Había un irritante hilo musical en el ascensor que los llevó a la undécima planta. Los dos estaban nerviosos, y el sonido de fondo estorbaba sus pensamientos. Era una interpretación orquestal de una conocida melodía pop de antaño, y ambos la tararearon un instante, sin ser capaces de ponerle título.
—¿Los Beatles? —preguntó Andy Candy de repente. Estaba inquieta, temiendo contagiarse de la obsesión de Moth. Cuando lo miraba de reojo, lo veía con la expresión de un escalador que cuelga peligrosamente de un barranco, desesperado por no caer y decidido a encontrar una forma de alcanzar un sitio seguro, por más desgastadas que estuvieran las cuerdas y más flojos los nudos que lo sostenían. Sentía que un fuerte viento la empujaba y no estaba segura de poder confiar en él.
—Sí. No. Parece. Puede —contestó Moth—. Mucho antes de nuestra época.
—Pero memorable. Los Stones. Los Beatles. Los Who. Buffalo Springfield. Jimi Hendrix. Todo lo que escuchaban mis padres. Solían bailar en la cocina… —Se le fue apagando la voz, con ganas de añadir que ahora su madre viuda tenía que bailar sola, pero no lo hizo. En lugar de ello, concluyó—: Y ahora solo son un hilo musical.
La música distrajo a Moth. No estaba seguro de cómo iba a reaccionar cuando viera a la pareja de su tío. Era como si hubiera defraudado a todo el mundo y ahora fueran a recordarle su ineptitud y sus fracasos. Pero tampoco sabía por dónde empezar la búsqueda.
El ascensor desaceleró con una especie de zumbido y se detuvo.
—Hemos llegado —anunció Moth. Andy había dicho que tenían que buscar donde la policía no lo hubiera hecho, pero los únicos lugares donde se le ocurría empezar eran los mismos que la policía ya había considerado. «O pisoteado», pensó.
—Estoy bastante segura de que eran los Beatles —refunfuñó Andy Candy al salir, como si estuviera enfadada, aunque no había motivo aparente—. Lady Madonna. Solo que estropeada con cuerdas, oboes y otros instrumentos sensibleros.
La puerta del piso del tío de Moth se abrió antes de que tuvieran ocasión de llamar. Un hombre menudo, rubio y con las sienes grisáceas, les sonrió. No era una auténtica sonrisa de bienvenida, sino más bien un rictus que reflejaba más dolor que alegría.
—Hola, Teddy —dijo Moth en voz baja.
—Hola, Moth. Me alegro de volver a verte. Te echamos de menos en el… —No terminó la frase.
—Te presento a Andrea.
—La famosa Andy Candy —dijo Teddy, tendiéndole la mano—. Moth me habló de ti. No mucho, pero lo suficiente, hace unos años. Eres más encantadora aún de lo que llegó a contarme. Moth, tendrías que aprender a ser más descriptivo. —Hizo una pequeña reverencia al estrechar la mano de la joven y añadió—: Adelante. Perdonad el desorden.
Era un piso muy luminoso que daba a la bahía Vizcaína. Moth vio un enorme y desgarbado crucero que se abría paso lentamente por Government Cut como un turista gordo por la exclusivísima Fisher’s Island. El azul celeste de la bahía parecía fundirse con el horizonte. Las altas colinas de Miami Beach y la carretera elevada a Cayo Vizcaíno encuadraban aquel mundo acuático. Los pesqueros y los barcos de recreo surcaban la reluciente bahía, trazando estelas de espuma blanca que el ligero chapoteo de las olas disipaba. El brillante sol entraba a raudales por las puertas correderas del suelo al techo que daban a una terraza. Levantó la mano para protegerse los ojos casi como si le hubieran enfocado una linterna en la cara.
Teddy lo vio.
—Sí, es como una pesadilla. Te apetece mucho la vista, pero no te apetece que el sol te ciegue cada mañana al salir por el este. Tu tío probó con diversas clases de persiana, me refiero a que llamó a interioristas. Se cansó de tener que volver a tapizar los sofás porque perdían el color en cuestión de días. Y tenía una bonita litografía de Karel Apfel en la pared que el sol estropeó. Extraño, ¿no crees? Lo que nos trae aquí, a Miami, provoca problemas inesperados. Por lo menos, no tuvo que ir al dermatólogo por cánceres de piel en la cara y los antebrazos, porque durante años le gustó tomar el café en la terraza todas las mañanas antes de irse a trabajar.
