosas que no comprendes. Investigamos a fondo este caso. Y ahora está cerrado. No quiero tener que volver a repetírtelo. ¿Te queda claro?».
Podría hacer eso sin ningún problema. Pero sabía que esa clase de suave mano dura no gustaría demasiado en Redentor Uno. Y era tristemente consciente de que aquel sitio era lo que ella más necesitaba en el mundo, porque no tenía nada más aparte de su trabajo, aunque apenas hablara en las reuniones y tratara de pasar desapercibida en las filas del fondo. Se sorprendió a sí misma al admitir lo mucho que necesitaba simplemente escuchar.
—Muy bien —dijo a nadie en un tono cercano al sermón—. Nada de policía. Haz lo que tengas que hacer, aunque sea una gilipollada y una pérdida de tiempo. Asegúrate al cien por cien.
Se acercó a los archivadores, tomó el expediente y volvió a la silla del escritorio.
La autopsia. El informe toxicológico. El análisis de la escena del crimen.
Todos decían lo mismo.
Releyó todos los informes sobre los interrogatorios de los inspectores. La exmujer. La pareja con que convivía últimamente. El psicoterapeuta. Los inspectores habían contactado también con todos los pacientes actuales de Ed Warner. Habían sido lo bastante concienzudos como para remontarse unos años y hablar incluso con algunos expacientes. Ella misma había repasado los archivos informáticos y las notas sobre las visitas a la consulta de Ed Warner en busca de algún indicio sobre que lo evidente no lo era tanto. Ni siquiera había una finalización brusca, como la de algún paciente desquiciado o que no pagara cuando era debido, y había cotejado a todas las personas a las que visitaba o había visitado Ed Warner con su diagnóstico, cuidadosamente anotado: una neurosis de clase alta tras otra. Montones de angustia. Depresiones galopantes. Algunos abusos de drogas y alcohol. Pero ningún indicio de rabia incontrolable.
Y menos de que fuera un asesinato.
Se encorvó sobre la mesa, repasando la documentación, y luego la repasó por segunda vez. Al llegar a la última página, se recostó, exhausta de repente.
—Nada —soltó—. Zilch. Rien de tout. Nada de nada.
«Una hora que podrías haber pasado haciendo algo que mereciera la pena», se reprendió a sí misma.
Tenía los papeles esparcidos por toda la mesa, de modo que empezó a recogerlos y meterlos de nuevo en el archivo de acordeón con la carátula ED WARNER - SUICIDIO junto con su fecha en tinta negra. Lo último que iba a introducir en el expediente era el informe de la autopsia. Lo estaba deslizando hacia dentro junto con lo demás cuando, de repente, tuvo una idea.
—Me pregunto… —se dijo en voz alta—. ¿Comprobarían…? Apuesto lo que sea a que no, Dios mío…
Extrajo el informe de la autopsia y lo hojeó por enésima vez. El documento era una combinación de entradas: los vacíos de un formulario estandarizado rellenados y unas sucintas explicaciones: «El sujeto corresponde a un varón de cincuenta y nueve años, en buen estado físico…».
—¡Mierda! —exclamó. Lo que estaba buscando no estaba—. ¡Mierda, mierda, mierda! —Otro torrente de improperios enturbió la habitación.
Un análisis sencillísimo.
El de los residuos de pólvora.
Un frotis de la mano del cadáver. Una rápida reacción química. Una conclusión: Sí, sus manos mostraban indicios de haber disparado recientemente un arma.
Solo que no se había hecho.
Susan discutió interiormente consigo misma: «Claro que no. ¿Para qué molestarse? El arma yacía en el suelo justo al lado de sus dedos extendidos. Estaba claro. No era necesario trabajar más de la cuenta en algo tan evidente».
Se levantó y dio un par de vueltas por su despacho antes de volver a sentarse.
«Mira —se dijo—, esto no significa nada. O sea que omitieron un análisis que tampoco es tan importante. Ya ves tú. Pasa muchas veces, coño. Todas las pruebas llevan a una conclusión ineludible».
De repente le costó convencerse de ello.
Trató de obligarse a devolver el expediente al montón donde aguardaría a que la secretaria se lo llevara por la mañana, destruyera el papel y archivara informáticamente los informes en algún espacio de almacenaje seguro, donde se llenaría del equivalente electrónico del moho, y a otra cosa, mariposa.
«¡La madre que me parió!», se dijo. Volvió a dejar el expediente en su mesa.
—¿Alguien que odiara tanto a Ed en el colegio universitario como para guardarle un rencor homicida durante décadas? Imposible. ¿Tú qué opinas, Larry?
—Ridículo.
Moth y Andy Candy habían organizado una teleconferencia con los dos compañeros de habitación de Ed Warner en Harvard. Frederick era ejecutivo de un banco de negocios de Nueva York y Larry era profesor de Ciencias Políticas en el Amherst College. Ambos afirmaban estar muy ocupados, pero habían accedido a hablar por respeto a su malogrado compañero de estudios.
—Pero ¿no tuvo ningún conflicto, una discusión grave, no sé…? —insistió Moth.
