4

«Cómete la pistola», pensó ella.

«No sin permiso».

«Joder, no necesitas que nadie tome esta decisión, sean cuales sean las normas. Cómete la pistola y punto».

Susan Terry miró al defensor de oficio, sentado al otro lado de la mesa junto a su cliente, un muchacho larguirucho, de un barrio pobre, con aspecto asustado, al que, a sus diecisiete años, habían pillado con cuatrocientos gramos de marihuana en la mochila de camino al instituto donde cursaba su último curso. Bajo la hierba llevaba una pistola semiautomática barata del calibre 25, de la clase que tiempo atrás era conocida como «especial del sábado noche», una expresión que había quedado en desuso porque ahora, en Miami, como en cualquier otra ciudad estadounidense, todas las noches podían ser como las del sábado.

El defensor de oficio era un simpático excompañero de la Facultad de Derecho que simplemente había acabado en el lado opuesto de la cadena de montaje de la justicia penal. Hacía una década habían compartido con éxito una argumentación en una clase práctica, además de algún que otro golpe, y Susan sabía que ahora estaba demasiado cargado de trabajo y abrumado. Si tenía que darle un respiro a alguien, sería a él. Además, en Miami, cuatrocientos gramos de hierba tampoco eran una cantidad importante, especialmente en una ciudad en la que, en sus buenos tiempos, se habían confiscado toneladas de cocaína.

Echó un vistazo a los documentos de la detención y a los alegatos iniciales mientras oía sin escuchar la casi constante algarabía de voces airadas y golpes de rejas que colmaba la prisión del condado. Una música permanente de desesperación.

El chaval iba al instituto en bicicleta. La pobre justificación que daba el policía que lo paró y registró era que conducía de forma «errática», lo que, para Susan, serviría para describir a cualquier adolescente que montara en bicicleta. Puede que resultara válido en un juicio. Puede que no.

Y el policía había cometido otro error: había detenido al chaval una manzana antes de la zona «libre de drogas» del distrito escolar. Veinticinco metros más y el muchacho habría ido a parar a la penitenciaría estatal, sin importar la flexibilidad legal que pudiera haber mostrado Susan Terry.

«Probablemente el policía vio la mochila, tuvo un mal pálpito y no quiso esperar —pensó—. Y resultó que tenía razón».

Ella y su excompañero de facultad lo sabían. Estaba preparando mentalmente un argumento sobre la legalidad del registro y la incautación, tal como sabía que él estaba haciendo.

El chaval tenía un buen currículo académico. Un futuro en algún centro público superior. Tal vez en la universidad estatal si subía la nota de matemáticas y seguía en el equipo de baloncesto. Tenía trabajo a tiempo parcial preparando hamburguesas en un McDonald’s y una familia integrada: padre, madre y abuela, que vivían todos en casa con él. Y, lo más importante, nunca lo habían detenido hasta entonces, detalle asombroso para alguien que crecía en Liberty City.

Pero la pistola… eso sí era un problema. Y ¿por qué la llevaba al instituto?

«Cómetela —se dijo de nuevo—. El chaval tiene una oportunidad».

En la jerga que empleaban los fiscales, «comerse la pistola» significaba los tres años, como mínimo, que en Florida le caían a quien llevara un arma al cometer un delito. La fiscalía echaba mano de la amenaza de cárcel obligatoria como medida de presión para obtener confesiones de culpabilidad, retirando esta parte de la acusación en el último minuto legalmente posible.

La expresión significaba algo muy distinto para los policías clínicamente deprimidos y para los veteranos de Irak aquejados de trastorno por estrés postraumático.

—Sue, danos un respiro, anda —pidió el defensor de oficio—. Mira los antecedentes del chaval. Está realmente limpio… —Sabía que su excompañero de facultad no tenía demasiados clientes sin antecedentes, y que estaría ansioso, incluso desesperado, por obtener un resultado positivo—. Y no sé qué decirte sobre lo del registro de ese policía. Puedo argumentar sólidamente que fue una violación de los derechos de mi cliente. Además, si lo encierran, volverá a estar aquí dentro de cuatro años. Ya sabes lo que pasa en la cárcel. Les enseñan a ser auténticos criminales, y sabes que lo próximo que haga será mucho peor que llevar medio kilo de hierba de mala calidad, que debería reducirse a un delito menor.

Susan Terry ignoró al defensor de oficio y clavó los ojos en el adolescente.