Moth desvió la mirada de la vista y la dirigió hacia las cajas de embalaje medio llenas de cuadros, piezas de arte, utensilios de cocina y libros.
—De hecho, a los dos nos gustaba tomar fuera el café de la mañana —añadió Teddy con un ligero temblor en la voz—. No puedo quedarme aquí, Moth. Es demasiado duro. Hay demasiados recuerdos.
—Tío Ed… —empezó Moth.
—Ya sé lo que vas a decir, Moth. No crees que se suicidara. A mí también me cuesta creerlo. En cierto modo, estoy contigo, Moth. Era feliz. Qué coño, éramos felices. Especialmente los últimos años. Su consulta iba de maravilla, me refiero a que sus pacientes le resultaban enigmáticos, interesantes, y los estaba ayudando, que es lo único que quería. Y no le importaba que se supiera nuestra relación, lo que es muy importante desde el punto de vista psiquiátrico, si vamos a eso. Estaba muy contento de haber salido del armario, ¿sabes? Ambos hemos conocido a muchos hombres incapaces de conciliar quiénes son con la familia, los amigos, el trabajo…, hombres que se matan bebiendo, que es lo que Ed estuvo haciendo hace muchos años, o se drogan o se pegan un tiro, superados por la mentira en que se convierte su vida. Ed estaba en paz, me lo dijo cuando… —Se detuvo—. Cuando, cuando, cuando, Moth. ¡Qué mierda de palabra! —Titubeó antes de proseguir—: Pero Ed siempre estuvo envuelto de un aire de misterio, de hermetismo, como si en el fondo de su cabeza hubiera algo conectado directamente con su corazón. Siempre me encantó eso de él. Y quizá por eso era tan bueno en lo suyo.
—¿Misterio? —se sorprendió Andy.
—No es extraño en hombres como nosotros. Vivimos tanto tiempo infelices y ocultando nuestras verdades, que eso nos da cierta profundidad, creo. Nos flagelamos mucho. A veces es todavía peor. Una tortura, francamente. —Teddy pareció reflexionar un instante—. Eso era lo que teníamos en común y lo que nos empujó a beber. Tener que esconderte. No ser quien eres. Solo dejamos de beber cuando nos conocimos y nos convertimos en quienes éramos realmente. Es psicología de salón, pero fue así. —Otra pausa—. No fue tu caso, ¿verdad, Moth?
Andy Candy aguardó expectante la respuesta.
—No. Me enrabietaba y bebía. O me entristecía y bebía. Hacía algo bien y me recompensaba con un trago. O lo hacía mal y me castigaba con un trago. A veces no sabía quién me odiaba más, si yo mismo o los demás, y me emborrachaba para no tener que contestar esa pregunta.
—Ed decía que su hermano ponía excesiva… —empezó Teddy, pero se interrumpió.
—El problema de beber compulsivamente es que te basta la excusa más tonta —comentó Moth sacudiendo la cabeza—. No la más compleja. Y ese es el quid, psicológicamente hablando, claro. Es el mismo armario que acabas de mencionar.
Teddy se apartó un mechón de la frente.
—Fue hace más de diez años —explicó, volviéndose hacia Andy Candy—. Nos conocimos en una reunión. Se levantó y dijo que llevaba un día sin beber, luego me levanté yo y dije que llevaba veinticuatro, y después fuimos a tomar un café. Poco romántico, ¿verdad?
—Ya —respondió ella—. Pero puede que lo fuera.
—Sí —dijo Teddy con una risita—. Tienes razón. Puede que lo fuera. Al final de la tarde ya no éramos dos borrachos tomando café, sino que nos reíamos de nosotros mismos.
Andy Candy miró una pared. Lo único que quedaba en ella era una gran foto en blanco y negro de Ed y Teddy rodeándose despreocupadamente los hombros con un brazo. Había más clavos, pero las fotos que habían sostenido ya no estaban.
Moth estaba inquieto y movía los pies. Temía que se le quebrara la voz y no quería mirar alrededor y ver la vida de su tío empaquetada en cajas.
—¿Dónde busco, Teddy? —preguntó.
