12

«He dado la impresión de ser un viejo idiota y asustado, pero era la única alternativa que tenía».

Cuando la comunicación telefónica se cortó en plena noche, Jeremy Hogan supuso que el hombre que quería matarlo estaba delante de su casa y, por lo tanto, con el mismo caos organizativo de una persona que se despierta oyendo gritos de «¡Fuego!», corrió al salón, en la planta baja, y arrimó un sillón a la pared trasera para crear una endeble barricada. Luego estuvo pendiente de todos los accesos a la habitación, agazapado detrás del sillón para que no pudieran verlo por el gran ventanal, que sin duda permitiría al asesino espiar el interior de la casa y todos sus movimientos.

Cogió un atizador de hierro de la chimenea y se preparó para abalanzarse sobre el asesino, quien seguramente iba a irrumpir por la puerta en cualquier momento. Estuvo alerta, por si oía romperse una ventana o el chasquido de una cerradura al ser forzada, pasos o la dificultosa respiración típica de las películas de terror; cualquier cosa que le indicara que iba a enfrentarse con aquel hombre misterioso que quería matarlo. En su ofuscación, creía que el asesino sabría evitar el barato sistema de alarma de la casa y que una confrontación mortal no solo era inevitable sino inminente. Imaginaba que lograría asestarle unos cuantos golpes con el atizador antes de morir.

«Muere luchando», se repetía como un mantra.

Permaneció así, encogido, aterrado e inmóvil, hasta que la luz de la mañana se coló por el ventanal y comprobó que seguía vivo e ileso.

Tenía la mano dolorida. Se miró los dedos que sujetaban el atizador. Estaban agarrotados y le costó abrirlos.

La herramienta cayó al suelo y el ruido lo sobresaltó. De inmediato se agachó para recogerlo. Lo empuñó como un húsar una espada en un duelo.

«¿Qué le hace pensar que no estoy ahora mismo delante de su casa, doctor?». Jeremy evocó las palabras del asesino. Se preguntó cuán cuidadosamente las habría elegido.

«¿Hasta qué punto será experto en terror?».

Jeremy nunca había experimentado aquella clase de pánico repentino. Lo invadieron imágenes catastróficas, secuelas de la tensión: un bombero que oía el crujido de techos hundiéndose sobre su cabeza; un marinero aferrado a los restos de su embarcación en medio de un mar gris tras naufragar en plena tormenta; un piloto de avioneta que sujetaba con fuerza los mandos mientras los motores tosían y fallaban.

Con un regusto de seco amargor en la boca, se preguntó: «¿Has sobrevivido a algo? ¿O solo has tenido un anticipo de lo que te espera?». Le pareció que formulaba en voz alta ese pensamiento, en tono ronco, entrecortado, atormentado. «Más bien el anticipo», se contestó.

Cuando el sol inundó la vieja casa de labranza, Jeremy se seguía estremeciendo, con las manos temblorosas y los músculos tensos. Quería agazaparse detrás de los sillones o del sofá, esconderse en todos los armarios o debajo de las camas. Se sentía como un niño que se despierta de una pesadilla, inseguro de que todos los horrores de su sueño hayan realmente desaparecido.

Cruzó con cautela la sala, con el paso de un anciano. Se acercó a un lado del ventanal y apartó un poco la cortina para echar un vistazo.

«Nada. Una típica mañana soleada».

Se dirigió con sigilo a la cocina y miró por la ventana del fregadero el patio de losas donde su mujer solía pintar, el césped, la zona protegida sin urbanizar. Cada grupo de árboles o arbustos entrelazados podía esconder a un asesino. Todo lo que hasta entonces le había resultado familiar le parecía ahora peligroso.

Se preguntó cómo podría saber si alguien lo estaba observando.

No sabía la respuesta, aparte de la sensación sudorosa, cruda y agobiante que tenía, pero se dijo que sería mejor que se le ocurriera alguna, y pronto. Se acercó a los fogones y se preparó una cafetera, con la esperanza de templar los nervios puestos a prueba.

Luego regresó con paso vacilante a su despacho, con la taza humeante en una mano y el atizador en la otra. Se dejó caer en la silla y recogió los papeles y documentos. Empezó a garabatear notas, intentando recordar detalles, preguntándose por qué le eran tan esquivos. Estaba exhausto y se sentía extrañamente sucio, como si hubiera estado trabajando en el jardín. Sabía que estaba pálido y sudado. Se mesó el pelo alborotado, se frotó los ojos como un niño que se despierta de su siesta.