—¿Por qué llevabas el arma? —preguntó.

El adolescente miró de soslayo a su abogado, quien asintió con la cabeza y le susurró:

—Esto es extraoficial. Se lo puedes decir.

—Tenía miedo —respondió.

Para Susan, esto tenía sentido. Cualquiera que hubiera recorrido Liberty City en coche después del anochecer sabía que había mucho que temer.

—Adelante —lo animó el defensor de oficio—. Díselo.

El adolescente se embarcó en una historia titubeante: bandas callejeras, llevar marihuana solo una vez para los matones de la manzana a fin de que los dejaran en paz a él y a su hermana menor. La mochila y la pistola eran para la persona que tenía que encargarse de la hierba.

Susan no estaba segura de creerlo. Había algo de verdad, quizá, eso seguro. Pero ¿en su totalidad? No era probable.

—¿Puedes darme algún nombre?

—Si lo hago me matarán.

—¿Y qué? —replicó Susan, encogiéndose de hombros—. Te diré qué vamos a hacer: habla con tu abogado. Escucha lo que te diga, porque es lo único que te separa de arruinarte la vida por completo. Voy a llamar a un inspector de la unidad de narcóticos. Cuando llegue, y supongo que lo hará en unos quince minutos, tendrás que tomar una decisión. Danos todos los nombres de los hijoputas de tu manzana que trafican con drogas y podrás salir de aquí. A pesar de la pistola. Si mantienes la boca cerrada, despídete, porque irás al trullo. Y lo que fuera que tu madre esperaba que fueras de mayor va a ser que no. Esto es lo que tienes ahora mismo sobre la mesa.

Susan adoptó sin esfuerzo la actitud de chica dura. Le gustaba especialmente utilizar el apelativo «hijoputa» porque, por lo general, los defensores se sobresaltaban al oírla en labios de alguien tan atractivo.

El adolescente se removió incómodo en su asiento.

«El dilema existencial básico, habitual y cotidiano de los barrios pobres de la ciudad —pensó ella—. Jodido por un lado o jodido por el otro».

Su compañero de facultad sabía, por supuesto, lo que significaba su pequeña representación de fiscal dura. Él tenía sus propias variaciones de la misma escena y las usaba de vez en cuando. Rodeó los hombros de su cliente con el brazo en un gesto tranquilizador y amistoso como para decirle que era la única persona del mundo en la que podía confiar, y al mismo tiempo dijo a Susan:

—Llame al inspector.

—Ahora mismo —repuso ella, poniéndose de pie. Esbozó una sonrisa (de víbora) y dirigiéndose al abogado, añadió—: Llámeme después. Ahora tengo una cita y no quiero llegar tarde.

«¿Qué estoy haciendo aquí?», pensó Andy Candy. Quiso decirlo en voz alta, puede que hasta gritarlo casi presa del pánico, pero mantuvo la boca cerrada. Estaba sentada junto a Moth en el área de seguridad en la entrada de la Fiscalía del Estado de Dade. Él estaba inclinado con las manos apoyadas en las rodillas, tamborileando con los dedos sus pantalones desteñidos.

Moth había hablado poco mientras iban a la Fiscalía del Estado, un edificio moderno parecido a una fortaleza, contiguo al metro Justice Building, en un Palacio de Justicia de nueve plantas que ya no era moderno pero tampoco antiguo, y que poseía rasgos de un matadero industrial: un suministro inagotable de delitos y delincuentes en una cinta transportadora. Habían cruzado puertas amplias y detectores de metales, subido en ascensores y llegado por fin al área de seguridad, donde aguardaban. Las idas y venidas de abogados, inspectores de policía y personal judicial provocaban un zumbido casi constante cuando los guardias de seguridad situados tras un cristal blindado pulsaban el sistema eléctrico para permitir las entradas y salidas. La mayoría de la gente que llegaba y se iba parecía familiarizada con el proceso y casi todos tenían el aspecto apresurado de no poder esperar ni un segundo, como si la culpabilidad o la inocencia llevaran incorporado un cronómetro.

Tanto Andy Candy como Moth se incorporaron cuando un fornido agente de cuello grueso con una pistola de 9 mm enfundada lo llamó. Se identificaron.

El policía señaló a Andy Candy.

—Ella no está en mi lista —dijo—. ¿Es testigo?

