8

DÍA D:

DE LAS 12.00 A LAS 24.00 HORAS

Al mediodía, el sargento Thornton estaba sentado en una trinchera. No se sentía demasiado bien. Estaba tremendamente cansado, por supuesto, pero lo que realmente le preocupaba era la situación en la que se encontraban. «Llevábamos allí desde las doce y veinte de la noche anterior, y cuanto más tiempo pasaba allí, Jerry acumulaba más tropas y material. Estábamos encerrados en una especie de pequeño círculo y las cosas se estaban poniendo cada vez más difíciles. Cuanto más tiempo pasas sentado, más piensas. Algunos de los muchachos decían: “Ah, no creo que vuelva a ver el cielo de Inglaterra nunca más”, o el cielo de Escocia o el cielo de Gales o el cielo de Irlanda». Wally Parr recuerda: «El agotamiento iba en aumento. Percibíamos un creciente movimiento en las proximidades y sabíamos que no tardaríamos mucho en trabar combate».

En Bénouville y Le Port, el 7.º Batallón mantenía el control de su sector, aunque a duras penas. El comandante Taylor había sobrevivido a los bombardeos de la noche. También había sobrevivido, poco después del amanecer, a la imagen de media docena de prostitutas, gritando, saludando con la mano y mandando besos a sus soldados desde la ventana de la habitación que el soldado Bonck había desocupado seis horas antes. Al mediodía, la acción se había animado considerablemente y Taylor no sólo tenía que hacer frente a infantería y vehículos autopropulsados, sino también a tanques.

«Cuando el primer tanque dobló la esquina lentamente —recuerda Taylor—, le dije al hombre que tenía el Piat: “Espera, espera”. Luego, cuando estaba a aproximadamente treinta y cinco metros dije: “¡Dispara!”. Él apretó el gatillo, se oyó un simple clic, se dio la vuelta, me miró y dijo: “Está roto, señor”».

Un cabo, al ver la situación, salió de un salto de su trinchera y fue corriendo hacia el tanque, disparando desde la cadera con su Sten. Cuando llegó al tanque, le pegó una granada Gammon y salió corriendo. El blindado saltó por los aires, quedó atravesado en la calle y la bloqueó.

Taylor, para entonces, tenía una herida abierta en el muslo. Consiguió situarse en la ventana de un segundo piso desde donde siguió dirigiendo la batalla. En determinado momento, recuerda Richard Todd, «podíamos escuchar la voz de Nigel animando a los muchachos. Con la pierna casi destrozada y tumbado boca arriba en la ventana de una casa seguía animando a los muchachos». Estaban incomunicados ya que las radios y los teléfonos de campaña se habían perdido en la caída. Taylor envió un mensajero a Pine-Coffin para informar que solamente le quedaban treinta hombres, la mayoría de ellos heridos, y le preguntaba si podía hacer algo para enviarle ayuda. Fue entonces cuando Pine-Coffin le dijo a Howard que enviara un pelotón de la Compañía D a Bénouville.

Hasta entonces no se habían producido ataques acorazados alemanes en toda regla, Von Luck seguía esperando órdenes en su zona de reunión, lo cual fue una suerte para los paracaidistas, puesto que únicamente contaban con los Piat y las granadas Gammon para enfrentarse a los tanques. Pero los panzers podían aparecer en cualquier momento, llegando a Bénouville desde Caen, o a Le Port desde la costa.

Los tanques tenían sus propios problemas. Poco después del mediodía, Von Luck recibió sus órdenes. Tal como temía, sus columnas de tropas fueron vistas al momento, e inmediatamente bombardeadas. Durante las siguientes dos horas, su regimiento fue severamente atacado. Al oeste del Orne, el otro regimiento de la 21.ª División Panzer también entró en acción; una parte llegó casi hasta la playa de Sword, mientras que uno de los batallones se puso en marcha para atacar Bénouville.

