La conversación inicial.
La agente comercial que mostraba a Jeremy Hogan la residencia de ancianos le ofrecía descripciones alegres y animadas de las muchas comodidades que ofrecía a los residentes: excelente comida (no se lo creyó ni por un segundo) servida en el apartamento de uno o en el bien equipado comedor; moderna piscina cubierta y sala de ejercicios; estreno semanal de películas; tertulias literarias; conferencias de exprofesionales destacados que residían allí. Luego le enumeró los servicios de salud que se ofrecían: cuidados médicos individualizados (¿necesitaba una inyección diaria de insulina?), personal sanitario especializado y altamente cualificado las veinticuatro horas del día, instalaciones de rehabilitación, y acceso fácil y rápido a hospitales cercanos en caso de urgencia.
Pero él solo podía pensar en una única pregunta que no formuló: «¿Puedo esconderme aquí de un asesino?».
En los pasillos enmoquetados, la gente que pasaba veloz en sillas motorizadas o despacio con andadores o bastones era siempre educada. Le dirigieron muchos saludos del tipo «¿Cómo está?» o «Bonito día, ¿no?», de los que solo se esperaba una afable sonrisa o un gesto de asentimiento con la cabeza.
Él habría respondido: «¿Cómo estoy? Pues asustado». O: «Es un bonito día para acabar posiblemente asesinado».
—Como puede ver —dijo la comercial—, somos un grupo muy animado.
El doctor Jeremy Hogan, de ochenta y dos años, viudo, jubilado desde hacía mucho tiempo, que en su día había jugado al baloncesto, se preguntaba si algún miembro del animado grupo estaría armado y sabría utilizar una pistola semiautomática o una escopeta de cañón recortado del calibre 12. Imaginó que debería preguntar: «¿Reside aquí algún ex Navy Seal o algún marine?». Apenas escuchó la parrafada final de la mujer, cuando le explicó a grandes rasgos las ventajas fiscales que conllevaba instalarse en un «lujoso» apartamento de una sola habitación en la segunda planta con vistas a un bosque lejano. Solo era «lujoso» si se consideraban lujosas las barras de aluminio pulido en la ducha y el intercomunicador de seguridad.
Sonrió, estrechó la mano de la comercial y le dijo que le contestaría algo en unos días. Luego se preguntó por el desmesurado miedo que lo había embargado tanto que había pedido hora urgentemente para visitar aquella residencia, y se dijo que la muerte no podía ser peor que ciertas clases de vida, daba igual la clase de muerte que le tocara a uno.
Suponía que la suya sería dolorosa.
«Quizá».
Y que se acercaba rápidamente.
«Quizá».
Lo que le preocupaba no era solo la amenaza final. Era el pilar sobre el que se apoyaba la amenaza:
—¿De quién es la culpa?
—¿A qué se refiere con culpa?
—Dígame, doctor, ¿de quién es la culpa?
—¿Quién es usted, por favor?
«Lo curioso es que pasaste gran parte de tu vida profesional rodeado de muertes violentas, y ahora que es muy probable que te enfrentes a ella, da la impresión de que no tienes ni idea de qué hacer», se dijo al alejarse despacio en el coche de la residencia.
La violencia siempre había sido una abstracción interesante para él: algo que le ocurría a otros; algo que tenía lugar en otra parte; algo para formar parte de estudios clínicos; algo sobre lo que escribiría artículos académicos, y principalmente algo de lo que hablaba en los juzgados y las aulas.
—Lo siento, letrado, pero no hay forma científica de predecir la peligrosidad futura. Solo puedo decirle lo que el acusado presenta psiquiátricamente en este momento. No se sabe cómo reaccionará al tratamiento y la medicación o a la reclusión.
