—Eres una asesina.
—No, no lo soy.
—Sí que lo eres. Tú lo mataste. O la mataste. Pero lo hiciste. No fue nadie más. Lo hiciste tú solita, sin ayuda de nadie. Criminal. Asesina.
—No. No lo hice. No podría hacer algo así. De verdad que no.
—Sí pudiste. Y lo hiciste. Asesina.
Una semana después de abortar, Andy Candy yacía en posición fetal, acurrucada entre volantes rosados y cojines de tono pastel en la cama del pequeño cuarto del modesto hogar en que había crecido. Candy no era parte de su verdadero nombre, sino una rima infantil que su difunto padre, que la adoraba, usaba desde siempre. Él se llamaba Andrew, y ella tenía que haber sido niño y heredado su nombre. «Andrea» fue el acuerdo que sus padres alcanzaron en el hospital cuando les entregaron una niña, pero desde entonces había sido Andy Candy, un recordatorio constante de su padre y del cáncer que se lo había llevado prematuramente, un peso que Andy Candy siempre llevaba consigo.
Su apellido era Martine, pronunciado con un ligero tono afrancesado como reconocimiento familiar a los antepasados que habían emigrado a Estados Unidos casi ciento cincuenta años antes. Tiempo atrás, Andy Candy había soñado con viajar a París para rendir homenaje a su ascendencia, para ver la torre Eiffel, comer croissants y dulces, y puede que para tener una aventura con un hombre mayor que ella en una especie de romance de película nouvelle vague. Era solo una de las muchas fantasías placenteras sobre lo que haría en cuanto se licenciara en la universidad, provista de un diploma en Literatura inglesa. Hasta tenía un vistoso póster de una agencia de viajes colgado en la pared de su dormitorio: una despampanante pareja tomada de la mano paseaba por el Sena en octubre. El póster rezaba «París es para los amantes», una visión simplista en la que, sin embargo, Andy Candy creía a pies juntillas. En realidad, no hablaba francés ni conocía a nadie que lo hablara, y aparte de un viaje con el instituto a Montreal para ver una representación teatral de Esperando a Godot, nunca había ido a ningún sitio especialmente francés. Ni siquiera había oído hablar el idioma a nadie que no fuera un profesor.
Pero ahora, en cualquier lengua, Andy Candy estaba sufriendo, llorando desesperada, y seguía discutiendo consigo misma, siendo por un segundo alguien que suplicaba perdón retorciéndose las manos, para acto seguido pasar a arengarse a sí misma como lo haría un ama de casa gruñona, una celosa fiscal, incluso una inquisidora despiadada e implacable, cubierta con una capucha oscura.
—No tenía otra opción. Ninguna. De verdad. ¿Qué podía hacer?
—Todo el mundo tiene opciones, asesina. Muchas opciones. Has hecho algo muy malo y lo sabes.
—No es verdad. No tenía otra alternativa. Hice lo correcto. Lo siento mucho, muchísimo, pero fue lo correcto.
—Es fácil decir eso, asesina. Muy fácil. ¿Para quién era lo correcto?
—Para todos.
—¿De veras? ¿Para todos? ¿Estás segura? Menuda mentira. Mentirosa. Asesina. Asesina mentirosa.
Andy Candy abrazó un raído osito de peluche. Se tapó la cabeza con un edredón confeccionado a mano, decorado con corazones rojos y flores amarillas, como si pudiera distanciarse de la acalorada discusión. Se sentía dividida en dos partes que combatían en su interior: una, lloriqueante y arrepentida; la otra, insistente. Deseaba volver a ser una niña. Se estremeció, sollozó y pensó que abrazando un peluche podría de algún modo quitarse años, retrotraerse a un tiempo en que las cosas eran mucho más fáciles. Era como si quisiera esconderse en su pasado para que su futuro no pudiera darle caza.
Hundió la nariz en el osito y sollozó, intentando amortiguar su voz para que nadie la oyera. Después, jadeando un poco, se tapó una oreja con el peluche y la otra con la mano, como si quisiera tapar las voces que discutían.
—No fue culpa mía. Yo fui la víctima. Perdóname, por favor.
—Eso nunca.
La madre de Andy Candy se toqueteó con un dedo el crucifijo que le colgaba del cuello antes de tocar un do en el piano. Extendió los dedos sobre las teclas blancas de un modo muy parecido a como hacía Adrien Brody en El pianista, su película favorita, cerró los ojos y se lanzó a interpretar un Nocturno de Chopin sin pulsar las teclas. No necesitaba oír las notas para escuchar la música. Sus manos se deslizaban sobre el teclado relucientes como la espuma blanca de las olas.