En Le Port, Todd estaba tratando de desalojar a un francotirador de la torre de la iglesia. Había un terreno abierto alrededor de ésta, cuenta Todd, «de modo que no había manera de atacar por sorpresa, y de todas formas contábamos con muy pocos hombres en ese momento. Así que el cabo Killean, un joven irlandés, se ofreció como voluntario para intentar ver si podía llegar hasta allí con su Piat. Avanzó por el interior de las casas próximas, haciendo agujeros para pasar de una a otra hasta llegar a la última. Salió de ésta corriendo, colocó su Piat debajo de un seto, lanzó un proyectil, y le dio justo al agujero que quería en la torre de la iglesia. Lanzó dos más. Después de un rato, se dio cuenta de que ciertamente había matado al francotirador».

Killean se precipitó hacia la iglesia. Pero antes de entrar, se quitó el casco y dijo: «Lamento ver lo que le he hecho a esta pequeña casa de Dios», y se santiguó.

El comandante Taylor no paraba de mirar su reloj. Se suponía que el relevo tenía que llegar al mediodía desde las playas de la mano de los Comandos. Ya eran las 13.00 horas y no había ni rastro de ellos. «Fue una espera muy larga —recuerda Taylor—. Sé lo del día más largo y todo eso, desde luego éste realmente fue un día tremendamente largo». En su puesto de mando, que había trasladado al fortín de las ametralladoras después de pedirle a Bailey que limpiara el lío que había dejado, Howard también miraba la hora una y otra vez, preguntándose dónde estaban los Comandos.

En Oxford, Joy Howard se levantó poco después del amanecer. Estaba tan ocupada alimentando, bañando y cambiando los pañales de los pequeños que no encendió la radio. Alrededor de las 10 de la mañana, sus vecinos, los Johnson, llamaron a su puerta y le dijeron que la invasión había comenzado. «Sabemos que el comandante Howard está allí en alguna parte», le dijeron, e insistieron en que Joy y los niños fueran a comer con ellos para celebrarlo. Pasaron las sillitas de los bebés por encima de la valla y obsequiaron a Joy con un par de faisanes, un regalo de unos amigos que vivían en el campo, y una botella de vino añejo que habían estado reservando justamente para esa ocasión.

Joy no podía dejar de pensar en las últimas palabras de John: cuando escuchara que la invasión había comenzado sabría que él ya habría cumplido con su trabajo. De poco consuelo le servían ahora esas palabras, porque se dio cuenta de que, por lo que ella sabía, a esas horas bien podía ser viuda. Hizo lo posible por apartar esos pensamientos de su mente, y disfrutar de la comida. Pasó la tarde haciendo sus tareas domésticas, pero con la atención concentrada en la radio. No escuchó que nadie mencionara el nombre de John, pero sí escuchó hablar de los descensos de paracaidistas en el flanco este, y asumió que John debía formar parte de aquello.

Ahora, los panzers de Von Luck avanzaban como podían bajo el constante bombardeo de la Marina y de la RAF. El mayor Becker, el genio de los vehículos que había puesto en pie la extraordinaria fuerza de vehículos autopropulsados del 125.º Regimiento de Von Luck, estaba al mando del grupo de combate que estaba atacando Bénouville. Tenía a sus Moaning Minnies disparando tan rápido como podía recargarlas.

A las 13.00 horas, los hombres en el puente y los que estaban en Bénouville y Le Port comenzaron a flaquear, como los colonos, refugiados tras las carretas puestas en círculo, frente al ataque de los indios en el Oeste americano, y cuya única esperanza pasaba por rezar para que apareciera la Caballería. Tenían municiones suficientes para rechazar ataques de tanteo, pero no podían resistir un ataque en toda regla, no solos.

Tod Sweeney, sentado junto a Fox, estaba considerando la situación con mucho pesimismo. De repente le dio un codazo a Fox. «Escucha —le dijo—. Dennis, oigo gaitas».

Fox se burló: «Oh, no seas estúpido, Tod, estamos en el medio de Francia; no puedes oír gaitas».

El sargento Thornton, en su trinchera, les dijo a sus hombres que escucharan, que oía gaitas. «Venga, hombre —le contestaron—, ¿de qué estás hablando? Te has vuelto loco». Thornton insistió en que escucharan.

