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DÍA D:

DE LAS 00.26 A LAS 06.00 HORAS

Con los puentes ya tomados, la preocupación de Howard pasó del ataque a la defensa. Podía esperar un contraataque alemán en cualquier momento. No le preocupaba la seguridad del puente del río, porque se suponía que los paracaidistas británicos comenzarían a aterrizar alrededor de Ranville en menos de una hora y media y podrían ocuparse de protegerlo. Pero, frente al puente del canal, hacia el oeste, no contaba con ninguna ayuda, y la zona estaba abarrotada de tropas, tanques alemanes y vehículos alemanes. Howard envió un mensajero al puente del río, ordenando a Fox que llevase a su pelotón hasta el puente del canal. Cuando Fox llegara, Howard tenía la intención de hacer avanzar a su pelotón hasta la bifurcación, situándose como pelotón avanzado.

Howard sabía que pasaría un buen rato hasta que Fox llamara y reuniera a sus hombres, Sweeney asumiera el mando y Fox cubriera la distancia de cuatrocientos metros entre un puente y otro. Pero ya podía escuchar los tanques poniéndose en marcha en Le Port. Se dirigían hacia el sur por la carretera que llevaba a Bénouville. Para el inmenso alivio de Howard, los tanques no giraron en la bifurcación para ir directos hacia el puente, sino que prosiguieron su camino hacia Bénouville. Pensó que los comandantes de las guarniciones de las dos localidades estarían discutiendo los planes de ataque. Howard sabía que los tanques regresarían.

Los tanques que venían por la bifurcación eran sin duda la mayor de las preocupaciones de Howard. Con sus ametralladoras y sus cañones, los tanques alemanes podían expulsar fácilmente a la Compañía D de los puentes. Para detenerlos, contaba únicamente con los Piat, uno por pelotón, y con las granadas Gammon. Parr regresó al puesto de mando desde el extremo oeste del puente para informar que había oído tanques y para anunciar que regresaba al planeador en busca del Piat. «Buen soldado», dijo Howard.

Parr bajó el terraplén, trepó al planeador, y «no podía ver absolutamente nada. No había linterna. Comencé a buscar a tientas por todas partes y por fin encontré el Piat». Parr lo recogió, tropezó con algunas municiones, cayó, volvió a levantarse y descubrió que el tubo del Piat se había doblado. El arma ya no servía. Parr la arrojó al suelo, cogió algunas municiones y regresó al puesto de mando para decirle a Howard que el Piat estaba kaputt.

Howard le gritó a uno de los hombres de Sandy Smith que fuera hasta su planeador y cogiera ese Piat. Jim Wallwork pasó caminando con dificultad, cargado como una mula, llevando municiones para los pelotones. Howard miró el rostro cubierto de sangre de Wallwork y pensó: «Qué color de camuflaje más extraño para llevar de noche», y le dijo: «Pareces un maldito piel roja». Wallwork le explicó lo de sus heridas —en ese momento Wallwork pensaba que había perdido un ojo— y siguió con sus cosas.

Aproximadamente a las 00.45 horas, el doctor Vaughan recobró el conocimiento. Salió del lodo, volvió tambaleándose hasta el planeador, donde oyó los lamentos de uno de los pilotos. Descubrió que no podía sacar al piloto de entre los restos del aparato y le inyectó una dosis de morfina. Vaughan caminó hacia el puente, allí escuchó a Tappenden gritando: «¡Ham y Jam, Ham y Jam!».

Vaughan llegó hasta el puesto de mando, no sin tropezar antes con todo lo que encontraba en su camino, cubierto de lodo de pies a cabeza, un lodo que apestaba horriblemente. Encontró a Howard «sentado en la trinchera con cara de absoluta felicidad, dando órdenes a unos y otros».

—Hola Doctor, ¿cómo está usted? —le preguntó Howard.

—Bien —respondió Vaughan— pero, John, ¿qué es todo esto de Ham y Jam?

Howard se lo explicó, luego le dijo que se ocupara de Brotheridge y de Wood, que habían sido llevados en camilla hasta una pequeña trinchera a unos setenta metros al este del puente. (Cuando Howard vio pasar a Brotheridge en la camilla, pudo ver que estaba gravemente herido). «Lo primero que me vino a la cabeza —dice Howard— fue el hecho de que yo sabía que Margaret, su esposa, esperaba dar a luz en cualquier momento».

