7

DÍA D:

DE LAS 06.00 A LAS 12.00 HORAS

Georges Gondrée, en su sótano, le dio la bienvenida a «un maravilloso amanecer que bañó las tierras». A través de un agujero que había en el sótano podía ver figuras moviéndose de aquí para allá. «No podía escuchar ninguna orden gutural, que siempre relacionaba con un grupo de alemanes trabajando», escribiría Gondrée más tarde. Le pidió a Thérèse que se acercara al agujero y escuchara hablar a los soldados, para determinar si estaban hablando en alemán o no. Thérèse así lo hizo y al poco rato le dijo que no podía comprender lo que estaban diciendo. Entonces Georges aguzó el oído «y mi corazón comenzó a latir cada vez más rápido porque creí escuchar las palabras “all right”».

Algunos miembros del 7.º Batallón comenzaron a llamar a la puerta. Gondrée decidió subir y abrirla antes de que la echaran abajo. Dejó entrar a dos hombres con blusones de combate, humeantes subfusiles Sten y caras ennegrecidas con carbón. Preguntaron en francés si había algún alemán en la casa. Georges respondió que no, los llevó hasta el bar y desde allí al sótano. Los soldados no mostraron muy buena disposición, pero Gondrée venció esa dificultad con sonrisas y un expresivo lenguaje corporal. Allí les mostró a su esposa y a sus dos hijas.

«Durante un instante se hizo un absoluto silencio —relató Gondrée—. Luego, uno de los soldados se dirigió al otro y le dijo: “Todo está bien, compañero”. Por fin supe que eran ingleses y rompí a llorar». Thérèse comenzó a abrazar y a besar a los paracaidistas, riendo y llorando al mismo tiempo. Como siguió besando a todos los soldados que siguieron llegando después, a mediodía tenía el rostro completamente negro. Howard recuerda que «se quedó así durante los dos o tres días siguientes, sin querer limpiarse, diciéndole a todo el mundo que eso era de los soldados británicos y que estaba muy orgullosa de ello».

Cuarenta años después, Madame Gondrée sigue siendo la admiradora número uno de la 6.ª División Aerotransportada Británica. Desde entonces, ninguno de los que estuvieron allí el Día D ha tenido que pagar nunca una copa en su café, y muchos de los participantes han regresado con frecuencia. Los Gondrée fueron la primera familia francesa en ser liberada y fueron muy generosos expresando su gratitud a partir de entonces.

Las copas gratis para los muchachos de las fuerzas aerotransportadas británicas comenzaron inmediatamente con la liberación, después de que Georges saliera a su jardín y desenterrara diez botellas de champagne que había enterrado en 1940, justo antes de que llegaran los alemanes. Howard describe la escena: «Saltaron muchos corchos, uno tras otro, los suficientes como para que se escucharan desde el otro lado del canal». En ese momento, él se encontraba en el lado del puente donde estaba el café, hablando con Pine-Coffin. Para entonces el café había sido convertido en el puesto de primeros auxilios del batallón. Según Howard: «Cuando regresé me dijeron que prácticamente todo el mundo alegaba estar enfermo para poder acudir al puesto de primeros auxilios. Por supuesto acabamos con esa historia». Sin embargo, Howard confesaría más tarde: «Lo cierto es que no regresé hasta después de haber bebido un trago de ese maravilloso champagne». Un poco avergonzado, explica: «Realmente era algo para celebrar».

Poco después del amanecer, comenzó la invasión por mar. Frente a la costa normanda se concentró la mayor flota jamás reunida, casi seis mil barcos de todas clases. Mientras los grandes cañones de los buques de guerra bombardeaban las playas, las lanchas de desembarco se acercaban al litoral llevando a los primeros de los 127 000 soldados que llegarían a las playas ese día. Sobre sus cabezas, la mayor fuerza aérea de la historia los cubría con casi cinco mil aviones. Fue un despliegue verdaderamente impresionante de la productividad de las fábricas estadounidenses, británicas, y canadienses; probablemente nunca más vuelva a verse algo similar. (Diez años después, cuando llegó a la presidencia de Estados Unidos, Eisenhower dijo que otra Operación Overlord sería imposible porque semejante acumulación de poder militar en un frente tan estrecho sería demasiado arriesgado en la era nuclear, una o dos bombas atómicas hubieran aniquilado a toda la fuerza).