Howard, en su puesto de mando, escuchaba atentamente. En Tarrant Rushton, él, Pine-Coffin y el jefe de los Comandos, el legendario Lord Lovat, habían acordado las señales de reconocimiento para cuando se encontraran en Normandía. Lovat, que llegaría por mar, haría sonar sus gaitas cuando estuviera cerca del puente, para indicar que se acercaba. El corneta de Pine-Coffin tocaría una única llamada, indicando que la carretera estaba despejada, y otra si estaba siendo disputada.

El sonido de la gaita se hizo inconfundible; el corneta de Pine-Coffin respondió indicando que se estaba combatiendo en los alrededores de los puentes. El primero en ser visto fue el gaitero de Lovat, Bill Millin, y luego el propio Lovat. Fue una imagen digna de ser recordada. Millin avanzaba junto a Lovat, llevando su enorme gaita y su boina. Lovat llevaba puesta su boina verde y un jersey blanco y, en la mano, un bastón, «y andaba a zancadas —recuerda Howard—, como si estuviera paseándose por Escocia».

Llegaron los Comandos, y con ellos un tanque Churchill. Se había establecido contacto con la cabeza de playa. Para los hombres de la Compañía D, era como la llegada de la Caballería. «Todo el mundo tiraba sus fusiles —recuerda el sargento Thornton— y se besaba y se abrazaba. Vi hombres con lágrimas cayendo por sus mejillas. En serio. Probablemente yo estaba igual. Por Dios, nunca olvidaré esas celebraciones».

Cuando Georges Gondrée vio llegar a Lovat, cogió una bandeja, un par de copas y una botella de champagne, luego salió disparado de su café, gritando y llorando. Alcanzó a Lovat, que estaba casi al otro lado del puente, y con un gesto grandilocuente le ofreció champagne. Lovat respondió: «No, gracias», con un simple gesto y siguió marchando.

Aquella imagen fue demasiado para Wally Parr. Corrió hasta donde estaba Gondrée, asintiendo vigorosamente con la cabeza y diciendo: «Oui, oui, oui». Gondrée, encantado, le sirvió. «Oh, Dios mío —dice Parr, recordando la ocasión—, ese champagne sí que era bueno».

Lovat se encontró con Howard en el extremo este del puente. El gaitero Millin iba justo detrás de él. «John —le dijo Lovat cuando estrecharon sus manos—, estamos haciendo historia». Howard le informó acerca de la situación, explicándole a Lovat que una vez que consiguió que sus tropas tomaran el puente, luego todo fue coser y cantar. Pero Howard le advirtió: «Ten cuidado cuando cruces el puente». No obstante Lovat intentó hacer que sus hombres lo cruzaran marchando. Como consecuencia, hubo casi una docena de bajas. El doctor Vaughan, cuando los atendió, se dio cuenta que la mayoría de ellos, que lucían su característica boina, habían sido alcanzados en la cabeza y habían muerto en el acto. Los comandos que venían detrás se pusieron sus cascos para cruzar el puente.

El último de los comandos en pasar le entregó a Howard un par de soldados alemanes en estado de shock, que iban en ropa interior. Habían salido corriendo cuando la Compañía D había asaltado el puente y después se habían escondido en un seto junto al camino de sirga del canal. Cuando vieron llegar a los Comandos desde la costa decidieron que era hora de entregarse. El soldado que se los entregó a Howard le dijo con una amplia sonrisa: «Aquí tiene, señor, ¡un par de soldados de la División Calzoncillos!».

Algunos de los tanques que llegaban desde las playas entraron en Bénouville, donde establecieron una sólida línea defensiva. La mayoría de ellos cruzaron el puente para ir a Ranville y hacia el este, para reforzar a la 6.ª División Aerotransportada en su lucha contra la 21.ª División Panzer.