Esta era la respuesta estándar de Jeremy Hogan en el estrado, la respuesta a una pregunta que siempre le formulaban cuando lo llamaban para testificar como perito en un juicio. Se imaginaba a decenas, mejor dicho, cientos de acusados sentados en el banquillo, observándolo ceñudos mientras él daba su opinión sobre su estado mental cuando habían hecho lo que los llevó al banquillo. Recordaba haber visto: ira, rabia, profundo resentimiento. A veces: tristeza, vergüenza, desesperación. Y algún esporádico: «No estoy aquí. Jamás estaré aquí. Siempre estaré en otra parte. No podéis tocarme porque siempre viviré en un lugar de mi interior cerrado para vosotros y del que solo yo tengo la llave».
Sabía que sus valoraciones y su testimonio podían dejar huella: quizás alguien sentado delante de él lo odiara para siempre con una creciente rabia homicida; quizás alguien sentado delante de él ni siquiera se fijara en lo que dijese al ser repreguntado.
«Quizás» era una palabra que conocía muy bien.
Tenía una explicación menos formal que utilizaba en el aula con los estudiantes de Medicina que profundizaban en Psiquiatría forense: «Mirad, chicos y chicas, podemos creer que se dan todos los factores relevantes que mantendrán a un paciente en la senda de la violencia. O, al revés, en una senda en la que reaccione rápidamente a lo que le ofrezcamos, ya sea medicación o terapia, de modo que logremos aplacar esos peligrosos impulsos violentos. Pero no disponemos de una bola de cristal que nos permita ver el futuro. Hacemos, cuando menos, una suposición bien documentada. Lo que funciona en una persona puede no funcionar en otra. En la medicina forense siempre hay un elemento de incertidumbre. Podemos saber, pero no sabemos. Pero nunca se lo digáis a un familiar, un policía o un fiscal, y jamás bajo juramento en un tribunal a un juez y un jurado, ni siquiera aunque sea lo único, realmente lo único, que quieran oír».
Los estudiantes detestaban esta realidad.
Al principio, todos querían dedicarse a la «adivinación del futuro psiquiátrico», como él solía bromear con ironía. Mientras no pasaran cierto tiempo en pabellones de alta seguridad escuchando una amplia gama de paranoias e impulsos violentamente desenmascarados no empezarían a comprender su sentido.
«Por supuesto, idiota arrogante, les enseñaste que había limitaciones pero jamás creíste que tú tuvieras ninguna». Jeremy Hogan sonrió. Le gustaba burlarse interiormente de sí mismo, como si pudiera tomar el pelo y chinchar a su yo más joven que vivía en su recuerdo.
«En lo primero tenías mucha razón, mucha, pero estabas muy equivocado respecto a ti. La vida es así».
Salió del camino de entrada y dejó la residencia atrás en el retrovisor. Jeremy era un conductor muy prudente. Una paciente mirada a izquierda y derecha al incorporarse a la calle. Nunca superaba el límite de velocidad. Siempre encendía el intermitente. Empezaba a frenar mucho antes de llegar a un STOP y jamás se saltaba un semáforo en ámbar, menos aún en rojo. Su elegante BMW negro podía superar fácilmente los doscientos kilómetros por hora, pero rara vez exigía a su cochazo que hiciera otra cosa que ir a un ritmo relajado y aburrido. A veces se preguntaba si, en el fondo de su alma automovilística, el coche estaría secretamente enfadado con él, o simplemente frustrado. Por lo demás, pocas veces usaba un coche que, tras diez años, seguía teniendo el brillo de un vehículo nuevo y un kilometraje irrisorio.
Normalmente, para sus esporádicas salidas a comprar los pocos comestibles que necesitaba, usaba una camioneta vieja y abollada que guardaba en el destartalado granero de su casa de labranza. La conducía con el mismo estilo de hombre mayor, lo que armonizaba perfectamente con un vehículo abollado aquí y allá, con la pintura roja descolorida, que traqueteaba y chirriaba y tenía una ventanilla que ni subía ni bajaba.
«El BMW es como yo era antes —pensaba—, y la camioneta es como soy ahora».
