3

Él escogió como punto de encuentro un sitio que parecía apropiado.

Como mínimo, no le recordaría nada de su pasado ni le diría nada sobre lo que esperaba para el futuro de ambos, si es que iba a haber alguno. Tomó el autobús y miró una fotografía de ella que llevaba en la cartera: Andy a los diecisiete años. Feliz, con una hamburguesa con patatas fritas. Pero este recuerdo fue desplazado por otro.

—Hola. Me llamo Timothy y soy alcohólico. Hace tres días que no bebo.

—¡Hola, Timothy! —lo saludaron los presentes en Redentor Uno.

Pensó que todo el grupo parecía apagado, pero sinceramente contento de su regreso. Cuando había entrado sigilosa y torpemente en la sala al principio de la reunión, más de uno de los habituales se había levantado de la silla para darle un abrazo y varios le habían expresado condolencias sinceras. Estaba seguro de que todos sabían lo de la muerte de su tío y comprendían que eso le habría impulsado a beber. Con la mirada fija al frente, cuando lo llamaron para que hablara, por primera vez tuvo la extraña sensación de que tal vez él significaba más para ellos de lo que ellos significaban para él, aunque no sabía muy bien por qué.

—Tres malditos días enteros —repitió antes de sentarse.

Moth anotó sus recientes noventa horas sin beber en un calendario mental:

Día uno: se despertó al alba tumbado en el cuadro rojo de tierra de un diamante de béisbol de la liga infantil. No recordaba dónde había pasado la mayor parte de la noche. Había perdido la cartera, lo mismo que un zapato. El hedor a vómito dominaba todo lo demás. No sabía muy bien de dónde había sacado las fuerzas para arrastrarse por las veintisiete manzanas que había hasta su piso. Cojeó las últimas, descalzo, con la planta del pie en carne viva de tanto andar. Una vez en el piso, se quitó la ropa como una serpiente que muda de piel y se adecentó; ducha caliente, peine y cepillo de dientes. Tiró a la basura todo lo que había llevado puesto y se percató de que hacía dos semanas que su tío había muerto y que en todo ese tiempo él no había estado en casa. En el fondo, agradecía la pérdida de memoria que le impedía saber en qué otros diamantes de béisbol había dormido.

Se dijo que tenía que volver a dejar la bebida, y se pasó todo el día escondido en la oscuridad de su piso, con el estómago revuelto y los sudores diurnos convirtiéndose en sudores nocturnos, temeroso de salir. Era como si una sirena sensual y seductora lo estuviera esperando justo delante de la puerta para incitarlo a ir a la bodega o al bar más cercano. Como el Ulises de la leyenda, trató de atarse a un mástil.

Día dos: al final de un día pasado entre dolores y temblores en el suelo, junto a su cama, finalmente respondió las llamadas de sus padres. Estaban enfadados y decepcionados, y seguramente también preocupados, aunque eso era más difícil de distinguir. Le habían dejado mensajes, y era evidente que intuían la causa de su desaparición. Y que sabían dónde había desaparecido, aunque no en concreto: no necesitaban saber la dirección exacta de los antros que había frecuentado. Entonces se enteró de que se había perdido el funeral de su tío, lo que le provocó una hora entera de llanto.

Cuando terminó, le sorprendió un poco haber resistido el impulso de salir a beber. Le temblaron las manos, pero aquel pequeño indicio de resistencia a la adicción lo animó. Se había repetido un mantra: «Haz lo que haría el tío Ed, haz lo que haría el tío Ed». Aquella noche, tembló bajo una delgada manta aunque en su piso hacía un calor agobiante y el ambiente era húmedo.

Día tres: por la mañana, cuando el terrible dolor de cabeza y los temblores incontrolables empezaron a remitir, llamó a Susan, la ayudante del fiscal que le había dado su tarjeta. No pareció sorprendida de tener noticias suyas, y tampoco le pareció fuera de lo normal que hubiera esperado tanto para llamar.

—El caso está cerrado, o casi cerrado, Timothy —le informó con delicadeza—. Estamos esperando un último informe toxicológico. Lamento decírtelo, pero se considera suicidio. —No especificó por qué lamentaba este detalle, y él no se lo preguntó. Solo respondió débilmente:

—Sigo sin creérmelo. ¿Puedo examinar el expediente antes de que lo archivéis?

A lo que ella contestó:

—¿De verdad crees que eso te será de alguna ayuda?

La palabra «ayuda» no tenía nada que ver con la muerte de su tío. Él respondió que sí sin estar nada seguro. Quedaron en que iría a su despacho un día de esa semana.

