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El estudiante 5 estaba en la terraza trasera haciendo sus ejercicios matinales de yoga cuando el oso entró por la parte posterior del jardín. Se quedó inmóvil para no sobresaltar al animal, manteniendo una postura llamada «mariposa cayendo». Los músculos del abdomen se le tensaron por el esfuerzo, pero no se echó sobre el desgastado suelo de madera. Cualquier ruido o movimiento alertaría al animal.

El oso, un torpe ejemplar de oso negro de ciento ochenta kilos dotado de la misma elegancia que un viejo Volkswagen Escarabajo, del tipo «acabo de despertarme de la hibernación y estoy famélico», andaba en busca de algún árbol caído que le proporcionara un desayuno de larvas y escarabajos, antes de volver a meterse entre los árboles y matorrales del frondoso bosque que bordeaba la modesta propiedad que el estudiante 5 poseía a orillas del río para encontrar una comida más consistente.

«Un blanco fácil —pensó. Dentro de la casa había un rifle de caza Winchester 30.06—. Pero tendría que ser un disparo mortífero. Al corazón o al cerebro. Es un animal grande, fuerte, sano. Más que capaz de huir corriendo y morir despacio en las profundidades del bosque, donde no podría rastrearlo y poner fin a su agonía».

Recordó el mantra de los francotiradores del Cuerpo de Marines: «Un disparo. Una muerte». Estuvo tentado de echarse al suelo y gatear por la terraza para ir en busca del arma. «Sería un buen entrenamiento».

Observó cómo el oso inspeccionaba y desechaba algunas cosas medio putrefactas, exhibiendo una expresión que el estudiante 5 consideró una mezcla de frustración y determinación osuna. Después, con una visible sacudida en la que movió hasta el último centímetro de su lustroso pelaje oscuro, se alejó hacia los árboles. Unos arbustos se estremecieron cuando el animal desapareció entre ellos. Al estudiante 5 le pareció que la débil luz grisácea de primera hora de la mañana envolvía al oso en una especie de velo. El frondoso bosque que se elevaba detrás se extendía a lo largo de kilómetros, con colinas escarpadas y antiguas tierras de tala ahora vacías, catalogadas como reservas de animales. Su casa, en realidad una doble caravana estática que descansaba sobre bloques de hormigón y disponía de una terracita de madera anexa a la diminuta cocina, estaba a apenas cien metros de un recodo del río Deerfield, y las primeras horas del día atrapaban todo el frío de la húmeda noche, que se acumulaba sobre las aguas.

Escuchó atentamente unos momentos, esperando oír desvanecerse el ruido del oso, pero no oyó nada, así que se tumbó en el suelo. Soltó bruscamente el aire y pensó que había sido como estar bajo el agua. Buscó en el jardín trasero cualquier señal que hubiera dejado la incursión osuna, pero no había ninguna, salvo unas desdibujadas huellas en los charcos de rocío.

Sonrió.

«Yo soy la misma clase de depredador —pensó—. Hambriento tras hibernar, solo que mucho más delgado y centrado. Y mi rastro desaparece igual de rápido que el suyo. Soy la misma clase de depredador paciente».

Tras él, en la cocina, sonó la alarma de un anticuado reloj de cuerda. «Se acabó el rato de ejercicio». El estudiante 5 se levantó y se estiró un poco antes de entrar para vestirse. Incluso en un mundo que rayaba en la antigüedad, donde tenía un oso por vecino, el estudiante 5 se enorgullecía de su organización. Si reservaba cuarenta y cinco minutos a hacer ejercicio físico, eran cuarenta y cinco minutos. Ni uno menos. Ni uno más.

A media mañana estaba doblando ropa donada y colocando latas de comida en una combinación de tienda del Ejército de Salvación y banco de alimentos de las afueras de Greenfield, en un deplorable centro comercial que albergaba un Home Depot, un McDonald’s y un local cerrado con tablas donde había habido una librería. Se había ofrecido como voluntario en la tienda al llegar a Western Massachusetts. Había bolsas de pobreza por toda la zona rural donde vivía, y la pequeña ciudad se había visto muy afectada por las recesiones y los malos momentos económicos.

