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Estar junto a su siguiente víctima había sido fascinante. Y arriesgado, pero la emoción había valido la pena. Había sido como cuando, al conducir un coche demasiado rápido por una carretera mojada, las ruedas derrapan y recuperan milagrosamente la adherencia al asfalto.

El estudiante 5 estaba de vuelta en Manhattan, sentado a su escritorio, menos de cinco horas después de haber visto a Jeremy Hogan salir armado del aparcamiento de la tienda.

«A veces el asesinato parece predestinado —pensó—. Fue una casualidad haber visto a mi objetivo salir de su casa, una suerte poder seguirlo sin ser descubierto, pura chiripa que decidiera ir a una armería, y un éxito total que me haya tenido a su lado y no me haya reconocido».

Sonrió, asintiendo con la cabeza. «Su muerte será especial».

Esta vez le atraía el peligro. «Relaciónate más con él —se dijo—. Aunque cada vez exista el riesgo de que te descubra».

Tuvo que esforzarse para no tender la mano hacia el teléfono, encender el pequeño dispositivo que le alteraba electrónicamente la voz y marcar el número del doctor Hogan.

«Espera, no corras. Saboréalo».

Se reclinó un momento en la silla. Luego se levantó y anduvo de un lado a otro por la casa, cerrando y abriendo las manos, sacudiendo las muñecas como para relajarse, mientras se decía que no debía dejarse llevar por el entusiasmo.

«Cíñete al plan. Todas las batallas se ganan antes de librarlas».

El estudiante 5 tenía citas de El arte de la guerra de Sun Tzu en tarjetas que pegaba en un tablero junto a su escritorio.

«Finge inferioridad y fomenta la arrogancia de tu enemigo».

«Si estás cerca de tu enemigo, hazle creer que estás lejos de él. Si estás lejos, hazle creer que estás cerca».

«Atácalo cuando no esté preparado. Aparece cuando no te espere».

Era importante no solo saber qué rutas recorría Jeremy Hogan, los horarios que seguía, las conductas que no cambiaría aunque quisiera hacerlo, sino también prever cómo intentaría reunir la fortaleza emocional necesaria para alterar sus hábitos y, de ese modo, lograr eludir a su perseguidor. No creía que Jeremy Hogan lo consiguiera. La gente rara vez lo hace. Se aferra a hábitos establecidos porque son psicológicamente tranquilizadores. Al enfrentarse a la muerte, la gente se queda pegada a lo que conoce, precisamente cuando lo desconocido se cierne sobre ella.

Todas estas eran observaciones que había hecho durante sus estudios. Se remontaban a la época en que creía que estaba destinado a ser psiquiatra.

«¿Quién habría pensado que la psicología de matar se aproximaría tanto a la psicología de ayudar?».

Había sentido la tentación de ayudar al anciano a ir hasta el coche con su recién adquirida colección de armas y municiones. Habría sido un ofrecimiento atento y cordial, pero el estudiante 5 sabía que ya se había arriesgado demasiado siguiendo al psiquiatra hasta la armería. No había disimulado su voz cuando preguntó sobre los pros y los contras de diversas armas, para comprobar, disimuladamente, si su tono despertaba algún recuerdo, y un posible reconocimiento, en su objetivo.

No había visto ninguno.

Tampoco es que hubiese esperado ninguno.

Eso le había dado todavía más seguridad en sí mismo.

«¡Qué buen camuflaje es la edad!: varias patas de gallo, unos carrillos más mofletudos, un toque de gris en las sienes y unas gafas para aparentar una merma de visión, y ya está: la memoria no se pone a funcionar».

El contexto también era importante. Aquel psiquiatra que lo había traicionado en su juventud era incapaz de reconocer que el amable adulto que treinta años después le sujetaba la puerta de una armería para que saliera cargado con sus compras era el hombre que iba a matarlo.