Sabía que su hija estaba llorando desconsoladamente en el cuarto de atrás. Tampoco oía ese sonido, pero, como con Chopin, sus notas eran clarísimas. Suspiró hondo y descansó las manos en el regazo, como si tras el acorde final de un recital esperara los aplausos. La música de Chopin se desvaneció, sustituida por el concierto de tristeza que se estaba interpretando en la parte posterior de la casa.
Se encogió de hombros y se giró en la banqueta. Como faltaba por lo menos media hora para que llegara su siguiente alumno, tenía tiempo de ir a consolar a su hija. Pero ya lo había intentado muchas veces aquella última semana, y todos sus abrazos, palmaditas en la espalda, caricias en el pelo y palabras cariñosas solo habían provocado más lágrimas. Había intentado ser razonable: «Que te violen en una cita no es culpa tuya». Y sensible: «No puedes castigarte a ti misma». Y finalmente, práctica: «Mira, Andy, no puedes esconderte aquí. Tienes que empezar a rehacerte y enfrentarte a la vida. Traer un hijo no deseado al mundo es un pecado».
No sabía si se creía esta última frase.
Dirigió la vista al raído sofá del salón, donde un cruce entre doguillo y caniche, un chucho dorado con pinta de bobo y un galgo de ojos tristes estaban reunidos, observándola ansiosos. Los tres perros tenían aquella expresión con la que parecían decir: «¿Y ahora qué? ¿Damos ya ese paseo?». Cuando sus miradas se encontraron con la de ella, tres colas de distintas formas y tamaños empezaron a menearse.
—Nada de paseos —dijo ella—. Más tarde.
Los perros, todos adoptados en la perrera por su marido, un veterinario bondadoso, antes de su muerte, siguieron sacudiendo la cola; era posible que comprendieran el motivo de la demora.
«Los perros son así —pensó—. Saben cuándo estás feliz. Y cuándo triste».
Hacía cierto tiempo que nadie habría usado la palabra «feliz» para describir aquella casa.
—Andrea —dijo en voz alta la madre de Andy Candy en un tono cansado que reflejaba frustración—. Voy para allá. —Lo dijo, pero no se movió de la banqueta del piano.
Sonó el teléfono.
Pensó que no debería contestar, aunque no habría sabido por qué. Pero tendió la mano hacia el auricular a la vez que miraba a los tres perros y señalaba el final del pasillo, donde sabía que su hija estaba sufriendo.
—A la habitación de Andy Candy. Id. Intentad animarla.
Los perros, mostrando una obediencia que decía mucho de la habilidad de su difunto marido para adiestrar animales, saltaron del sofá y corrieron con entusiasmo por el pasillo. Sabía que si la puerta estaba cerrada, ladrarían, y el cruce entre doguillo y caniche se levantaría sobre las patas traseras y empezaría a arañar la puerta frenéticamente para que su hija lo dejara entrar. Si estaba entreabierta, el trío entraría en fila india hasta su cama.
«Buena idea —pensó—. A ver si ellos consiguen que se sienta mejor».
Y entonces, la madre de Andy Candy contestó al teléfono:
—¿Sí?
—¿La señora Martine?
—Yo misma. —La voz de su interlocutor le resultó extrañamente familiar, aunque un poco insegura y tal vez temblorosa. Intentó asignar un rostro al acento.
—Soy Timothy Warner…
Sintió una oleada de recuerdos y cierto placer.
—¡Moth! ¡Caramba, Moth, qué sorpresa…!
Una vacilación.
—Quería… quería hablar con Andrea, y me preguntaba si podría darme su número de la facultad.
La madre de Andy Candy no respondió al instante. Estaba recordando que Moth, que solía pasear su apodo con orgullo, solía llamar a su hija por su verdadero nombre. No siempre, pero a menudo utilizaba el formal «Andrea», lo que, para ella, lo había elevado de categoría.
—Me enteré de lo del doctor Martine —añadió Moth, cauteloso—. Envié una tarjeta. Tendría que haber llamado, pero…
El joven quería decir algo sobre la muerte de su marido por cáncer de colon, pero ya no había nada que decir.
