DÍA D MÁS UNO
HASTA DÍA D MÁS NOVENTA
El Día D, las unidades británicas que desembarcaron en las playas llegaron hasta Bénouville. Hasta agosto no alcanzaron Caen y la superaron. El plan original establecía que las fuerzas acorazadas, una vez desembarcadas en las playas, seguirían directamente hasta Bénouville, a lo largo de la carretera del canal, y de allí marcharían hasta Caen. Sin embargo, la resistencia feroz del enemigo en Bénouville, Le Port y Ranville convenció al Alto Mando británico de que la prudencia exigía ponerse a la defensiva. De modo que, después de pasar todo el 6 de junio en audaces y agresivas operaciones ofensivas, los británicos se mantuvieron a la defensiva desde el 7 de junio hasta casi finales de agosto, intentando romper el frente tan sólo una vez a mediados de julio, en la llamada Operación Goodwood.
El papel de la Compañía D en esta fase defensiva de la batalla no tuvo nada de espectacular. Desapareció el glamour, la emoción y la satisfacción inherentes al golpe de mano en el que habían participado. Sin embargo, durante esta fase de las operaciones se produjeron muchas más bajas. La Compañía D, en definitiva, se convirtió en una compañía de infantería normal y corriente.
El proceso comenzó justo después de la medianoche, en los primeros minutos del 7 de junio. La compañía se alejaba de los puentes, tirando de la carreta cargada con los equipos de combate. «Pero esa puñetera carreta de granja —recuerda Todd Sweeney—, siempre se salía de la carretera». Era una carretera estrecha, de muy mala calidad, con muchos árboles a los lados, y estaba oscura como la boca de un lobo. Jack Bailey dice: «Calculé que se necesitaban dos bueyes para esa carreta, porque no importaba cuánto tiráramos de ella, siempre se salía de la carretera».
Bailey dice que nunca escuchó tantas palabras malsonantes juntas (y se convirtió en sargento mayor regimental tras la guerra, así que escuchó muchas). Howard intentaba en vano hacer callar a los hombres.
Finalmente, la Compañía D dejó la carreta por imposible. Las largas marchas con pesados paquetes eran algo totalmente natural para la Compañía. Cada hombre cargó con lo que podía, parte del equipamiento fue dejado en la odiada carreta, y la Compañía D siguió marchando, como han hecho los soldados de infantería desde la noche de los tiempos, tambaleantes bajo el peso de la carga.
Fue una Compañía D mermada la que marchó hacia Ranville. Howard había aterrizado en Normandía veinticuatro horas antes con 181 oficiales y hombres. Sus bajas de combate, teniendo en cuenta que habían estado continuamente en acción, eran extraordinariamente pocas: dos hombres muertos y catorce heridos. Había un pelotón aún sin localizar.
Sus pérdidas administrativas, sin embargo, habían sido importantes. Tras descargar los planeadores y después de que los Comandos abrieran la carretera, los pilotos de los planeadores tenían órdenes de retirarse hacia las playas y, siguiendo las órdenes especiales de Montgomery, regresar a Inglaterra. Por la tarde, los pilotos habían cumplido con esas órdenes, privando así a Howard de otros diez hombres[8]. A medida que las comunicaciones entre Bénouville y la costa iban mejorando, le fueron quitando los zapadores, que debían reintegrarse a sus unidades de origen. Eso le supuso casi dos docenas de hombres. Y en cuanto terminó la marcha, tuvo que entregarle los pelotones de Fox y Smith a la Compañía B, otros cuarenta hombres menos. Su compañía reforzada contaba en las primeras horas del 6 de junio con 181 hombres; en las primeras horas del 7 de junio ya sólo le quedaban 76. Y cuando Fox y Smith regresaron a la Compañía B, el único oficial de Howard que estaba en forma para seguir combatiendo era Sweeney. Todos los demás estaban muertos, heridos o desaparecidos.
La Compañía D marchó en torno a Ranville. Estaba oscuro, había numerosas curvas en las carreteras y una profusión de cruces, además de paracaidistas corriendo de aquí para allá. La Compañía D se perdió. Howard decidió detenerse unos instantes y le expuso a Sweeney la situación: «No estoy muy satisfecho con todo esto, Tod. Ya nos tendríamos que haber encontrado con el regimiento, la cola de la columna debería estar por aquí, de modo que no quiero seguir avanzando con la compañía por esa carretera. ¿Por qué no sigues tú con un par de muchachos y ves si puedes ponerte en contacto con el regimiento? Luego regresas aquí y te reúnes conmigo».