Teddy se giró. Se frotó los ojos con una mano.
—No lo sé —respondió—. Y tampoco quiero saberlo. Puede que quisiera al principio, pero ya no.
—¿No quieres…? —intervino Andy, sorprendida, pero Moth la interrumpió.
—Dime algo que no sepa sobre tío Ed —pidió con la voz crispada, exigente.
—¿Que no sepas?
—Cuéntame un secreto, algo que él me ocultara. Dime algo diferente a lo que preguntó la policía. Dime algo que no entiendas, que te haya parecido raro, fuera de lugar. No lo sé. Algo que se salga del mundo comprensible y corriente que quiere que la muerte de Ed sea un buen y bonito, aunque lamentable, suicidio.
Teddy dirigió la mirada hacia la terraza para contemplar la extensión azul del mar.
—Quieres respuestas…
—No, no busco respuestas —aseguró Moth en voz baja—. Si fuera algo tan simple como una sola respuesta, ya habría formulado la pregunta. Lo que quiero es un empujón en alguna dirección.
—¿Hacia dónde?
Moth titubeó, pero entonces intervino Andy Candy:
—Hacia algo de lo que Ed se arrepintiera.
—No comprendo —soltó Teddy, receloso.
—Ed hizo enfadar a alguien —explicó Moth—. Le hizo enfadar lo suficiente como para matarlo y luego disponer todo para simular un suicidio, lo que no me parece demasiado difícil. Y ese alguien ha de provenir de una vida que no conocemos. No de la vida que todos le conocíamos ahora. En el fondo, Ed tenía que saber o intuir que ahí fuera había alguien que iba a por él.
Teddy permaneció callado y Moth añadió:
—¿Y por qué tendría una pistola en el escritorio y usaría otra?
—Sabía que tenía esa pistola, la que no usó.
—¿Sí?
—Tenía que haberse deshecho de ella. No sé por qué no lo hizo. Dijo que lo haría; se la llevó un día hace años, y nunca volvimos a hablar de ella. Supuse que la habría tirado o vendido, o incluso que se la habría entregado a la policía o algo hasta que los inspectores que vinieron aquí me preguntaron por ella. Creo que tal vez la dejó en ese cajón y se olvidó de ella.
Moth fue a hacer otra pregunta pero se detuvo.
Teddy hizo una mueca con los labios, como si las palabras de Moth le quemaran. Era un hombre menudo con un aire delicado, y hablar sobre asesinatos no le resultaba fácil.
—Si quieres saber si alguien tenía algo contra Ed, deberás remontarte a antes de que yo lo conociera —aseguró.
Moth asintió.
—Quise ayudar, ¿sabes? Quise poder decir a la policía que investigara a ese o a aquel individuo, que encontraran al asesino de tu tío y me trajeran su maldita cabeza en una bandeja. Pero no se me ocurrió nadie.
—¿Crees que…? —empezó Moth, pero Teddy lo interrumpió.
—Hablábamos —contó—. Hablábamos todo el rato, todas las noches, mientras tomábamos falsos cócteles que nos preparábamos: zumo de limón y agua burbujeante con hielo en un vaso de whisky con sombrillita de papel y todo. Hablábamos durante la cena y en la cama. Me he devanado los sesos intentando recordar algún momento en que llegara a casa asustado, inquieto, incluso sintiéndose amenazado. Nada. Nunca tuve que decirle «Deberías ir con cuidado»… Si hubiera tenido miedo, me lo habría dicho. Lo sé. Nos lo contábamos todo. —Otro suspiro profundo y una larga pausa—. No teníamos secretos, Moth. Así que no puedo contarte ninguno.
—Mierda —refunfuñó Moth.
—Lo siento.
—¿De modo que antes de conocerte? —terció Andy.
—Sí. Unos diez años atrás.
—¿Crees, pues, que podemos descartar los diez años que estuvisteis juntos? —insistió Andy.
—Exacto —confirmó Teddy, asintiendo con la cabeza—. Pero será difícil. Tendréis que buscar las zonas en sombra de la vida de Ed, remontaros más y más en el tiempo.
—Soy historiador. Es lo que sé hacer.
Puede que se tratara de una bravuconada. Moth pensó en lo que hacía en realidad un historiador. Documentos. Relatos de primera mano. Declaraciones de testigos. Toda la información obtenida que puede estudiarse tranquilamente.