El frente de invasión se extendió unos noventa y cinco kilómetros, desde la playa de Sword a la izquierda hasta la playa de Utah, a la derecha. La resistencia alemana fue irregular: casi inexistente en la playa de Utah; bastante eficaz, hasta el punto de casi forzar al reembarque de las tropas estadounidenses, en la playa de Omaha; decidida pero no irresistible en las zonas británica y canadiense, donde unas mareas extraordinariamente altas redujeron las playas de los desembarcos a estrechas franjas y que se sumaron a los problemas causados por la artillería y el fuego de armamento ligero alemanes. Fueran cuales fueran los problemas, excepto en Omaha, las fuerzas invasoras superaron la oposición inicial y consolidaron sus posiciones. En el extremo izquierdo, el sector más cercano a Howard y a la Compañía D, una dura batalla estaba teniendo lugar en Ouistreham. El avance hacia Caen se retrasaba.

Howard describe la invasión desde el punto de vista de la Compañía D: «La barrera artillera era terrorífica. Podías sentir la vibración del suelo, que aumentaba conforme te aproximabas a la costa, que sin duda se había convertido en un auténtico infierno; y ese temblor no hacía más que acercarse a toda velocidad. Estaba claro que la barrera avanzaba tierra adentro, conforme nuestras tropas llegaban a las playas y avanzaban. Desde nuestras posiciones podíamos darnos perfectamente cuenta de lo que sucedía en las playas, simplemente por el ruido que nos llegaba y el humo que se elevaba en esa dirección y lo único que podíamos hacer era cruzar los dedos pensando en los pobres muchachos que llegaban por mar. Estaba muy contento por estar donde estaba y no con los que desembarcaban».

Enseguida dejó de sentir compasión por sus camaradas procedentes del mar porque, a plena luz del día, la actividad de los francotiradores mejoró dramáticamente. De repente, andar por el puente se convirtió en algo muy peligroso. El fuego procedía de la orilla oeste, en dirección a Caen, de una zona densamente arbolada y de dos edificios que dominaban el paisaje: el castillo que era utilizado como Maternidad y la torre del agua. La Compañía D desconocía dónde se encontraban exactamente los francotiradores. Pero lo cierto es que tenían el puente bajo un riguroso control, por no decir que tenían el control absoluto, y empezaban a castigar el puesto de primeros auxilios, situado en la trinchera junto a la carretera, donde Vaughan y sus ayudantes, llevando brazales con la Cruz Roja, cuidaban de los heridos.

David Wood, que estaba tendido sobre una camilla con tres balas en una pierna, recuerda que la primera bala disparada por un francotirador dio en el suelo «no muy lejos de mí, y pensé que la próxima me alcanzaría. Luego un disparo me pasó demasiado cerca como para que me sintiera tranquilo, impactando contra el suelo con un golpe seco, justo al lado de mi cabeza. Levanté la mirada y vi al sanitario que había sacado su pistola para proteger a su paciente con tan mala fortuna que se le había disparado accidentalmente. Por poco no acaba conmigo».

A Smith le estaba vendando la muñeca otro sanitario. Y cuenta: «Estaba sentado en la zanja con mi cabeza sobresaliendo ligeramente, mientras él me vendaba la muñeca. Entonces se puso de pie y uno de los francotiradores le disparó, alcanzándole justo en el pecho. El impacto lo propulsó varios metros hacia atrás. Cayó en la carretera de espaldas, gritando: “Quitadme las granadas, quitadme las granadas”. Tenía miedo que los disparos alcanzasen alguna de las granadas que llevaba en los bolsillos». Alguien le quitó las granadas, y sobrevivió, pero Smith recuerda el suceso «como uno de los peores momentos de mi vida. También recuerdo que pensé que la siguiente bala vendría a por mí. Me sentía fatal». Vaughan, que estaba haciendo todo lo humanamente posible para salvar a un paciente, levantó la vista y miró hacia donde estaba el francotirador, sacudió el puño, y declaró: «No estamos jugando al criquet».