Vaughan se dirigió hacia el extremo oeste del puente. Podía oír los gritos: «Vuelva, doctor, vuelva, lleva el uniforme equivocado, no será bien recibido». Howard le señaló con el dedo su destino, el puesto de primeros auxilios situado en la trinchera. Antes de que el aún terriblemente confundido doctor se alejara de allí, Howard le dio un trago de whisky de su petaca.

Finalmente Vaughan consiguió llegar al puesto de primeros auxilios, donde encontró a Wood tumbado en su camilla. Examinó la tablilla que le había puesto el auxiliar sanitario, le pareció que estaba bastante bien, y le inyectó una dosis de morfina. Luego comenzó a bajar la calle tambaleándose, una vez más en la dirección equivocada, y provocando de nuevo gritos de «vuelva, vuelva, no es por ahí, no será bien recibido».

Cuenta Vaughan que al regresar al puesto de primeros auxilios, «encontré a Den tumbado de espaldas mirando las estrellas y con cara de sorprendido, sencillamente muy sorprendido. Y encontré el agujero de una bala justo en medio de su cuello». Vaughan le inyectó a Brotheridge una dosis de morfina y le vendó la herida. Un rato después, Brotheridge murió. Fue el primer soldado aliado en morir por disparo enemigo el Día D.

Mientras tanto, Tappenden seguía gritando: «Ham y Jam, Ham y Jam». Y justo cuando el doctor se estaba ocupando de Den, llegó Fox con su pelotón, en perfecto orden. Howard solamente le dijo: «Misión número cinco», y Fox comenzó a cruzar el puente.

Cuando pasó junto a Smith tuvo una rápida reunión informativa: la pequeña cabeza de puente estaba asegurada de momento, pero llegaban disparos del enemigo desde las casas tanto de Le Port como de Bénouville, y se oía el ruido de algunos tanques.

Fox comentó que su Piat había quedado destrozado en el aterrizaje. «Coge el mío, muchacho», dijo Smith, entregándole su Piat a Fox. Fox a su vez se lo dio al sargento Thornton. Para entonces, el pobre Wagger Thornton había quedado prácticamente enterrado debajo de su equipo; un hombre ligeramente más pequeño que la media, cargaba con su mochila, su bolsa de granadas, su subfusil Sten, cargadores para la ametralladora Bren y municiones extras para él, y ahora un Piat y dos proyectiles. Sobrecargado o no, cogió el arma y siguió a Fox hacia la bifurcación.

A las 00.40 horas, Richard Todd y su grupo estaban sobre el Canal. Todd estaba de pie sobre un agujero que había en el suelo de un bombardero Stirling, con una pierna a cada lado de la abertura. En cada pierna tenía una bolsa con utensilios; en una, había una lancha neumática y en la otra, herramientas para cavar trincheras. Tenía la Sten atada al pecho; llevaba una mochila y una bolsa pequeña llena de granadas y municiones suplementarias. El ordenanza de Todd estaba de pie tras él, aguantándolo y ayudándolo a mantenerse firme mientras el Stirling se bamboleaba para evadir el fuego antiaéreo. «De hecho cayó bastante gente al mar —recuerda Todd—. Perdimos un cierto número de gente sobre el mar a causa de los movimientos evasivos frente al fuego antiaéreo». El ordenanza de Todd se agarró a él con fuerza cuando sobrevolaron a toda velocidad la línea costera.

Exactamente a las 00.50 horas, Howard oyó los bombarderos en vuelo rasante sobre su cabeza, a unos ciento veinte metros de altura. Al este y al norte de Ranville, unas bengalas —lanzadas por los exploradores (Pathfinders)— comenzaron a iluminar el cielo. Al mismo tiempo, se encendieron los reflectores alemanes de todas las poblaciones de la zona. Howard recuerda aquella imagen: «Teníamos una vista privilegiada de la llegada de la división. Los reflectores iluminaban los paracaídas y podían oírse algunos disparos y se veían balas trazadoras alzándose en el aire mientras ellos bajaban flotando hasta el suelo. Realmente era una imagen de lo más impresionante». Luego Howard habló de la importancia de aquella visión: «Sobre todo, significaba que no estábamos solos».

Howard comenzó a hacer sonar su silbato de metal con todas sus fuerzas: Dat, Dat, Dat (pausa), Dat largo. Era su señal, la V de la Victoria. La repitió una y otra vez, y el sonido se escuchó a kilómetros de distancia, atravesando la noche. «Años después —declara Howard—, en reuniones y en lugares de encuentro de los paracaidistas, me dijeron lo maravilloso que había sido para ellos. Los paracaidistas que aterrizaron aisladamente, en un árbol, un cenagal o un corral, solos, lejos de sus amigos, pudieron oír ese pitido. No sólo indicaba que los puentes habían sido tomados, sino también les servía de orientación».