—¿Tenía blocs, cartas, algo sobre su vida?
—No. Y la policía se llevó los archivos de sus pacientes. Gilipollas. Dijeron que los devolverían, pero…
—Mierda.
—¿Has visto su testamento?
Moth sacudió la cabeza.
Teddy soltó una carcajada y su estado de ánimo cambió de repente. No mostró alegría, sino comprensión.
—Cabría esperar que tu padre, el hermano mayor de Ed, te hubiera puesto al corriente. Claro que seguramente estará cabreado.
—Es que no hablamos mucho.
—Ed tampoco hablaba demasiado con él. Se llevaban quince años de diferencia. Tu padre era el mejor, el machote superduro. Deportes de contacto y empresario de contacto. Ed era el marica. —Sonrió con ironía.
Moth oyó la rápida descripción de su padre, del que estaba tan distanciado, y pensó que era acertada.
—En cualquier caso, Ed fue un accidente —prosiguió Teddy—. La concepción, el nacimiento y todos los días a partir de entonces, tal como le gustaba decir. Orgulloso.
Al oír la palabra «accidente», Andy palideció. «Yo sí tuve un accidente, solo que no fue ningún accidente, sino un error torpe y estúpido. Dejé que un chico al que ni siquiera conocía me violara en una fiesta a la que no debería haber ido, pero después me deshice del fruto, lo maté». Se volvió para recobrar la compostura perdida.
A Moth le vinieron a la cabeza muchas preguntas, pero solo hizo una.
—¿Qué vas a hacer ahora, Teddy?
—La respuesta es fácil, Moth. Intentar no recaer. Aunque no será fácil.
De un bolsillo de los pantalones sacó un pastillero de plástico, que sostuvo en alto como un sumiller que examina la etiqueta de una botella de vino.
—Antabus —dijo—. Un fármaco desagradable. Me pondrá enfermo, y me refiero a realmente enfermo, si me da por beber. Ed decía que tenemos la fortaleza interior para hacerlo nosotros mismos, sin necesidad de química. Tú lo sabes bien, Moth. Pero Ed ya no está, maldita sea.
Moth visualizó a su tío todavía vivo, sentado a su escritorio. Visualizó también una pistola delante de él y que Ed alargaba la mano hacia un cajón donde guardaba la segunda pistola. «No tiene sentido», pensó, e iba a decirlo, pero vio lágrimas en los ojos de Teddy y se contuvo. «Es la única prueba que tengo y le hará daño», decidió. Sin duda estaba cometiendo un error, aunque no alcanzó a discernir por qué.
—Lo siento, Moth —dijo Teddy con voz temblorosa, como un diapasón que resonara con la pérdida y la tristeza—. Lo siento. Nada de esto es fácil para mí.
Andy Candy pensó que se quedaba muy corto.
—Vete, Moth. No quiero hablar contigo.
—Por favor, Cynthia. Solo será un minuto. Un par de preguntas.
—¿Quién es esta?
—Mi amiga Andrea.
—¿También es alcohólica?
—No. Me está ayudando. Conduce ella.
—¿Te quitaron otra vez el carnet?
—Ajá.
—Patético. ¿Te gusta ser alcohólico, Moth?
—Por favor, Cynthia.
—¿Tienes idea de a cuánta gente has hecho daño, Moth?
—Claro. Por favor.
Un titubeo.
—Cinco minutos, Moth. Nada más. Pasad.
La hostilidad de la tía de Moth había desconcertado un poco a Andy Candy. Sus palabras sonaban punzantes e hirientes. Siguió algo rezagada a Moth, que se apresuraba para seguir el paso de su tía mientras esta desfilaba por el vestíbulo de la casa con determinación militar.