—El único problema de Ed procedía de sus propios conflictos interiores por ser como era —explicó el politólogo. Aquello era un eufemismo de homosexualidad—. Todos sus amigos lo sabíamos o sospechábamos y, sinceramente, aunque en aquella época las cosas eran distintas, no nos importaba demasiado.
—Estoy de acuerdo —intervino el banquero—. Aunque si había cierta rabia, algo que pudiera llevar a un asesinato, habría sido debido a la tensa relación de Ed con su familia, ¿sabéis? No le gustaban sus parientes, ni él a ellos. Le presionaban mucho para que triunfara y se forjara un nombre, esa clase de exigencias distantes pero firmes, a menudo agobiantes. En Harvard era algo habitual. Lo vi muchísimo. Y, a nuestra edad, te conducía a un tipo bastante corriente de rebeldía o te sumía en una depresión.
Los dos hombres guardaron silencio un momento. Finalmente, lo rompió el banquero:
—Tendríais que haber visto los pelos que llevábamos. Y la música que escuchábamos. Y las sustancias extrañas que ingeríamos.
Las voces telefónicas eran débiles, pero estaban cargadas de recuerdos.
—Ed no era diferente de los demás —añadió el profesor—. Había estudiantes que lo pasaban realmente mal con las presiones en Harvard. Algunos abandonaban los estudios, otros salían adelante y otros lo dejaban de la forma más triste. Los suicidios y los intentos de suicidio no eran extraños. Pero los problemas de Ed no eran muy distintos a los de los demás, y no hizo nada que provocara la clase de rabia rencorosa que estáis buscando.
Se produjo otro silencio mientras Moth intentaba pensar otra pregunta. No se le ocurrió ninguna. Andy Candy, al ver que su amigo se había quedado en blanco, dio las gracias a los dos interlocutores y colgó.
«¿Puedes llevar el desánimo como si fuera un atuendo?», se preguntó, porque podía verlo escrito en la cara de Moth. Otro callejón sin salida. Y de repente, pensó: «No dejes que se dé por vencido. Eso lo mataría». Así que le dijo:
—Muy bien, probemos con la facultad. De todos modos, me parece más lógico.
Moth urdió una mentira eficaz.
«Mi tío ha fallecido y estoy intentando encontrar a sus compañeros de clase de la Facultad de Medicina para comunicarles su deceso y para que, si quieren, contribuyan a un fondo para la educación universitaria que él deseaba crear. Figura en su testamento».
Andy Candy repitió esta historia en el hospital de Miami donde Ed Warner había hecho su residencia en Psiquiatría.
Las dos llamadas arrojaron como resultado una útil lista de ciento veintisiete nombres, junto con direcciones de correo electrónico y algunos sitios webs de consultas médicas, que les proporcionó una secretaria de la asociación de exalumnos. Posteriormente, Ed se había incorporado a un grupo de residentes de Psiquiatría de primero en Miami.
Estaban sentados en un área de estudio de la biblioteca principal de la Facultad de Medicina. Cada uno tenía un portátil con acceso a Internet.
—Son muchos nombres —susurró Andy. Había otros estudiantes trabajando cerca y todo se decía en voz muy baja. Tomó un pedacito de papel y anotó: «cirujanos, medicina interna, radiólogos; ¿asesinos?».
Moth tachó con su bolígrafo todas las especialidades y escribió: «solo psiquiatras». Era consciente de que, en realidad, aquello no tenía sentido desde el punto de vista de un historiador. Una valoración adecuada de cualquier época no excluye ningún factor, e imaginaba que un ortopedista podía ser un asesino con la misma facilidad que un dermatólogo. Pero parecía más lógico concentrarse en la profesión de Ed.
«Un buen historiador empieza cerca y va ampliando su campo de estudio», pensó. Y escribió: «fecha del emparejamiento».
Andy Candy asintió. La Facultad de Medicina les había proporcionado una lista que emparejaba a cada titulado con la residencia que había hecho. El nombre de Ed aparecía casi al final, seguido de la palabra «psiquiatría». Fue hacia atrás y encontró trece nombres más señalados del mismo modo junto con el hospital al que fueron enviados a formarse. Ed era el único recién titulado que había sido enviado a Miami.
Ella se encargó de seis. Moth, de siete. Empezaron a buscar cada nombre en Google. Obtuvieron algunas informaciones sueltas: consultas, premios, becas de investigación, una detención por conducir borracho, un divorcio en los tribunales.
Pero estos detalles no les interesaban.
Lo que encontraron hizo que Andy Candy quisiera gritar a pleno pulmón; un chillido que habría sobresaltado a todo el mundo en la biblioteca. Se volvió hacia Moth y vio que estaba rígido y erguido. Había palidecido y los dedos le temblaban sobre el teclado del portátil.
—¿Qué probabilidades hay de que, de catorce nombres, cuatro ya estén muertos? —susurró tan bajo que apenas pudo oírlo mientras giraba el ordenador hacia ella y señalaba la pantalla.
«Pocas —pensó Andy Candy—. Muy pocas. Sorprendente, increíble e inusitadamente pocas». Contuvo sus ansias de gritar y se preguntó si más bien serían letalmente pocas.