Sweeney se puso en camino con el cabo Porter y un soldado. «Llegamos a Herouvillette —cuenta Sweeney—, era un sitio espeluznante, había palomas revoloteando y haciendo ruidos, paracaidistas colgados todavía de los edificios, cadáveres por todas partes». Se suponía que Sweeney tenía que girar en Herouvillette y dirigirse hacia Escoville, pero se pasó el giro, vagó de un lado para otro durante una hora y finalmente encontró la carretera correcta. Entonces partió hacia Escoville en busca del regimiento.
Después de recorrer casi cien metros, vio una oscura figura delante de él. Avanzando en silencio y con cuidado se acercó a ella. Se oyó el sonido metálico de una puerta de acero, lo que le permitió descubrir que se trataba de un vehículo blindado alemán. Sweeney y sus hombres se habían entrenado para situaciones como aquélla durante los años en Bulford. Sweeney sacó una granada, la lanzó, y empezó a correr de regreso hacia Herouvillette, mientras el cabo Porter lo cubría con su ametralladora Bren.
Sweeney corría a toda prisa por la carretera. «El otro soldado era un granjero grande y lento que realmente apenas podía correr. Nunca había hecho nada de atletismo y, sin embargo, cuando corríamos por la carretera me adelantó, lo cual me disgustó mucho. Le dije: “Oye, soldado, espérame”. Me pareció bastante mal que me pasara en la carretera».
Los alemanes reaccionaron rápidamente. Las balas trazadoras pasaban zumbando junto a Sweeney y el soldado, mientras Porter seguía disparando con su ametralladora Bren. El oficial y el soldado se escondieron detrás de un edificio para esperar a Porter, pero el tiroteo continuaba y Sweeney decidió que tenía que regresar e informar a Howard, con o sin Porter. Cuando Sweeney informó sobre lo sucedido, Howard le confesó que había oído los disparos y había pensado: «Dios mío, allí va el último de mis oficiales».
Sweeney le dijo: «John, las cosas no marchan bien por allí. Dondequiera que haya ido el regimiento, no ha pasado por esa carretera camino de Escoville. Acabo de encontrarme con un vehículo blindado y he perdido al cabo Porter». Howard estuvo de acuerdo con él y le dijo que regresarían por donde habían venido y seguirían buscando al regimiento. Lo hicieron, y descubrieron que en realidad no se habían perdido porque el regimiento había acampado durante la noche en un lugar diferente del comunicado a Howard. En su camino habían pasado cerca en dos ocasiones en las últimas dos horas. Eran las 03.00 horas.
Howard se presentó en el puesto de mando del batallón. Allí, para su gran satisfacción, vio a Brian Priday y a Tony Hooper. Después de los saludos, le contaron su historia: cómo se habían dado cuenta de que estaban en el puente equivocado, cómo Hooper había caído prisionero y luego había sido liberado por Priday, que mató a sus captores con su Sten, cómo se habían puesto en camino corriendo a campo traviesa, a través de pantanos y cenagales, escondiéndose en graneros, enzarzándose en tiroteos con las patrullas alemanas y cómo luego encontraron a los paracaidistas y finalmente llegaron a Ranville. Ahora la Compañía D tenía veintidós hombres y dos oficiales más, incluyendo al segundo en el mando. Howard reorganizó la compañía en tres pelotones, bajo el mando de los tres oficiales que le quedaban.
A las 04.00 horas, los comandantes de pelotón habían acomodado a sus hombres en literas alemanas y habían encontrado camas para ellos en una casa. Durmieron durante dos horas. A las 06.00 horas, Howard los despertó; a las 06.30 horas la compañía estaba de nuevo en marcha. Cuando llegó al cruce de carreteras y a la curva hacia la izquierda que conducía a Escoville, cuenta Sweeney que «allí estaba el cabo Porter sentado en el borde de la carretera con su ametralladora Bren. Me miró y dijo: “¿Dónde se había metido, señor?”, y yo le respondí, “Lo siento, Porter, pero realmente tenía que regresar e informar”».