Era una casa estucada de tres plantas, bastante rara en Miami, al norte del condado de Dade, rodeada de majestuosas palmeras altas, un césped muy bien cuidado, dinero y un sendero adornado con buganvillas. Las sosas paredes interiores, blancas, estaban cubiertas con obras de arte haitiano, grandes y coloridas representaciones de mercados abarrotados, barcos pesqueros azotados por los elementos y dibujos florales, todos con un aire sencillo y rústico. Andy sabía que eran valiosos; arte popular que era explotado en los refinados círculos artísticos de Miami. Había esculturas modernas, la mayoría tallas abstractas de madera oscura, en todos los rincones. Los pasillos estaban llenos de contradicciones entre creatividad y rigidez. Todo estaba cuidadosamente en su sitio, dispuesto para ofrecer el aspecto hermoso de las fotografías de una revista, para demostrar elegancia. Cynthia iba vestida para no desentonar con aquel estilo elevado: pantalones amplios de seda color hueso y una blusa a juego; sus zapatos Manolo Blahnik repiqueteaban contra las baldosas grises de importación del suelo. Andy Candy pensó que las joyas que la mujer llevaba al cuello valían más de lo que su madre ganaba al año como profesora de piano.
—¿Cómo va el negocio del arte, Cynthia? —preguntó Moth educadamente.
Andy Candy pensó que la respuesta era obvia.
—Bastante bien, a pesar de la crisis general —respondió la tía sin volverse siquiera—. Pero no desperdicies tus cinco minutos preguntándome por mi negocio, Moth.
En el salón había un hombre sentado en un caro sofá blanco artesanal. Cuando entraron, se levantó. Era unos años más joven que la tía de Moth, pero igual de elegante. Vestía un traje ajustado de reluciente zapa gris y una camisa púrpura con cuatro botones desabrochados que dejaban al descubierto un pecho sin vello. Llevaba el largo cabello rubio peinado hacia atrás. Andy Candy vio que se había hecho reflejos blancos en el pelo, como un modelo de pasarela. La tía Cynthia se situó justo a su lado, deslizó un brazo debajo del suyo y miró a ambos jóvenes.
—Tal vez recuerdes a mi socio, Moth.
—No —contestó él, tendiendo la mano, aunque sí que lo recordaba. Lo había visto una vez, y enseguida había sabido que seguramente manejaba los libros de contabilidad y el apetito sexual de la tía Cynthia con el mismo grado de competencia y pasión fría. Se los imaginó juntos en la cama. ¿Cómo follaban sin despeinarse ni estropearse el esmerado maquillaje?
—Martin está aquí por si surgiera alguna cuestión legal en los próximos… —echó un vistazo a su Rolex de pulsera— cuatro minutos restantes.
—¿Legal? —se sorprendió Andy Candy.
Cynthia se volvió con frialdad hacia ella.
—Quizá Moth no se haya molestado en informarte, pero su tío y yo no nos separamos de forma precisamente amistosa. Ed era un mentiroso, un farsante y, a pesar de su profesión, un hombre duro y desconsiderado.
Andy fue a responder, pero se contuvo.
Cynthia, sin ofrecerles asiento, se dejó caer en un moderno sillón de piel que a Andy le pareció más incómodo que quedarse de pie. Martin se situó detrás de ella y le puso las manos en los hombros, ya fuera para que no se moviera o para acariciarla. Andy apostó por cualquiera de las dos cosas.
—Muy bien —dijo Moth—. Lamento que pienses eso. Iré directamente al grano…
—Adelante —lo apremió su tía con un gesto displicente de la mano.
—Durante los años que el tío Ed y tú estuvisteis juntos, ¿le oíste decir alguna vez que se sintiera amenazado o que alguien pudiera querer hacerle daño o vengarse de alguna forma…?
—Quieres decir aparte de mí —replicó Cynthia, y rio con frialdad.
—Sí. Aparte de ti.
—Me hizo daño a mí. Me engañó a mí. Me abandonó a mí. Si había alguien que tuviera motivos para dispararle… —Se encogió de hombros, como si aquello no significara nada—. La respuesta a tu pregunta es no.
—Durante todos esos años…
—Te lo repito: no.
—O sea que… —insistió Moth, pero ella volvió a interrumpirlo.
—Sospechaba que había gente a la que conocía en su vida secreta, la que intentaba ocultarme, que quizá, no sé, se odiaba a sí misma o a él, o a lo que fuera, y que podría haber sido capaz de pegarse un tiro en un arranque de autocompasión durante una borrachera. Y a veces, cuando bebía mucho y desaparecía un par de días, me temía que tal vez le había sucedido algo terrible. Pero no me parece probable que otro gay reprimido que hubiera conocido en algún bar decidiera acosarlo años después. Es posible, claro… —comentó, encogiéndose hombros para indicar que en realidad no lo era—. Pero la verdad es que lo dudo. Y nadie trató jamás de hacerle chantaje, porque esa clase de pago habría salido a la luz durante el juicio de divorcio. Y jamás se encontró con ningún asesino psicótico o que, como en Buscando a Mr. Goodbar (un libro del que quizá no has oído hablar pero que fue muy conocido en su momento), intentara engañar a alguien, que, en lugar de joderlo, decidiera matarlo. Eso me inquietó un poco. Pero no.
