Ambos sabían que el informe toxicológico era negativo. Las palabras impresas en un formulario no eran lo mismo que saberlo de primera mano. Moth la había guiado hasta la calle del elegante hotel y se habían parado delante del edificio.
—¿Estás seguro? —preguntó Andy Candy—. Puedo entrar yo a preguntar y tú me esperas en el coche. —De repente creía que parte de su tarea era proteger a Moth de sí mismo. Era algo de lo que acababa de ser consciente.
—No. Tengo que hacerlo yo —respondió él.
—Muy bien. Entonces iremos juntos.
No la contradijo.
Vio que Moth ya temblaba ligeramente cuando entraron en el bar del hotel. El interior, con poca iluminación, tenía texturas agradables y de fondo sonaba una suave música de jazz; la clase de sitio que combina el lujo con lo acogedor: lentos ventiladores de techo, espejos de cuerpo entero, cómodas sillas de piel y mesas bajas. La barra, reluciente, era de caoba, suave al tacto. Detrás había hileras de bebidas alcohólicas caras, como soldados en formación. Era un lugar sofisticado, donde los Martini se preparaban en cocteleras relucientes y se vertían en copas frías de cristal tallado con una floritura, no la clase de bar donde pedías una Bud Light. Era esa clase de local donde la gente rica iba a celebrar que había cerrado grandes negocios, o donde los deportistas famosos, acompañados de caras escorts, se sentaban detrás de cordones de seguridad y exhibían joyas y dinero, pero sin el bombo publicitario y la energía de una discoteca de South Beach. Andy Candy supo al instante que si pedía champán, sería Dom Pérignon.
Allí, según le había contado Moth, Ed casi se había matado bebiendo. En una ocasión había pasado despacio en coche para señalarle el bar a su sobrino y decirle: «¿Quién quiere morir en el arroyo con una botella de alcohol etílico? Mejor palmarla por todo lo alto, con una botella grande de Chateau Lafitte-Rothchild».
De inmediato, Moth y Andy Candy se sintieron fuera de lugar.
Se acercaron a la barra, violentos. Atendían el bar dos jóvenes con pajarita, seguramente pocos años mayores que Moth, y una mujer con una escotada blusa entallada de algodón blanco. Un barman se acercó rápidamente a ellos.
—El local tiene protocolo de vestimenta —les advirtió, afable. Se inclinó hacia delante—. Y es caro. Carísimo. A dos manzanas hay un bar deportivo que está muy bien y es más para gente en edad universitaria.
Moth se quedó cortado, contemplando el surtido de bebidas.
—No tomaremos nada —dijo Andy—. Solo un par de preguntas rápidas y nos iremos. —Y sonrió, intentando resultar atractiva y seductora.
—¿Qué clase de preguntas? —preguntó el barman, un poco desconcertado—. No seréis del TMZ o alguna web de cotilleos, ¿verdad?
—Descuida —respondió Andy, sacudiendo la cabeza a la vez que hacía un gesto con la mano—. Nada de eso.
—¿Y bien?
—Nuestro tío… —Supuso que sería más fácil adoptar a Ed como familiar—. Bueno, ha desaparecido. Hace muchos años este era su lugar favorito. Queríamos saber si alguien lo había visto por aquí el último mes o así.
El barman asintió. Tenía experiencia en ello y sabía lo que significaba.
—¿Tenéis alguna foto? —preguntó.
Moth le pasó el móvil, donde tenía abierta una foto reciente de un sonriente Ed Warner junto a la piscina. El joven la miró un momento, sacudió la cabeza e hizo un gesto a sus dos compañeros, que estiraron el cuello para ver la fotografía.
Los tres se encogieron de hombros.
—No —dijo el barman.
—Habría estado borracho —comentó Andy. Notó que Moth se ponía tenso detrás de ella—. Un psiquiatra borracho. Y seguramente no sería un cliente modosito.
El barman sacudió otra vez la cabeza.
—Alguno de nosotros se acordaría —aseguró—. Aquí acabas conociendo caras, preferencias y clientes habituales. Forma parte del trabajo a la hora de servir bebidas. En cuanto el primer sorbo de un whisky de cincuenta años humedece los labios, todos dejan de ser desconocidos. Y cuando han bebido demasiado… bueno, digamos que somos muy discretos. Pero nos acordamos. —Les sonrió—. Bueno, respecto al protocolo de vestimenta… ejecutiva informal, lo llaman, y vosotros…
—Gracias —dijo Andy Candy y cogió a Moth por el codo.
Lo llevó afuera. Se sentía como una enfermera de rehabilitación ayudando a un soldado que ha perdido una pierna en la guerra a dar pasos vacilantes con una prótesis. Moth no había hablado dentro del bar.