Los alemanes intentaron contraatacar, subiendo por el canal. Sobre las 15.00 horas, llegó desde Caen una cañonera, cargada con tropas. Bailey fue el primero en verla y alertó a Parr, Gray y Gardner. Tuvieron una acalorada discusión acerca del alcance. Cuando dispararon, les faltaron casi treinta metros. La lancha comenzó a girar. Cuando había dado más o menos media vuelta, volvieron a disparar y le alcanzaron en la popa. La lancha se retiró camino de Caen, renqueando y dejando un rastro de humo.

A partir de media tarde, la situación alrededor del puente se estabilizó. El 8.º Batallón Pesado de Granaderos y el grupo de combate del mayor Becker habían luchado enconadamente. Pero, como lo admite Kortenhaus: «Fracasamos ante la sólida resistencia. Perdimos trece tanques (de un total de diecisiete)». Los alemanes siguieron disparando y bombardeando con sus Moaning Minnies, pero ya no atacaban con la misma intensidad.

«Fue una tarde preciosa», recuerda Nigel Taylor. A eso de las 18.00 horas, cuando estuvo seguro de que su posición en Bénouville era segura, hizo que lo llevaran hasta el café Gondrée para poder ser atendido en el puesto de primeros auxilios. Una vez que tuvo vendadas las heridas de su pierna, salió cojeando y se sentó en una mesa al lado de la puerta principal. «Y Georges Gondrée me trajo una copa de champagne, que de hecho fue muy bienvenida después de semejante día, créame. Más tarde, justo antes de oscurecer, llegó una impresionante oleada de aviones británicos, arrastrando cientos de planeadores y lanzando soldados y suministros en nuestro lado del canal. Fue una imagen maravillosa, realmente lo fue. Todas aquellas cosas cayendo, y en tan sólo algunos minutos, empezaron a llegar todos estos muchachos en jeeps, remolcando cañones antitanque y sólo Dios sabe qué más, bajando por la carretera que cruzaba Le Port, camino del puente». Taylor le dio un sorbo a su champagne y se sintió bien. «Y en ese momento, recuerdo que pensé: “¡Dios mío, lo hemos conseguido!”».

En los planeadores venían los hombres de la Brigada de Desembarco Aéreo del general de brigada Kindersley, la unidad a la que pertenecía la Compañía D. Las compañías, con su equipo pesado, comenzaron a cruzar el puente, hacia Ranville y más allá de Escoville, donde tenían pensado atacar esa misma noche o a la mañana siguiente. Cuando los Ox and Bucks pasaron marchando, Parr, Gray y los otros gritaron: «¿Dónde demonios estabais?», «¡La guerra ha acabado!» y «Habéis llegado un poco tarde, muchachos», y otras tonterías similares.

Las órdenes de Howard consistían en entregar la posición a un batallón procedente de las playas, cuando éste apareciera, y luego reunirse con los Ox and Bucks en Escoville o cerca de allí. Alrededor de la medianoche, llegó el Regimiento de Warwickshire. Howard informó al comandante. Parr le entregó su cañón antitanque a un sargento, mostrándole cómo utilizarlo. («Para entonces, yo ya era un verdadero experto en artillería alemana», bromea Parr).

Howard les dijo a sus hombres que cargaran su equipo. Alguien encontró una carreta, sin caballo. La carreta era una cosa grande y aparatosa, pero los hombres tenían mucho que cargar. Todos sus equipos, más los equipos alemanes que habían recogido (cada soldado que pudo cambió su Enfield por una Schmeisser o su Bren por una MG 34), llenaron la carreta.

La Compañía D se puso en camino, dirigiéndose hacia el este, hacia el puente del río y en dirección a Ranville. Howard ya no estaba bajo el mando de Pine-Coffin y Poett; volvió a su cadena habitual de mando y a partir de entonces reportó al coronel de su batallón, Mike Roberts. Había cumplido con sus órdenes y casi exactamente veinticuatro horas después de que sus hombres asaltaran el puente, entregaba sus objetivos intactos y asegurados.

A Jack Bailey le costó mucho irse. «Verás —explica—, habíamos estado allí un día y una noche enteros. Sentíamos como si ese trozo de territorio fuera nuestro».