La Compañía D reanudó la marcha hacia Escoville. «De repente nos encontramos en medio de un intenso bombardeo llevado a cabo por varias piezas de 88 mm», cuenta Howard. Hubo algunas bajas antes de que la compañía saliese de la carretera para seguir avanzando campo a traviesa, cubiertos por algunos árboles, hasta llegar a la granja que había elegido como puesto de mando de su compañía. Puso a los tres pelotones en posición. Inmediatamente se desencadenó un intenso fuego de mortero, vehículos autopropulsados, tanques, francotiradores, y artillería. Estaban siendo atacados por el 2.º Batallón de Granaderos Panzer del 125.º Regimiento de Von Luck, perteneciente a la 21.ª División Panzer. «Y esta gente —dice Sweeney con toda sinceridad—, era otra cosa si la comparamos con las tropas a las que nos habíamos enfrentado en los puentes». Hubo muchas bajas, pero la Compañía D sostuvo su posición.
Sobre las 11.00 horas, Howard hizo una ronda por los distintos pelotones. Hizo su primer alto en el de Sweeney. Howard empezó a estudiar al enemigo con sus prismáticos, «luego oí un zumbido y perdí el conocimiento». Había un agujero en su boina, y suficiente sangre como para convencer a los hombres de que estaba gravemente herido.
Cuando se extendió el rumor entre los hombres del pelotón de Sweeney, su primera reacción consistió en organizar patrullas para localizar y acabar con el francotirador que había disparado a su comandante. Al relatar el incidente, Tappenden comentó: «Todos los hombres de la compañía admiraban al comandante Howard más que a nadie en este mundo, porque era un hombre que si no podía hacer algo, consideraba que los demás tampoco podían y no le pasaba por la cabeza pedir que se hiciese. Lo adorábamos y queríamos vengarnos». Afortunadamente, Howard recobró el conocimiento en menos de media hora —la bala sólo lo había rozado—, y ordenó a los hombres que mantuvieran sus posiciones.
A media tarde, los alemanes habían avanzado con su ataque hasta tal punto que había tanques germanos entre el pelotón de Hooper y los otros dos. Desde el batallón se ordenó una retirada hacia Herouvillette. Ésta se llevó a cabo de forma bastante ordenada, teniendo en cuenta la presión y el hecho de que Howard había perdido casi la mitad de su fuerza de combate en medio día.
Parr y Bailey cubrieron la retirada. Cuando se escondieron detrás de una casa, Parr le dijo jadeando al capellán que estaba allí de pie entre los heridos: «Vámonos. Están justo detrás nuestro». El padre le respondió que él se quedaba con los heridos y que sería capturado con ellos para poder acompañarlos en el campo de prisioneros de guerra y ayudarlos en todo lo que necesitaran. Bailey y Parr se miraron. Después organizaron a algunos de los muchachos, fabricaron unas camillas improvisadas y llevaron a los heridos de regreso a Herouvillette. «No estaba muy lejos —dice Parr—, a tan sólo poco más de un kilómetro».
Parr continúa: «Cuando llegamos allí, hasta donde podíamos ver, alineados en la cuneta, estaba el resto de los muchachos, todos mirando hacia la dirección en la que venían los soldados alemanes. Y el sargento mayor del regimiento, casi con lágrimas en los ojos, frente a ellos, y caminando a zancadas de un lado para otro, decía con una voz atronadora: “Bien hecho, muchachos. Bien hecho. Esta vez, esperad a que esos bastardos lleguen hasta nosotros. Los liquidaremos. Estoy orgulloso de vosotros. Bien hecho”».
Entre los hombres que yacían allí, recuerda Parr, había algunos heridos, otros presos de la neurosis de guerra causada por los bombardeos, todos «sencillamente estaban hechos polvo», con sus ametralladoras Bren y las armas alemanas que habían capturado, sus morteros y sus Piat, mientras el sargento mayor seguía caminando a grandes zancadas, «maldiciendo a los cuatro vientos y diciendo lo que les íbamos a hacer a esos bastardos».