—Así que nadie…
—Eso acabo de decir.
—¿No se te ocurre nadie…?
—No.
—Profesional o socialmente…
—No.
Hizo otro gesto displicente con la mano como desechando cualquier recuerdo incómodo.
—Es probable que malinterpretes algo, Moth —añadió—. No tengo nada en contra de los homosexuales. De hecho, muchos de mis colegas profesionales son gays. Lo que me enfureció fue que Ed me mintiera todos los años que estuvimos juntos. Me engañaba. Me hizo sentir despreciable.
Andy Candy se preguntó cómo era posible que alguien comprendiera algo tan bien y tan mal al mismo tiempo.
Moth guardó silencio y Cynthia se levantó del sillón.
—Bueno, Moth, por más interesante que sea esta pequeña retrospectiva de la vida de mi exmarido… —Andy Candy captó el sarcasmo— creo que ya he contestado todas tus preguntas, o por lo menos todas las que quiero contestar, de modo que va siendo hora de que te marches. Ya he sido más generosa de lo que debería.
Andy Candy movió los pies. No le gustaba la tía de Moth y, aunque era mejor no decir nada, fue incapaz de contenerse:
—¿Y antes?
—¿Antes de qué?
—Antes de casarse…
—Era residente en el hospital universitario. Yo me estaba sacando el doctorado en Historia del Arte. Unos amigos mutuos nos presentaron. Salimos. Me dijo que me amaba, aunque, por supuesto, no era cierto. Nos casamos. Se pasó años mintiéndome y engañándome. Nos divorciamos. No recuerdo que habláramos demasiado sobre nuestros respectivos pasados, aunque si hubiera sospechado que alguien podía matarlo en un futuro lejano, lo habría mencionado.
Andy supo que era una mentira pensada para cortar la conversación con la eficacia de un cuchillo de cocina.
—Bueno, ¿quién podría saber…?
Cynthia miró fijamente a Andy Candy.
—Si quieres jugar a detectives, averígualo tú.
Hubo otro silencio antes de que Andy Candy dejara caer:
—No parece que lo haya amado nunca.
—¡Qué frase tan idiota e infantil! —replicó Cynthia bruscamente—. ¿Acaso sabes tú algo del amor? —Y no esperó réplica, sino que señaló la puerta de la calle.
—Cynthia, por favor —intervino Moth—. ¿Dijo alguna vez algo, como que se sentía culpable de algo, o bien ocurrió algo que lo preocupara, o algo que te pareciera fuera de lo corriente o extraño? Por favor, Cynthia; tú lo conocías bien. Ayúdame un poco.
—Sí —respondió Cynthia tras titubear, brusca de repente—. Le preocupaban muchas cosas de su pasado, cualquiera de las cuales podría haberlo matado. —Movió la mano con desdén—. Uno, dos, tres, cuatro y cinco. Se te acabó el tiempo, Moth. Y a ti también, señorita como te llames. Martin os acompañará hasta la puerta. Por favor, no volváis a poneros en contacto conmigo.
Una vez en el coche, Andy siguió respirando entrecortadamente, como si hubiera corrido una carrera o nadado bajo el agua una gran distancia. Se sentía como si hubiera participado en una pelea, o al menos como imaginaba que se sentiría en una pelea. Casi se palpó los brazos para ver si tenía moretones y movió la mandíbula como si acabara de recibir un puñetazo. Echó un vistazo a la fachada de la casa y vio que Martin, el esclavo del amor y la contabilidad, aguardaba obedientemente en la puerta para asegurarse de que se marchaban. Resistió la tentación de hacerle un gesto obsceno.
—Todo el rato quería darle un tortazo —comentó—. Debería habérselo dado.
—¿Has dado alguna vez un tortazo a alguien?
—No. Pero habría sido una buena primera vez.
