Una segunda conversación.
Jeremy Hogan sabía que habría una segunda llamada.
Esta convicción no se basaba tanto en la ciencia de la psicología como en un instinto perfeccionado a lo largo de los años: entender el porqué de los crímenes en lugar del quién, el qué, el dónde y el cuándo que rutinariamente aquejaban a los policías. «Si el asesino está verdaderamente obsesionado conmigo, no es probable que se conforme con una sola llamada, a no ser que lo tenga todo planeado y que mi siguiente aliento sea el último. O casi el último».
Hurgó en su memoria, y se le aparecieron asesinos de toda clase. Una colección de cicatrices y tatuajes, un desfile de etnias —negra, blanca, hispana, asiática y hasta un samoano—, de hombres pálidos que oían voces y de hombres entrecanos tan fríos que el adjetivo «despiadado» se quedaba corto. Recordó a hombres que se retorcían en la silla y sollozaban cuando les contaban por qué habían asesinado, y a hombres que se habían reído a carcajadas de su crimen como si fuera lo más gracioso del mundo. Le resonaron en la cabeza asesinatos relatados en las celdas con toda naturalidad, como si equivalieran a tirar la basura o a cruzar temerariamente la calle. Vio las luces fuertes y crudas de la cárcel, los muebles de acero gris atornillados al suelo de cemento. Vio a hombres que sonreían al pensar en su propia ejecución y a otros que temblaban de rabia o se estremecían de miedo. Recordó a hombres que lo miraban fijamente con ganas de retorcerle el cuello, y a otros que querían un abrazo tranquilizador o una palmadita amistosa en la espalda. Caras como fantasmas llenaron su imaginación. Algunos nombres aparecieron fugazmente, pero la mayoría le eludieron.
«No eran importantes. Lo que dije o escribí sobre ellos, eso era lo importante».
Respiró superficialmente de una forma similar a la inspiración sibilante y casi desvalida de un asmático para intentar llenarse los pulmones.
Se reprendió como si le estuviera hablando a otra persona:
«Una vez terminabas tu valoración y escribías tu informe, no creías que valiera la pena recordarlos.
»Te equivocabas.
»Uno de ellos ha vuelto. Sin esposas esta vez. Ni camisa de fuerza. Ni inyección de Lorazepam y Haloperidol para aplacar la psicosis. Ni musculoso guardia armado en el rincón toqueteando su porra, o mirando desde una habitación contigua por un monitor de televisión. Ni botón rojo de alarma escondido bajo tu lado de la mesa de acero. Nada que te separe de la muerte.
»De modo que pasará una de estas dos cosas: querrá matarte enseguida, porque hacer esa primera llamada fue el único detonante que necesitaba y ahora se contentará con cometer el asesinato. O querrá hablar, atormentarte y torturarte, prolongar la actuación, porque cada vez que oiga tu incertidumbre y tu miedo, eso lo acariciará, lo hará sentir más poderoso, más al mando, y tras haberte hecho superar los límites del miedo, te matará.
»Querrá hacerlo todo para que tu muerte tenga sentido».
Había tardado varios días en llegar a esta observación sutil. Pero cuando lo hizo, después de haber disipado sus miedos iniciales, supo que solo le quedaba una verdadera opción.
«No puedes huir. No puedes esconderte. Esos son tópicos. No sabrías cómo desaparecer. Esas son cosas de la ficción barata.
»Pero tampoco puedes limitarte a esperar. No se te da nada bien.
»Ayúdale a disfrutar de tu asesinato. Alárgalo y hazlo salir de sí mismo. Gana tiempo.
»Es tu única oportunidad».
Evidentemente, no había decidido qué podía hacer con el tiempo que ganara.
Así pues, había dado unos pasos para prepararse para la segunda llamada. Pasos modestos, pero que le daban la sensación de hacer algo en lugar de quedarse sentado mientras alguien planeaba su muerte. Hizo una rápida visita a una tienda cercana de equipo electrónico para hacerse con un dispositivo para grabar las conversaciones en su teléfono. Después fue a un outlet de suministros de oficina para adquirir varios blocs de papel rayado amarillo y una caja de lápices del número dos. Grabaría y tomaría notas.
