Moth hizo más de cien abdominales en el suelo de su piso, seguidos de cien flexiones de brazos. Por lo menos esperaba que fueran cien. Había perdido la cuenta durante la rápida sucesión de subidas y bajadas. Iba medio desnudo: solo bóxers y zapatillas deportivas. Notaba que los músculos le tiraban, a punto de ceder. Cuando le pareció que no podía pedir ni una flexión más a sus brazos, se tumbó en el suelo, respirando pesadamente con la mejilla apoyada en la fría y lustrosa madera noble. Después se puso de pie y corrió sin moverse de sitio hasta que el sudor empezó a nublarle la visión y escocerle en los ojos. Escuchaba rock duro de los ochenta en un iPod: Twisted Sister, Molly Hatchet e Iggy Pop. La música tenía una extraña furia que correspondía a su estado de ánimo. Las potentes notas y unas implacables voces de lo más tópico chocaban con sus dudas. Creía que tenía que ser tan enérgico como aquel sonido.
Mientras levantaba las rodillas para ganar velocidad sin abandonar su posición y las zapatillas deportivas sonaban sordamente, tenía la mirada puesta en su móvil, porque Andy Candy tenía que recogerlo a media mañana para ir a la primera de las tres reuniones que había programado para aquel día.
No eran reuniones como aquella a que había asistido en Redentor Uno la tarde anterior. Estas eran entrevistas. «Entrevistas de trabajo —pensó—, solo que el trabajo que quiero es dar caza a un asesino y matarlo».
Se detuvo. Se agachó jadeante, se ajustó los bóxers e inspiró el aire viciado de su piso. Estaba mareado y tembloroso, notó el sabor del sudor de su labio superior y no supo muy bien si era por estar eliminando el alcohol del organismo o por la apremiante necesidad de vengarse.
Se sentía débil, imposibilitado. Si una supermodelo de piernas largas y bien peinada de South Beach entrara en su casa luciendo un bikini con andares seductores mientras se desabrochaba el sujetador, a él seguramente le costaría horrores empalmarse. Casi se rio de su posible impotencia. «Beber te convierte en un anciano renqueante y débil. ¿No escribió eso Shakespeare?». Entonces sustituyó mentalmente a la supermodelo de South Beach por Andy Candy.
Una sucesión trepidante de recuerdos le cruzó la mente: el primer beso; la primera vez que le tocó los pechos; la primera caricia en el muslo. Recordó cuando él le acercó la mano al sexo por primera vez. Había sido fuera, en un patio con piscina, y estaban apretujados uno contra otro, entrelazados en una incómoda tumbona de plástico que se les clavaba en la espalda pero que en aquel momento les parecía un colchón de plumas. Él tenía quince años; ella, trece. A lo lejos sonaba música, no rap o rock, sino un suave cuarteto de cuerda. Había esperado que ella lo detuviera a cada milímetro que recorrían sus dedos. Su corazón latía más rápido cada milímetro que lograba avanzar. «Unas braguitas de seda húmedas. Una goma elástica». Habría querido ser rápido, acorde con su excitación, pero sus caricias eran leves y pacientes. «Una contradicción entre exigencias y emociones».
En la soledad de su piso, jadeó sonoramente. Se quitó con brusquedad los auriculares de las orejas y apagó el iPod. El silencio lo envolvió. Escuchó su respiración entrecortada y dejó que los jadeos sustituyeran los recuerdos de Andrea Martine. Se dijo que tendría que cuidarse del silencio. La ausencia de sonido era un vacío que había que llenar, y la forma más fácil y natural de hacerlo era la bebida, el veneno que lo mataría.
Asintió como si estuviera de acuerdo con algún argumento interior, se quitó las zapatillas de un puntapié y también los calzoncillos para quedarse totalmente desnudo, con el sudor reluciente cubriéndole la frente y el pecho.
—Ejercicio cumplido —soltó, como un soldado que se diera órdenes a sí mismo—. No hagas esperar a Andy Candy. Jamás la hagas esperar. Sé siempre el primero en llegar. Arréglate.
No sabía muy bien por qué ella estaba dispuesta a ayudarlo, pero de momento lo estaba, y como eso era lo único sólido que había en su vida, debía moderarse para que ella siguiera a bordo, por más locura que todo aquello pareciera. No debía dejarle espacio suficiente para que ella se planteara qué le estaba pidiendo él.