Moth asintió, pero era como si lo hubiera cubierto un paño mortuorio. Solo podía pensar en cuán difíciles y tristes habían sido esos años para su tío. Andy lo advirtió.
—Nos queda la última parada por hoy —dijo Moth, y chasqueó la lengua—. Ojalá hubiéramos averiguado algo.
Andy Candy dudó antes de responder.
—Quizá lo hemos hecho —comentó, uniendo todo lo negativo para convertirlo en positivo—. Tengo que pensarlo un poco más, pero me parece que nos dijo lo que necesitábamos saber.
Moth se puso tenso.
—Sujetalibros —soltó de repente—. Una persona que lo amaba. Una persona que lo odiaba. Y yo, la persona que lo idealizaba.
—Y ahora vamos a hablar con la persona que lo comprendía —repuso Andy Candy con una sonrisa irónica, y pensó en lo que Moth acababa de decir. Amor. Odio. Idealizar. Comprender. Unas cuantas palabras más completarían el retrato de Ed Warner que necesitaban.
Puso el coche en marcha.
«Hay personas que se sientan a una mesa y crean un muro impenetrable de autoridad —pensó Moth—, y hay otras para quienes la barrera de la mesa apenas existe y es casi invisible».
El hombre que tenían delante parecía pertenecer a esta última categoría. Tenía complexión atlética y empezaba a escasearle el cabello castaño, que le caía sobre la frente y se le levantaba por detrás en un remolino que lo hacía aparentar menos de sus cincuenta y tantos años. Tenía la costumbre de ajustarse las gafas en la punta de la nariz. Como las llevaba sujetas al cuello con una cadenita, de vez en cuando se las dejaba caer hacia el pecho, decía algo importante y volvía a ponérselas, a menudo ligeramente torcidas.
—Lo siento, Timothy, pero no sé si puedo ayudaros en vuestras indagaciones. Por la confidencialidad entre médico y paciente, ya sabes.
—Que se extingue con la muerte del paciente —precisó Moth.
—Vaya, pareces un abogado, Timothy. Es verdad. Pero eso también significa que tendrías que haber traído una orden judicial, en lugar de presentarte por las buenas y empezar a hacer preguntas.
Moth decidió ser cuidadoso, aunque no tenía idea de lo que significaba ser cuidadoso. Así que empezó con la pregunta que ya había hecho dos veces aquel día:
—¿Sabe de alguien, le mencionó alguna vez mi tío a alguien que pudiera guardarle rencor o alguna clase de inquina desde hacía mucho tiempo y que finalmente, ya sabe dónde quiero ir a parar, doctor, estallara?
El psiquiatra reflexionó un momento antes de responder, en un gesto muy parecido al de Ed Warner.
—No. No se me ocurre nadie. Desde luego, nadie que Ed mencionara durante nuestros años de terapia.
—Lo recordaría si…
—Sí. Tomamos buena nota de cualquier elemento de una conversación que implique una amenaza, tanto por la seguridad del paciente como porque la forma en que las personas reaccionan ante los peligros, reales o percibidos, es un elemento fundamental de cualquier situación terapéutica. Además de que, llegado el caso, tenemos la obligación ética de informar a la policía. —Esbozó una sonrisa y añadió—: Perdón. Sueno como si estuviese dando clase. —Sacudió la cabeza—. Lo diré de forma más sencilla: No. ¿Imaginé alguna vez que Ed estuviera en peligro? No. Su arriesgada conducta inicial, la bebida y el sexo anónimo sin protección, que podría haber provocado algo, no sé qué, terminó hace años. Venía aquí solo para comprender por lo que había pasado, que era mucho, como sabes.
—¿Cree que se suicidó? —soltó Andy.
—Hacía años que no lo veía, pero cuando terminó su terapia no había indicios de que pudiera llegar a hacerlo —contestó el psiquiatra, sacudiendo la cabeza—. Claro que, como le dije al policía que vino a hablar conmigo, habría sido más que capaz de ocultar sus emociones, incluso a mí, aunque no me gustaría pensar que lo hizo.
Moth pensó que se estaba cubriendo las espaldas.
El psiquiatra añadió:
—Tú lo conocías bien, Timothy. ¿Qué opinas?
—Ni hablar —contestó Moth.
El psiquiatra sonrió.