Siguió una escena más evocadora de la Primera Guerra Mundial que de la Segunda. Cuando los alemanes llegaron, la Compañía D los acribilló como si estuvieran repitiendo la Batalla de Mons. Pero eso no hizo más que destacar la transformación que había sufrido el papel de la Compañía D. El 6 de junio, había representado la innovación táctica y el progreso tecnológico. El 7 de junio luchó con las mismas tácticas que utilizaron las compañías de infantería normales hacía treinta años, en Mons y durante toda la Primera Guerra Mundial.
Howard instaló su puesto de mando en Herouvillette. La compañía permaneció allí cuatro días, hostigada constantemente por fuego de mortero y artillería, teniendo a veces que enfrentarse a tanques e infantería. Se quedó con menos de cincuenta soldados útiles.
La compañía se trasladó dos veces más; posteriormente se instaló en posiciones defensivas en las que debió permanecer durante casi dos meses. «Lo único que podíamos hacer era enviar patrullas de combate cada noche para capturar prisioneros», dice Howard. Él mismo salía con esas patrullas. Una noche llevó con él a Wally Parr. Era un escenario macabro, bastante parecido a lo que imaginaba Howard que había sido Verdún. Estaban en la zona en la que acababa de tener lugar la Batalla de Bréville-les-Monts. A la luz de la luna, los cadáveres estaban desparramados por todas partes, principalmente hombres de la 51.ª División Highland, que había sido liquidada por una concentración de artillería. Howard y Parr encontraron un grupo de seis hombres, sentados en círculo en su trinchera, jugando a las cartas. A pesar de que seguían sentados, con las cartas en la mano, y a pesar de que no tenían heridas de bala ni de metralla, estaban todos muertos. Todos habían muerto por conmoción cerebral.
Durante este período, dice Howard, «el mayor problema que tuve fue mantener alta la moral de las tropas, porque siempre habíamos tenido la impresión de que seríamos retirados de Normandía para reorganizarnos en Gran Bretaña con vistas a otra operación aerotransportada». Después de todo, los pilotos de planeadores habían sido evacuados y ya estaban en Inglaterra preparándose para futuras operaciones.
Había otro problema para la moral: el bombardeo constante. «Los muchachos empezaron a obsesionarse con ello —dice Howard—. Al principio muchos de nosotros tendíamos a considerarlo como una forma de cobardía y éramos muy críticos. Recuerdo que solía tomarlo de una manera muy dura e insensible. Pero después de un tiempo, cuando empezamos a ver caer a algunos de nuestros camaradas, pronto cambiamos de opinión. Vimos que era una verdadera locura. Los hombres se escondían y se ponían hechos unas fieras durante los bombardeos, y se quedaban petrificados durante los ataques. No podían ser enviados de patrulla, ni siquiera podían ser utilizados como centinelas; la única respuesta era entregárselos al oficial médico, quien, después de asegurarse de que se trataba de un caso genuino, hacía que evacuaran al hombre como baja. Era patético ver caer a tantos hombres buenos».
El propio Howard estuvo a punto de caer. Cuatro días después del Día D, sumaba cinco días prácticamente sin dormir. El mes anterior al Día D, había sufrido la más intensa de las presiones. Sus pérdidas en Escoville y Herouvillette fueron desgarradoras. «Me sentía tremendamente deprimido y pesimista —admite Howard—, estaba seguro de que la cabeza de puente aliada iba a derrumbarse por nuestro vulnerable flanco izquierdo. Sin embargo, una vez que el comandante y el médico me persuadieron del error, con veladas amenazas de evacuación, me libré afortunadamente de esas sensaciones». Al recordar todo aquello, Howard concluye diciendo: «Fue una experiencia espantosa».
Pero gracias a ella, Howard aprendió una lección. Se tomaba períodos regulares, aunque cortos, de sueño y se ocupaba de que sus jefes de pelotón, «en la medida de lo posible, intentaran organizarse para que todos pudieran descansar regularmente y se ocuparan de que los soldados escondieran sus cabezas, especialmente cuando estaban siendo atacados o bombardeados».
