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Dos conversaciones. Una imaginada. Una real.

La primera:

—Nos está perjudicando a todos. Queremos librarnos de él.

—Pues presentad una queja al decano. Es evidente que vuestro compañero tiene problemas emocionales.

—Nos da igual los problemas, las tensiones, las dificultades o lo que sea que tenga. Si está enfermo, pues que se joda. Queremos que deje el grupo para que nuestras carreras no corran peligro.

—Os entiendo. Es lógico. Os ayudaré.

Si hubiese tenido lugar de esta forma habría tenido sentido para todo el mundo salvo para una persona.

Y la segunda:

—Hola, Ed.

Primero un momento de confusión, al esperar a una persona y encontrarse con otra. Después, estupefacción. Estupor.

—¿No me reconoces? —Ya sabía la respuesta, pues el repentino reconocimiento fue evidente en los ojos de Ed Warner.

Acto seguido sacó lenta y parsimoniosamente la pistola del bolsillo interior de la chaqueta y lo encañonó desde el otro lado de la mesa. Era una pequeña automática del calibre 25 cargada con balas expansivas de punta hueca, las cuales causaban grandes destrozos y eran las preferidas de los sicarios profesionales. También era el arma preferida de las mujeres asustadizas o los propietarios intranquilos que por las noches temían allanamientos de morada o ataques de zombis enajenados. Y la preferida de los asesinos expertos, a quienes gustaba un arma pequeña, fácil de esconder y manejar y mortífera en las distancias cortas.

—Jamás pensaste que me verías de nuevo, que volverías a encontrarte con tu viejo compañero de estudios, ¿verdad, Ed? Nunca imaginaste…

Todo se desarrolló más o menos como con los demás. Diferente pero igual, incluido el momento en que escribió «Culpa mía» en una receta sobre la mesa de Ed antes de marcharse.

Una de las cosas que asombraba al estudiante 5 era lo prodigiosamente tranquilo que se había vuelto con los años, a medida que perfeccionaba el asesinato. Aunque no es que él se considerara precisamente un asesino en el sentido habitual de la palabra. No tenía cicatrices en la cara ni tatuajes carcelarios. No era un matón callejero con vaqueros holgados y una gorra ladeada. No era el impasible sicario de un traficante de drogas que llevaba su psicopatología como otros llevan un traje. Ni siquiera se consideraba una especie de experto criminal, aunque sentía cierto engreimiento por cómo había perfeccionado sus habilidades a lo largo de los años. «Los criminales de verdad —pensaba— tienen un déficit moral y psicológico que los convierte en quienes son. Quieren robar, atracar, violar, torturar o matar. Es una compulsión. Quieren dinero, sexo y poder. Es una obsesión. Lo que los incita a cometer delitos es la necesidad de actuar. A mí, no. Yo solo quiero justicia». Se consideraba más próximo, por estilo y temperamento, a alguna clase de fuerza vengadora clásica, lo que le concedía bastante legitimidad en su propia imaginación.

Se detuvo ante el semáforo de la calle Setenta y uno con la avenida West End. Un taxi frenó en seco para no darle a la trasera de un reluciente Cadillac nuevo. Se oyó un chirrido de neumáticos y un intercambio de cláxones y seguramente imprecaciones en diversos idiomas que no lograron atravesar las ventanillas cerradas. «Música urbana». Un autobús atestado de pasajeros soltaba gases de escape acres. Oía el traqueteo distante del metro subterráneo. Junto a él, una mujer que empujaba una sillita de bebé tosió. Sonrió al pequeño y lo saludó con la mano. El pequeño le devolvió la sonrisa.

«Cinco personas arruinaron mi vida. Eran displicentes, desconsideradas, interesadas. Estaban obsesionadas consigo mismas, como tantos egoístas vanidosos. Ahora solo queda una».

Estaba seguro de algo: no podría enfrentarse a su propia muerte, ni siquiera a los años que lo conducirían hasta ella, sin consumar totalmente su venganza.

«La justicia es mi única adicción —pensó—. Ellos eran los ladrones. Los asesinos. Culpable. Culpable. Culpable. Culpable. Falta un último veredicto».