A sus compañeros de la tienda les hacía creer que trabajaba a treinta kilómetros de distancia, en el Hospital de Veteranos, haciendo camas y vaciando cuñas y, gracias a su entusiasmo y dedicación, nadie le hacía demasiadas preguntas. Siempre estaba dispuesto a cargar muebles pesados o subirse a una escalera para alcanzar los estantes más altos.

De vez en cuando, el estudiante 5 dejaba lo que estuviera haciendo y observaba a la gente que acudía a la tienda. Había algún que otro universitario de los centros educativos locales que buscaba gangas entre la ropa de invierno, había otros jóvenes que consideraban chic las prendas de segunda mano, pero la mayoría eran personas que llevaban las palabras «tiempos difíciles», como tantas otras preocupaciones, escritas en la cara. Eran estas personas las que le interesaban.

Poco antes de su pausa para almorzar, vio a una mujer que entraba en el gran edificio con aspecto de almacén. No sabía exactamente qué le había llamado la atención, tal vez la niña de siete años que la acompañaba, o su expresión de ligera confusión. La observó mientras vacilaba ante las amplias puertas de cristal. Pensó que sujetaba la mano de su hija para sostenerse, como si la pequeña le sirviera de apoyo en lugar de ser al revés.

Él estaba en la sección de ropa de hombre, colgando trajes donados en percheros, comprobando que las chaquetas y los pantalones gastados y pasados de moda llevaran la etiqueta con el precio. Había muchas tallas distintas; en las tallas normales todo era anticuado, con solapas anchas y colores que tumbaban de espaldas. Las prendas modernas solían ser de tallas que solo servirían a los delgados cadavéricos o a los obesos rechonchos.

Vio cómo la mujer y su hija iban a la contigua sección infantil. Pensó que la madre era extrañamente bonita, con los pómulos de una modelo y una mirada de angustia, mientras que la pequeña era toda una monada, con esa manera que tienen los niños de mezclar la timidez con el entusiasmo. Cuando señaló a su madre un alegre suéter rosa con un elefante danzarín estampado en relieve, esta miró el precio y sacudió la cabeza.

El mero hecho de negarse pareció doler a la mujer.

«Nunca creíste que esto te pasaría a ti —pensó el estudiante 5—. Así que eres nueva en lo de ajustarte el cinturón y no poder pagar facturas. No es demasiado divertido, ¿verdad?». Él estaba a unos tres metros, por lo que apenas tuvo que alzar la voz.

—Podemos rebajar el precio —afirmó.

La mujer se volvió hacia él. Tenía los ojos de un azul intenso y un cabello rubio que le pareció tan indómito como los matorrales que había detrás de su casa prefabricada. La niña era el vivo retrato de su madre.

—No, no importa, es que… —La voz de la mujer se fue apagando bajo el implícito «por favor, no me pida que le explique las razones por las que estoy aquí».

El estudiante 5 sonrió y se acercó a ellas. Tendió la mano hacia la niña.

—¿Cómo te llamas?

—Suzy —respondió la pequeña, mientras le estrechaba tímidamente la mano.

—Hola, Suzy. ¡Qué nombre tan bonito para una niña tan bonita! ¿Te gusta el rosa?

Suzy asintió.

—¿Y los elefantes?

Asintió de nuevo.

—Bueno, pues eres la primera jovencita que nos visita a la que le gustan el rosa y los elefantes. Han venido jovencitas a las que encantaba el rosa, y un par a las que les gustaban los elefantes, pero nunca una a la que le gustaran las dos cosas.

El estudiante 5 tomó el suéter del perchero. La etiqueta amarilla marcaba seis dólares. Sacó su rotulador negro del bolsillo de la camisa, tachó la cantidad, la sustituyó por cincuenta centavos y entregó el suéter a la niña. Después sacó la cartera del bolsillo de los pantalones.