Tras colgar, volvió a la cama, contempló el techo durante más de una hora y decidió dos cosas: volver a Redentor Uno esa misma tarde, porque eso sería lo que su tío le habría aconsejado, y llamar a Andy Candy, porque cuando intentaba pensar en alguien que pudiera escucharlo sin pensar que era un borracho medio enloquecido por el dolor y que decía insensateces, ella era su única posibilidad.

Yendo en autobús, el parque Matheson-Hammock quedaba cerca del piso de Moth. Se sentó en la última fila con la ventanilla abierta unos centímetros para, sin fastidiar el aire acondicionado del vehículo, aspirar el aroma de las hortensias y azaleas transportado por el escurridizo calor del mediodía. Solo iban unas cuantos viajeros más. Vio a una joven negra, supuso que jamaicana, con un uniforme blanco de enfermera; llevaba un manoseado libro en rústica titulado Español fácil. Moth veía cómo movía los labios practicando un idioma que resultaba casi imprescindible para trabajar en Miami.

A sus pies, llevaba una bolsa de plástico con un gran sándwich para compartir, una botella de agua y una limonada con gas, que, por lo que recordaba, era la bebida preferida de Andy Candy en sus excursiones tipo picnic a South Beach o al Parque Nacional Bill Baggs, en Cayo Vizcaíno. No recordaba haberla llevado jamás a Matheson-Hammock, lo que constituía el principal motivo para haber elegido aquel lugar. No habían vivido nada juntos en ese parque. No tenían ningún recuerdo de roces de labios, ni de la sensación sedosa de unos cuerpos jóvenes tocándose en el agua.

Pensó que era mejor olvidarse de las ensoñaciones de amor.

No sabía si Andy Candy acudiría. Había dicho que sí, y seguramente era la persona más sincera que conocía, ahora que su tío ya no estaba. Pero, siendo realista, aunque tuvo que admitir que lo era muy poco, tenía sus dudas. Sabía que por teléfono se había mostrado enigmático, torpe y puede que un poco espeluznante al ponerse a hablar de repente de matar a alguien.

—Yo no vendría a verme —se susurró por encima del ruido del autobús, que en ese momento reducía la marcha al llegar a su parada.

Se levantó y bajó del vehículo para sumergirse en el brillante sol de la tarde.

Siguió un amplio sendero que recorría en paralelo el camino de entrada al parque. Más de un corredor se cruzó con él bajo los cipreses que cubrían de sombras la ruta. Ignoró el edificio de piedra coralina, donde una joven vendía entradas y mapas, y en cuya fachada un gran cartel rezaba HÁBITAT DE FLORIDA EN PELIGRO DE DESAPARICIÓN, con fotografías del escaso territorio de que disponían los animales autóctonos. Se paró cerca de una hilera de palmeras que bordeaban la bahía Vizcaína, donde una joven pareja latinoamericana ensayaba su boda. El sacerdote sonreía, intentando relajar a los presentes con bromas que ninguna de las dos madres parecía encontrar ni remotamente graciosas.

Moth esperó al final del aparcamiento, en un banco al que daba sombra una palmera. Oía risas agudas procedentes de un extremo del parque, donde un estanque extenso y poco profundo ofrecía sus aguas como una especial zona de recreo para los niños pequeños. La fuerte luz confería a la playa cercana un brillo plateado.

Iba a sacar el móvil para comprobar la hora, pero se contuvo. Si Andy Candy llegaba tarde, no quería saberlo. «Siempre hay un riesgo al contar con otras personas. Puede que no vengan. Puede que se mueran».

Cerró un momento los ojos a la luz deslumbrante y contó los latidos de su corazón, como para tomarle el pulso a sus emociones. Cuando los abrió, vio que un pequeño sedán rojo entraba en el aparcamiento y estacionaba en una plaza cerca del fondo. Como muchos coches en Miami, tenía los cristales tintados, pero alcanzó a vislumbrar un cabello rubio y supo que era Andy Candy.

Ya estaba de pie antes de que ella saliera del coche. La saludó con la mano y ella le devolvió el saludo.

Unos vaqueros desteñidos en sus largas piernas y una camiseta azul pastel. Llevaba el pelo recogido en una coleta informal, tal como solía cuando iba a hacer footing o a nadar. Al ver a Moth, se quitó las gafas de sol. Él se fijó en sus ojos para intentar descubrir las similitudes y los cambios. Notó que un sentimiento desbocado crecía en su interior con cada paso que ella daba hacia él.