«¿Oíste lo suficiente para responder otra pregunta?».

Irguió la espalda.

«¿Qué pregunta es esa, doctor?».

El diálogo mental le resonaba en la cabeza.

«¿Vas a morir o vas a recibir otra llamada?».

Se quedó sentado, inmóvil. No fue consciente del rato que pasó así, reflexionando sobre ello. Era como si la indefinición de su situación, la incertidumbre en que estaba sumido, le fuera extraña, ajena. Como si estuviera en la esquina de una calle en otro país, oyendo una lengua que no entendía, mirando un mapa que no sabía interpretar. Tenía la sensación de que todo estaba perdido. Se imaginó al mismo bombero aterrado que le había acudido antes a la mente, solo que esta vez era su propia cara la que vio contra el suelo, ahogándose, rodeada de explosiones y llamaradas. «¿Cuál es la única solución cuando no hay escapatoria? Rendirse. O no rendirse».

Se preguntó si podría encontrar la forma de seguir vivo, o si quería hacerlo.

«Soy viejo y estoy solo. Me ha ido bien en la vida. He hecho cosas bastante interesantes, visitado lugares inusuales, logrado muchas cosas. Ha habido amor en mi vida. He tenido momentos verdaderamente fascinantes. En conjunto, ha estado muy bien.

»Podría esperar y abrazar al asesino cuando llegue.

»Hola, ¿qué tal? Oye, ¿podrías ir rapidito?, porque no soporto perder el tiempo.

»Al fin y al cabo, ¿cuánto tiempo me estaría quitando? ¿Cinco años? ¿Diez? ¿Qué clase de años? ¿Años solitarios? ¿Años en que la edad te quita más y más cada día que pasa?

»¿Para qué molestarme?».

Escuchó este razonamiento como si estuviera sentado en un auditorio académico observando un debate sobre un tema esotérico. «Ganan los contras: tendrías que morir y ya está. No; ganan los pros: lucha por seguir vivo».

Inspiró hondo, con dificultad. Casi se mareó.

«Pero estoy en mi casa y que me aspen si voy a dejar que un desconocido…».

Interrumpió este pensamiento a la mitad.

Se quedó mirando la taza de café y el atizador de la chimenea. Sujetó la herramienta de tal modo que derramó el café. Luego, se levantó y lo esgrimió violentamente en el aire delante de él, como rechazando a un agresor invisible.

Imaginó aquella arma improvisada clavándose en un cuerpo, golpeando un cráneo, rompiendo huesos, rasgando la piel…

«Bien. Pero no lo suficiente. No podrás acercarte tanto. Si lo haces, seguramente te matará antes de que puedas derribarlo».

Sabía que necesitaba ayuda para tomar una decisión, pero no sabía cómo pedirla.

Dos hombres recorrían despacio la vitrina de cristal de un mostrador, examinando las hileras de armas expuestas. Supuso que todo el mundo que iba a aquella tienda sabía más que él. En la pared colgaban por lo menos cien rifles y escopetas asegurados con un cable de acero. Cada arma parecía más letal que la anterior.

No era una tienda grande; tenía unos cuantos pasillos abarrotados de ropa de caza, en su mayoría de camuflaje o de ese naranja eléctrico para que otro cazador no te confunda con un ciervo. También había expuestos arcos y flechas de alta tecnología junto con cabezas de venado de mirada vidriosa para colgar en la pared, todas con cornamentas impresionantes, pero Jeremy no sabía nada sobre cornamentas, apenas lo suficiente para que le resultara irónica la idea de que cuanto más destacaba un ciervo en su propio mundo, más vulnerable lo volvía en otro.

Casi soltó una carcajada. Aquella era una observación de psiquiatra.

Reprimiendo su broma mental, se acercó al mostrador. Un dependiente estaba apilando cajas de munición mientras atendía a uno de los otros dos clientes, que sopesaba admirativamente una pistola negra de aspecto temible. El dependiente era de mediana edad, con el pelo rapado y bastante obeso, y en un antebrazo lucía un destacado tatuaje de los marines del tamaño de un codillo de jamón. Llevaba una pistolera de hombro de la que asomaba la culata de una pistola, y una camiseta gris con un viejo lema de la Asociación Nacional del Rifle en rojo, medio desteñido: «Si prohíbes las armas, solo los bandidos tendrán armas».

—¿Necesita ayuda? —le preguntó con amabilidad, alzando la vista hacia él.

—Sí —respondió Jeremy—. Creo que necesito proteger bien mi casa.