—Ten —dijo, dando a Suzy un dólar—. Ahora te lo puedes comprar tú misma, porque a mí también me gustan los elefantes y adoro este color.

—Gracias, pero no tiene que… —balbuceó la madre.

Él sacudió la cabeza para restarle importancia.

—¿Es la primera vez que viene? —le preguntó.

—Sí —respondió la mujer.

—Bueno, puede intimidar un poco al principio. —Con «intimidar» no se refería al tamaño de la tienda—. ¿Necesitará comestibles también?

—No debería, quiero decir, estamos bien… —Se interrumpió, sacudiendo la cabeza—. Bueno, los comestibles me irían bien.

—Me llamo Blair —se presentó el estudiante 5, señalándose la tarjeta de identificación que llevaba en la camisa con su alias de Western Massachusetts.

—Yo soy Shannon —dijo la mujer. Se estrecharon la mano.

El estudiante 5 pensó que su roce era delicado. «La pobreza siempre es suave, llena de dudas y miedos —pensó—. Cuando tienes trabajo, tu apretón se vuelve más firme».

—Muy bien, Shannon y Suzy, dejad que os enseñe cómo funciona el banco de alimentos. Aquí todo es gratuito, pero si se puede hacer una contribución, eso les gusta, aunque no es imprescindible. A lo mejor, en el futuro, podéis volver y hacer una donación. Seguidme.

Se inclinó hacia la pequeña.

—¿Te gustan los espaguetis? —preguntó.

La niña asintió, medio escondida tras la pierna de su madre.

—El rosa. Los elefantes. Los espaguetis. Caramba, Suzy, has venido al lugar adecuado.

Las condujo hasta la sección de comestibles, les buscó un cesto para que pusieran las cosas y las guio por los pasillos. Se aseguró de que cogieran dos latas grandes de espaguetis con albóndigas.

—Gracias —dijo Shannon—. Has sido muy amable.

—Es mi trabajo —mintió alegremente el estudiante 5.

—Espero recuperarme pronto —prosiguió Shannon.

—Claro que sí.

—Es que las cosas han sido… —titubeó en busca de la palabra adecuada— un poco inestables.

—Lo imagino —aseguró el estudiante 5, y dejó que un breve silencio la incitara a seguir hablando. «Es sorprendente a lo que puede inducir un poco de silencio», pensó. «Habría sido un psiquiatra excelente».

—Nos abandonó —añadió Shannon con una nota de amargura en la voz—. Vació la cuenta bancaria, se llevó el coche y… —Él vio que se mordía el labio inferior—. Ha sido duro. Especialmente para Suzy, que no alcanza a entenderlo.

—En caja tienen una lista de servicios sociales locales y estatales que podrían ayudarte —la informó—. Tienen consejeros y asistentes. Son muy buenos. Ve a ver a alguno. Habla con ellos. Seguro que te ayudará.

—Ha sido… No sabría describirlo… —asintió Shannon.

—Pero yo sí —aseguró—. Estrés. Depresión. Rabia. Tristeza. Confusión. Miedo. Y eso solo para empezar. No intentes superarlo sola.

Cuando llegaron a caja, Suzy entregó, orgullosa, su billete de dólar y contó bien las dos monedas de veinticinco centavos del cambio. El estudiante 5 cogió de una caja detrás del mostrador una hoja impresa. Contenía una relación de teléfonos de ayuda social y nombres de terapeutas dispuestos a trabajar pro bono. Se la dio a la madre.

—Llama —le aconsejó—. Te sentirás mejor. —«Siempre te sientes mejor cuando abordas directamente la raíz de tus problemas», se dijo.

En la puerta, despidió con la mano a la madre y la hija, que se dirigían a la parada de autobús.

«Son la clase de personas que tiempo atrás yo estaba destinado a ayudar —pensó—. Hasta que todo eso me fue arrebatado». Miró alrededor para comprobar que no había nadie lo suficientemente cerca para oírlo y susurró con los ojos clavados en el suéter rosa que se perdía de vista:

—Adiós, Suzy. Espero que jamás vuelvas a estar tan cerca de un asesino.