«A lo mejor lo que haremos hoy nos dará una o dos respuestas», se dijo, aunque seguramente resultaría infructuoso.
—Tengo que saberlo —aseguró en voz alta, en el mismo tono áspero, militar.
Sintió la urgencia de ponerse en marcha y avanzó rápidamente con los hombros erguidos hacia el cuarto de baño, donde sujetó el cepillo de dientes y el peine como si fueran armas.
Andy dobló a toda velocidad la esquina, camino del edificio donde vivía Moth. Lo vio en la acera, frente a la entrada, saludándola con la mano.
Era algo totalmente inocente: una muchacha que recogía a su novio (en Miami, dicho así, en castellano) con el coche para ir a la playa o a un centro comercial.
Al frenar, se preguntó si debería contar a Moth lo que había hecho la noche anterior en Redentor Uno. No sabía si había hecho bien o mal, si era importante o no:
—Adelante, ve. Yo te esperaré aquí.
—Será una hora. Puede que más, Andy. A veces la gente necesita desahogarse… —Vaciló—. A veces necesito desahogarme.
—No pasa nada. No me importa esperar. He traído un libro que estoy leyendo.
Moth echó un vistazo alrededor.
—Lo tengo en el maletero —mintió ella—. Es una novelucha de chicas y sexo. Ya sabes, pasión acalorada, amor no correspondido y orgasmos fantásticos. La escondo para que no la vea la mojigata de mi madre.
—Te estás corrompiendo —bromeó Moth con una sonrisa.
—Eso ya sucedió —sonrió ella.
Había sido quizá la primera vez que bromeaban y reían juntos desde que Moth la había llamado.
—Vale. Entraré. Nos vemos en un rato —dijo Moth—. ¿Seguro que no te importa esperar? Alguien podría llevarme a casa en coche después…
—Tarda lo que quieras —repuso ella con una sonrisa.
Vio a Moth salir del coche, agacharse para sonreírle a través de la ventanilla al cerrar la puerta y cruzar rápidamente el aparcamiento para reunirse con dos personas de más edad, un hombre y una mujer, y entró en la iglesia. Ella esperó otro minuto, y un segundo.
Andy Candy bajó del coche.
Una noche bochornosa caía rápidamente sobre los majestuosos flamboyanes que flanqueaban la entrada de la iglesia, y ella empezó a sudar. Contempló las hojas, que florecerían y adquirirían un fuerte tono rojo. Era el sur de Florida y la omnipresente vegetación no se limitaba a las bamboleantes palmeras y los retorcidos mangles. Había higueras de Bengala inmensas que parecían viejos nudosos que se negaban a morir, copales y tamarindos. Sus raíces se extendían por la porosa piedra coralina sobre la que estaba construida Miami y absorbían los nutrientes del agua que se filtraba, inadvertida, en la tierra. Pensó que los árboles podían vivir para siempre. En Miami crecía cualquier cosa que se plantara. Sol. Lluvia. Calor. Un mundo tropical que existía detrás de todas las construcciones, de todos los edificios y todas las urbanizaciones. A veces pensaba que si la gente apartara la vista del hormigón y el asfalto que la rodeaba y bajara la guardia solo unos segundos, la naturaleza reclamaría tanto la tierra como la misma ciudad, junto con todos sus habitantes; se lo tragaría todo y lo escupiría hacia el olvido.
Se acercó a la puerta, la abrió con cuidado y se coló en la iglesia, donde encontró aire fresco y silencio.
No tenía ningún plan, simplemente una compulsión. Quería ver. Quería oír. Quería intentar comprender.
Se movió con sigilo, aunque sabía que no era necesaria tanta cautela. Sabía que si se presentaba simplemente en la reunión, sería bien recibida por todo el mundo, excepto por Moth. Todos le darían la bienvenida, excepto Moth. Todo el mundo creería saber por qué estaba allí, excepto Moth.
Era un poco como mirar a hurtadillas por la ventana de una casa. Se había figurado que era una ladrona o una espía. Quería robar información. El Moth al que había amado sin titubear era diferente ahora. Tenía que ver cuánto y cómo.