—Ya, todo el mundo necesita proteger bien su casa hoy en día. Tenemos que velar por nuestra propia seguridad y la de nuestra familia. ¿Qué idea tiene?

—No estoy seguro del todo… —empezó Jeremy.

—Bueno, ya tiene sistema de alarma en su casa, ¿verdad?

Jeremy asintió.

—Estupendo. ¿Perro?

—No.

—¿Cuánta gente vive con usted? Quiero decir, ¿lo visitan a menudo sus hijos, sus nietos? ¿Tiene esposa? ¿Se reúne el grupo de lectura de su mujer en su casa? ¿Le hacen muchas entregas de mensajería? ¿Su casa es muy frecuentada?

—Vivo solo. Y ya no me visita nadie.

—¿Cómo es su casa? ¿Y su barrio? ¿Tiene alguna comisaría cerca?

Jeremy se sintió como en una sala de interrogatorios. Los otros dos clientes, que manipulaban armas descargadas, se quedaron quietos, escuchando.

—Vivo en el campo. Bastante aislado. Una vieja casa de labranza cerca de una reserva de animales. No hay vecinos propiamente dichos, por lo menos no en unos doscientos metros y ninguno con el que tenga verdadera amistad, por lo que nadie se deja caer por casa. Y estoy bastante apartado de la carretera. Hay muchos árboles y arbustos, todo muy pintoresco. Mi casa apenas se ve desde la calzada.

—¡Caray! —exclamó el dependiente sonriendo. Se volvió a medias hacia los otros dos clientes, que asintieron—. Eso no pinta bien. Nada bien —recalcó como un profesor de escuela primaria—. Si lo quieren joder, y perdone la expresión, estará solo, completamente solo. Bueno, ha hecho muy bien viniendo aquí.

El dependiente pareció valorar la casa de Jeremy como haría con un probable campo de batalla.

—Hablemos de las amenazas —dijo entonces—. ¿Qué cree concretamente que podría ocurrir?

—Un allanamiento de morada —respondió Jeremy sin titubear—. Soy un hombre mayor que vive solo. Un blanco bastante fácil para cualquiera, diría yo.

—¿Tiene en casa objetos de valor o una buena suma de dinero?

—Más bien no.

—Ajá. Pero supongo que su casa tiene muy buen aspecto. De clase alta. ¿Cómo se gana la vida?

—Soy médico. Psiquiatra.

—Aquí no vienen demasiados psiquiatras —comentó el dependiente con una mueca—. De hecho, nunca he vendido un arma a ningún psiquiatra. A ortopedistas, sí. Sin parar. Pero a ninguno de ustedes. ¿Es verdad que pueden oír hablar a alguien y saber lo que piensa realmente?

—Qué va. Eso sería leer la mente.

—Ah —sonrió el dependiente—. Apuesto a que puede hacerlo. A ver, ¿tiene un buen coche?

—Está fuera. Un BMW.

—Hombre, eso es como colgar fuera un cartel de neón anunciando SOY RICO —intervino uno de los clientes, un joven de cabello largo recogido en una coleta, y vestido con vaqueros y una chaqueta de cuero Harley Davidson que le tapaba en parte un tatuaje en el cuello.

El dependiente sonrió.

—Lo que me está diciendo entonces, doctor, es que vive en una casa bonita, en un lugar donde estará rodeado de un puñado de corredores de bolsa y de amas de casa que se ganan un dinero extra trabajando como agentes inmobiliarios, y que tiene toda la pinta de ser alguien que podría ser un objetivo fácil.

—De acuerdo, tiene razón —aceptó Jeremy—. ¿Qué me aconseja? ¿Una escopeta? ¿Un arma corta?

—Ambas cosas, doctor, pero el dinero es suyo. ¿Cuánto quiere gastarse para su tranquilidad?

El joven del tatuaje se inclinó hacia delante como si estuviera interesado. El otro cliente se volvió para examinar otras armas.

—Será mejor que haga caso de un profesional —dijo Jeremy, y se volvió hacia el dependiente—. Dada mi situación, ¿qué me aconsejaría?

—En cuanto a la escopeta —sonrió—, una Remington o una Mossberg. No demasiado pesada. De cañón recortado para usarla de cerca. Un mecanismo sencillo, eficiente. No se atasca. No se oxida. Resiste los maltratos de un combate.

—Yo tengo una Mossberg —comentó el joven del tatuaje—. También se le puede acoplar una linterna, lo que resulta muy útil. —No dijo útil para qué, aunque parecía obvio.

