Sueños perturbadores y sudores nocturnos poblaban la noche de Andy Candy.
Sus horas de vigilia, las que pasaba separada de Moth, estaban repletas de dudas. De repente se hallaba inmersa en cosas que podrían estar muy mal o muy bien. ¿Cómo saberlo? Para complicarla aún más, estaban los restos de furia que la embargaban en ciertos momentos, cuando menos se lo esperaba, y se encontraba imaginándose lo que le había sucedido, intentando determinar el instante exacto en que podría haberlo cambiado todo.
En ocasiones pensaba: «Morí en aquel momento».
La música estaba muy fuerte. Tremendamente fuerte.
Canciones irreconocibles. Letras de rap incomprensibles que iban de chulos, putas y armas. Un bajo fuerte, enérgico, vibrante. Ensordecedor. Tan fuerte que tenía que gritar para que la oyeran incluso a pocos centímetros, lo que le había irritado la garganta. El local de la asociación estudiantil estaba abarrotado. Hasta moverse unos pasos resultaba difícil. El calor era insoportable. Sudor, palabras arrastradas, cuerpos que bailaban desenfrenadamente, luces centelleantes, brillantes lámparas rojas. Vasos de plástico de cerveza o vino que pasaban por encima de las cabezas. El ambiente estaba cargado de humo de cigarrillo y de marihuana mezclado con los olores corporales. Gritos aislados, sonoras carcajadas que iban y venían como las olas en el mar, incluso gritos que podían haber sido de alegría tanto como de pánico y que se perdían entre la música incesante. Bebidas fuertes de botellas compartidas por todas partes e ingeridas a tragos como si fueran agua.
Como no sabía dónde estaba su cita, se había abierto paso hasta una habitación lateral, con la esperanza de encontrar algo de paz en medio de tantos cuerpos apiñados, sin dejar de decirse: «Lárgate ya. La policía llegará de un momento a otro». Pero no escuchó su buen consejo. La habitación lateral también estaba abarrotada, aunque los estudiantes estaban apretujados contra las paredes, dejando un reducido espacio vacío en el centro, como un ruedo de gladiadores. Había estirado el cuello para ver qué miraba todo el mundo, y entonces oyó un gemido visceral, que fue ahogado por un estruendo de vítores, como si fuera una lucha deportiva.
Un chico musculoso estaba sentado en el centro, completamente desnudo, en una silla plegable de metal. Tenía las piernas separadas. Llevaba un tatuaje en un brazo, el típico brazalete tribal de los muchachos cortos de imaginación, o demasiado colgados o borrachos para plantearse algo original cuando entraban tambaleantes en el salón de tatuajes. Se quedó mirando un momento el tatuaje antes de fijarse en el miembro erecto del chico. Era impresionante, y lo sujetaba como una espada.
Delante de él había una chica desnuda bailando, contoneando el cuerpo provocativamente a centímetros del chico, que era quien había gemido.
Andy Candy no la había reconocido.
Del mismo modo que el chico era musculoso, la chica, de unos veinte años, era escultural. Vientre liso, grandes senos, piernas largas y una estupenda melena morena que agitaba de vez en cuando siguiendo un ritmo interior. Esgrimió una botella de whisky que tenía en la mano, se vertió algo de bebida por el pecho, se la lamió de los dedos y después adelantó las caderas como si pidiera a todos que le contemplaran y admiraran su sexo. Llevaba el pubis rasurado, y los presentes la aclamaron cuando se llenó la boca de licor y se dejó caer de rodillas ante el chico, con garbo atlético, pensó entonces Andy Candy. Bajó la boca, dejando que le saliera un hilillo de whisky de los labios para apartarse enseguida, provocativamente. El muchacho, empalmado, gimió de nuevo. La chica, dirigiéndose a los demás, señaló primero la erección y después sus labios, como si hiciera una pregunta. Se produjo una sonora aclamación, con gritos de «¡Sí, tía!» y «¡Hazlo!». Un tercer miembro de la asociación estudiantil rodeó a la pareja cámara de vídeo en mano para obtener un primer plano, y ella, tras saludar a los presentes como un político a una multitud que lo aclama, se lanzó hacia delante y pareció tragarse al chico entero. Esto duró unos momentos, en los que movía la cabeza rítmicamente arriba y abajo mientras acometía la felación. Después, se levantó de repente, miró al público, formado mayormente por chicos, pero también había varias muchachas animándola, e hizo una reverencia. Como si hubiera acabado una actuación, con una floritura, poniéndose las manos en la nuca para hacer gala de su coordinación y su fuerza, se volvió y descendió despacio hacia él.