El interior del templo estaba oscuro y vacío; como si Jesús se hubiera tomado la tarde libre. Había pasado junto a los bancos y el púlpito de madera, dejado atrás crucifijos de oro y estatuas de mármol, bajo la mirada de los santos inmortalizados en las vidrieras. Andy detestaba la iglesia. Su madre, que a veces suplía la ausencia de un organista, y su difunto padre habían ido habitualmente a misa los domingos, y la llevaban con ellos desde que tenía uso de razón, hasta que se había enamorado de Moth y de repente se negó a seguir yendo. Se detuvo y alzó los ojos hacia una de las imágenes de las vidrieras, san Jorge matando al dragón, y se dijo que, de todos modos, la odiarían porque ahora era una asesina. Esa idea le secó la garganta y apartó los ojos de las imágenes del cristal. Continuó adelante hasta oír un murmullo de voces al fondo de un pasillo. A cada lado había despachos vacíos, y una pequeña antesala al final. Temía hacer mucho ruido al andar, aunque era justo lo contrario. Andy Candy era ágil y atlética. Moth la había llamado una vez «mi chica ninja», por la forma en que salía a escondidas de su casa pasada la medianoche para reunirse con él sin despertar a sus padres ni a los perros. Ese recuerdo la hizo sonreír.
Entró en la antesala y vio una puerta doble al fondo. La puerta daba a una sala más grande con paneles de madera y techo bajo. Vislumbró sillas y sofás de piel dispuestos en círculo, y se pegó a una pared para escuchar justo cuando unos débiles aplausos despidieron a un orador.
Estiró el cuello para asomarse y reculó al ver que Moth se levantaba.
—Hola, me llamo Timothy y soy alcohólico.
—Hola, Timothy —fue la respuesta establecida, a pesar de que todos se conocían.
—Hace quince días que no bebo…
Otra ronda de aplausos y algunas voces de ánimo: «Muy bien», «Estupendo».
—Como muchos de vosotros sabéis, fue mi tío Ed quien me trajo aquí por primera vez. Él fue quien me mostró mi problema y me enseñó a superarlo.
Andy Candy oyó el silencio, como si los reunidos en Redentor Uno hubieran contenido colectivamente la respiración.
—Ya sabéis que mi tío murió. Y que la policía cree que fue un suicidio.
Moth hizo una pausa. Andy Candy se inclinó hacia delante para oírlo todo.
—Yo no me lo creo. Da igual lo que digan; no me lo creo. Todos vosotros conocíais a mi tío Ed. Estuvo aquí cientos de veces y os contó cómo había vencido su problema con la bebida. ¿Alguno de los presentes cree que se haya suicidado?
Silencio.
—¿Alguien?
Silencio.
—Por tanto, necesito vuestra ayuda. Ahora más que nunca.
Por primera vez, Andy Candy oyó que la voz de Moth temblaba de emoción.
—Tengo que mantenerme sobrio. Debo encontrar al hombre que mató a mi tío.
Estas últimas palabras fueron dichas en tono agudo.
—Ayudadme, por favor.
Andy Candy deseó poder ver el silencio de la sala, la reacción en las caras de los allí reunidos. Hubo una larga pausa antes de que oyera de nuevo a Moth.
—Me llamo Timothy y hace quince días que no bebo.
La gente empezó a aplaudir.
—¿Qué tal la noche? —preguntó Andy Candy.
—Bien, supongo. No duermo demasiado bien, pero era de esperar. ¿Y tú?
—Igual.
Moth iba a preguntar por qué, pero se abstuvo. Tenía muchas preguntas, y una de las que más le escocía era por qué estaba Andy Candy en casa cuando debería estar acabando sus estudios. A Moth le estaba costando lo suyo no pedirle que le contara su misterio. Suponía que en algún momento lo haría, o no. Se dijo que tenía que limitarse a estar contento, no loco de alegría, de que ella lo estuviera ayudando.
Se revolvió en el asiento del acompañante. Iba bien vestido, con pantalones caqui, una camisa de sport de rayas rojas y negras, y tenía una mochila en el regazo. Contenía blocs de notas, una grabadora, informes sobre la escena del crimen.
—¿Adónde vamos primero?
—Al piso de Ed. Diligencias debidas. —Sonrió y añadió—: Hay que volver una y otra vez sobre la misma cosa, como hacen los historiadores. Seguir los pasos de la policía. Y entonces… —Guardó silencio. «Entonces» era una noción que no estaba preparado para explorar. Por el momento.