—Creo que tengo que ir a Redentor Uno —fue lo único que dijo.
Tarareó un par de versos del conocido tema Cocaine: «If you got bad news / you wanna kick them blues…»
Susan Terry tenía la costumbre de llegar a Redentor Uno unos minutos después de que hubieran empezado las reuniones. Le resultaba curioso, porque era sumamente puntual en las reuniones de la fiscalía o las audiencias judiciales. Pero las reuniones de adictos en la iglesia le provocaban sentimientos tan complejos que siempre remoloneaba un poco antes de entrar.
Llegar tarde no era normalmente su estilo.
Ser impulsiva, sí.
Pensó que la parte más difícil de su adicción era encauzar el deseo y la compulsión lo justo para no sucumbir a la cocaína y al mismo tiempo conservar la fiereza necesaria para presentar sus argumentaciones en los tribunales y para analizar las escenas de crimen. A veces deseaba poder ser solo un poquito adicta. Le habría permitido sentirse feliz y menos sola.
Estaba junto a la puerta de su coche. A menudo, en Miami, el atardecer parecía adoptar un ligero tono de disculpa, como si no osara reemplazar el brillante cielo azul del día. Esperó unos minutos, observando cómo los demás habituales entraban en la iglesia. Estaba aparcada hacia el fondo, entre las sombras, prácticamente oculta. Las luces del estacionamiento de la iglesia acababan a unos siete metros de donde ella había aparcado. Era lo contrario de lo que hacían la mayoría de las mujeres, quienes instintivamente aparcaban donde había mucha iluminación en previsión de posibles amenazas anónimas, incluso en el estacionamiento de una iglesia. Era como si Susan disfrutara retando a un violador con pasamontañas a que saliera de entre los arbustos y la atacara.
«Desafío» y «riesgo» eran otras dos palabras que consideraba muy propias de ella.
El arquitecto. El ingeniero. El dentista. Vio a los demás dirigirse a la reunión. La mayoría iba rápido y subía presuroso los peldaños. Pensó que todos sentían la misma necesidad de liberar aquella voz insistente a duras penas reprimida en su interior. Dio un ligero puntapié a la gravilla del suelo y vio que un guijarro golpeaba a una lagartija que huía hacia un árbol cercano.
Por la mañana había perdido.
Por supuesto, «perdido» no describía realmente la cascada de emociones que acompañaban a ciertas derrotas en los juzgados. A lo largo del día había tenido la sensación de que había salido de una funesta representación teatral, donde, como en Hamlet, al final todo el mundo moría en escena. Había sido el desenlace de un caso horroroso. Un chico de trece años casi lampiño y que apenas empezaba a cambiar la voz había matado a su padre con la valiosa escopeta Purdy de este. Se suponía que el arma, valorada en veinticinco mil dólares y hecha de encargo en Inglaterra, solo tenía que utilizarse para, equipado con botas de agua y prendas de tweed a medida, cazar aves en ranchos fastuosos y granjas de recreo en Tejas o en la península superior de Michigan. No para asesinar.
En la mansión familiar de CocoPlum, la exclusiva parte privada de Coral Gables, se había entretenido con una esposa que sollozaba incontrolablemente y una aterrada hermana menor que no dejaba de chillar una y otra vez, como la aguja de un tocadiscos encallada en un surco. En medio del caos, Susan no se había dado cuenta de que dos inspectores habían llevado al adolescente a una habitación, donde lo interrogaban con agresividad. Con demasiada agresividad. Habían leído al parricida menor de edad sus derechos, pero deberían haber esperado a que estuviera presente algún adulto responsable. No lo habían hecho. Simplemente habían utilizado uno de los trucos más viejos de un policía: «¿Por qué lo hiciste, chaval? Puedes decírnoslo. Somos tus amigos y estamos aquí para ayudarte. Sabemos que tu padre era un mal bicho. Resolvamos esto ahora mismo y podremos irnos todos a casa…».
Era una línea legal fina pero infranqueable, y los inspectores no solo la habían cruzado, ignorándola.
Ellos habían visto a un asesino. El sistema judicial veía a un niño.
Esta era precisamente la distinción que ella se proponía proteger en la escena del crimen y el problema que pretendía evitar, pero había fallado. Estrepitosamente.
Así pues, aquella mañana un magistrado del tribunal superior había rechazado la fría confesión del crío, a pesar de que uno de los inspectores la había grabado diligentemente en vídeo. Y, sin esa confesión, demostrar lo sucedido aquella noche aciaga más allá de cualquier duda razonable iba a ser difícil, por no decir imposible.
La madre no testificaría contra su hijo.
La hermana no testificaría contra su hermano.
Había huellas de toda la familia en la escopeta Purdy.
