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—Estoy preocupado —dijo el estudiante 1—. No, mucho más que preocupado. Angustiado.

—No jodas —dijo la estudiante 2.

—¿Por qué no añades cagado de miedo a ese algoritmo? —dijo el estudiante 3.

—¿Y qué haremos al respecto? —preguntó el estudiante 4. Estaba intentando conservar la calma, pues toda aquella situación se prestaba más bien al pánico.

—En realidad, creo que estamos totalmente jodidos —dijo el estudiante 1 con resignación.

Estaban sentados en un rincón de la cafetería de un hospital, ante humeantes tazas de café. Era mediodía y la cafetería estaba llena. De vez en cuando, miraban nerviosos en derredor.

—El despacho del decano. La seguridad del campus. Podríamos ir a ver al profesor Hogan, porque es el experto en personalidades explosivas y en violencia. Él tendrá alguna idea sobre lo que podemos hacer —comentó con decisión la estudiante 2. Era una dura exenfermera de una UCI, que se había apuntado a clases nocturnas y dejaba que su marido bombero cuidara de sus dos hijos pequeños mientras ella asistía a la Facultad de Medicina—. Que me aspen si voy a dejar que esta situación se descontrole más. Sabemos que se trata de una enfermedad. Esquizofrenia del tipo paranoide. Puede que trastorno bipolar; una de esas. Tal vez un trastorno explosivo intermitente. No lo sé. Así que hay que hacer un diagnóstico real. Mira qué bien. Tenemos que hacer algo si no queremos vernos metidos en un lío que afecte a nuestras carreras. Y es peligroso. —Su pragmatismo incomodaba a los otros tres miembros del grupo de estudio de Psiquiatría, que estaban ansiosos por adquirir la habilidad de no sacar conclusiones precipitadas sobre una conducta, por más extraña y aterradora que fuera.

—Sí. Magnífico plan —intervino el estudiante 1—. Tiene sentido hasta que nos lleve ante el consejo universitario por grave infracción académica. No puedes acusar a otro estudiante sin una base firme y sólida. Y desde luego esto no es plagio, ni copiar, ni acoso sexual. —El estudiante 1 se había planteado seriamente estudiar Derecho en lugar de Medicina, y tenía tendencia a ser literal—. Mirad, solo estamos especulando sobre la enfermedad exacta y sobre lo que podría pasar, por más peligroso que parezca, porque todas las predicciones son puras sandeces. Y no puedes entregar un estudiante a los administradores solo porque creas que puede hacer algo terrible y su conducta sea errática, quizá delirante, y encaje en todas esas categorías que conocemos porque resulta que las estamos estudiando ahora. No es algo basado en pruebas. Es algo basado en sensaciones.

—¿Hay alguien en el grupo que no tenga estas sensaciones? —preguntó con cinismo la estudiante 2. Nadie respondió—. ¿Alguno de vosotros no se siente en peligro?

De nuevo, el grupo guardó silencio. Bebieron sorbos de café.

—Creo que estamos jodidos —comentó el estudiante 3, pasado un rato. Se llevó la mano al bolsillo superior de su bata blanca. Una semana antes había dejado por fin de fumar, y aquel era un acto reflejo. Los demás se fijaron, puesto que estaban perfeccionando sus dotes de observación—. Y estoy de acuerdo con vosotros dos. Pero tenemos que hacer algo, aunque implique cierto riesgo.

—Hagamos lo que hagamos, no pienso recibir una reprimenda oficial. No quiero que algo manche mi currículo para siempre. No puedo permitírmelo —advirtió la estudiante 2.

—Tu currículo no valdrá una mierda si… —soltó el estudiante 1.

—Muy bien, de acuerdo… —prosiguió la estudiante 2—. Pues yo digo que vayamos a ver al profesor Hogan para empezar, porque es lo menos arriesgado que podemos hacer. —Se le quebró un poco la voz—. Y vayamos rapidito. O, por lo menos, que lo haga uno de nosotros.

—Ya iré yo —se ofreció el estudiante 4—. Saco sobresalientes con él. Pero tendréis que respaldarme si os llama para que confirméis mi historia.

Asintieron rápidamente. Todos estaban nerviosos, asustadizos; cualquier sonido repentino en la cafetería los hacía estremecerse. El estrépito rutinario de los platos, el esporádico aumento de volumen de una conversación en otra mesa, nada de eso se perdía inocentemente entre el ruido de fondo como de costumbre. A todos les preocupaba que el estudiante 5 fuera a entrar en cualquier momento pistola en mano.