Más tarde, esa misma mañana, Wood y Smith fueron evacuados a un puesto de primeros auxilios en Ranville, donde también les dispararon y tuvieron que ser trasladados nuevamente.

Parr, Gardner, Gray y Bailey estaban en el emplazamiento artillero intentando descubrir cómo funcionaba el cañón antitanque. Howard los había entrenado en el uso de las armas ligeras alemanas, morteros, ametralladoras y granadas, pero no en el uso de artillería. «Comenzamos a descubrir cómo funcionaba —recuerda Parr—, abrimos la recámara, cogimos un proyectil (descubrimos que abajo teníamos a nuestra disposición más municiones de las que podíamos necesitar), lo colocamos, cerramos la recámara, y “ahora ¿cómo se dispara?”. Era fácil, disponía de una mira telescópica y de un gráfico de alcances en un costado, con varios puntos marcados a lo largo de la orilla del canal».

Los cuatro soldados estaban de pie alrededor del cañón. Debido a su camuflaje, los francotiradores no podían darles. Lo discutieron, intentando localizar el mecanismo de disparo. Parr continúa: «Charlie Gardner dijo: “¿Qué es esto?”. Era un botón. Simplemente lo apretó y se produjo la más grande de las explosiones, el proyectil se alejó silbando en dirección a Caen, y, por supuesto, el tubo salió disparado hacia atrás por el retroceso y si alguien hubiera estado allí de pie, le habría dado directamente en las costillas. Así fue como aprendimos a disparar el cañón».

Después de eso, Parr admite alegremente: «Me lo pasé genial disparando ese cañón». Él y sus compañeros estaban seguros de que los disparos de los francotiradores procedían del tejado del castillo. Parr comenzó a bombardear el piso superior del edificio. Sin embargo, no pudo apreciarse una disminución del volumen de fuego de los francotiradores y, cuarenta años después, el lugar donde estaban los francotiradores aún sigue siendo un misterio.

Parr siguió disparando. Jack Bailey se cansó de aquel deporte y bajó a prepararse su primera taza de té del día. Cada vez que Parr disparaba, la habitación se llenaba de polvo y humo y caía un poco de arena. Bailey le gritó a su compañero: «Un momento, Wally, no dispares ahora, dame tan sólo tres minutos». Bailey sacó su hornillo, lo encendió, observó cómo el agua comenzaba a hervir, se estremeció de placer pensando en lo bueno que iba a estar ese té, preparó el azúcar que quería ponerle, y de repente, «Pum». Wally había vuelto a disparar. Polvo, hollín y arena llenaron la taza de té de Bailey y su hornillo se apagó.

Bailey, seguro de que Wally había elegido el momento oportuno para disparar, subió a toda velocidad —según Parr— «como un maldito lunático». Bailey amenazó a Parr con el desmembramiento inmediato, pero en el fondo Bailey era un buen hombre y decidió ocuparse él mismo del cañón. Parr se libró de una buena.

Howard cruzó la carretera agachado y a toda velocidad para averiguar lo que estaba haciendo Parr. Cuando se dio cuenta de que éste estaba disparando hacia el castillo, se horrorizó. Howard le ordenó a Parr que dejara de hacerlo inmediatamente, y luego le explicó que el castillo era un hospital de Maternidad. «De modo que —dice Parr hoy, con un cierto pesar—, ésa fue la primera y única vez que bombardeé a mujeres embarazadas y bebés recién nacidos.»[6]

Howard nunca convenció a Parr de que los alemanes no estaban utilizando el tejado para sus francotiradores. Mientras Howard regresaba a su puesto de mando, gritó:

—Ahora, olvídate de eso, Parr, olvida el castillo.

—Sí, señor.

—Sólo dispara cuando sea necesario, y eso no significa a francotiradores imaginarios.

—Sí, señor.

Pronto Parr estaba disparándole a los árboles. Howard gritó: «Por el amor de Dios, Parr, ¿quieres estarte quieto? ¿Puedes dejar en paz ese maldito cañón? No puedo pensar con tanto ruido». Parr pensó: «Bueno, nadie me dijo que tenía que ser una guerra silenciosa». Pero él y sus compañeros dejaron de disparar y comenzaron a sacar los casquillos de los proyectiles desparramados por la posición. Se les había ocurrido de repente que si alguien resbalaba con un casquillo mientras llevaba un proyectil, y éste caía con la espoleta hacia abajo en el polvorín, ellos, el cañón y el puente volarían por los aires.