El dispositivo de grabación consistía en una ventosa adhesiva que captaba las dos voces de una conversación telefónica. Llevaba incorporada una grabadora de microcasetes. La ventaja de este equipo era sencilla: no emitía el consabido pitido de las grabaciones legales.
No estaba seguro de qué le serviría grabar la conversación. Pero parecía una medida aconsejable y, dada la ausencia de otra forma de protección, parecía tener sentido.
«A lo mejor me hace alguna amenaza manifiesta y evidente, y puedo acudir a la policía…».
Dudaba que tuviera tanta suerte. Supuso que ese hombre sería demasiado inteligente para ello. De todos modos, ¿qué haría la policía para protegerlo? ¿Dejar un coche patrulla delante de su casa? ¿Durante cuánto tiempo? ¿Decirle que se comprara una pistola y un pit-bull?
Tenía una gran habilidad para obtener información de un sujeto. Siempre se le había dado bien. Pero también sabía que sus interrogatorios siempre eran a posteriori; el crimen se había cometido, la detención estaba hecha.
Él sabía indagar en los crímenes pasados. En cambio, ahora estaba ante la promesa de un crimen futuro.
¿Hacer predicciones? Imposible.
A pesar de ello, tenía una sensación de confianza cuando se sentó al pequeño escritorio de su despacho del piso superior para preparar algunas preguntas para aquella inevitable segunda llamada. La tarea era frustrante, lenta. Tenía que hacer algunas valoraciones psicológicas preliminares: determinar con sus preguntas si quien llamaba estaba orientado en cuanto al tiempo, el lugar y las circunstancias, para asegurarse de que no se trataba de un esquizofrénico que padecía alucinaciones en forma de órdenes homicidas. Ya sabía que la respuesta a esta pregunta era «no», pero el científico que había en él exigía que se asegurara de todos modos.
«Descarta todas las enfermedades mentales que puedas».
Pero lo que dificultaría su preparación era el hecho de que se enfrentaba a un terreno psicológico desconocido.
Los instrumentos para evaluar el peligro estaban pensados para que los servicios sociales pudieran ayudar a las mujeres amenazadas a eludir a los maridos maltratadores. El contexto situacional era vital, pero solo podía abarcar la mitad de esta ecuación: la suya. Y lo que necesitaba conocer era la del otro.
Se sentó en la semipenumbra, rodeado de papeles, de estudios académicos, revistas y libros de texto que llevaba años sin abrir, y de impresiones informáticas de diversos sitios webs dedicados al estudio del riesgo.
Era de noche. Una lámpara de escritorio y la pantalla del ordenador eran la única iluminación en la habitación. Miró por la ventana para hacerse una idea de la extensión del tenebroso aislamiento que rodeaba su vieja casa de labranza. No recordaba si había dejado encendida alguna luz en la cocina o el salón, en el piso de abajo.
Pensó: «Me he hecho viejo. La constante niebla gris del envejecimiento se convierte en la oscuridad de una noche profunda».
Estaba siendo más poético que de costumbre.
Siguió adelante con su tarea. En la parte superior de la hoja de un bloc anotó:
Aspecto
Actitud
Conducta
Estado de ánimo y afectación
Proceso mental
Contenido del pensamiento
Percepciones
Cognición
Perspicacia
Criterio
En circunstancias normales, estas eran las competencias emocionales que exploraría para obtener un perfil psicológico. «Del acusado —se dijo—. Pero ahora soy yo el acusado».
Descartó rápidamente la mayoría de ítems. No habría forma de valorar el aspecto ni ninguna otra cosa que exigiera la observación directa de quien llamaba. De modo que se limitaría a lo que pudiera detectar a partir de su voz, las palabras que utilizara y la forma en que estructurara su mensaje.