Tardó una hora en regresar a su vieja casa de labranza, en la zona rural de Nueva Jersey. Que Nueva Jersey tuviera «zona rural» era sorprendente para algunas personas, que se imaginaban que era un aparcamiento asfaltado y un polígono industrial con actividad ininterrumpida anexo a la ciudad de Nueva York. Pero gran parte del estado estaba menos desarrollada, con hectáreas de ondulante superficie verde plagada de ciervos donde se cultivaban algunas de las mejores cosechas de maíz y tomate del mundo. Su propia casa, situada a solo veinte sombreados minutos de Princeton y su famosa universidad, ocupaba cinco hectáreas que lindaban con kilómetros de tierras calificadas como zona protegida y un siglo atrás había formado parte de una gran granja.
La había comprado hacía treinta años, cuando aún enseñaba en Filadelfia, a una hora en coche, y su mujer, que era artista, se sentaba en el patio de losas trasero con sus acuarelas y llenaba de hermosos paisajes su hogar y las casas de gente acaudalada. Entonces, la casa había sido tranquila: un refugio de su trabajo. Ahora no era una casa cómoda para un hombre mayor: se estropeaban demasiadas cosas con frecuencia; la escalera era demasiado estrecha y escarpada; el césped y los jardines necesitaban demasiados cuidados; los aparatos viejos y las instalaciones del baño rara vez funcionaban; el viejo sistema de calefacción generaba demasiado calor en invierno y demasiado frío en verano. Había rechazado rutinariamente ofertas de promotores inmobiliarios que querían comprarla para demolerla y construir media docena de mansiones impersonales.
Pero era un sitio que él había amado en su día, que su mujer había amado también, y donde había esparcido sus cenizas, y la simple idea de que pudiera haber, o no, un asesino psicótico acechándolo no parecía suficiente motivo como para abandonarlo, aunque no pudiera subir las escaleras sin sentir un penetrante dolor en las rodillas debido a la artritis.
«Cómprate un bastón —se dijo—. Y una pistola».
Tomó el largo camino de grava que llevaba hasta la puerta principal. Suspiró. «A lo mejor hoy me toca morirme». Jeremy se detuvo y se preguntó cuántas veces había conducido hasta su casa. «Es perfectamente razonable hacer aquí una última parada», pensó.
Escudriñó alrededor en busca de algún indicio que revelara la presencia de un asesino, una inspección totalmente ridícula. Un verdadero asesino no dejaría su coche aparcado delante, adornado con la matrícula «Asesino 1». Estaría esperando en la sombra, escondido, empuñando un cuchillo y preparado para abalanzarse sobre él. O bien oculto tras un muro, apuntándolo a la frente con un fusil mientras acariciaba el gatillo con el dedo.
Se preguntó si oiría el ¡pum! antes de morir. Seguro que un soldado sabría la respuesta, pero él no tenía demasiado de soldado.
Jeremy Hogan inspiró hondo y bajó. Se quedó junto al coche, esperando. «Puede que aquí se acabe todo —pensó—. Y puede que no».
Sabía que estaba atrapado en algo. ¿Periferia o centro? ¿Principio o final? No lo sabía. Le avergonzaba su debilidad: «¿Qué mosca te picó para querer buscar refugio en una residencia? ¿De qué te serviría? ¿Crees que aceptar lo viejo y débil que te has vuelto te salvaría? Por favor, señor asesino, no me dispare ni me apuñale, o lo que quiera que planee hacerme, porque soy demasiado viejo y lo más seguro es que estire igualmente la pata una día de estos, así que no hace falta que se moleste en matarme». Se rio de sus ocurrencias absurdas. Qué gran argumento para convencer a un asesino. Además, ¿qué tiene de excepcional la vida para que necesitemos seguir viviéndola?
Tomó nota mental de llamar a la agente comercial de la residencia y rechazar educadamente la compra del apartamento, mejor dicho, de la celda, que le había enseñado.
Se preguntó de cuánto tiempo disponía realmente. Se había estado haciendo esta pregunta cada día, no, cada hora, desde hacía más de dos semanas, desde que había recibido una llamada anónima hacia las diez de la noche, poco antes de la hora en que solía acostarse:
—¿Doctor Hogan?