—Necesito una lista —dijo el estudiante 4—. Que todo el mundo apunte valoraciones precisas sobre conductas aterradoras. Incluid el máximo de detalles posible. Nombres. Fechas. Lugares. Testigos, y no solo la ocasión en que todos lo vimos estrangular a aquella rata de laboratorio sin motivo alguno. Después iré a ver al profesor Hogan con todo ese material.

—Siempre y cuando el asunto no se demore —comentó el estudiante 1—. Sabéis tan bien como yo que cuando alguien está al borde del precipicio, puede caer bastante rápido. Necesita ayuda. Y seguramente lo ayudaremos yendo a ver al profesor Hogan.

Los demás miraron al techo y entornaron los ojos.

—Seguramente —repitió el estudiante 1.

—Seguramente. Sí —coincidió el estudiante 3.

Ninguno de ellos, en realidad, creía que estuvieran ayudando lo más mínimo a su compañero, pero decir esa mentira en voz alta era tranquilizador. Todos sabían que lo que de verdad querían era protegerse, pero nadie estaba dispuesto a admitirlo en voz alta.

—¿Estamos de acuerdo, entonces? —preguntó el estudiante 4.

Se miraron entre sí para apoyarse mutuamente.

—Sí. —Todos los miembros del grupo de estudio dieron su conformidad.

—Muy bien. Veré al profesor Hogan mañana por la mañana antes de su clase —anunció el estudiante 4 con cautela—. Tendréis que darme vuestras listas antes de entonces.

Esa tarea parecía sencilla para los demás. Eran estudiantes acostumbrados a trabajar duro, a tomar notas y explicar resumidamente un tema antes de una fecha límite. Hacer la valoración de un paciente era algo automático para ellos, y esta tarea era algo así. Entonces Ed Warner echó un vistazo al reloj de pared.

—Estamos a uno de abril de 1986 —dijo—. El día de las inocentadas. Será fácil recordarlo. Son las dos y media de la tarde y los cuatro miembros del Grupo de Estudio Alfa de Psiquiatría están de acuerdo.

Andy Candy seguía algo rezagada a Moth, que recorrió a paso rápido el pasillo hacia la consulta de su tío, hasta que vio la cinta amarilla que precintaba la puerta y se paró en seco. Había dos tiras largas con el omnipresente POLICÍA - NO PASAR en negro. Formaban una equis que cruzaba por delante la placa de la consulta: DR. EDWARD WARNER - PSIQUIATRA.

Moth levantó una mano y Andy pensó que iba a arrancar la cinta de seguridad.

—Moth —dijo—, no deberías hacer eso.

—Tengo que empezar por alguna parte —repuso él con voz exhausta, dejando caer bruscamente la mano a un costado.

«¿Empezar el qué?», pensó Andy, y le pareció que tal vez era mejor no saber la respuesta a esa pregunta.

—Moth —insistió con toda la dulzura que pudo—, vamos a comer algo. Después te dejaré en tu casa y así podrás pensar con calma en todo este asunto.

—Cuando pienso, lo único que consigo es deprimirme —dijo tras volverse hacia su exnovia sacudiendo la cabeza—. Cuando me deprimo, lo único que quiero es beber. —Esbozó una leve sonrisa irónica—. Lo mejor para mí es seguir adelante, aunque sea en la dirección equivocada.

Tocó la cinta policial con un dedo. Después llevó la mano al pomo. La puerta estaba cerrada con llave.

—¿Vas a forzar la entrada?

—Sí —respondió Moth—. Joder, la verdad tiene que estar en alguna parte, y voy a empezar a derribar todas las puertas.

Andy Candy asintió y sonrió a su vez, aunque sabía que seguramente forzar la puerta estaba mal y que, además, sería ilegal. Aquel Moth le recordaba mucho al que ella había amado: alguien que en su comportamiento combinaba lo psicológico, lo práctico y lo poético de una forma que para ella era como la miel, dulce e infinitamente tentadora, pero también pegajosa y probablemente destinada a dejarlo todo hecho un desastre.

Pero al alargar la mano hacia la cinta, se abrió otra puerta detrás de ellos en el pasillo, y ambos se volvieron. Salió un hombre moreno de mediana edad algo regordete, ajustándose una chaqueta azul. Al verlos, se detuvo.

—¿Qué estáis haciendo? —preguntó con un acento ligeramente español—. No se puede entrar ahí.