El semáforo cambió y cruzó la calle, junto con otros peatones, incluida la mujer con el niño en la sillita, que manejaba expertamente en los bordillos. Una de las cosas que más le gustaba de Nueva York era el maquinal anonimato que proporcionaba. Estaba perdido en un mar de personas: millones de vidas que no significaban nada en las aceras. ¿Era importante la persona que estaba a su lado? ¿Era alguien de talento? ¿Alguien especial? Podría ser cualquier cosa: médico, abogado, empresario o profesor. Incluso podía ser lo mismo que él: un verdugo.

Pero nadie lo sabría. Las aceras despojaban a la gente de todos los signos distintivos y todas las identidades.

Durante sus estudios sobre el asesinato, cuando había llegado a esta conclusión filosófica, había dedicado tiempo a admirar a Némesis, la diosa griega de la justicia retributiva. Creía que tenía alas, como ella. Y, desde luego, tenía su paciencia.

Y así, para emprender su camino, había tomado precauciones.

Se había perfeccionado en el manejo de un arma corta y adquirido más que competencia con un rifle de caza de gran alcance y una ballesta. Había aprendido técnicas de combate cuerpo a cuerpo y esculpido su cuerpo para que los años que iban pasando tuvieran un mínimo impacto en él. Había terminado triatlones Ironman y asistido repetidamente a cursos de conducción a alta velocidad en una escuela de carreras automovilísticas. Acudía diligentemente al médico a efectuarse revisiones anuales, se había convertido en un adicto al gimnasio y el footing en Central Park, controlaba su dieta, en la que destacaba la verdura fresca, las proteínas magras y el marisco, y no bebía. Hasta se vacunaba cada otoño contra la gripe. Había estudiado en bibliotecas y aprendido informática por su cuenta. Tenía las estanterías llenas de libros policíacos de ficción y de no ficción, que utilizaba para cosechar ideas y técnicas. Pensaba que tendría que haber sido profesor en la Facultad John Jay de Justicia Penal de Columbia.

«Me he doctorado en muerte».

Siguió andando hacia el norte. Llevaba un traje azul oscuro de raya diplomática con chaleco a medida y unos caros zapatos de piel italianos. Un elegante pañuelo de seda blanco ceñido al cuello lo protegía de una posible brisa helada. El sol de la tarde se reflejaba en sus gafas de espejo Ray Ban. Era una buena hora del día, con la decreciente luz rasgando los altos de edificios de ladrillo y cemento, como si tomara impulso para efectuar su incursión final en las aguas oscuras del Hudson. Para cualquier transeúnte, tendría el aspecto de un profesional adinerado que volvía a casa tras una exitosa jornada. Que no tuviera trabajo, y que se hubiera pasado las dos horas anteriores simplemente paseando por las calles de Manhattan, no afectaba a la imagen que proyectaba al mundo.

El estudiante 5 tenía tres nombres, tres identidades, tres casas, empleos falsos, pasaportes, carnets de conducir y números de la Seguridad Social, conocidos, lugares favoritos, aficiones y estilos de vida falsos. Rebotaba de unos a otros. Hijo de una familia rica, dedicada profesionalmente a la medicina, sus antepasados médicos se remontaban a los campos de batalla de Gettysburg y Shiloh. Su difunto padre había sido un cirujano cardíaco de renombre, con consultas en Midtown y privilegios en algunos de los hospitales más importantes de la ciudad, que desaprobaba un poco su interés por la psiquiatría, argumentando que la auténtica medicina se practicaba con ropa esterilizada, bisturís y sangre. «Ver un corazón que late con fuerza; eso es salvar una vida», solía decir su padre. Pero estaba equivocado. «O si no lo estaba —pensaba él—, tenía un punto de vista limitado».

Como consideraba que el nombre con que había nacido representaba una especie de esclavitud, lo dejó atrás, se deshizo de él junto con su pasado mientras trasladaba fondos fiduciarios y carteras de valores a cuentas anónimas en el extranjero. Era el nombre de su juventud, de su ambición, de su legado y de lo que consideraba su rotundo fracaso. Era el nombre que tenía cuando se había sumido sin remedio por primera vez en la psicosis bipolar; había sido expulsado de la Facultad de Medicina y se había encontrado rumbo a un hospital psiquiátrico privado con la camisa de fuerza puesta. Era el nombre que sus médicos habían utilizado cuando lo trataban, y el nombre que tenía cuando finalmente salió, supuestamente estabilizado, para comprobar lo yerma que se había vuelto su vida.