«El lenguaje es fundamental. Cada palabra revela algo.
»El proceso mental viene después. ¿Cómo estructura su deseo de matarme? Busca señales que pongan de relieve lo que significa para él asesinar. Cuándo se ríe. Cuándo baja la voz. Cuándo acelera al hablar».
Visualizó su valoración como un triángulo. Si el lenguaje y el pensamiento eran dos lados, tendría que encontrar el tercero. De esa manera tendría una oportunidad.
«Una vez que sepas qué es, podrás empezar a descifrar quién es».
»Es un juego —se dijo Jeremy Hogan—. Más te vale ganarlo».
Se recostó en la silla, dio vueltas a un lápiz en la mano, echó un vistazo a sus notas, se recordó que debía ser el científico y el artista que creía ser a la vez, y descubrió que no estaba lo que se dice asustado.
Curiosamente, se sentía retado.
Eso le hizo sonreír.
«Muy bien. ¿Has dado el primer paso, “señor De la Culpa”?: Una breve y enigmática llamada telefónica que me asustó como a cualquier pobre diablo amenazado de repente. Peón blanco a e4: apertura española. Seguramente la más fuerte que existe.
»Pero yo también sé jugar.
»Responde con Peón negro a c5: defensa siciliana.
»Y ya no estoy asustado.
»Aunque tengas la intención de acabar matándome».
Cuando sonó el teléfono estaba sumido en la confusa niebla y los sueños tormentosos del sopor. Tardó unos segundos en pasar del agitado mundo onírico a la agitada realidad. La insistencia del teléfono parecía formar parte de una pesadilla en lugar de pertenecer al estado de vigilia.
Respiró hondo varias veces mientras giraba los pies hacia el lado de la cama. Hacía frío, aunque no debería hacerlo.
Se ordenó mentalmente «¡Calma!» aunque sabía que era difícil conseguirla. Alargó una mano hacia el teléfono y pulsó con la otra la tecla para grabar la conversación.
El identificador de llamadas rezaba NÚMERO DESCONOCIDO. Una mirada rápida al reloj que había junto a la cama le indicó que pasaban unos minutos de las cinco de la mañana.
«Inteligente —pensó—. Se habrá pasado horas preparándose, fortaleciéndose, sabiendo que iba a despertarme y pillarme desprevenido».
Otra respiración profunda. «Aparenta estar deprimido, atontado. Pero estate alerta, preparado».
Habló despacio, con la voz pastosa del sueño. Tosió una vez al contestar. Quería dar la impresión de que era viejo y estaba inseguro. Tenía que sonar tembloroso y asustado, incluso decrépito y débil. Pero quiso responder de la misma forma que hacía años atrás: un médico al que recurrían en plena noche por una urgencia.
—Sí, diga, soy el doctor Hogan. ¿Quién llama?
Un silencio.
—¿De quién es la culpa, doctor?
Jeremy se estremeció. Esperó unos segundos antes de contestar:
—Sé que cree que es culpa mía, lo que quiera que sea. Debería colgarle sin más. ¿Quién es usted?
Un resoplido. Como si esta pregunta fuera de algún modo despectiva.
—Ya sabe quién soy. ¿Qué le parece esta respuesta?
—Insatisfactoria. No le entiendo. No entiendo nada, en particular por qué quiere matarme. ¿Cuánto tiempo ha estado…?
—He estado pensando en usted muchos años, doctor —lo interrumpió.
—¿Cuántos años? —preguntó Jeremy, sobresaltado.
«Maldita sea —se reprendió a sí mismo—. No seas tan claro, coño». Escuchó la voz al otro lado de la línea. Era ronca, como forjada en un recuerdo aterrador y afilada hasta cierto punto como un cuchillo romo oxidado. De repente, tuvo el convencimiento de que ese hombre utilizaba algún dispositivo electrónico que le disimulaba la voz. «Así que descarta el acento, la inflexión y el tono. No te servirán de nada».