—Quería ver la consulta de mi tío —respondió Moth.

—¿Eres Timothy? —dijo el hombre tras vacilar un momento.

—El mismo.

—Ah, tu tío hablaba a menudo de ti. —El hombre se acercó a ellos, alargando la mano—. Soy el doctor Ramírez. Mi consulta ha estado al lado de la de tu tío durante muchos años, tantos que ni siquiera sé cuántos. Siento mucho lo ocurrido. Éramos amigos y colegas.

Moth asintió.

—No te vi en el funeral —prosiguió el doctor Ramírez.

—No —dijo Moth, y con un arranque de sinceridad nerviosa que sorprendió a Andy Candy, añadió—: Estaba de borrachera.

—¿Y ahora? —repuso Ramírez, sin entrar a valorarlo.

—Espero haber recuperado el control.

—El control. Es difícil con los duros golpes emocionales que se reciben de repente. He tratado durante años a muchos pacientes, y lo inesperado los derrumba cuando menos se lo esperan. Pero tu tío estaba muy orgulloso del tiempo que ambos llevabais sin beber, ¿sabes? A menudo íbamos a almorzar entre una visita y la siguiente, y me hablaba con satisfacción y orgullo de tus progresos. Te estás sacando el doctorado en Historia, ¿verdad?

El doctor Ramírez tenía una forma de hablar entre sermoneadora y reflexiva, como si cada opinión suya tuviera que traducirse en una lección de vida. En algunas personas, esto podría haber sido pretencioso, pero en aquel psiquiatra casi gordinflón resultaba agradable.

—Estoy en ello —aseguró Moth.

—Bueno —dijo Ramírez tras un instante de silencio—, si quieres hablar sobre lo que sea, mi puerta estará abierta.

—Muy amable —respondió Moth. Aquello era un acto de cortesía psiquiátrica, como decirle que sabía que tenía problemas y lo mejor que podía ofrecerle era escucharlo—. Puede que le tome la palabra. —Y, tras pensar un instante, le preguntó—: Doctor, su consulta está aquí al lado. ¿Estaba en ella cuando mi tío…?

—No oí el disparo, si es eso lo que me preguntas —contestó sacudiendo la cabeza—. Ya me había ido. Era martes, y los martes tu tío solía ser la última persona de esta planta en marcharse. Normalmente, unos minutos antes de las seis. Los lunes tengo un paciente tarde. Otros días, alguno de los demás psiquiatras se quedan hasta tarde. Como solo somos cinco que tenemos aquí la consulta, intentamos tener presente los horarios de los demás.

Moth pareció procesar esta información.

—O sea, que si hubiera preguntado qué noche estaba mi tío solo en esta planta, usted, o cualquier otra persona, habría contestado que el martes, ¿no?

—Pareces un detective, no un estudiante de Historia, Timothy —comentó el doctor Ramírez mirándolo con admiración—. Sí. Exacto.

—¿Puedo hacerle una pregunta personal, doctor?

Ramírez, un poco sorprendido, asintió.

—Si quieres. No sé si podré responderla.

—Usted conocía al tío Ed. ¿Cree que tenía tendencias suicidas?

El rostro del doctor reflejó que estaba procesando recuerdos y recelos mientras reflexionaba un momento. Moth reconoció el gesto. Era una cualidad que tenía su tío, la necesidad de un psiquiatra de valorar el impacto de lo que iba a decir, por qué se lo preguntaban y qué había realmente detrás de la pregunta, antes de responder.

—No, Timothy —dijo con cautela—. No vi que hubiera signos manifiestos de depresión que sugirieran un suicidio. Se lo dije a los policías que hablaron conmigo. No parecieron tomarse en serio mis observaciones. Y el mero hecho de que yo no observara nada no significa que no existieran, ni que Edward no los ocultara mejor que otras personas. Pero no vi nada que me alarmara. Y almorzamos juntos el día anterior a su muerte.

Hizo una pausa y luego sacó un pequeño bloc y rápidamente escribió un nombre y una dirección.

—Ed vio a este hombre hace muchos años. Quizá…

El doctor se metió la mano en el bolsillo de los pantalones, sacó un llavero y repasó su contenido. Sacó lentamente una llave y con un exagerado movimiento la dejó caer al suelo enmoquetado.