Esbozó una sonrisa y emitió un largo «oooooohhhh».
La muchacha se giró hacia el chico de la cámara y formó un beso con los labios. Estaba haciendo el amor más con los presentes y la cámara que con el chico empalmado.
Cada impulso, cada giro, suscitaba sonoros vítores. El público empezó a batir palmadas al ritmo de sus movimientos ascendentes y descendentes.
Andy Candy se fue antes del final del espectáculo. No era ninguna mojigata, había estado en fiestas salvajes y visto espectáculos sexuales en sus años universitarios, pero algo en el baile desenfrenado y sudoroso de aquella noche la había intranquilizado. Tal vez fuera la idea de que algo íntimo y privado se exhibiese de un modo tan teatral. Se preguntó si el empalmado y la del pubis rasurado sabrían cómo se llamaba el otro.
Cuando se marchaba, vio al chico que la había invitado a la fiesta. El muchacho se abrió paso hasta ella, miró más allá de su hombro y vio lo que ocurría en la habitación lateral.
—¡Vaya! —exclamó, y con una sonrisa de oreja a oreja añadió—: ¡Qué apasionados!
Era un chico bastante majo, educado y atento. Sensible incluso. Le había pasado sus apuntes sobre Dickens después de que faltara a la clase sobre Grandes esperanzas por una ligera gripe intestinal. Procedía de una cara zona residencial. Su padre, un acartonado abogado societario, estaba divorciado de su madre, un espíritu libre que vivía entonces con su nueva familia en una granja de aguacates en California. Una vez la había llevado a cenar, no a una pizzería, sino a un restaurante chino donde habían tomado cerdo mu shu y hablado sobre un curso de escritura creativa que planeaban hacer el último semestre de sus estudios. Él le había dicho que le gustaba la poesía, le había dado un beso al dejarla en casa y la había invitado a ir a una fiesta aquel fin de semana. Pocos detalles, todos en apariencia positivos, aunque ninguno de ellos decía realmente nada sobre quién era él.
—Quiero irme —dijo ella.
—Ningún problema. Ahora mismo nos marcharemos. Las cosas podrían desmadrarse. Pero tienes pinta de necesitar un lingotazo antes.
Ella asintió.
«¿Fue entonces cuando me equivoqué? No. Fue al ir a la fiesta».
—Ten, toma el mío. Iré a buscar otro. Cuesta mucho llegar a la barra.
«El mío. Eso es lo que había dicho. Pero no era suyo. Siempre había sido solamente para mí».
Le había dado un gran vaso de plástico lleno de cubitos y ginger ale mezclado con abundante whisky barato, seguramente de la misma marca que estaba bebiendo la chica desnuda.
«No soporto el sabor del whisky. ¿Por qué lo bebí? Por confianza».
Se había saltado la primera regla de las fiestas universitarias: «Nunca bebas nada que no hayas visto abrir y servir».
No relacionó el sabor algo terroso con nada sospechoso, y mucho menos con el abundante GHB que contenía la bebida.
Se la tomó de un trago.
«Tenía sed. No tendría que haber tenido tanta. Ojalá solo hubiera dado un sorbito y se la hubiera devuelto».
El chico sonrió.
«Violador. ¿Qué aspecto tiene un violador? ¿Por qué no llevan una camisa especial o tienen una marca especial? Una “V» escarlata, por ejemplo. Quizá deberían tener una cicatriz o lucir un tatuaje, algo para adivinar lo que iba a pasarme después de perder el conocimiento”.
—Muy bien —le dijo él—. Así recuperarás fuerzas. Estás algo pálida. Ven, dejé la chaqueta arriba, en mi habitación. Vamos a buscarla y larguémonos de aquí. Podríamos ir a tomar un café a alguna parte.
«No hubo café. Nunca iba a haber café».