—A la policía le gusta mirar los hechos y las pruebas que puedan presentarse bajo juramento en un juicio. Es donde normalmente encuentra sus respuestas. En esta consulta, y en la de tu tío, la investigación es muy diferente. ¿Y para un historiador, Timothy?
—Los hechos son los hechos —respondió Moth, con una sonrisa—. Pero se escurren, se deslizan y cambian con los años. La historia es un poco como la arcilla mojada.
—Muy acertado —dijo el médico con una sonrisa—. Yo también lo creo. Pero no es tanto que los hechos cambien, sino más bien la percepción que nosotros tenemos de ellos.
El médico tomó un lápiz, dio tres golpecitos en la mesa y empezó a garabatear en un bloc.
—Escribió «Culpa mía» en un papel… —le recordó Moth.
—Ya. Eso me preocupó. Es una elección de palabras significativas, especialmente para un psiquiatra. ¿Qué te parece a ti?
—Es casi como si con eso hubiera contestado una pregunta.
—Sí —coincidió el médico—. Pero ¿era una pregunta ya formulada o que se esperaba que lo fuera? —Apretó el lápiz sobre el bloc y dejó una marca negra—. En el estudio de la historia, Timothy, ¿cómo examinas un documento que podría decirte algo sobre lo que buscas?
—Bueno, el contexto es muy importante.
Pero lo que estaba pensando era: «Lugar. Circunstancias. Relación con el momento. Cuando Wellington murmuró “O Blücher o la noche…” fue porque sabía que la batalla pendía de un hilo. De modo que Ed escribió “Culpa mía” porque esas palabras poseían un contexto más amplio en aquel momento».
—Tengo otra pregunta —anunció entonces.
El psiquiatra se inclinó ligeramente hacia delante.
—¿Por qué iba a tener Ed dos pistolas, o siquiera una?
El hombre entreabrió la boca y pareció sorprendido.
—¿Estás seguro? —preguntó.
—Sí.
Otro silencio.
—Resulta inquietante. Impropio de Ed —comentó el médico, que pareció reflexionar, como si las dos armas representaran una faceta de la personalidad que hubiera dejado de explorar—. Y la nota, ¿en qué parte de la mesa estaba exactamente?
—En el centro, un poco hacia la izquierda. Creo —respondió Moth con cautela, porque no había pensado en ello.
—¿No hacia la derecha?
—No.
El médico asintió. Tendió el brazo hacia un talonario de recetas y mantuvo la mano sobre él como si fuera a escribir algo. Entonces bajó la mirada y, asintiendo de nuevo, dijo, señalando el otro lado del escritorio:
—Pero estaba aquí… —Hizo una pausa y añadió—: Quizá signifique algo. O quizá no. Es curioso, sin embargo. —Miró a Andy y luego a Moth—. Creo que tendréis que ser más que curiosos.
Esta frase pareció indicar que la reunión había terminado, puesto que el anfitrión empujó la silla hacia atrás.
Andy Candy intervino por primera vez:
—Si no era exactamente de nadie, ¿de qué tenía miedo Ed?
—Ah, una pregunta inteligente —sonrió el médico—. A pesar de su educación y formación, como muchos adictos y alcohólicos, Ed temía su pasado.
Andy asintió.
«Para Shakespeare —pensó— existen nueve edades del hombre, desde la primera infancia y la niñez hasta la vejez y la vejez extrema. Ed jamás llegó a esta etapa y es probable que las primeras permanezcan escondidas, incluso para un historiador como Moth. Así que hay que mirar las etapas en que Ed se convirtió en adulto».
—¿Sabe por qué vino a Miami? —preguntó.
—Bueno, puede que en parte. Pasó muchos años huyendo de quien era, intentando escapar de su familia, que pretendía que realizara sus estudios de Medicina rodeado del lustre que solo proporcionan las ocho principales universidades privadas del país y otras instituciones similares. Timothy, sospecho, está familiarizado con esta clase de presiones. Su matrimonio fue la misma historia: haz lo que los demás esperan de ti, no lo que tú quieres. Su caso no es raro en Miami. Es un buen sitio para refugiados de todo el mundo. Y también lo es para los refugiados emocionales.
Moth se inclinó hacia delante y Andy reconoció su mirada. «Ha visto algo», pensó. Por lo menos, era lo que esperaba ver reflejado en su rostro.