Pero los paracaidistas tardaron por lo menos media hora, más bien casi una hora, en llegar al puente en un número significativo; mientras tanto, Howard seguía escuchando el ruido de los tanques en Bénouville. Wallwork, en su camino de regreso al planeador en busca de otra carga, pasó por el puesto de mando «y allí estaba Howard, soplando su maldito silbato y haciendo toda clase de ruidos extraños». Howard dejó de soplar el tiempo suficiente como para decirle a Wallwork que le llevara algunas granadas Gammon a Fox y a sus hombres.

De modo que, dice Wallwork, lo que necesitaban eran «¡Granadas Gammon! ¡Granadas Gammon! ¡Granadas Gammon! Ya había buscado antes las granadas Gammon y le dije a Howard que no había granadas Gammon. Pero él me dijo: “Yo mismo puse esas granadas Gammon en el planeador. Busca esas malditas granadas Gammon”; así que regresé y registré todo lo que quedaba de aquel planeador casi destrozado en busca de las granadas Gammon».

Wallwork encendió su linterna, «y entonces oí una especie de ra-ta-ta-ta a través del planeador. “¿Qué fue eso?”. Ra-ta-ta-ta». Un alemán situado aguas abajo en una trinchera había visto la luz y había disparado al planeador con su Schmeisser. «De modo que apagué la luz, y pensé: “Howard, no tendrás tus malditas granadas Gammon”». Wallwork cogió un cargamento de municiones y regresó al puente, informándole a Howard que no había granadas Gammon. (Nunca nadie supo lo que sucedió con las granadas Gammon. Wallwork asegura que Howard las arrojó antes de despegar para aligerar la carga; Howard asegura que fueron arrojadas por los hombres del 2.º y el 3.er Pelotones).

Tappenden seguía anunciando «Ham y Jam». Por lo menos en dos ocasiones lo que realmente gritó fue: «¡Ham y Jam!, ¡Ham y MALDITO Jam!».

A las 00.52 horas, el objetivo del mensaje de Tappenden, el general de brigada Poett, consiguió atravesar los últimos metros del campo de cereales y llegó al puente del río. Después de que Sweeney le informara de cuál era la situación allí, cruzó caminando hasta el puente del canal.

Lo primero que pensó Howard cuando vio a su general de brigada caminando hacia él, fue «el teniente Sweeney me va a oír por no hacerme saber, mediante un mensajero o un mensaje radiofónico, que el general de brigada estaba en la zona de la compañía». «Pues, todo parece estar bien, John», dijo Poett. Cruzaron el puente y hablaron con Smith. Los tres oficiales podían oír los tanques y los camiones en Bénouville y en Le Port; los tres sabían que si no llegaba ayuda pronto, perderían el precario control del puente.

A las 00.52 horas, Richard Todd aterrizó, con otros paracaidistas descendiendo a su alrededor. Al igual que le había pasado antes a Poett, Todd no conseguía orientarse porque no podía ver la aguja del campanario de la iglesia de Ranville. Las balas trazadoras atravesaban toda la zona de lanzamiento (DZ), así que se puso en marcha dirigiéndose hacia un bosque cercano, donde esperaba encontrarse con otros paracaidistas y orientarse. Lo consiguió gracias al silbato de Howard.

El comandante Nigel Taylor, al mando de una compañía del 7.º Batallón de la 5.ª Brigada, también estaba confundido. El primer hombre con el que se encontró fue un oficial que llevaba una corneta. Los dos habían saltado hacía un rato, con Poett y los exploradores. Su trabajo consistía en localizar el punto de encuentro en Ranville y luego comenzar a soplar la corneta haciendo sonar la llamada de la Infantería Ligera de Somerset. Pero el oficial le dijo a Taylor: «He estado buscando este maldito punto de encuentro durante tres cuartos de hora y no he podido localizarlo». Se escondieron en un bosque, donde encontraron al coronel Pine-Coffin, el comandante del batallón. También estaba perdido. Sacaron sus mapas, los iluminaron con una linterna, pero ni así consiguieron descubrir dónde estaban. Luego ellos también oyeron el silbato de Howard.