Despreciaba la palabra «estabilizado».

Pero al salir de la clínica donde había pasado casi un año, a pesar de lo joven que era, había sabido que tenía que convertirse en alguien nuevo. «Morí una vez. Y volví a vivir».

Así que, desde el día que le dieron el alta, año tras año, había procurado tomar siempre las adecuadas medicaciones psicotrópicas diarias. Tenía programadas visitas regulares cada seis meses a un psicofarmacólogo para asegurarse de mantener a raya las alucinaciones inesperadas, la manía no deseada y el estrés innecesario. Ejercitaba fervientemente su cuerpo y era igual de riguroso a la hora de ejercitar su cordura.

Y lo había logrado. No tenía ataques recurrentes de locura. Era equilibrado y emocionalmente fuerte. Se había creado cuidadosamente nuevas identidades, tomándose su tiempo, convirtiendo cada personaje en algo real.

En el piso 7B del 121 de la calle 87 Oeste, era Bruce Phillips.

En Charlemont, Massachusetts, en la deteriorada doble caravana estática que tenía en la calle Zoar con una oxidada antena parabólica y las ventanillas rajadas que daban al tramo de pesca de truchas del río Deerfield, lo conocían como Blair Munroe. El nombre era un homenaje literario que solo él conocía. Le gustaban los evocadores relatos breves de Saki, de donde tomó Munroe, aunque había añadido a regañadientes una e al verdadero apellido del autor, y Blair era el nombre real de George Orwell.

Y en Cayo Hueso, en la pequeña casa de un cigarrero de los años veinte reacondicionada por todo lo alto que poseía en la calle Angela, era Stephen Lewis. Stephen era por Stephen King o Stephen Dedalus (de vez en cuando cambiaba de parecer sobre el antecedente literario), y Lewis era por Lewis Carroll, cuyo nombre real era Charles Dodgson.

Todos estos nombres eran tan ficticios como los personajes que había creado tras ellos. Especialista en inversiones privadas en Nueva York; asistente social en el Hospital de Veteranos en Massachusetts; y en Cayo Hueso, afortunado traficante de drogas que había cerrado con éxito una única operación de gran volumen y se había retirado en lugar de volverse codicioso hasta que la DEA lo atrapara y metiera en la cárcel.

Pero, curiosamente, ninguno de estos personajes le decía nada. Él pensaba en sí mismo exclusivamente como en el estudiante 5. Era quien había sido antes de que su vida cambiara. Era este cuando había reparado sistemáticamente las enormes injusticias que le habían hecho sufrir de forma tan desconsiderada y displicente en su juventud.

Andando todavía hacia el norte, dobló a la izquierda hacia Riverside Drive para echar un vistazo al parque, al otro lado del Hudson, hacia Nueva Jersey, antes de que el sol se pusiera. Se preguntó si tendría que ir a alguna tienda de comestibles de Broadway para comprar sushi ya envasado para cenar. Había una muerte que tenía que revisar minuciosamente, valorar y analizar a fondo. «Una reunión post mórtem conmigo mismo», pensó. Y tenía otra muerte más en la que pensar. «Una reunión pre mórtem conmigo mismo». Quería que este último acto fuera especial, y quería que la persona a la que daba caza lo supiera. «Esta última tiene que saber lo que se le avecina. Nada de sorpresas. Un diálogo con la muerte. La conversación que a mí no se me permitió tener hace tantos años». Este deseo implicaba un riesgo y un reto a la vez, lo que le proporcionaba una deliciosa expectativa. «Y los platos de la balanza se habrán nivelado por fin».

«El asesinato como psicoterapia». Sonrió.

El estudiante 5 vaciló en la esquina de la manzana y echó un vistazo al río. Como esperaba, una reluciente franja dorada debido al último esfuerzo del sol cubría la superficie del agua.

—Una más —dijo a nadie y a todo el mundo.

Como siempre, como era habitual en todos sus planes, tenía la intención de ser quirúrgicamente meticuloso. Pero ahora estaba sucumbiendo a la impaciencia. «Nada de dilaciones. Hemos reservado esta para el final. Hazlo y libera tu futuro».