Tardaron unos minutos en abrirse paso entre el gentío y para cuando llegaron a la escalera, ya estaba mareada. La música parecía haber aumentado de volumen, y las guitarras, los chillidos y la percusión retumbaban con violencia.
—Oye, ¿estás bien? —le preguntó el simpático chico a mitad de la escalera.
«Atento pero no sorprendido. Eso tendría que haberme indicado algo».
—Un poco mareada. Me siento algo rara. Seguramente por culpa del calor. —Arrastró las palabras, pero no estaba borracha. Había recordado ese detalle después.
Se sujetó a la barandilla para no caerse.
—Necesitas tomar aire fresco —le sugirió él—. Ven, deja que te ayude.
Amable. Educado. Caballeroso. Considerado. «Me había dicho que le gustaba la poesía». La tomó del brazo para ayudarla, solo que fueron hacia arriba, no hacia fuera.
Sabía que necesitaba el aire.
No lo tuvo. No durante un rato.
—Tendría que haberlo denunciado. Tendría que haber llamado a la seguridad del campus. Presentado una denuncia. Ido a la policía. Contratado un abogado.
—¿Por qué no lo hiciste?
—No lo sé. Estaba perdida. Confundida. No sabía qué me había pasado.
—Así que dejaste que se escapara.
—Sí. Supongo que sí.
También recordaba esto: unas náuseas terribles por la mañana. Náuseas violentas, debilitantes y desgarradoras. El mismo malestar se repitió poco más de un mes después.
Y otro recuerdo: la enfermera de la clínica no dejaba de llamarla «cariño» mientras la ayudaba a subirse a la camilla de reconocimiento. El instrumental era de acero inoxidable y brillaba tanto que pensó que tendría que protegerse los ojos. La anestesiaron y le dijeron que no le dolería nada.
«Se referían al dolor físico, claro. El otro era constante».
El sentimiento de culpa la hacía llorar. Menos a medida que pasaban los días, pero todavía se le llenaban los ojos de lágrimas a veces. Lo bueno y lo malo se fundían en su interior para crear una tensión insoportable que, aunque se disipaba, la abandonaba despacio. Se dijo que tenía que haber una forma más rápida de salir de la telaraña de emociones en que estaba atrapada.
«Tal vez debería volver a la facultad y matar a ese chico. A lo mejor Moth me ayuda después de que matemos a quienquiera que sea que quiere matar. Así habría justicia para todos».
Moth la estaba esperando fuera de su casa. Parecía titubeante, como indeciso sobre algo, sin saber muy bien qué decisión tomar.
Aparcó el coche cerca del bordillo, pero él no subió inmediatamente, sino que se agachó. Ella bajó la ventanilla. Una ráfaga de aire caliente se introdujo en el vehículo.
—Hola —dijo en voz baja—. ¿Adónde vamos hoy?
—No lo sé. —Moth sacudió la cabeza y añadió—: No estoy seguro de que llegue a saberlo nunca.
Pasearon. Uno junto a otro. Cualquiera que los viera habría pensado que era una pareja enfrascada en una conversación sobre algo importante, como alquilar juntos un piso, o si era el momento adecuado para que uno de ellos conociera a los padres del otro. Pero un observador ocasional no se habría fijado en que, por más juntos que se viesen, no se tocaban.
Andy pensó que Moth parecía derrotado. Estaba apagado, lleno de un repentino pesimismo. La energía que había caracterizado sus primeros días juntos parecía haberse desvanecido de golpe.
—Dime —pidió en voz baja, en el tono delicado que usaría una novia actual, no una ex—. ¿Qué pasa?
El sol les daba de lleno, pero la expresión de Moth era sombría. Se dirigían a un pequeño parque para cobijarse a la sombra de los árboles. Los niños montaban en columpios y jugaban en estructuras de barras en una zona de recreo cercana. Chillaban, de la forma frenética en que los niños se divierten, y que provocaba que la voz desanimada de Moth sonara peor de lo que ya era.
—Estoy atascado —afirmó despacio.
Andy Candy comprendió que iba a añadir algo y guardó silencio mientras paseaban. Moth dio un puntapié a la fronda de una palmera caída que obstaculizaba la acera. Después se sentaron en un banco.
Cuando habló, fue como oír la disertación atormentada de un nuevo profesor que da su primera clase sobre un tema del que no está del todo seguro.