Andy Candy casi se paró en seco. Moth le pareció más delgado, como si los años pasados desde el instituto hubieran afinado su cuerpo, ya esbelto. Llevaba el cabello enmarañado más largo de lo que recordaba, y la ropa parecía colgarle a regañadientes del cuerpo. No sabía qué le diría, y no estaba segura de si debería darle un par de besos o un abrazo, tal vez solo estrecharle la mano, o quizá no hacer nada. No quería vacilar ni parecer ansiosa.

Cruzó a paso normal el aparcamiento. «No vayas rápido. Tampoco despacio», se decía.

Moth salió de la sombra de la palmera. «Saluda con la mano. Sonríe. Actúa con normalidad, sea lo que eso sea», se dijo.

Se encontraron a mitad de camino.

Moth empezó a levantar los brazos para abrazarla.

Ella se inclinó adelantando las manos.

La torpeza derivó en un semicontacto. Cada uno alzó los brazos a la altura de los codos del otro. Los dos guardaron algo de distancia entre ambos.

—Hola, Moth.

—Hola, Andrea.

—Cuánto tiempo sin verte —sonrió ella.

—Tendría que haber… —alcanzó a decir Moth tras asentir.

—Creía que jamás volvería a verte —aseguró Andy Candy sacudiendo la cabeza—. Pensé que tú seguirías tu camino y yo el mío, y ya está.

—Compartimos unos cuantos recuerdos.

—Recuerdos de la adolescencia —dijo Andy Candy, y se encogió ligeramente de hombros—. Supuse que eso era todo.

—Más que de la adolescencia. Algunos son de adultos —sonrió Moth.

—Sí, lo sé —dijo ella con una sonrisa encantadora.

—Y aquí estamos.

—Sí. Aquí estamos.

Hubo un silencio.

—He traído algo de comida y bebida —comentó Moth—. ¿Vamos a las mesas de picnic y hablamos?

—De acuerdo.

Lo primero que Moth dijo cuando llegaron a una mesa a la sombra fue:

—Siento haber sido tan… no sé, por teléfono…

—Me asustaste. He estado a punto de no venir.

—Medio sándwich para cada uno. La limonada es para ti.

—Te has acordado —se sorprendió Andy Candy con una risita—. Creo que no he bebido esto desde… —Se detuvo. No tenía que decir «desde que salíamos juntos» para que él la entendiera. Empujó el sándwich hacia él—. Ya he almorzado. Cómetelo tú. Tienes aspecto de necesitarlo.

Moth asintió, reconociendo la exactitud del comentario.

—Pero tú sigues siendo bonita. Incluso más bonita que cuando… —Se interrumpió. No quería recordarle su ruptura, aunque su presencia no haría otra cosa.

—No me considero bonita —dijo ella encogiéndose de hombros—. Solo algo mayor. —De nuevo sonrió antes de añadir—: Los dos somos mayores.

Siguió mirándolo y al final le dio un mordisco al sándwich. Moth pensó que era un poco como la directora de una funeraria que observara un cadáver recién llegado para ser vestido para el ataúd.

—¿Qué fue de ti, Moth?

—Quieres decir…

—Sí. Después de nuestra separación.

—Fui a la universidad. Estudié mucho, saqué muy buenas notas. Me licencié con honores. No fui a la facultad de Derecho como quería mi padre. Luego empecé un posgrado en Historia de Estados Unidos porque no sabía qué más hacer. Bastante inútil desde su punto de vista, supongo, al pensar en lo que pasó, aunque sea algo que me encanta… —Se interrumpió. Ella no le había preguntado por su currículo—. Comencé a tener problemas con el alcohol —dijo en voz baja—. Problemas serios. Soy lo que los psiquiatras llaman un bebedor compulsivo. Todo empezó en cuanto me fui de casa. Era como andar por la cuerda floja. Primer paso, saca buenas notas; segundo paso, emborráchate; tercer paso, saca sobresaliente en un trabajo; cuarto paso, emborráchate como una cuba; ya me entiendes.

—¿Y ahora? —preguntó.

—Esa clase de problema jamás te abandona —comentó Moth—. Mi tío me ayudaba. Era quien me llevaba a un sitio mejor.

A veces una mirada penetrante vale tanto como una pregunta. Es lo que ella hizo para que él continuara.

—Yo encontré su cadáver.

—Se suicidó. Me lo dijiste, pero…

—Eso es lo que no me creo —la interrumpió Moth—. Ni por un puto instante.

La repentina palabrota le permitió atisbar una rabia que a Andy Candy le resultó desconocida. Moth alzó los ojos hacia el cielo azul antes de continuar.