—Sí. La recibimos. Fue muy amable de tu parte. Siempre le caíste bien, Moth. Gracias. Pero ¿por qué llamas ahora? ¡Hace años que no sabemos nada de ti, Moth!
—Sí. Cuatro, creo. Puede que un poco menos.
Cuatro, naturalmente, lo situaba poco antes del fallecimiento de su marido.
—Pero ¿por qué ahora? —repitió. No estaba segura de si necesitaba proteger a su hija. Andy Candy tenía veintidós años y podía ser considerada una adulta, aunque en ese momento la joven que sollozaba en el cuarto de atrás parecía bastante más cerca de ser un bebé. Por lo que recordaba, el Moth que había conocido hacía unos años no suponía ninguna amenaza, pero cuatro años era mucho tiempo y no sabía en qué se habría convertido. La gente cambiaba, y su repentina llamada la había sorprendido: ¿ayudaría o lastimaría a su hija hablar con su primer novio?
—Solo quería… —Moth se detuvo y suspiró, resignado—. Si no quiere darme su número, no pasa nada…
—Está en casa.
Un breve silencio.
—Creía que estaría terminando el semestre. ¿No se licencia en junio?
—Ha tenido cierto contratiempo. —La madre de Andy Candy creyó que era una descripción lo bastante neutra de un embarazo indeseado.
—Yo también. Por eso quería hablar con ella.
La mujer se quedó callada un momento, dilucidando una ecuación mental. Era más que algo matemático, era una partitura musical para acompañar emociones arrolladoras. Tiempo atrás Moth había interpretado acordes mayores en la vida de su hija, pero no estaba del todo segura de que este fuera el momento adecuado para hacerlos sonar de nuevo. Por otra parte, Andy Candy podría ponerse legítimamente furiosa cuando averiguara que su antiguo novio había llamado y que su madre, queriendo protegerla, había impedido que hablaran. Como no sabía exactamente qué responder, llegó a un arreglo seguro para ella:
—¿Sabes qué, Moth? Iré a preguntarle si quiere hablar contigo. Si dice que no, bueno…
—Lo entiendo. Tampoco es que termináramos de una forma demasiado amistosa por aquel entonces. Pero gracias. Se lo agradezco.
—Muy bien. Espera.
—Si prometo no volver a matar nunca a nadie, ¿me dejarás en paz? Por favor.
—No prometas lo que no puedes cumplir, asesina.
Los perros rodearon a la muchacha como se les había ordenado. Trataban de llegarle a la cara bajo las mantas, apartándolas con el hocico, ansiosos por lamerle las lágrimas con vehemencia perruna. La inquisidora que había en su interior pareció retroceder hacia una penumbra recóndita al verse sitiada por aquellas olorosas peticiones de atención, resoplidos y toques de patitas. Esbozó una leve sonrisa y contuvo un último sollozo; era difícil estar triste cuando unos perros cariñosos te daban golpecitos con el hocico, a la vez que era difícil no estarlo.
No oyó a su madre en la puerta hasta que habló:
—¿Andy?
—Déjame en paz —fue su respuesta inmediata.
—Tienes una llamada al teléfono.
—No quiero hablar con nadie —fue la esperada respuesta, llena de amargura.
—Ya lo sé —repuso su madre con dulzura. Vaciló, y añadió—: Es Moth. ¿Te lo puedes creer?
Andy Candy inspiró bruscamente. Los recuerdos la asaltaron: los había buenos y felices, pero también tristes y atormentados.
—Está al teléfono, esperando —repitió innecesariamente su madre.
—¿Sabe que…? —empezó la joven, pero se interrumpió porque conocía la respuesta: «Por supuesto que no».
Andy Candy supo que si decía que no o si pedía a su madre que le tomara nota de su número para devolverle la llamada después, el motivo que él tuviera para llamarla desaparecería para siempre. No sabía qué hacer. El pasado la atrapó como una fuerte corriente que la alejaba de la seguridad de la playa. Recordó las risas, el amor, el entusiasmo, la aventura, algo de dolor y algo de placer, y también la rabia y aquella terrible depresión y abatimiento cuando cortaron.
«Mi primer amor del instituto —pensó—. Mi único amor auténtico. Eso deja una huella profunda».
Algo en ella le dictaba: «Dile que le diga “No, gracias; ya lo está pasando suficientemente mal ahora mismo, ¿sabes?”. Dile que le diga que solo quieres que te dejen en paz. No es necesaria otra explicación. Y que cuelgue». Pero no lo dijo, ni eso ni nada de lo que resonaba en su interior.