—Sí. ¿Quién le llama? —No había reconocido la identificación de llamada en el teléfono y como se imaginó que era un recaudador de fondos para alguna campaña política o alguna buena causa, se preparó para colgar antes de que le soltaran la perorata. Después, deseó haberlo hecho.
—¿De quién es la culpa?
—¿Perdón?
—¿De quién es la culpa?
—¿A qué se refiere con culpa?
—Dígame, doctor, ¿de quién es la culpa?
—¿Quién es, por favor?
—Responderé por usted, doctor Hogan: la culpa es suya. Pero no actuó solo. Se trata de una culpa compartida. Ya se han saldado algunas cuentas pendientes. Quizá debería repasar las necrológicas del Herald de Miami.
—Lo siento, no tengo idea de qué demonios me habla. —E iba a colgar sin más, pero oyó:
—La próxima necrológica será la suya. Volveremos a hablar.
Y se cortó la comunicación.
Después pensó que había sido el tono, las palabras «próxima necrológica» pronunciadas con una calma glacial, lo que le indicó que quien llamaba era un asesino. O que, por lo menos, él se figuraba que lo era. Una voz ronca, grave, seguramente disimulada con algún dispositivo electrónico. Ningún otro indicio. Ninguna otra indicación. Ningún otro detalle destacable. Desde el punto de vista de la ciencia forense, era una conclusión sin base alguna.
Sin embargo, durante sus años como psiquiatra forense había estado ante muchos asesinos, tanto hombres como mujeres.
Así que, tras reflexionarlo, estuvo seguro.
Su primera reacción fue mostrarse defensivamente despectivo, lo que sabía que era una especie de absurdo impulso de autoprotección: «Bueno, ¿de qué coño va todo esto? Vete a saber. Es hora de acostarse».
Su segunda reacción fue de curiosidad: descolgó el auricular y pulsó la tecla de rellamada para acceder al número que lo había llamado. Quería hablar con esa persona.
«Le diré que no sé a qué se refiere, pero que estoy dispuesto a hablar de ello. ¿Alguien tiene la culpa de algo? ¿De qué exactamente? De todas formas, todos tenemos la culpa de algo. La vida es eso». No se paró a pensar que seguramente ese hombre no estaba interesado en una charla filosófica. Una incorpórea voz electrónica le dijo al instante que el número ya no estaba operativo.
Colgó y habló en voz alta:
—Bueno, debería llamar a la policía.
«Me tomarán por un viejo excéntrico y ofuscado, y puede que lo sea», pensó. Pero toda su formación y experiencia le indicaba que hacer una llamada así obedecía a un solo propósito: crear una incertidumbre desbocada.
—Bueno, quienquiera que seas, lo has conseguido —dijo.
Su tercera reacción fue asustarse. De repente, la cama no le resultó una opción apropiada. Sabía que le sería imposible dormir. Notó que se mareaba al mirar fijamente el teléfono. Así que cruzó con paso vacilante la habitación y se sentó al ordenador. Inspiró bruscamente. Pese a la torpeza de sus dedos artríticos para teclear, no le llevó demasiado rato encontrar una pequeña entrada en la sección de necrológicas del Herald de Miami, con el titular: «Eminente psiquiatra se suicida».
Fue la única necrológica que Jeremy pensó que pudiera estar relacionada remotamente con él, y solo porque compartían profesión.
El nombre le era desconocido. Su reacción inicial fue preguntarse quién sería. «¿Un exalumno? ¿Un antiguo residente? ¿Un interno? ¿Tercer curso de la Facultad de Medicina?». Calculó edades mentalmente. Si ese nombre pertenecía a uno de los suyos, tenía que ser de hacía más de treinta años. Sintió que lo invadía la desesperación: los rostros que habían asistido a sus clases, incluso los de quienes habían seguido con sumo interés sus seminarios más breves, se le habían borrado de la mente; hasta quienes habían obtenido renombre y éxito permanecían ocultos en lo más profundo de su memoria.
«No lo entiendo —pensó—. Otro psiquiatra se suicida a más de mil kilómetros, ¿y eso tiene algo que ver conmigo?».