Otra manifestación de la presión que sufría la Compañía D eran las heridas que los soldados se infligían a sí mismos: «Disparos en las piernas o en los pies —como cuenta Howard—, que según ellos se producían mientras limpiaban las armas. Eran cuestiones muy difíciles de probar». Frente a unas cuestiones tan importantes, Howard menciona que «mantener alta la moral cuando las víctimas son muchas es siempre una gran prueba de liderazgo. Se necesita mucha disciplina y espíritu de cuerpo para superarlo, pero mantener ocupados a los hombres es la mejor de las curas: Las patrullas ofensivas, las partidas de francotiradores, las incursiones tras las líneas enemigas y, sobre todo, la información permanente sobre lo que sucede, son sumamente beneficiosas para la moral. Recoge todo lo que puedas en el cuartel general, informa de cómo va la batalla y convoca asiduamente reuniones con los hombres para pasar la información».
Howard iba al cuartel general del regimiento no sólo para averiguar qué era lo que estaba sucediendo, sino para hacer todas esas pequeñas cosas que hace un buen comandante de compañía. Por ejemplo, asegurarse de que había suficientes cigarrillos («el índice de consumo de cigarrillos entre las tropas aumentó asombrosamente», recuerda Howard), con un suministro extra después de una batalla o un bombardeo. También se aseguraba de la llegada y la distribución inmediata de la correspondencia («fundamental para mantener la moral alta»). Howard solía enviar mensajeros al cuartel general para que recogiesen la correspondencia si creía que podía dedicar a ello algunos minutos. Otra de sus preocupaciones consistió en conseguir pan fresco. (El primer envío no llegó hasta veinticinco días después del Día D. «Me sorprendió lo mucho que lo habíamos llegado a desear»).
Limpiar las armas era una obsesión. Era lo primero que se hacía por la mañana; al amanecer, después del desayuno, lo sacaban todo (fusiles, ametralladoras, Piats, morteros, granadas, municiones) para su limpieza, lubricación e inspección. Para entonces ya casi todo el mundo tenía una Schmeisser.
Durante este período de guerra prácticamente estática, según Howard: «una cosa a la que nunca pude acostumbrarme eran los olores de la batalla. El peor era el de los cuerpos muertos en estado de putrefacción. Los hombres eran enterrados, pero había reses muertas pudriéndose por todas partes. En pleno verano era un infierno. En el Château Saint Come había un establo lleno de maravillosos caballos de carreras que murieron atrapados por las llamas. El nauseabundo olor que emanaba de ese lugar se extendió por una zona muy amplia, era repugnante. Finalmente lo vencimos con montones de cal. Puedes imaginarte los enjambres y enjambres de moscas que provocó esa pira. Luego estaba el olor acre de la cordita y de los explosivos que seguía a cada bombardeo. Duraba días enteros. Era imposible escapar de aquellos espantosos olores, y además de todas las inevitables incomodidades que surgían por la falta de instalaciones para lavarse, uno sólo deseaba ardientemente alejarse de todo aquello, ir donde el aire fuera fresco, hubiese agua limpia y caliente, dispusiéramos de incontables mudas, y pudiésemos dormir en camas con sábanas blancas, limpias y frescas».
Pero la cuestión que afectaba más a la moral tenía que ver con una pregunta que asaltaba a todos los hombres: «¿Por qué estamos siendo desperdiciados de este modo? Seguramente tiene que haber otros puentes entre aquí y Berlín que deberán ser tomados intactos».
De hecho constituyen un auténtico misterio las razones por las que el Ministerio de la Guerra desaprovechó a la Compañía D. Era un elemento de incalculable valor, una compañía única en todo el Ejército británico. Se habían gastado enormes sumas de dinero en su entrenamiento. Su combinación de entrenamiento, técnicas especiales y oficiales cuidadosamente escogidos era insuperable. Podía entrar en acción en cuestión de segundos después de aterrizar el planeador; podía trasladarse y cumplir con sus tareas sin que se le dijera nada, y con la precisión de un equipo de fútbol muy bien entrenado. Podía matar. Podía luchar contra tanques con armamento ligero. Gozaba de una resistencia inhabitual. Tenía velocidad. Le gustaba combatir de noche. Sus logros habían sido reconocidos. El 16 de julio, en un campo de Normandía, el mariscal de campo Montgomery entregó personalmente a John Howard una DSO (Orden de Servicios Distinguidos).