Y sabía que el carísimo abogado penalista que la familia había contratado contaba con una serie de profesores, psicólogos y compañeros de estudios que describirían con suma compasión los detalles del terror despiadado que la víctima imponía en aquella casa.
Y después el abogado de la defensa diría al jurado que todo había sido un accidente. Trágico, lamentable, triste, terrible incluso, pero accidente al fin y al cabo.
«El padre estaba pegando a la madre como había hecho cientos de veces y el hijo lo amenazó con la escopeta para que parara. Defendía a su madre. Un gesto de lo más noble y valiente. Todos habríamos hecho lo mismo. El pobre chico ni siquiera sabía que el arma estaba cargada, y entonces se le disparó…».
Un argumento convincente para un jurado profundamente conmovido que no vería la frialdad en los ojos del hijo, ni percibiría el regocijo en su voz al describir cómo había perseguido a su padre por las muchas habitaciones de la casa, igual que el padre hacía cuando cazaba urogallos en el campo. Lo había emboscado en el despacho cuando la madre no estaba cerca.
Susan creía que el amor no se compraba con dinero, parafraseando otra canción.
«Especialmente cuando hay un maltratador en serie implicado. La víctima podía haber sido un destacado empresario fabulosamente rico con un gran Mercedes y una lancha motora amarrada en su muelle privado, ser miembro de todas las juntas locales, ceder su nombre a todas las buenas causas y obras benéficas del lugar, pero le gustaba usar los puños con su familia.
»Al infierno con él.
»Y ahora el chaval se irá de rositas después de haberlo matado.
»Al infierno con el chaval.
»Y tal vez también yo al infierno».
Sabía que, como mínimo, le caería una buena bronca. En el peor de los casos, se pasaría un par de meses encargándose en los juzgados de casos de conducción bajo los efectos del alcohol.
Detestaba los crímenes complicados. Le gustaban los sencillos. Tipo malo y víctima inocente. Pum. La policía hace una detención. He aquí el arma. He aquí la confesión. Una lista de testigos fiables. Sólidas pruebas forenses. Ningún problema. Entonces podía levantarse en el tribunal y señalar con el dedo al acusado, igual que una puritana ultrajada hacía con una mujer acusada de brujería.
Pero detestaba más perder, aunque al perder hubiera cierto grado de justicia, como era el caso aquel día. Y cuando perdía, especialmente cuando era humillada, sentía siempre aquella ansia. La cocaína borraba al instante la derrota y la ayudaba a recuperar la compulsión necesaria para ser fiscal.
«When your day is done and you wanna run…», decía la letra de Cocaine.
De modo que aquella noche de fracaso había vuelto a la reunión de AA. Suspiró, pensó que ya se había demorado lo suficiente, empezó a tararear el estribillo, «She don’t lie, she don’t lie, she don’t lie…», y salió de entre las sombras.
—¡Maldita sea! —exclamó, pensando todavía en aquella mañana en el tribunal—. Todo ha sido culpa mía.
Las palabras «culpa mía» hicieron que se detuviera, porque justo en ese momento vio a Moth acercarse presuroso a Redentor Uno.
Moth estaba empezando su intervención cuando Susan se sentó en una de las sillas al fondo de la sala, con la esperanza de que nadie se fijara en su tardanza. No tardó demasiado en darse cuenta de que Moth no estaba hablando sobre el alcohol ni sobre drogas.
—Hola, me llamo Timothy y llevo veintidós días sin beber…
Un tenue aplauso. Un murmullo de felicitaciones.
—… Y estoy más convencido que nunca de que mi tío no se suicidó. He repasado toda su vida y no he visto ninguna tendencia suicida.
La sala se quedó en silencio.
Moth miró alrededor para valorar en los ojos de los presentes cómo reaccionarían a sus palabras. Sabía que tendría que hablar con cuidado, con palabras y frases convincentes y precisas. Pero fue incapaz, y los sentimientos le salieron disparados como las perlas de un collar roto.
—Todos sabemos, hasta yo, que soy el más joven de los aquí presentes, lo que tiene que suceder para que uno tome esta decisión final, la decisión de «ya no puedo seguir adelante». Todos sabemos el agujero en que tienes que caer, consciente de que no podrás salir. Todos conocemos los errores en que se ha de incurrir… —Hizo hincapié en «errores» para que su público comprendiera que todo estaba relacionado con esa palabra. La desesperación. El fracaso. Las drogas y el alcohol. La pérdida y la agonía.
Hizo otra pausa. Era probable que todos los que estaban en aquella sala hubieran barajado la posibilidad del suicidio alguna vez, aunque no hubieran pronunciado exactamente la palabra «suicidio» en voz alta.
—Y más que casi nadie, sabemos lo que supone esa elección —concluyó.