—Sí. La ayudante del fiscal del Estado, Terry, no sabía que podría traerla conmigo —mintió Moth.

El agente se encogió de hombros y anotó los datos de Andy Candy: estatura, peso, color de ojos, color de pelo, fecha de nacimiento, dirección, teléfono, número de la Seguridad Social y del carnet de conducir. Después le registró a conciencia el bolso y los hizo pasar de nuevo a ambos por el detector de metales.

Una secretaria se reunió con ellos al otro lado.

—Seguidme —les dijo enérgicamente, aunque era innecesario.

Los guio por un laberinto de escritorios que llenaban una gran zona central. Los despachos de los fiscales rodeaban los escritorios. Había plaquitas con el nombre en cada puerta.

Los dos vieron S. TERRY - DELITOS GRAVES a la vez.

—Os está esperando —anunció la secretaria—. Adelante.

Susan alzó la vista desde detrás de una mesa de acero gris cubierta de gruesos expedientes y de un ordenador de sobremesa prácticamente desfasado. Tras ella, junto a una ventana, había un tablero blanco con listas de pruebas y testigos dispuestos bajo un número de caso escrito en rojo. En otra pared había un gran calendario, con señales de vistas y otras comparecencias ante el tribunal. Una ventana que daba a la cárcel del condado dejaba entrar un tenue rayo de sol. No había demasiada decoración, salvo unos diplomas enmarcados en negro y varios artículos de periódico también enmarcados. Tres de ellos estaban ilustrados con una fotografía en blanco y negro de Susan. Era un sitio austero, dedicado a un único objetivo: hacer funcionar el sistema judicial.

—Hola, Timothy —dijo Susan.

—Hola, Susan.

—¿Quién es tu amiga?

—Andrea Martine —se presentó Andy Candy, y avanzó para estrechar la mano de la fiscal.

—¿Y por qué estás aquí?

—Necesitaba algo de ayuda —explicó Moth—. Andy es una vieja amiga, y esperaba que pudiera darme cierta perspectiva.

Susan supo de inmediato que eso no era exactamente cierto, pero tampoco completamente falso. No le pareció que tuviera que preocuparse. Esperaba una conversación breve, algo triste y algo difícil, tras la cual su implicación en la muerte de su tío habría terminado. Señaló a la pareja las sillas situadas delante de su mesa.

—Siento todo esto —comentó. Se inclinó y cogió un expediente marrón—. Estaba de guardia la noche que tu tío falleció. Según el procedimiento habitual, el ayudante del fiscal del Estado tiene que acudir a la escena de un posible crimen. Eso facilita la base legal de la cadena de pruebas. En el caso de tu tío, sin embargo, estuvo bastante claro desde el principio que no se trataba de un homicidio. Ten —dijo, empujando el archivo hacia Moth—. Léelo por ti mismo.

Cuando él empezó a abrir el archivo, Susan se volvió hacia su ordenador.

—Las imágenes no son agradables —comentó a Andy Candy—. Hay copias en el expediente, y aquí en la pantalla. También el informe policial, el informe de la policía científica, la autopsia y el examen toxicológico.

Moth empezó a sacar hojas del expediente.

—El examen toxicológico…

—Su organismo estaba limpio. Ni drogas ni alcohol.

—¿Y eso no te sorprendió? —preguntó Moth.

—Hombre, ¿en qué sentido? —respondió Susan despacio.

—Tal vez si hubiera recaído después de tantos años, la desesperación igual le habría hecho pegarse un tiro. Pero no fue así.

—Ya —respondió Susan con cautela—. Comprendo que puedas pensar eso. Pero no hay nada en ningún examen que indique que no fue un suicidio. Los residuos de pólvora alrededor del orificio de entrada, que técnicamente llamamos «tatuaje de pólvora», indicaban que el disparo se realizó presionando el arma contra la sien. La posición de la pistola en el suelo encajaba con el hecho de que se hubiera caído de la mano de tu tío cuando la fuerza del impacto lo empujó hacia abajo y a un lado. No faltaba nada de la consulta. No había señales de que la entrada hubiera sido forzada. Ni señales de lucha. En el bolsillo tenía la cartera con más de doscientos dólares. Hablé personalmente con su última paciente de aquel día, que se fue poco antes de las cinco de la tarde. Había acudido semanalmente a la consulta de tu tío los últimos dieciocho meses.

Sacó un bloc.