«Porque nunca se imaginó que su verdugo estaría allí en ese momento».

A veces la mejor máscara es no llevar ninguna.

Una repentina curiosidad lo asaltó en ese momento. Empezó a hurgar en los cajones de su escritorio hasta encontrar un pequeño álbum de fotografías de piel roja. Lo abrió de golpe. Allí estaba, acabando la secundaria, y en otra instantánea parecida, cogido del brazo de sus padres al acabar los estudios en el colegio universitario. Sonrisas de satisfacción y togas académicas negras. Inocencia y optimismo. También había un par de fotografías en las que aparecía desnudo de cintura para arriba en la playa, unas instantáneas del estudiante 5 con chicas cuyo nombre no recordaba o con amigos que habían desaparecido de su vida.

Sintió una punzada de rabia.

«Todo el mundo se alegra cuando eres normal.

»Todo el mundo te detesta cuando no lo eres.

»Por lo menos, eso es lo que parece.

»En realidad te temen, cuando eres tú quien teme todo. La gente no lo entiende: cuando pierdes el juicio, también puedes perder la esperanza».

Inspiró hondo. Los recuerdos se mezclaron con la tristeza, que se convirtió en rabia. Se aferró al borde de la mesa para calmarse. Sabía que cuando dejaba que el pasado se inmiscuyera en sus planes, aunque fuera el pasado lo que le había provocado la necesidad de esos planes, lo enturbiaba todo.

«Nadie vino a verme al hospital. Fue como si fuera contagioso.

»Ni un amigo.

»Ni un familiar.

»Nadie.

»Consideraban que mi locura era cosa únicamente mía».

No había fotografías de los meses de hospital, y ninguna tomada después de recibir el alta. Pasó las páginas hasta la última fotografía del álbum, que era, sin embargo, la más importante. Estaba tomada en el patio del Departamento de Psiquiatría de la Facultad de Medicina. Cinco rostros sonrientes. Todos con el mismo uniforme: bata blanca y vaqueros o pantalones negros. Se rodeaban unos a otros con los brazos.

Él estaba en el centro de la foto.

«¿Estaban planeando ya arruinar mi carrera?

»¿Sabían lo que le estaban haciendo a mi futuro?

»¿Sentían comprensión? ¿Compasión?».

Llevaba el pelo largo alborotado y lucía una mirada furtiva tras la sonrisa. Se apreciaba lo poco que había dormido, las muchas comidas que se había saltado. Se apreciaba cómo el estrés lo arrastraba por brasas ardientes y lo hundía en aguas gélidas. Tenía los hombros encorvados y el pecho hundido. Se veía menudo, débil, casi como si le hubieran dado una paliza o hubiese perdido una pelea. La locura puede hacer eso con la misma eficacia que un cáncer o una enfermedad cardíaca.

«¿Por qué sonreía?».

Se quedó mirando la expresión de su cara. Vio dolor e incertidumbre en sus ojos. Aquel dolor era verdadero.

Sus abrazos, sus expresiones amistosas, sus sonrisas amplias y felices y su compañerismo eran todos falsos.

El estudiante 5 sacó la foto de la hoja transparente que la sujetaba. Tomó un rotulador rojo de la mesa, lo empuñó como si fuera un cuchillo y trazó rápidamente una «X» sobre cada cara, incluida la suya.

Contempló la instantánea pintarrajeada y se la llevó a la cocina de su piso. Encontró una caja de cerillas en un cajón y se acercó al fregadero para encender una. Dejó que el fuego ondulara el borde de la fotografía mientras la sujetaba de lado, luego la inclinó para que la llama envolviera la imagen antes de dejarla caer en el fregadero de acero inoxidable. Contempló cómo la foto se arrugaba, se ennegrecía y se fundía.

«Todas las personas de esa fotografía están muertas», pensó.

Agitó entonces las manos sobre el fregadero.

No quería que el humo disparara ninguna alarma.