—Cuando un historiador estudia un asesinato, valora cuestiones políticas, como cuando aquel anarquista disparó al archiduque en Sarajevo y desencadenó la Primera Guerra Mundial, o cuestiones sociales, como cuando Robert Ford abatió a Jesse James disparándole por la espalda mientras el bandido estaba colgando un cuadro en su casa. Hay una forma fría y clarividente de deconstruir todos los factores para llegar a una conclusión sobre un asesinato. A al cuadrado más B al cuadrado igual a C al cuadrado. Álgebra de la muerte. Aunque haya once mil documentos que analizar. Pero en el asesinato del tío Ed, todo va hacia atrás, aunque puede que esta no sea la palabra adecuada. Veo la respuesta, está muerto, pero no la ecuación que permite llegar a esa conclusión. Y no sé dónde buscar.
—Sí que lo sabemos —dijo Andy Candy despacio. Pensó que tendría que apretar la mano de Moth, pero no lo hizo—. En el pasado.
—Sí. Es fácil decirlo. Pero ¿dónde?
—¿Qué tiene sentido?
—Nada tiene sentido. Todo tiene sentido.
—Vamos, Moth.
—No sé dónde buscar, ni cómo buscar.
—Sí que lo sabes —insistió Andy Candy—. Estamos buscando odio. Un odio desmedido e irreprimible. La clase de odio que dura años. —«¿Odiaré yo así?», se preguntó de repente.
—Irreprimible, no —la rectificó Moth—. O más o menos irreprimible. Irreprimible a lo largo de años de planificación, si es que esto tiene sentido. —Se detuvo y soltó una risita—. Tengo que dejar de utilizar esa palabra.
—¿Qué palabra?
—Sentido.
Ella le sonrió. Vio que alzaba los ojos para contemplar los niños que jugaban en el parque.
—He estado pensando en cuándo y por qué bebo. Es siempre en momentos como este, cuando no sé muy bien qué hacer. Si tenía un trabajo, un examen, una presentación, lo que fuera, por más tensión o estrés que tuviera, siempre estaba bien. Es cuando, no sé, no estoy seguro de algo. Entonces me tomo una copa. O diez. O más, porque pronto dejas de contar, ¿sabes?
Moth se rio, aunque no porque le hiciera gracia.
—Primero me lleno de dudas y después de alcohol. Es sencillo, si lo piensas bien, Andy. El tío Ed solía decirme que hay muchas cosas que la gente puede sobrellevar en la vida, pero que la incertidumbre es la peor.
Se volvió hacia la muchacha.
—¿Y tú, Andy? —dijo despacio—. ¿Estás segura de lo que estás haciendo?
No estaba segura de nada, pero asintió.
—¿Te refieres a ayudarte? —preguntó.
—Sí.
Andy Candy se dio cuenta de que mentiría tanto si respondía que sí como si respondía que no.
—Ahora mismo no hay nada seguro en mi vida, Moth, salvo que tal vez los perros de mi madre me siguen queriendo. Y seguramente ella me sigue queriendo, aunque ahora mismo me está dejando muy sola. Y mi padre me seguiría queriendo, pero está muerto. Y aquí estoy. Sigo aquí.
—¿Dónde vamos a continuación? —preguntó Moth tras asentir.
—¿Dónde puede alguien empezar a odiar a otro? —Andy Candy pensó entonces en el chico de la fiesta. «¿Cómo no vi lo que se ocultaba realmente tras su sonrisa?»—. En el colegio universitario o en la Facultad de Medicina —aventuró—. Ya que no había nadie en la vida actual de Ed que quisiera matarlo, excepto, tal vez, su exmujer, aunque está demasiado absorta en Gucci como para tomarse la molestia.
—Cierto —rio Moth. Hizo una pausa antes de decir—: Adam House. La residencia Adam House, en Harvard, allí se sacó la licenciatura. Tenía dos compañeros de habitación. Deberíamos llamarlos. Y después el segundo ciclo en la Facultad de Medicina… —Se le iba apagando la voz, pero la recuperó—: Tendré que pensar en ello —aseguró.
Andy Candy lo miró de reojo. Había erguido la espalda en el banco y se frotaba el puño derecho con la otra mano.