—Los inspectores hablaron también con el resto de sus pacientes actuales, con su exmujer, con su actual pareja y con algunos colegas. No pudimos encontrar indicios de ningún enemigo manifiesto, y nadie sugirió ninguno. —Pasó un par de páginas del bloc—. Al comprobar su situación financiera salieron a la luz algunas cosas. Debía más de su piso de lo que vale actualmente, lo que no es ninguna novedad en Miami, pero tenía más que suficiente en acciones e inversiones para afrontar esa circunstancias. No era ningún jugador que debiera una locura a un corredor de apuestas. No estaba en la mira de ningún camello por deudas. Pero hubo algo más que nos reafirmó en la idea de que…

Moth leía en diagonal las hojas mientras Susan hablaba. Alzó la vista. Abrió la boca como para decir algo, pero se movió nervioso y al final pareció decir otra cosa:

—¿De qué se trataba?

—Escribió dos palabras en su talonario de recetas.

—¿Qué…?

—«Culpa mía» —citó Susan—. Está en la foto del escritorio. ¿Recuerdas haberlo visto cuando encontraste el cadáver?

—No.

Deslizó una fotografía por la mesa hacia Moth, que la observó atentamente.

—No sabemos cuándo lo escribió, claro. Quizá llevaba ahí todo el día, incluso una semana. Quizá fue producto de su preocupación por ti, Timothy, ya que tú lo llamaste varias veces por la mañana y por la tarde. Obtuvimos todos sus registros telefónicos… En fin, que tu tío nos dejó una especie de disculpa suicida.

—Tiene algo raro —aseguró Moth bruscamente—. Es como si lo hubiera garabateado deprisa. No como si quisiera que lo viera otra persona —comentó, y añadió con frialdad—: Podría significar otra cosa, ¿no?

—Sí, pero lo dudo.

—¿Has dicho que su último paciente fue a las cinco de la tarde?

—Sí, un poco antes, en realidad.

—Me dijo que tenía otro. Una urgencia. Después tenía que encontrarse conmigo…

—Sí, lo dijiste en tu declaración. Pero no hay constancia de que tuviera otra visita. En su agenda constaba una visita al día siguiente a las seis de la tarde. Seguramente se lio.

—Era psiquiatra. No liaba las cosas.

—Por supuesto —dijo Susan, procurando no sonar condescendiente. Lo que no dijo fue: «Pues ya lo creo que la lio en algo si escribió “Culpa mía” antes de pegarse un tiro. A lo mejor no solo la lio, sino que la cagó».

Miró a Andy Candy, que permanecía callada contemplando un primer plano de 20×25 en papel brillante en que aparecía el tío de Moth boca abajo sobre su mesa con un charco de sangre bajo la mejilla.

«Eso le será muy instructivo», pensó la fiscal.

Andy Candy jamás había visto esa clase de fotografías salvo en la televisión y el cine, y entonces no pasaba nada porque era irreal, una ficción creada con finalidades dramáticas. En cambio, aquella fotografía era cruda, casi obscena y explícita. Sentía náuseas pero no podía apartar la mirada.

—Lo siento, Timothy, pero las cosas son así —comentó Susan.

—Será solo si las cosas son así —replicó Moth, que detestaba este tópico, con cierta tensión en la voz—. Sigo sin creérmelo —aseguró.

Susan hizo un gesto con la mano abarcando los documentos y fotografías.

—¿Qué ves aquí que diga otra cosa? —preguntó—. Sé lo unido que estabas a tu tío, pero la depresión que puede conducir al suicidio suele ocultarse bastante bien. Y tu tío, dada su experiencia y su formación como psiquiatra, sabría mejor que nadie cómo ocultarla.

—Eso es verdad —asintió Moth, y se reclinó en su asiento—. ¿Eso es todo, pues?

—Es todo —corroboró Susan. No añadió: «A no ser que alguien me venga con algo que demuestre que estoy equivocada y me vea obligada a cambiar de opinión, lo que estoy segura que no pasará ni en mil años».

—¿Me lo puedo quedar?

—Te hice copias de algunos informes. Pero Timothy, no estoy segura de que eso vaya a ayudarte. Ya sabes lo que tendrías que hacer. —Susan respondió la pregunta que él no formuló—: Ve a las reuniones. Vuelve a Redentor Uno —sonrió—. ¿Lo ves? Los demás han logrado que lo llame con el apodo que inventaste. Ve allí, Timothy. Ve cada tarde. Háblalo. Te sentirás mucho mejor.