Saber dónde estaba Howard no resolvía todos los problemas de Pine-Coffin. A su alrededor se habían reunido menos de 100 hombres de los 350 que componían su unidad. Sabía que Howard controlaba los puentes, pero como explica Nigel Taylor, también sabía que «los alemanes tenían cierta propensión a contraatacar inmediatamente. Nuestro trabajo consistía en cruzar al otro lado de ese puente. Éramos el único batallón que tenía que estar de ese lado (oeste) del canal. De modo que el dilema de Pine-Coffin era el siguiente: debía ponerse en marcha con una cantidad insuficiente de hombres para hacer el trabajo, o esperar a que se formara todo el batallón. Sabía que tenía que llegar lo más rápido posible para relevar a John Howard». Sobre la 01.10 horas, Pine-Coffin decidió ponerse en camino hacia los puentes a paso ligero, dejando a un hombre para que dirigiera al resto del batallón cuando fuera llegando.

En Ranville, mientras tanto, el mayor Schmidt había decidido que lo mejor era investigar el tiroteo que estaba teniendo lugar en sus puentes. Cogió un último plato de comida, una botella de vino, a su amiga y a su conductor, llamó a su motorista de escolta y salió bramando hacia el puente del río. Iba en un gran Mercedes-Benz descubierto. Cuando pasaron por la casa de su amiga a toda velocidad, ella gritó que quería que la dejaran bajar. Schmidt le ordenó al conductor que se detuviera, la despidió con una palmadita y siguió su camino a toda velocidad.

El Mercedes iba tan rápido que los hombres de Sweeney no tuvieron la oportunidad de dispararle antes de que llegara al puente. Sí abrieron fuego contra la motocicleta que iba detrás del coche, le dieron en un costado y la hicieron derrapar, junto con su conductor hasta caer en el río. Sweeney, en la orilla oeste, le disparó con su Sten al rápido Mercedes, acribillándolo a balazos y haciendo que se saliese de la carretera. Los hombres de Sweeney recogieron al conductor y al mayor Schmidt, ambos gravemente heridos. En el coche encontraron vino, platos de comida, lápiz de labios, medias y ropa interior femenina. Sweeney hizo que pusieran a Schmidt y a su conductor en dos camillas y que los llevaran al puesto de primeros auxilios del doctor Vaughan.

Para cuando llegó al puesto, Schmidt se había recuperado de su conmoción inicial. Empezó a gritar, en perfecto inglés, que él era el comandante de la guarnición del puente, que le había fallado a su Führer, que estaba humillado, que había perdido su honor y que exigía que alguien le disparara. Por otra parte, gritaba que «vosotros los británicos tendréis que retroceder, mi Führer se ocupará de esto; os hará retroceder hasta arrojaros otra vez al mar».

Vaughan sacó una jeringuilla de morfina y se la clavó en el trasero, luego se puso a vendarle las heridas. El efecto de la morfina, cuenta Vaughan, «era para inducirlo a que adoptara una postura más razonable frente a las cosas y, después de diez minutos de predicar la inutilidad del intento de los Aliados de derrotar a la raza superior, se relajó. Enseguida estaba agradeciéndome profusamente mis cuidados médicos». Howard confiscó los prismáticos de Schmidt.

El conductor de Schmidt, un alemán de dieciséis años, había perdido una pierna. La otra estaba prácticamente seccionada y Vaughan la acabó amputando. En menos de media hora, el muchacho estaba muerto.

A la 01.15 horas, Howard había terminado sus preparativos defensivos en el puente del canal. Tenía al pelotón de Wood en el extremo este, junto con los zapadores. Había organizado a los zapadores en un pelotón que mantenía como reserva, cerca de su puesto de mando. En el lado oeste, el pelotón de Brotheridge vigilaba el café y el terreno que lo rodeaba, mientras que el pelotón de Smith vigilaba los búnkeres de la derecha. Smith estaba al mando de ambos pelotones, pero se sentía cada vez más mareado, debido a la pérdida de sangre y al intenso dolor en su rodilla, la cual había empezado a entumecerse. Fox estaba más avanzado, cerca de la bifurcación, con Thornton, que era quien tenía el único Piat operativo. Los paracaidistas del 7.º Batallón estaban de camino, pero su hora de llegada —y sus efectivos— eran cuestiones problemáticas.