—Es lo que te dije por teléfono: él no me habría dejado solo. Éramos compañeros. Teníamos un acuerdo. No sé, quizá se le pueda llamar así, un acuerdo. Una promesa. Nos iba bien a los dos. Él se mantenía sobrio para ayudarme. Yo me mantenía sobrio para ayudarlo dejando que me ayudara. Cuesta entenderlo si no eres alcohólico, pero es lo que hay.

Le dio algo de vergüenza describirse como «alcohólico», por más exacto que fuera. Miró a Andy Candy. Ya no era la chica del instituto con la que había perdido la virginidad al arrebatarle la suya. La mujer que tenía delante parecía el resultado de un artista que hubiese tomado las líneas que esbozaban a una adolescente para añadirles color y forma hasta crear un retrato completo.

Ella asintió. Se le ocurrió que probablemente no había nadie a quien conociera mejor que a Moth, y a la vez nadie que fuera más desconocido para ella.

—¿Y ahora? —preguntó—. ¿Ahora quieres matar a un desconocido?

—Suena absurdo, ¿verdad? —sonrió Moth. Andy Candy tampoco tuvo que contestar esta pregunta. No sonreía—. Pero voy a hacerlo —añadió.

—¿Por qué?

—Es una cuestión de honor —indicó él, haciendo un gesto dramático—. Es lo menos que puedo hacer.

—Menuda estupidez tremendista. No eres policía. No sabes nada sobre matar.

—Aprendo rápido —replicó Moth.

De nuevo se produjo un breve silencio mientras él se giraba un poco para contemplar el agua.

—No esperaba que lo entendieras —dijo entonces. Lo que quería decir era: «Es una deuda que voy a pagar y no confío en nadie más, especialmente en la policía y el sistema judicial». No lo dijo en voz alta, aunque pensó que debería hacerlo, pero no lo hizo.

Andy Candy miró las mismas olas azules a lo lejos.

—Sí que lo esperabas —lo contradijo—. Si no, no me habrías llamado. —Empezó a levantarse. «Vete de aquí. ¡Lárgate ya!». Las voces que gritaban en su interior eran como las alucinaciones espontáneas que dan órdenes a los esquizofrénicos: potentes, imperativas. «Márchate ahora mismo. El Moth al que amabas ya no existe».

—Andy —dijo Moth con cautela—. No sabía a quién más recurrir.

Ella volvió a sentarse en el banco. Dio un largo sorbo a la limonada.

—¿Por qué crees que puedo ayudarte, Moth?

—No lo sé. Simplemente recordé… —Se detuvo.

Andy Candy lo vio volverse hacia el agua y luego hacia el cielo. Alargó la mano, pero la retiró bruscamente. Él debió de ver el movimiento, porque se volvió hacia ella y puso una mano sobre la suya. Por un instante, Andy Candy miró las manos de ambos y un recuerdo eléctrico le recorrió la piel. Y entonces apartó su mano.

—No me toques —pidió en voz baja, casi susurrante.

—Lo siento. No era mi intención…

—No quiero que nadie vuelva a tocarme nunca —dijo.

Las palabras le salieron en un tono de desesperación mezclado con rabia. De repente tuvo miedo de echarse a llorar y de que todo lo que le había sucedido saliera a la superficie. Vio que Moth procuraba entender.

—No debería relacionarme contigo —añadió. A pesar de lo duras que eran estas palabras, pronunciadas por ella sonaron suaves—. Me partiste el corazón.

—Y también el mío —dijo Moth, sacudiendo la cabeza—. Fui un imbécil, Andy. Lo siento.

—No quiero una disculpa. —Andy inspiró bruscamente y adoptó un tono oficioso—. Esto es sin duda un error. ¿Me estás oyendo, Moth? Un error. ¿Qué es lo que quieres de mí?

—Me retiraron el carnet de conducir. ¿Podrías llevarme en coche a un par de sitios?

—Sí.

—¿Acompañarme mientras hablo con un par de personas?

—Sí. Si eso es todo.

—No —dijo Moth—. Hay otra cosa.

—¿Cuál?

—Si en algún momento crees que estoy totalmente loco, me lo dices. Y te marchas de mi lado para siempre. —Era lo único que Moth había ensayado en el trayecto de autobús hasta el parque.

Andy Candy guardó silencio. Una parte de ella insistía: «Díselo ahora mismo, levántate, vete y no mires atrás». Se sentía como si estuviera descendiendo por una escarpada pendiente rocosa de esquisto y perdiendo el apoyo. Miró a Moth y pensó que tendría que hacer eso por él porque una vez lo había amado con apasionada intensidad adolescente, y ayudarlo ahora sería la única forma de acabar realmente con todos los sentimientos que aún conservaba.