A las 07.00 horas, la 3.ª División Británica desembarcaba en la playa de Sword y el gran bombardeo naval había cesado para comenzar el ataque contra Caen, pasando de camino por la posición de la Compañía D. «Sonaba tan fuerte… —dice Howard—, y es que como éramos la pobre y condenada infantería, nunca antes habíamos sufrido un bombardeo naval. Esos inmensos proyectiles venían volando, y eran de tal tamaño que cuando alguno pasaba por encima, automáticamente te agachabas, incluso dentro del fortín. Mi operador de radio estaba de pie junto a mí, muy perturbado por aquello y finalmente dijo: “¡Caramba, señor! Están disparando jeeps”».

El pelotón de Sandy Smith trajo dos prisioneros, que Howard describió como «unos pequeños y miserables hombres, con ropa civil a jirones y muy hambrientos». Eran italianos, obreros esclavos de la Organización Todt. Una larga y complicada comunicación mediante señas reveló que eran trabajadores que habían sido enviados para colocar los postes antiplaneador. Cuando fueron capturados estaban trabajando en la zona de aterrizaje de Wallwork. A Howard le parecieron bastante inofensivos. Les dio algunas galletas secas de su paquete de raciones para cuarenta y ocho horas y luego le dijo a Smith que los soltara. Los italianos, cuenta Howard, «salieron disparados inmediatamente hacia la LZ, donde procedieron a seguir colocando postes. Puedes imaginar las risas durante todo el día viendo a esos tontos cabrones colocando los postes».

Después de seguir interrogándolos descubrieron que los italianos intentaban cumplir las estrictas órdenes de la Organización Todt, y que debían tener colocados esos postes el 6 de junio, antes del ocaso. Estaban seguros de que los alemanes regresarían para controlar su trabajo, y si no lo habían terminado, «estarían acabados, de modo que era mejor que se pusieran a colocarlos; y rodeados de nuestras carcajadas, se pusieron a trabajar, a colocar los malditos postes».

Sobre las 08.00 horas, los Spitfire pasaron volando, muy alto, a seis o siete mil pies. Howard emitió una señal tierra-aire con el mensaje: «Tenemos la situación bajo control, todo está bien». Tres Spitfire —con tres bandas blancas pintadas en cada ala, como todos los aparatos participantes en la invasión, planeadores incluidos— regresaron, bamboleando las alas en señal de victoria, descendieron en picado hasta los mil pies y describieron círculos alrededor de los puentes.

Cuando se alejaban, uno de ellos dejó caer un objeto. Howard pensó que el piloto se había deshecho de su depósito de gasolina de reserva, pero envió una patrulla de reconocimiento para averiguar lo que era. La patrulla regresó, «y para nuestra inmensa sorpresa y regocijo, eran las primeras ediciones de los periódicos londinenses. Todos los soldados se pelearon por esos ejemplares, especialmente por el Daily Mirror, que tenía una tira cómica llamada Jane, que apasionaba a los soldados. Hubo una o dos quejas por el hecho de que no se mencionaba en ninguna parte ni la invasión ni la Compañía D».

A lo largo de la mañana, todos los movimientos que se realizaron en la zona de la Compañía D se hicieron agazapados y a la carrera. Luego, poco después de las 09.00 horas, Howard vio «la magnífica estampa de tres altas figuras caminando por la carretera. Por suerte, entre los puentes, parecía que se estaba a cubierto, fuera del alcance de los francotiradores, gracias a los árboles que había a lo largo del lado este del canal. Las tres altas figuras venían marchando muy rápidamente, resultaron ser el general Gale, con su metro y noventa centímetros de altura, flanqueado por dos de sus generales de brigada, que superaban cada uno el metro ochenta de altura: Kindersley de un lado, el comandante de brigada de Desembarco Aéreo a la que pertenecíamos, y Nigel Poett, al mando de la 5.ª Brigada Paracaidista, del otro. Realmente fue una imagen magnífica porque aparecieron marchando a toda velocidad por la carretera, con sus boinas rojas y su uniforme de combate. Para todos mis muchachos, verlos marchar al paso por la carretera fue un gran estímulo». Richard Todd dijo que «fue una de las imágenes más memorables que he visto nunca».