Howard podía oír los tanques. Estaba desesperado por establecer una comunicación por radio con Fox, pero no podía. Entonces vio un tanque avanzando lentamente, muy lentamente, hacia el puente; su gran cañón olfateando el aire como la trompa de algún monstruo prehistórico. «Y no pasó mucho tiempo antes de que pudiéramos ver un par de ellos a unos veinte metros uno del otro, moviéndose muy, muy despacio, evidentemente intentando averiguar qué les esperaba en los puentes».

Las cartas estaban echadas. Si los alemanes recuperaban el puente del canal, entonces seguirían avanzando hasta arrollar al pelotón de Sweeney en el puente del río. Allí podrían establecer un perímetro defensivo reforzado con tanques, tan consistente que a la 6.ª División Aerotransportada le resultaría muy difícil, tal vez imposible, abrirse paso a través de él. En ese caso, la división quedaría aislada, sin armas antitanque con las que luchar contra los vehículos blindados de von Luck. Quizá pueda parecer muy dramático decir que el destino de más de diez mil combatientes de la 6.ª División Aerotransportada dependía del resultado de la próxima batalla en el puente, pero hoy en día sabemos, por lo que le pasó a la 1.ª División Aerotransportada en septiembre de 1944 en Arnhem, que de hecho fue exactamente así.

Más allá de la posible pérdida de la 6.ª División Aerotransportada, plantear que el destino de la invasión en su totalidad estaba en peligro en el puente de John Howard es exagerar ligeramente las cosas. Tenemos el testimonio del mismísimo von Luck acerca de este tema. Él sostiene que si esos puentes hubieran estado disponibles para él, hubiera podido cruzar las vías navegables del río Orne y participar, con su regimiento al completo, en el contraataque llevado a cabo el Día D. Ese ataque, realizado por el 192.º Regimiento de la 21.ª División Panzer, estuvo a punto de alcanzar las playas. Von Luck cree que si su regimiento también hubiera estado en ese ataque, la 21.ª División Panzer habría llegado sin duda hasta las playas. Una División Panzer en la misma orilla, en plenas tareas de desembarco, hubiera podido causar estragos con inimaginables resultados.

Pero todo esto no son más que especulaciones. Ha quedado claro: era mucho lo que estaba en juego en esa bifurcación. Convenientemente, puesto que había tanto en juego, la batalla que tuvo lugar en el puente a la 01.30 horas del Día D puso a prueba a los Ejércitos británico y alemán del momento. Ambas partes contaban con ventajas y desventajas. Los adversarios de Howard eran los comandantes de compañía destacados en Bénouville y Le Port. Al igual que Howard, habían estado entrenando durante más de un año para aquel momento. Habían sido cogidos desprevenidos, pero los soldados en el puente eran sus peores soldados; no habían perdido demasiado. En Bénouville, la 1.ª Compañía Blindada de Ingenieros de la 716.ª División de Infantería, y en Le Port, la 2.ª Compañía Blindada de Ingenieros, eran tropas de apenas mejor calidad. La tradición militar alemana, reforzada por las órdenes, les obligaba a lanzar un contraataque inmediato. Tenían los pelotones y los vehículos blindados necesarios para hacerlo. Lo que no sabían con seguridad era la situación, debido a que no dejaban de recibir informaciones contradictorias.

Estas informaciones contradictorias constituyeron una de las debilidades del Ejército alemán en Francia. Esto se producía debido a las dificultades con el idioma. Los oficiales no entendían ni ruso ni polaco, los soldados no entendían alemán. El mayor problema era la presencia de tantos reclutas extranjeros en sus compañías, que a su vez era un reflejo del problema más básico que tuvo Alemania en la Segunda Guerra Mundial. Alemania había ido demasiado lejos. Su población era insuficiente para proporcionar las tropas necesarias para mantener los diversos frentes. Llenar las trincheras a lo largo de la Muralla del Atlántico con lo que venían a ser esclavos de Europa del Éste parecía algo bueno en teoría, pero en la práctica semejantes soldados carecían de valor militar.

Por otra parte, la industria alemana no dejaba de producir gracias a la mano de obra de esclavos. Alemania había sido capaz de proveer a sus tropas con las mejores armas del mundo, y en abundancia. En comparación, la producción industrial británica era tristemente inferior, tanto en calidad como en cantidad.