Moth tuvo la sensación de que su intervención había generado una especie de brisa en la sala, como una corriente de aire frío que te llega directamente a la cara. «¿Qué sé sobre mi tío? —se preguntó de pronto—. El Ed que yo conocía no soportaba los secretos. Ni las mentiras. Se habría desembarazado de ellos». Miró alrededor. Si estaba en aquella sala en ese preciso instante era principalmente para desembarazarse del engaño y la falsedad.
—Y no hubo nada de eso en el caso de Ed —añadió—. Por lo menos, las últimas semanas. O los últimos meses o años. Por tanto, solo hay una conclusión lógica. La misma a la que llegué en cuanto recuperé la sobriedad después de su muerte. —Miró en derredor—. Y ahora necesito ayuda.
La sala pareció ponerse tensa. Todos estaban familiarizados con la clase de ayuda que esas reuniones solían ofrecer, pero Moth estaba pidiendo otra cosa.
Reinó el silencio. Susan Terry trató de valorar las reacciones de los demás adictos ante la declaración de Moth.
—Así que decidme dónde he de buscar a un asesino —pidió el joven con cautela.
De nuevo se hizo el silencio, pero lo rompió el ingeniero, inclinándose hacia delante.
—¿Cuándo empezó a beber? Me refiero a beber de verdad…
—Unos tres años antes de embarcarse en su desafortunado y estúpido matrimonio. Pensó que necesitaba una tapadera, o tal vez que no podía ser gay si estaba casado y le mentía a todo el mundo, incluido a sí mismo, sobre quién era. Estaba montando su consulta y todo tendría que haber ido sobre ruedas, pero no fue así…
—Así pues —dijo el ingeniero—, fue entonces cuando empezó a suicidarse. —Era una valoración dura pero exacta—. Y después dejó de intentar suicidarse y vino aquí.
—Exacto —corroboró Moth.
El profesor de Filosofía hizo amago de levantarse, pero volvió a sentarse y habló con voz resuelta, moviendo los brazos teatralmente para subrayar sus palabras:
—Si retrocedes en el tiempo hasta cuando Ed se convirtió en un alcohólico como yo, como tú o como la mayoría de los que estamos aquí, bueno, ¿por qué tendría nadie que asesinar a una persona que se estaba matando a sí misma de una forma tan eficiente?
Un murmullo de asentimiento.
—Entonces, hablar de homicidio solo tendría sentido si el móvil del mismo no guarda relación con el alcoholismo de Ed. Al estar sobrio, su vida actual, llena de logros y éxitos, debió de constituir una afrenta. Un desafío. No sé, pero para alguien tenía que ser mucho más que una injusticia —prosiguió el profesor—. No fue un robo. Eso lo sabemos. Tampoco un suicidio. Eso es lo que nos estás diciendo. No fue una disputa familiar ni nada sexual. No fueron los celos de un triángulo amoroso. Todas estas cosas han sido descartadas. Ni el dinero ni el amor han tenido nada que ver. ¿Qué queda, pues?
El dentista, que parecía excitado, levantó la mano para pedir la palabra.
Moth se volvió hacia él. Era un hombre delgado con un peinado emparrado para taparse la calva y, como muchos en su profesión, versado en suicidios. Asintió enérgicamente con la cabeza y soltó:
—Venganza.
—Ahí quería llegar —coincidió el profesor de Filosofía.
Susan Terry irguió la espalda en la silla. Todo lo que había oído le sonaba a disparate. Tuvo ganas de gritar, de decirles a todos que estaban siendo unos idiotas, que el caso estaba cerrado y que no deberían dejarse llevar por su imaginación, ni permitir que las fantasías de Moth les llenaran la cabeza.
Se le ocurrían muchos desmentidos, advertencias y objeciones que soltarles, en especial que eran unos tontos.
Estaba librando una lucha interior. Miró al dentista, que estaba sonriendo y sacudía la cabeza, pero no como alguien que no está de acuerdo con algo, sino más bien como quien capta una gran ironía.
—He leído muchas novelas de misterio —dijo, provocando algunas risitas breves.
—Y yo —dijo el profesor—. Pero no dejo que lo sepan los demás miembros de la facultad.
Se oyó otro murmullo mientras los reunidos en Redentor Uno comentaban la situación. Nunca nadie había pronunciado la palabra «venganza» en aquel lugar.
—Pero ¿de qué? —preguntó Moth.
Otro silencio. Por fin, una mujer preguntó en voz baja:
—¿A quién hizo daño tu tío?
Cada uno de los presentes había hecho daño a muchas personas, y todos lo sabían. El silencio reinó en la sala.
La mujer bajó aún más la voz, aunque todos pudieron oírla con claridad.
—O quizá… —dijo despacio, y añadió algo que a Moth le pareció una pregunta—. Le hizo algo peor.