Aunque intentaba ser delicada, no fue difícil captar el cinismo de su consejo.

Moth recogió en silencio el conjunto de copias de fotografías e informes que Susan Terry le había preparado. Dedicó unos instantes a observar cada imagen, a la espera de que produjese algún efecto en su memoria, casi como si pudiera introducirse en ella y regresar a la consulta de su tío. Le tembló un poco el pulso y se detuvo con la mirada puesta en una fotografía de la pistola junto a la mano de Ed. Fue a decir algo, pero no lo hizo. Echó un rápido vistazo a las fotografías, una a una, las mezcló y volvió a mirarlas. A continuación las extendió sobre el escritorio de Susan. Señaló la primera: Arma en el suelo. Mano extendida.

—Esto es tal como lo recuerdo —dijo con voz áspera y seca—. Porque nadie movió nada, ¿verdad?

—No, Timothy. Los de la policía científica jamás mueven nada hasta haberlo fotografiado, documentado y medido. Van con mucho cuidado en ese sentido.

Entonces señaló la segunda fotografía.

Escritorio. Cajón inferior. Unos cuatro centímetros abierto.

—Esta fotografía… Nadie cambió nada, ¿verdad?

—No. Está tal como lo encontraron —aseguró Susan tras estirar el cuello para verla.

Una tercera fotografía.

Escritorio. Cajón inferior. Totalmente abierto.

Una pistola semiautomática negra del calibre 40 bajo unos papeles, guardada en una funda de cuero color canela forrada de piel de oveja.

—Y esto… —Estas palabras fueron formuladas a modo de pregunta.

—Yo misma abrí ese cajón —explicó Susan—. Mientras los de la científica tomaban fotografías. Es el arma corta de repuesto que tu tío tenía registrada. La compró hace años, cuando realizaba psicoterapia como voluntario en una clínica del humilde barrio de Overtown. Iba por la noche. Es una zona bastante violenta. No es extraño que fuera armado a esas sesiones. —Hizo una pausa—. Pero dejó ese trabajo hace cierto tiempo. Sin embargo, se quedó con el arma.

—No la usaba, supongo.

—En Miami mucha gente tiene más de un arma corta, Timothy. Guarda una en la guantera del coche, una en un maletín, una en el bolso, una en el cajón de la mesita de noche… Lo sabes muy bien.

Moth fue a hablar, se detuvo, fue a hacerlo una segunda vez, volvió a parar, se quedó mirando las fotografías y se echó hacia atrás en su asiento.

—Gracias por tu tiempo, Susan —dijo finalmente, tras asentir con la cabeza, y añadió con brusquedad—: Nos veremos en una reunión. Yo soy alcohólico —explicó a Andy Candy con amargura, y señaló a la fiscal—. Pero a Susan le gusta la cocaína.

—Exacto —confirmó ella con frialdad—. Pero ya no.

—Eso —dijo Moth—. Ya no. Claro.

Andy Candy no supo muy bien qué significaba ese último intercambio de palabras.

—Ya va siendo hora de marcharse —dijo Moth.

Se estrecharon la mano por mera formalidad, y Andy Candy y Moth salieron del despacho de la fiscal. Sin saludar a la secretaria, Moth tomó a Andy Candy de la muñeca en cuanto cruzaron la puerta y empezó a andar deprisa, tirando de ella como si llegaran tarde en lugar de haber terminado. Ella vio que él tenía los labios apretados y una expresión rígida, como si llevara una máscara.

Recorrieron la Fiscalía, pasaron ante los de seguridad, bajaron en ascensor, anduvieron por el pasillo, atravesaron los detectores de metal, salieron al exterior y cruzaron la calle hasta que estuvieron delante del edificio, más antiguo, del Palacio de Justicia.

Moth casi arrastró todo el camino a Andy Candy, que tenía prácticamente que correr para seguirle el paso. No dijo nada.

Una vez fuera, los golpeó una oleada de luz y calor, y Andy Candy vio que Moth se venía un poco abajo, como si de repente hubiera recibido un puñetazo, pues se paró en seco al final de la escalinata de entrada. Había árboles y otras plantas para dar un aire menos severo al lugar, pero era en vano.