—Cierto —asintió el dependiente—. Un modelo de seis o nueve cartuchos. Y para ser realmente efectivo, debería completarla con un revólver Colt Python del calibre 357 Magnum. Con munición wad-cutter. Pararía un elefante. Es el Cadillac de las armas cortas.

El joven del tatuaje empezó a hablar, y el dependiente lo hizo callar levantando una mano.

—Ya lo sé, ya lo sé —dijo—. La velocidad de disparo de una Glock Nine o de una 45 es superior… —Sonrió—. Pero para este caballero creo que será mejor un arma tradicional, más fácil de usar, de las de apuntar, disparar y no tener que pelearse con el cargador y preocuparse por poner una bala en la recámara.

Se volvió hacia Jeremy y prosiguió:

—Mucha gente ve a los policías de la tele o las películas, que siempre usan semiautomáticas, y pide eso. Pero una buena pistola, me refiero a una de buena calidad, puedes dejarla caer en el barro o usarla como martillo para hacer bricolaje y seguirá funcionando bien, coño. Es lo que supongo que le irá mejor a usted.

Siguió al dependiente por una escalera que bajaba al sótano, acompañado por los otros dos. Allí abajo había un par de galerías para prácticas de tiro. El dependiente preparó la primera para los otros dos y les entregó los protectores auditivos y la munición. En cuestión de segundos, uno de ellos estaba ligeramente agazapado, apuntando con pericia y disparando con una pistola semiautomática a un blanco situado a unos doce metros. Un sistema de poleas recorría el techo y un panel de yeso separaba las dos galerías. El fuego racheado de la semiautomática era ensordecedor, y Jeremy se colocó los protectores auditivos, que amortiguaron bastante los disparos.

El dependiente gritaba instrucciones, primero para la Mossberg del calibre 12, después para la pistola. Carga. Postura. Sujeción. Ayudó a Jeremy a adoptar la posición de tiro.

Jeremy se apoyó con firmeza la escopeta en el hombro. Por encima de los incesantes estallidos procedentes de la galería contigua, el dependiente le gritó que la posición era crucial.

—¡No querrá lesionarse el hombro, ¿verdad?! —oyó apenas Jeremy.

El dependiente tiró del sistema de poleas y envió una diana blanca y negra hacia la pared del fondo, delante de un montón de sacos de arena. Jeremy observó el blanco. De repente sintió que la escopeta era una prolongación de su cuerpo, como si la llevara adosada, perfectamente acoplada al hombro. En ese instante, cuando rodeó el dedo con el gatillo, se sintió más joven, como si su cuerpo hubiera perdido años. De golpe se sintió capaz. Apuntó, inspiró, sujetó el arma como le habían instruido y disparó.

El retroceso fue como el puñetazo de un boxeador. Pensó que lo dejaría sin aire, pero todas las sensaciones desagradables desaparecieron cuando vio que el blanco estaba perforado.

Amartilló el arma para expulsar el cartucho vacío y disparó de nuevo.

Ahora le resultó más familiar.

Repitió la operación sin titubeos, otro cartucho cayó a sus pies, y disparó por tercera vez.

El blanco estaba prácticamente hecho trizas. Giraba colgado de una pinza, a pesar de que no corría ninguna brisa en aquel sótano.

—No está mal —dijo—. Vale su precio. —Se sintió un poco como un niño al bajar de la montaña rusa. Como no estaba seguro de que el dependiente pudiera oírlo, sonrió triunfalmente—. Ahora déjeme probar el arma corta.

El hombre se la tendió.

En la galería contigua, el otro cliente se detuvo para recargar la semiautomática que no tenía ninguna intención de comprar. Echó un vistazo al blanco que la escopeta de al lado había convertido en confeti.

«Buen disparo, doctor —pensó el estudiante 5—. Pero no tendrá esa oportunidad. No es así como irán las cosas».

Encajó con habilidad el cargador, como había hecho cientos de veces antes, y reprimió las ganas de soltar una sonora carcajada porque el hombre que estaba en la otra galería no lo había reconocido, ni siquiera cuando habían estado a pocos pasos de distancia. Era fascinante saber que había podido seguir a su objetivo hasta una armería y entrar justo detrás de él, y de que ahora estaba a poquísima distancia del último hombre de su lista, mientras este disparaba inútilmente un arma con munición real en la dirección equivocada.

«Podría girarse noventa grados y resolver aquí y ahora su dilema, doctor. —Alzó el arma y apuntó—. Claro que también podría hacerlo yo. Pero sería demasiado fácil». Disparó y colocó cuatro tiros en el centro mismo de la diana.