Pero a pesar de que sus armas de fuego eran inferiores, Howard estaba al mando de soldados británicos, todos y cada uno de ellos procedían de Gran Bretaña y eran voluntarios que habían sido entrenados espléndidamente. Eran enormemente superiores a sus adversarios. Salvo Fox y Smith, Howard se había quedado sin oficiales, pero él personalmente gozaba de una gran ventaja sobre los comandantes alemanes. Estaba en su elemento, en plena noche, decidido, alerta. Era capaz de tomar decisiones rápidas, recibía rigurosos informes de sus hombres igualmente decididos y en alerta permanente. Los comandantes alemanes recibían informes contradictorios, estaban confundidos, cansados y con baja moral. Howard había colocado a sus pelotones exactamente donde había planeado ponerlos: tres en el lado oeste para hacer frente a los primeros ataques, dos en reserva en el lado este (incluyendo a los zapadores) y uno en el puente del río. Howard se había ocupado de que su capacidad antitanque estuviera exactamente en el lugar donde había planeado ponerla, justo en la bifurcación. Los comandantes alemanes, en cambio, estaban a ciegas, apenas sabían dónde estaban sus propios pelotones, y eran incapaces de tomar decisiones.

Pero, tal como he dicho antes, los alemanes tenían la gran ventaja de superar ampliamente a Howard en cuestión de armamento. Tenían media docena de tanques y él, ninguno. Tenían dos docenas de camiones y un pelotón para llenar cada uno de ellos, y Howard contaba con seis pelotones y ningún camión. Ellos tenían artillería, una batería de 88 mm, mientras que Howard no disponía de ninguna pieza. Howard no tenía ni siquiera granadas Gammon. Las granadas de mano no servían prácticamente de nada contra un tanque porque normalmente rebotaban y explotaban en el aire sin causar ningún daño. Las ametralladoras Bren y los subfusiles Sten eran absolutamente inútiles contra un tanque. La única arma que tenía Howard para detener a esos tanques era el Piat del sargento Thornton. Esa arma y el hecho de haber entrenado a la Compañía D precisamente para ese momento: el primer contacto con tanques. Se sentía seguro por el hecho de que Thornton estaba en su ambiente, completamente despierto, la oscuridad no le molestaba lo más mínimo, y era un maestro en el uso del Piat, porque sabía exactamente dónde debía darle al primer tanque para dejarlo fuera de combate.

Los demás no se sentían tan seguros. Sandy Smith recuerda «escuchar esas malditas cosas, sentir absoluto terror, y decir: “Dios mío, ¿qué diablos voy a hacer con estos tanques que se acercan por la carretera?”». Billy Gray, que había tomado posición en un pozo de tirador alemán que estaba desocupado, recuerda: «El tanque se acercaba por la carretera. Creíamos que allí se acababa todo, ¿sabes?, no teníamos forma de detener un tanque. Estaba a unos veinte metros por debajo nuestro porque estábamos en lo alto de una pequeña elevación, pero lo que sí disponíamos era de una especie de campo de tiro justo a lo largo de la carretera. Disparábamos hacia la carretera apuntándole a cualquier cosa que viéramos moverse».

Gray se sintió tentado de dispararle al tanque. La mayoría de los novatos lo hubiera hecho. Pero, dice Gray rindiéndole homenaje a su entrenamiento: «No le disparé al tanque». Gray, junto con los hombres de Howard en el lado oeste del puente, se abstuvo de disparar. En pocas palabras, no revelaron sus posiciones, atrayendo así a los tanques hacia una zona mortífera.

Howard había esperado que los tanques fueran precedidos por una patrulla de reconocimiento de infantería —así lo hubiera hecho él— pero los alemanes no habían tenido en cuenta ese detalle. Sus pelotones de infantería iban detrás de los dos tanques. De modo que los tanques avanzaban, muy lentamente, y su tripulación no era consciente de que ya habían cruzado la primera línea.

La primera compañía Aliada llegada con la invasión estaba a punto de hacerle frente al primer contraataque alemán. Todo se reducía a Thornton y los tanques alemanes. La visibilidad de la tripulación de los tanques no les permitía ver a Thornton, medio enterrado como estaba bajo ese montón de equipamiento. Thornton estaba a unos treinta metros de la bifurcación, y, dice él mismo: «No me importa admitirlo, ¡estaba temblando como una hoja!». Podía escuchar los tanques acercándose. Acarició su Piat con los dedos.

«En realidad, el Piat es un montón de basura —dijo Thornton un día—. Su alcance es de alrededor de cuarenta y cinco metros y no más. Estás muerto si intentas llegar más lejos. Incluso a cuarenta y cinco metros ya está en el límite. Otra cosa es que nunca, nunca, puedes fallar. Si lo haces, estás acabado, porque para cuando lo recargas y lo montas, que ya es toda una faena, ya ha pasado todo, estás liquidado. Te meten en el cerebro que no debes fallar».