Gale había llegado en planeador, sobre las 03.00 horas, y había establecido su cuartel general en Ranville. Él y sus generales de brigada se dirigían a hablar con Pine-Coffin, cuyo 7.º Batallón estaba muy ocupado enfrentándose a las patrullas enemigas en Bénouville y Le Port. Gale le gritó a la Compañía D, mientras seguía marchando: «Buen trabajo, muchachos». Después de recibir el informe de Howard, Gale y sus compañeros cruzaron el puente. Les dispararon, pero no les alcanzaron, y ellos ni se inmutaron.

Cuando llegaron al cuartel general de Pine-Coffin, aparecieron de repente dos lanchas cañoneras, remontando el canal desde la costa hacia Caen. Venían desde el pequeño puerto de Ouistreham, que estaba siendo atacado por elementos de la Brigada de Comandos de Lord Lovat. Los tripulantes de las lanchas cañoneras, evidentemente, eran conscientes de que el puente estaba en manos poco amistosas, porque la que iba por delante avanzaba a una velocidad constante, disparando contra el puente con sus cañones de 20 mm. Parr no pudo devolver los disparos con el cañón antitanque porque el puente y su superestructura bloqueaban su campo de fuego. El cabo Godbolt, al mando del 2.º Pelotón, estaba en la orilla con un Piat. Howard ordenó a sus hombres que no dispararan hasta que la primera lancha cañonera estuviera en el campo de tiro de Godbolt. Pero entonces, uno de los paracaidistas del 7.º Batallón en el otro lado comenzó a disparar a la lancha y Godbolt hizo lo propio, al límite de su campo de tiro. Para su gran sorpresa vio explotar el proyectil en la cabina del timonel. La cañonera se cruzó, la proa se hundió en la orilla en la que estaba el paracaidista y la popa chocó contra el lado del canal de la Compañía D.

Los alemanes se dirigieron hacia la popa con las manos en alto, gritando: «Kamerad, kamerad». El capitán, aturdido pero desafiante, tuvo que ser sacado de la lancha a la fuerza. Howard lo recuerda como «un nazi de dieciocho o diecinueve años, muy alto, y que hablaba inglés muy bien. Despotricaba en inglés diciendo que era una estupidez por nuestra parte pensar en invadir la Europa continental, y que cuando su Führer se enterara nos harían retroceder otra vez hasta el mar, todo ello sin dejar de hacer comentarios insultantes; me costó muchísimo detener a los hombres y evitar que lo lincharan en el acto». Pero Howard sabía que Inteligencia querría ver inmediatamente al oficial, de modo que hizo que llevaran al prisionero hasta el cercado provisional para prisioneros situado en Ranville. «Tuvo que ser amordazado y atado porque era sumamente agresivo y no dejaba de chillar».

Los zapadores entraron en la lancha en manada, estudiaron el equipo, buscaron municiones y armas. Uno de ellos encontró una botella de coñac y la metió en su blusón de combate. Su comandante, Jack Neilson, notó el bulto. «Oye, ¿qué tienes ahí?». El zapador le mostró el coñac. Neilson lo cogió enseguida y le dijo: «No tienes edad suficiente para beber eso». El zapador aún se queja: «Nunca vi ni una gota de ese maldito coñac».

La Compañía D ya había disparado su tan difamado Piat dos veces. Un disparo había eliminado un tanque y alejado a otro. El segundo disparo había acabado con una lancha cañonera y había obligado a una segunda a dar media vuelta y huir. La Compañía D había tomado dos puentes, el terreno que había entre ellos y una lancha cañonera.

Cerca de Caen, Von Luck estaba al borde de la desesperación. El bombardeo naval que caía sobre Caen era el más terrible que había visto en todos sus años de guerra. A pesar de que su punto de reunión estaba camuflado y que hasta entonces había permanecido intacto, sabía que cuando comenzara a moverse —cuando por fin recibiera la orden de hacerlo— sería detectado de inmediato por los aviones de reconocimiento de los Aliados que lo sobrevolaban; su posición sería transmitida a los grandes barcos que estaban en el Canal, y le caería encima un torrente de proyectiles de 12 y 16 pulgadas.