—¡Vaya! —exclamó con una sonrisa—. La llave de reserva que tengo de la consulta de tu difunto tío. Parece que la he perdido. —Y señaló la puerta—. Si vas a entrar, ¿podrías esperar a que me vaya? Preferiría no ser demasiado cómplice. —Se rio un poco de su picardía—. Lo siento —dijo, disculpándose, y su tono se volvió triste y precavido—. No sé qué encontrarás dentro, pero tal vez te ayude. Buena suerte. No suelo volverle la espalda a la gente que busca respuestas. Puedes deslizar la llave por debajo de mi puerta cuando hayas terminado.

El doctor Ramírez se volvió hacia Andy Candy, hizo una ligera y educada reverencia y, acto seguido, se dirigió al ascensor.

Moth y Andy Candy estaban incómodamente sentados en el diván que su tío usaba para los pocos pacientes de psicoanálisis que conservaba. Tras ellos había una gran fotografía de un ocaso multicolor en los Everglades. En otra pared se veía un brillante grabado abstracto de Kandinsky. Una pared contaba con una modesta biblioteca de libros de medicina y un ejemplar de La hora de 50 minutos. Cerca de la mesa había tres diplomas enmarcados. Pero había poco que dijera algo sobre la personalidad del hombre a quien pertenecía la consulta. Andy Candy sospechó que estaba hecho adrede. Moth observaba el escritorio de roble macizo de su tío con mirada intensa.

—No alcanzo a verlo —dijo lentamente—. Es como si se mostrara y enseguida se desvaneciera.

Andy Candy se debatía entre adivinar lo que Moth contemplaba con tanto detenimiento e imaginar lo siguiente que haría.

—¿Qué intentas ver?

—Sus últimos minutos. —Moth se levantó de repente—. Mira, está sentado aquí. Sabe que tiene que encontrarse conmigo y que es importante. Pero, en lugar de eso, escribe «Culpa mía» en un talonario de recetas, alarga la mano hacia una pistola que no era la que tenía desde hacía años y se dispara. Esto es lo que la policía y Susan, la fiscal, aseguran que ocurrió.

Moth se paseó por la consulta, se acercó al escritorio, rodeó un sillón dispuesto para los pacientes que no se sometían a psicoanálisis. Casi se atragantó cuando vio las manchas granates de sangre seca en la moqueta beis y el tablero de madera. Cuando habló, le temblaba un poco la voz:

—Andy, lo que yo veo es a alguien en este sillón con un arma. Obligando a mi tío a… —Se paró en seco.

—¿A qué?

—No lo sé.

—¿Por qué?

—No lo sé.

—¿Quién?

—No lo sé.

—Tenemos que marcharnos, Moth —dijo Andy Candy con suavidad, levantándose—. Cada segundo que pases aquí te lo pondrá más difícil.

Moth asintió. Andy Candy tenía razón.

Ella señaló la puerta, para animarlo a dirigirse hacia allí. Pero antes de dar un paso, se le ocurrió algo. Vaciló un segundo antes de hablar.

—Moth —dijo—, la policía y la fiscal tendrían que asegurarse de que no fue un asesinato, ¿verdad? Aunque la pistola estuviera ahí en el suelo, junto a tu tío. De modo que, primero, investigarían a todos los que suelen ser siempre sospechosos. Los sospechosos habituales, como el título de la película. Es lo que la fiscal dijo que hicieron: examinaron su lista de pacientes, seguramente la lista de sus expacientes, y también hablaron con sus amigos y vecinos para averiguar si tenía algún enemigo, ¿verdad? Para ver si alguien lo estaba amenazando. Comprobaron que no tenía deudas de juego ni debía dinero a camellos. Es lo que la fiscal dijo, ¿verdad? Descartaron toda clase de cosas antes de sacar su conclusión, ¿verdad? ¿Verdad? —repitió con fría determinación.

—Sí —dijo Moth—. Verdad y verdad.

—De modo que si es lo que tú crees que es y lo que ellos no creen que es, tenemos que mirar donde ellos no miraron. Es lo único que tiene sentido. —Ella misma se sorprendió un poco de su lógica. O antilógica. «Mira donde no tiene sentido hacerlo». Se preguntó de dónde le habría surgido esa idea. Señaló otra vez la puerta—. Es hora de marcharse, Moth —dijo con cautela—. Si realmente hubo un asesino en esta habitación como crees, sentado justo aquí, seguro que no dejó nada que pudiera levantar las sospechas de la policía. —Y volvió a asombrarse de sí misma, esta vez de su repentino sentido práctico.