Thornton se había acercado todo lo que había podido a la bifurcación porque quería disparar desde la menor distancia posible. «Y efectivamente, en unos tres minutos, aparece esta maldita cosa. En la oscuridad, la escuchaba más de lo que la veía; todo temblaba. Resultó ser un tanque Mark IV que se acercaba bastante lentamente; y la tripulación se detuvo unos segundos para ver dónde se encontraban. Yo solamente tenía dos proyectiles. Me dije a mí mismo: “No puedes fallar”. Y entonces, a pesar de que estaba temblando, apunté y pum, disparé».

El tanque acababa de girar en la bifurcación. «Le di de lleno, justo en el centro. Me aseguré de tenerlo justo en medio. Estaba tan emocionado y temblaba tanto que tuve que retroceder un poco».

Y fue entonces cuando se desató el infierno. La explosión del proyectil del Piat penetró en el tanque, haciendo estallar los cargadores de la ametralladora, lo cual provocó que empezaran a estallar las granadas que había en su interior, y luego los proyectiles. Como cuenta Glenn Gray en su libro The Warriors[5], uno de los grandes atractivos de la guerra es el despliegue visual de un campo de batalla: balas trazadoras rojas, verdes o naranjas volando de un lado para otro, explosiones por aquí y por allá, bengalas iluminando partes del cielo. Pero muy pocos guerreros han tenido alguna vez la oportunidad de ver un despliegue semejante al que tuvo lugar en esa bifurcación el Día D.

Los paracaidistas pudieron oír y ver a muchos kilómetros del puente el estrépito y el espectáculo de luces. De hecho, les proporcionó una orientación, y de esta manera comenzaron a avanzar en la dirección correcta.

Cuando el tanque explotó, Fox se protegió detrás de un muro. Él mismo lo explica: «No podías ir muy lejos porque de repente pasaba zumbando una bala o un proyectil justo frente a ti, pero finalmente cesó, y oímos gritar a ese hombre. Ole Tommy Klare no lo soportó más y fue directo hacia el tanque, que estaba en llamas, y descubrió que el conductor había salido del tanque aún consciente y estaba tumbado junto a la máquina, pero le faltaban las dos piernas. Le habían dado en las rodillas al salir, y Klare, que era un tipo de buen corazón y muy fuerte —una vez en el cuartel le rompió la mandíbula a un hombre de un solo golpe por ponerle los nervios de punta— cargó a aquel pobre alemán a sus espaldas y lo llevó hasta el puesto de primeros auxilios. Por supuesto, pensé que sería en vano, pero, de hecho, creo que el hombre sobrevivió». Lo hizo, pero sólo durante algunas horas más. Resultó ser el comandante de la 1.ª Compañía Blindada de Ingenieros.

El espectáculo de fuegos artificiales continuó —todos dijeron que duró más de una hora— y ayudó a los comandantes de compañía alemanes a convencerse de que los británicos contaban con fuerzas importantes. De hecho, el teniente que estaba en el segundo tanque se retiró a Bénouville, donde informó que los británicos tenían cañones antitanque de seis libras en el puente. Los oficiales alemanes decidieron que tendrían que esperar hasta el amanecer para que se aclarase la situación antes de lanzar otro contraataque. John Howard había ganado la batalla de la noche.

El primer tanque ardió en llamas durante toda la noche, justo en la bifurcación, obstaculizando de este modo cualquier movimiento entre Bénouville y Le Port, y entre Caen y la costa. Por lo tanto, puede argumentarse que el sargento Thornton había conseguido llevar a cabo el disparo más importante del Día D, porque los alemanes necesitaban mucho esa carretera. El propio Thornton se incomoda cuando se habla de eso. Cuando terminé mi entrevista con él, y había apagado ya la grabadora, Thornton me hizo un comentario: «Hagas lo que hagas en este libro, no me conviertas en un maldito héroe». A lo que sólo se me ocurrió responder: «Sargento Thornton, yo no convierto a los hombres en héroes. Sólo escribo sobre ellos».

Cuando explotó el tanque, sobre la 01.30 horas, los hombres de la 5.ª Brigada Paracaidista de Poett, encabezada por el 7.º Batallón de Pine-Coffin, con la compañía de Nigel Taylor en vanguardia, corrían a paso ligero hacia el puente, con menos de un tercio de sus efectivos. Los paracaidistas sabían que habían llegado tarde porque pensaban, a juzgar por los fuegos artificiales, que Howard estaba sufriendo intensos ataques. Pero, como explica Taylor: «Es muy difícil correr a paso ligero en la oscuridad cargando con mucho peso y sobre un terreno escabroso».