Los dos estuvieron callados unos instantes. Delante de ellos, un operario de mantenimiento mayor y arrugado estaba limpiando en el bordillo de la acera lo que a Andy Candy le pareció una porquería de lo más extraña. Había plumas y una mancha roja y marrón en el cemento gris. El operario lo barrió todo hasta formar un montón, que echó con una pala en una carretilla. Después, conectó una manguera y empezó a regar la zona.

—Un pollo muerto —dijo Moth.

—¿Qué?

—Un pollo muerto. Santería. Ya sabes, esa religión parecida al vudú. Están juzgando a alguien dentro y contratan a un brujo para que sacrifique un pollo delante del Palacio de Justicia. Se supone que les dará buena suerte con el jurado, o que hará que el juez reduzca la sentencia o algo así. —Moth sonrió y sacudió la cabeza—. Tal vez tendríamos que haberlo hecho nosotros —añadió.

Andy Candy trató de hablar con dulzura. Suponía que Moth seguía destrozado por la muerte de su tío y quería ser amable. También quería irse. Tenía que superar su propia tristeza y se sentía atrapada en algo que rozaba la locura y el sentimentalismo, cuando lo que ella más necesitaba era algo racional y rutinario.

—¿Eso es todo? —preguntó. Sabía que entendería que no estaba hablando del pollo muerto.

«Será mejor que lo ayudes a superar lo que viene ahora —pensó al ver que a Moth le temblaba un labio—. Haz que vaya a esa reunión. Y luego desaparece para siempre».

—No —respondió Moth.

Ella no dijo nada.

—¿Viste las fotografías?

Andy Candy asintió.

Él se volvió hacia ella. Había palidecido un poco, o bien el sol brillante le había robado parte del color.

—Siéntate ante una mesa —le pidió con frialdad.

—Perdona, ¿qué?

—Siéntate ante una mesa, como hizo mi tío.

Andy Candy hizo lo que le pedía y se irguió con las manos delante de ella como una secretaria remilgada.

—Ya está —dijo.

Moth se sentó a su lado y soltó:

—Ahora, pégate un tiro.

—¿Qué?

—Quiero decir, enséñame cómo te pegarías un tiro.

Andy Candy sintió que una ola la cubría, casi como si contuviera la respiración y viera las aguas cada vez más oscuras al hundirse. Su conflicto interior, olvidado cuando Moth había vuelto a su lado, resonó de repente:

¡Asesina! —oyó en su interior—. ¿Tal vez tendrías que suicidarte?

Como una mala actriz en una producción provinciana, simuló una pistola con el índice y el pulgar. Se la llevó teatralmente a la sien.

—Pum —dijo en voz baja—. ¿Así?

Moth la imitó.

—Pum —dijo en voz igual de baja—. Esto es lo que hizo mi tío. Se deduce de las fotografías. —Vaciló un instante y Andy Candy pudo ver el dolor en sus ojos—. Pero no lo hizo. —Moth se llevó su pistola a la sien.

—Dime, Andy, ¿por qué alargaría alguien la mano hacia abajo para empezar a abrir el cajón del escritorio donde guardaba una pistola desde hacía años, tal vez lo abriría un poco y decidiría de repente usar la otra pistola que tenía delante de él en la mesa?

Andy trató de responder esta pregunta. No pudo.

Moth imitó de nuevo los movimientos. Alargó la mano hacia abajo. Se detuvo. Llevó la mano hacia el tablero de una mesa. Levantó una pistola.

—¡Pum! —dijo por segunda vez. Un poco más fuerte. —Inspiró hondo y sacudió la cabeza antes de proseguir—. Mi tío era un hombre organizado. Lógico. Solía decirme que las personas más meticulosas de este mundo eran los joyeros, los dentistas y los poetas, porque veneran la economía del diseño. Pero que a continuación iban los psiquiatras. Ser alcohólico era caótico y estúpido, y detestaba ese aspecto de ello. Para Ed la recuperación significaba examinar todos los detalles, analizar todos los pasos… No sé, ser listo, supongo. Es lo que estaba intentando enseñarme. —Su voz reflejaba una mezcla de rabia y desesperación—. ¿Qué sentido tiene tener dos armas a punto para suicidarte? —Se detuvo antes de apartarse de la sien su falsa pistola hecha con dos dedos y apuntar hacia delante, como si quisiera disparar a las reverberaciones del calor sobre el asfalto del estacionamiento—. Voy a encontrarlo y a matarlo —dijo con amargura. El lo de su amenaza era un fantasma.