—¿Tengo que morir por algo que presuntamente hice? —Recuperó su propia voz para expresar algo entre irritación y sermón.
—«Presuntamente» es una palabra excelente. Tiene cierto aire jurídico…
Jeremy tomó una nota en su bloc: «Educado». Y subrayó dos veces la palabra. Hizo una segunda anotación: «No se educó en la cárcel. Tampoco en la calle».
—O sea que es un antiguo alumno o un antiguo paciente —se aventuró—. ¿Qué pasa, le suspendí? O quizá cree que la valoración que hice de usted en un juicio sirvió para encerrarlo…
«Vamos. Di algo que me ayude».
No lo hizo.
—¿Qué? ¿Cree que esas son las dos únicas clases de persona que pueden guardarle rencor, doctor? —Y soltó una carcajada—. Debe de tener la impresión de que ha llevado una vida ejemplar. Una vida sin errores. Libre de culpa. De santo.
Jeremy no tuvo tiempo de contestar antes de que su interlocutor añadiera:
—Pues diría que no.
—¿Por qué yo? ¿Y por qué soy el último de no sé qué lista?
—Porque solo fue una parte de la ecuación que me arruinó la vida.
—No da la impresión de que esté arruinada.
—Porque he logrado recuperarla. De muerte en muerte.
—El hombre que murió en Miami se suicidó…
—Eso dijeron.
—Pero está sugiriendo que fue otra cosa.
—Evidentemente.
—Asesinato.
—Una deducción razonable.
—Tal vez no me lo crea. Suena paranoico, fantasioso. Puede que esa muerte sea algo que usted imagina que provocó. Creo que voy a colgar.
—Como quiera, doctor. No es una elección inteligente para alguien que se ha pasado la vida reuniendo información, pero aun así, si cree que lo ayudará…
Jeremy no colgó. Sintió que el otro lo había superado tácticamente. Echó un vistazo a la lista de competencias psicológicas. «No sirve para nada», pensó.
—¿Y mi asesinato hará que sea completa?
—Eso es una deducción suya, doctor.
Jeremy escribió: «No es paranoico. ¿Sociópata? Jamás he conocido a un sociópata así. Por lo menos, eso creo».
—He llamado a la policía —dijo—. Está al corriente de todo…
—¿Por qué miente, doctor? ¿Por qué no se inventa algo mejor, como que la policía está allí ahora, escuchando, rastreando esta llamada, y que va a rodearme en cualquier momento…? ¿No sería mejor?
Jeremy se sintió idiota. Se preguntó cómo lo sabría. ¿Acaso lo estaba espiando? Lo recorrió una punzada de gélido miedo y miró frenéticamente alrededor, casi presa del pánico. El tono regular y burlón de su interlocutor lo devolvió a la conversación.
—Quizá debería acudir a la policía. Eso lo haría sentir seguro. Es una tontería, pero puede que lo haga sentir mejor. ¿Cuánto tiempo cree que durará esa sensación?
—Tiene usted paciencia.
—La gente que se apresura a cobrar sus deudas siempre se conforma con menos de lo que merece, ¿no cree, doctor?
Jeremy anotó: «No teme a las autoridades». Le pareció que tendría que tirar de aquel hilo.
—La policía… suponga que lo atrapa…
—No creo, doctor —aseguró su interlocutor tras otra carcajada—. No me considera lo bastante listo. Hace mal.
Tras vacilar un poco, Jeremy anotó la palabra «engreído». Cerró los ojos un momento, concentrándose. Decidió aventurarse de nuevo, esta vez con un ligero tono burlón:
—Dígame, «señor De la Culpa», ¿cuánto tiempo me queda?
Una pausa.
—Me gusta ese apellido. Es adecuado.
—¿Cuánto tiempo?
—Días. Semanas. Meses. Quizá, quizá, quizá. ¿Cuánto tiempo le queda a nadie? —Un titubeo junto con la misma risa sin gracia—. ¿Qué le hace pensar que no estoy ahora mismo delante de su casa, doctor?
Y colgó.