Bajo estas circunstancias, dudaba que pudiera derrotar a la 6.ª División Aerotransportada y retomar los puentes. Sus superiores estuvieron de acuerdo con él y decidieron que destruirían los puentes y así dejarían aislada a la 6.ª División Aerotransportada. Empezaron a embarcar infantería en una cañonera, y mientras tanto enviaron buceadores y un cazabombardero desde Caen para destruir los puentes.

Sobre las 10.00 horas, el cazabombardero alemán apareció volando con el sol a su espalda, sobre el puente del río. Pasó rozando las copas de los árboles, a lo largo de la carretera, y se dirigió directamente hacia el puente del canal. Howard se metió rápidamente dentro del fortín; sus hombres, en las trincheras. Asomaron las cabezas para observar cómo el piloto lanzaba su bomba. Cayó justo sobre la torre del puente, pero no explotó. En cambio, hizo un ruido metálico al golpear contra el puente y luego cayó en el canal. No había funcionado.

Aún hoy es visible en el puente la abolladura. Para Howard: «Eso sí que fue un golpe de suerte —por no decir otra cosa. Y añade—: Y qué lanzamiento tan maravilloso el de ese piloto alemán».

Los dos buceadores fueron, a la luz del día, fácilmente eliminados por los fusileros que había a lo largo de las orillas del canal. En tierra, sin embargo, los alemanes estaban haciendo retroceder a los británicos. La compañía de Nigel Taylor era la única del 7.º Batallón en Bénouville. No tenía suficientes efectivos y estaba siendo empujada por los contraataques cada vez más poderosos de los germanos. Las dos compañías en Le Port se encontraban en una situación similar y, al igual que Taylor, estaban teniendo que ceder parte del terreno ocupado.

A medida que los alemanes fueron avanzando, entraron en acción algunos de sus vehículos autopropulsados. Estos vehículos pertenecían al regimiento de Von Luck, pero estaban asignados a compañías avanzadas de las que se esperaba que actuaran por iniciativa propia en lugar de regresar al punto de reunión regimental. Los británicos les llamaban Moaning Minnies[7] a los lanzacohetes montados en vehículos autopropulsados. «Lo que más recordamos de ellos —dice Howard—, aparte del espantoso ruido que producían, que automáticamente te hacía buscar algún sitio para protegerte, lo que más nos llamó la atención fue su increíble precisión».

Entre explosión y explosión, Wally Parr cruzó la carretera a toda prisa para ver a Howard. «Tengo la sensación —le dijo jadeando—, de que hay alguien en lo alto de esa torre de agua buscando el blanco perfecto para los Minnies». Le explicó que la torre del agua, situada cerca de la Maternidad, tenía una escalera con la que podía llegarse hasta lo más alto, y que desde allí arriba disponían de un magnífico punto de observación. Le pidió a Howard que le diera permiso para comprobarlo. Howard accedió. Wally salió tan disparado en busca de su cañón que «no se le veía ni el trasero de la polvareda que levantó», recuerda Howard.

Parr gritó: «¡CAÑÓN NÚMERO UNO!». Mientras gritaba se produjo una de esas extrañas treguas que se producen en tantas batallas. En el silencio dominante, la potente voz cockney de Parr se oyó en todo el campo de batalla, desde Le Port hasta Bénouville, desde el canal hasta el río. Tal como señala Howard, había un solo cañón; y como asegura Parr, en ese momento era el único cañón de toda la 6.ª División Aerotransportada, así que realmente era el cañón número uno. Entonces Parr comenzó a impartir órdenes a todo su equipo. «Setecientos, un giro. Cinco grados a la derecha», etcétera. Todas las órdenes iban precedidas por la frase «CAÑÓN NÚMERO UNO». Finalmente, vino el «PREPARADOS PARA DISPARAR». Alrededor de él, todos los combatientes —tanto alemanes como británicos— eran espectadores fascinados. «¡FUEGO!».