A pesar de esto, el Ministerio de la Guerra permitió que la Compañía D se desangrara casi hasta su aniquilación frente a los cañones alemanes, sin darle las armas adecuadas para luchar contra un regimiento panzer. Sweeney fue herido, Priday fue herido, Hooper fue herido. En agosto no quedaba ninguno de los oficiales originales de la Compañía D, excepto el propio Howard. Todos los sargentos habían desaparecido. Thornton tenía una pierna herida y había sido evacuado, al igual que el cabo Parr.
Once días después del Día D, Howard fue herido de nuevo. Un proyectil de mortero impactó en un árbol y un trozo de metralla alcanzó algunas granadas en la trinchera, que explotaron. Howard recibió una herida de metralla en la espalada. Su conductor lo llevó a un puesto de primeros auxilios, donde un cirujano le quitó el trozo de metralla. Cuando terminó, el médico le dijo a Howard que se quedara allí tumbado un rato. A los pocos instantes empezaron a caer proyectiles de mortero enemigos y todo el mundo corrió para protegerse. Howard miró a su alrededor. Estaba solo en la sala de operaciones. Bajó de un salto de la mesa, se puso la camisa y la guerrera y salió al camino, donde vio a su conductor escondido debajo del jeep. «Regresemos a la compañía —le dijo Howard—, allí se está más tranquilo que aquí».
Howard había vuelto a primera línea, pero según la documentación del puesto de primeros auxilios había sido evacuado a Inglaterra. Como consecuencia, su correspondencia fue desviada a un hospital inglés. Había estado recibiendo diariamente cartas de Joy, pero de repente dejaron de llegar. En aquel entonces las bombas volantes V-1 y V-2 cubrían el cielo de Inglaterra y él se torturaba pensando en la muerte de su esposa y la pérdida de sus hijos. Esa experiencia, dice Howard, «casi me vuelve loco».
Fue peor para Joy. Recibió un telegrama del Ministerio de la Guerra. Supuestamente debía decir: «Su esposo ha sufrido una herida por un proyectil de mortero y está en el hospital». Pero en realidad, decía: «Su esposo ha sufrido una herida mortal y está en el hospital». El Ministerio de la Guerra le dijo a una frenética Joy que estaba en tal hospital. Ella llamó a ese hospital y le dijeron que nunca había llegado allí. Nadie sabía dónde estaba. Durante dos semanas, hasta que se aclaró el asunto, John y Joy sufrieron lo indecible.
El sargento Heinz Hickman se enfrentaba una vez más a la Compañía D. Así describe cómo fue desde el punto de vista alemán: «Fue un combate cuerpo a cuerpo, se luchaba entre los escombros de la calle. No sabías quién corría delante de ti y quién detrás; no podías reconocer nada y todo el mundo corría. Durante el día, tomábamos posiciones y durante la noche nos movíamos hacia la izquierda, o hacia la derecha, o hacia atrás. Yo tenía un estuche con un mapa en el cinturón. El mapa no me servía de nada porque no sabía dónde estaba. Así que nos movíamos dos kilómetros hacia la izquierda, dos kilómetros hacia la derecha, tres kilómetros hacia delante, o volvíamos atrás. Y apestaba, y había humo por todas partes, todo el tiempo. Cada día contabas a tus hombres; a una sección le quedaban dos hombres, a otra, tres. Yo era un comandante de pelotón con sólo cinco hombres a mi cargo».
El 2 de septiembre, mientras intentaba cruzar a nado el río Orne, Hickman fue herido, capturado, interrogado y enviado a un campo de prisioneros de guerra en Inglaterra.
Von Luck también lo estaba pasando mal. Solía lanzar ataques blindados cada dos o tres días, pero cada vez que sus tanques se movían, los observadores lo localizaban desde sus globos, informaban por radio a los grandes buques que estaban cerca de la costa y a los aviones que sobrevolaban la zona y «Pum», sus tanques recibían el fuego de la artillería naval y el ataque de los Spitfire.