—Hablaré con él —dijo, sorprendiéndose a sí misma, y se levantó, apartando a los perros.
«¿Estás segura de querer abrir esta puerta?», pensó mientras tendía la mano hacia el teléfono supletorio.
Se llevó el auricular al oído, esperó un momento y dirigió una mirada dura a su madre, quien retrocedió por el pasillo para dejarla sola. Andy Candy inspiró hondo y se preguntó si podría hablar sin que se le quebrara la voz.
—¿Moth? —susurró finalmente.
—Hola, Andy.
Dos palabras, dichas como si la otra persona estuviera a kilómetros y años de distancia, pero el espacio y el tiempo se unieron explosivamente, casi como si Moth estuviera de repente a su lado en su cuarto, acariciándole la mejilla. Levantó la mano como si notara su roce en la piel.
—Cuánto tiempo.
—Sí, lo sé. Pero he pensado mucho en ti —respondió él—. Últimamente, aún más, supongo. ¿Cómo te ha ido?
—No muy bien.
—A mí tampoco —reconoció Moth tras un breve silencio.
—¿Por qué me llamas? —preguntó Andy Candy, y se sorprendió de mostrarse tan brusca. ¿Era propio de ella ser directa y tajante? Pero el mero hecho de oír la voz de su antiguo novio la llenaba de sentimientos tan confusos que no sabía cómo reaccionar, aunque no se le escapaba que uno de esos sentimientos era placentero.
—Tengo un problema —dijo Moth de forma lenta y prudente. No era así como ella lo recordaba, sino más impulsivo y rebosante de energía temeraria. A partir de esas pocas palabras intentó descubrir en quién se habría convertido durante ese tiempo. Él añadió—: No. En realidad tengo muchos problemas. Grandes y pequeños. Y no sabía a quién recurrir. Ya no hay demasiada gente en quien confíe, así que pensé en ti.
Andy Candy no supo si eso era un cumplido.
—Te escucho —dijo, pero pensó que no bastaba. Tenía que decir algo más para animarlo a continuar. Moth era así. Un empujoncito, y se abriría del todo—. ¿Por qué no empiezas por…?
—Mi tío —dijo él, interrumpiéndola. Y repitió—: Mi tío. —Su voz reflejaba cierta desesperación—. Confiaba en él, pero murió.
—Siento oír eso. Era el psiquiatra, ¿verdad?
—Sí. Lo recuerdas.
—Solo lo vi una o dos veces. Era distinto al resto de tu familia. Me gustaba. Era divertido. Eso es lo que recuerdo. ¿Cómo…? —No tuvo que terminar la pregunta.
—No fue como tu padre. No se puso enfermo. Nada de hospitales ni sacerdotes. Mi tío se pegó un tiro. O eso cree todo el mundo. Toda mi estirada familia y la maldita policía.
Andy Candy no dijo nada.
—Yo no creo que se suicidara —añadió el joven.
—¿No?
—No.
—Entonces, ¿qué…?
—Creo que lo mataron.
—¿Por qué lo crees? —preguntó ella tras un silencio.
—Él no se habría matado. No era esa clase de persona. Se había enfrentado a tantos problemas en su vida, que uno más no lo habría amilanado. Y no me habría dejado totalmente solo. No ahora, ni hablar. Así que si él no lo hizo, tuvo que hacerlo alguien.
Andy Candy pensó que aquello no era realmente una explicación, sino más bien una conclusión basada en una convicción de lo más endeble.
—Tengo que encontrar a su asesino. —La voz de Moth sonó fría y dura, apenas reconocible—. Nadie más lo buscará. Solo yo.
Andy Candy se quedó callada un instante. La conversación no discurría en absoluto como había esperado, pese a que no sabía qué había esperado.
—Pero ¿cómo…? —empezó, sin esperar respuesta.
—Y cuando lo encuentre, tendré que matarlo. Quienquiera que sea —afirmó Moth con una ferocidad inesperada. «Nada de llamar a la policía ni de andarse con medias tintas».
Estupefacta, Andy Candy se asustó, pero no colgó.
—Necesito tu ayuda —añadió él.
«Ayuda» podía significar muchas cosas. La muchacha se dejó caer hacia atrás en la cama, como si la hubieran tumbado de un fuerte empujón. Temió quedarse sin respiración.
—Asesina. No hagas promesas que no puedes cumplir.