El cañón rugió y el proyectil salió como un rayo. Le dio de lleno a la torre del agua. Surgieron vítores por todas partes, se lanzaron boinas por los aires, los hombres se estrechaban las manos con júbilo. El único problema fue que el proyectil era perforante. Entró por un lado y salió por el otro, sin explotar. Comenzaron a salir chorros de agua por los agujeros, pero la estructura permaneció sólida. Parr disparó una vez más, y otra, y otra más, hasta que consiguió que saliera agua a chorros por todos lados. Finalmente, Howard le ordenó que lo dejara.

Cuando Gale, Kindersley y Poett regresaron de su reunión con Pine-Coffin, le dijeron a Howard que uno de sus pelotones tendría que trasladarse a Bénouville y tomar posición en la línea defensiva junto a la compañía de Taylor. Howard eligió al 1.er Pelotón. También envió a Sweeney y a Fox con sus pelotones al lado oeste, para que se situaran enfrente del café de los Gondrée, donde debían aguardar para contraatacar en caso de que los alemanes avanzaran. «Y nosotros pensamos —dice Sweeney—, que era un poco injusto. Habíamos estado en alerta durante toda la noche; el 7.º Batallón había llegado y había tomado posiciones. Nosotros creíamos que debían dejarnos descansar un rato y que el 7.º Batallón no debía pedirles a nuestros pelotones que fueran a ayudarles».

La respuesta de Sweeney y Fox fue sentarse junto a un seto. En Tarrant Rushton, una semana antes, Sweeney y Richard Todd se habían encontrado debido a una confusión con sus nombres, en el Ejército británico a todos los Sweeney se los apodaba «Todd», y a todos los Todd se los conocía como «Sweeney», por el famoso barbero de Londres, Sweeney Todd. En ese encuentro, Sweeney y Todd se rieron con la coincidencia. Las palabras de despedida de Todd fueron: «Nos vemos el Día D». En las afueras de Le Port, a las 11.00 horas del Día D, mientras Sweeney descansaba contra un seto, «apareció un rostro a través de los arbustos y Richard Todd me dijo: “Te dije que te vería el Día D” y volvió a desaparecer».

En Bénouville, el 1.er Pelotón estaba concentrado en un combate callejero. El pelotón había pasado por interminables horas de práctica en guerra urbana, en Londres, Southampton y demás lugares, y había adquirido experiencia durante la noche, en la batalla que había tenido lugar alrededor del café. Ahora representaba una ayuda de gran valor para la compañía de Taylor en las operaciones de limpieza de los edificios retomados a los alemanes.

El sargento Joe Kane estaba al mando. «Era un tipo flemático —recuerda Bailey—, nada parecía perturbarlo». Vieron una dependencia en un pequeño campo. «Cúbreme —le dijo Kane a Bailey—. Manténme cubierto. Voy a cagar».

Salió a toda prisa hacia la caseta. Un minuto después volvió también corriendo. «No puedo», confesó Kane. No había ningún agujero en el suelo, sólo un cubo, y nada sobre lo que sentarse. El cubo parecía que no había sido vaciado en días. Estaba lleno a rebosar. «No puedo», repetía Kane.

Treinta y cuatro años después, Bailey convenció a Kane para que regresara con él a Normandía. Bailey había regresado con frecuencia a lo largo de los años, pero ésta era la primera visita de Kane desde la guerra. La primera cosa que Kane quiso hacer fue ir hasta esa caseta para ver si el cubo había sido vaciado. Pero ya no estaba.

Alrededor del mediodía, se había reunido la mayor parte del 7.º Batallón, algunos hombres llegaban solos, otros en pequeños grupos.

Llegaron suficientes como para que Pine-Coffin pudiera liberar a los pelotones de Howard. Howard los llevó entonces una vez más a la zona entre los puentes. Los francotiradores seguían activos, los Moaning Minnies continuaban llegando esporádicamente y los combates seguían haciendo estragos en Bénouville, Le Port y al este de Ranville. La Compañía D devolvía los disparos a los francotiradores, pero como confiesa Billy Gray: «No podíamos verlos, simplemente tratábamos de adivinar dónde estaban».

Pero a pesar de la precaria situación del 7.º Batallón Paracaidista y de la Compañía D, mantuvieron el control de los puentes.