El 18 de julio tuvo lugar el mayor bombardeo que Von Luck jamás había sufrido, llevado a cabo por bombarderos, buques de guerra, y artillería. Monty había puesto en marcha la Operación Goodwood, concebida para abrirse paso a través de las líneas alemanas, tomar Caen, y seguir avanzando hasta París. Cuando el bombardeo superó el punto en el que se encontraba, Von Luck se puso en camino hacia el frente en su motocicleta. Llegó a una batería de 88 mm, al mando de un mayor de la Luftwaffe, que apuntaba hacia el cielo y aún echaba humo. A su derecha, a menos de un kilómetro, Von Luck pudo ver veinticinco tanques británicos de la División Acorazada de Guardias avanzando hacia ellos. Se los señaló al comandante de batería y le dijo: «Mayor, prepare sus cañones y elimine esos tanques». El mayor se negó. Dijo que era un oficial de la Luftwaffe, que no recibía órdenes de la Wehrmacht y que su objetivo eran los bombarderos, no los tanques. Von Luck repitió su orden. Obtuvo la misma respuesta.
Von Luck sacó su pistola, le apuntó al mayor en medio de los ojos a una distancia de quince centímetros, y le dijo: «Mayor, en un minuto usted o bien será un hombre muerto o se habrá ganado una medalla». El mayor preparó sus cuatro armas, comenzó a disparar y en menos de cinco minutos había inmovilizado veinticinco tanques británicos. Poco después, Monty suspendió la Operación Goodwood.
A finales de agosto, la 21.ª División Panzer fue retirada de la Batalla de Normandía. Von Luck y sus hombres fueron enviados al valle del Ródano para hacer frente a las fuerzas invasoras procedentes del sur de Francia. Los soldados Romer y Bonck eran ya prisioneros de guerra.
A principios de septiembre, los británicos rompieron el frente. Los alemanes huían y los británicos iban tras ellos. La Compañía D participó en la persecución. Llegó a una localidad próxima al Sena. Howard estableció su puesto de mando en una escuela. El director de la escuela vino a verlo. El francés le dijo que quería darle las gracias por haberlo liberado. «Pero no tengo nada de valor para darle —le confesó a Howard—. Los alemanes se han llevado todas las cosas de valor antes de partir, en cochecitos de niños y Dios sabe en qué más, pero lo que puedo ofrecerle es a mi hija».
Le presentó su hija de dieciocho años que estaba detrás de él y se la ofreció a Howard. «Fue tan patético», recuerda Howard. Para hacer la escena aún más triste, Howard cree que después de negarse, el director de la escuela pasó su hija a los soldados, quienes aceptaron el obsequio.
Al día siguiente, en el mismo Sena, Howard entró en una localidad, «y allí fue donde vimos a todas esas muchachas, con los cabellos cortados y atadas a una farola, fue realmente una imagen espantosa». Se preguntó si esa clase de humillación estaría siendo administrada a aquellas simpáticas prostitutas de Bénouville, que habían ansiado complacer tanto a las tropas británicas como a las alemanas. O entre las jóvenes madres de la Maternidad. En cualquier caso, ¿de quiénes serían esos bebés, si todos los franceses físicamente sanos estaban trabajando como esclavos o eran prisioneros de guerra?
A Howard le parecía un poco injusto por parte de los franceses aliviar todas sus frustraciones con un único elemento de toda la sociedad. Casi todo el mundo en Francia había sobrevivido a la ocupación alemana haciendo lo que fuera, discretamente y sin alboroto. Una de las cosas que hacen las muchachas es establecer vínculos románticos con muchachos. A su alrededor sólo tenían muchachos alemanes, no franceses. Las muchachas no tenían elección, pero para consternación de Howard tuvieron que aguantar lo peor de los primeros arranques de indignación reprimida después de los festejos de la liberación. Esos franceses con conciencias culpables fueron quienes les cortaron los cabellos.
El 5 de septiembre, después de noventa y un días de combate continuo, la Compañía D fue retirada de la primera línea. Viajó en camión hasta Arromanches, fue conducida hasta el puerto Mulberry, embarcó y zarpó hacia Portsmouth. Luego fue en tren hasta Bulford, donde los miembros de la compañía regresaron a sus antiguos dormitorios y evaluaron sus pérdidas. Howard era el único oficial del grupo original que llevó a cabo el golpe de mano que seguía con ellos. Todos los sargentos y la mayoría de los cabos ya no estaban. La Compañía D, desde el Día D, había pasado de 181 a 40 hombres.