Cuando llegaron a la carretera que conducía a los puentes, se encontraron con el general de brigada Poett, que se dirigía nuevamente hacia su puesto de mando en Ranville. «Vamos, Nigel —le gritó Poett a Taylor con su voz aguda—. Paso ligero, paso ligero, paso ligero». Taylor pensó que la orden era más bien superflua, pero de hecho sus muchachos echaron a correr «como si fueran a echarse a volar».

Richard Todd estaba en el grupo. Recuerda que el oficial médico de los paracaidistas lo alcanzó, lo cogió del brazo, y le dijo: «¿Puedo venir contigo? Verás, es que no estoy acostumbrado a esta clase de cosas». Todd dice que el médico «estaba bastante horrorizado porque pasamos junto a un alemán al que le habían volado la cabeza, pero sus brazos y sus piernas aún seguían agitándose de un lado para otro y le salían del cuerpo unos ruidos muy extraños. Pensé que hasta al médico le trastornaba ver algo como eso».

Todd recuerda haber pensado, mientras corría entre el puente del río y el del canal: «Ahora sí que estamos en ello». Fue entonces cuando se desató un infierno, tras una extraordinaria explosión, seguida de un denso fuego de fusilería y ametralladoras. Las balas trazadoras salían disparadas en todas direcciones. Realmente parecía que estaba teniendo lugar una batalla en toda regla. El comandante Taylor pensó: «Oh, Dios mío, voy a tener que meter a mi compañía directamente en la batalla, sin dejar de correr».

Cuando el 7.º Batallón llegó al puente, Howard tuvo una rápida reunión informativa con los líderes. Luego, los paracaidistas cruzaron el puente; la compañía de Nigel Taylor se desplazó hacia la izquierda, en Bénouville, mientras que las demás compañías se movían a la derecha, hacia Le Port. Richard Todd se situó en una elevación que había frente a la pequeña iglesia de Le Port, mientras que Taylor condujo a su compañía hasta las posiciones preestablecidas en Bénouville. Taylor recuerda que, excepto por el tanque en llamas en la lejanía, en menos de una hora «todo estaba completamente tranquilo». Los alemanes se habían atrincherado a la espera del resultado de la batalla en la bifurcación.

Una motocicleta alemana se puso en marcha. El conductor dobló en la esquina, y se dirigió hacia la bifurcación. Los hombres de Taylor estaban a ambos lados de la carretera, «y habían estado entrenándose durante sólo Dios sabe cuántos años para matar alemanes, y éste era el primero que veían». Todos abrieron fuego. Cuando el conductor perdió el control por el impacto de más de media docena de balas, su gran moto BMW dio media vuelta en el aire y cayó sobre él. El acelerador se atascó en su velocidad máxima, y la moto quedó con una marcha metida. «Rugía y bramaba haciendo un ruido increíble, y cada vez que tocaba el suelo, la máquina giraba sobre sí misma y se encabritaba». La moto chocó contra uno de los hombres de Taylor, causándole lesiones que más tarde provocaron su muerte; la situación se prolongó hasta que alguien consiguió por fin apagar el motor. Eran aproximadamente las 02.30 horas.

A las 03.00 horas, Howard recibió un mensaje por radio de Sweeney, anunciando que Pine-Coffin y su batallón estaban cruzando el puente del río, dirigiéndose hacia el canal. Howard comenzó a caminar inmediatamente hacia el este y se encontró con Pine-Coffin a medio camino entre los dos puentes. Regresaron andando juntos hasta el canal, mientras Howard le contaba a Pine-Coffin lo que había sucedido y cuál era la situación, de modo que para cuando llegaron al puente del canal Pine-Coffin ya estaba al corriente de todo.

Mientras cruzaba el puente, Pine-Coffin llamó al sargento Thornton. Indicando con la cabeza hacia donde se encontraba el tanque en llamas, el coronel preguntó:

—¿Qué demonios está sucediendo allí?

—Es sólo un maldito tanque que ha explotado —respondió Thornton—, pero está haciendo un jaleo tremendo. Pine-Coffin sonrió.

—Ya lo creo —dijo. Luego giró hacia la izquierda, para instalar su cuartel general en un embarcadero que había frente al canal, justo en el borde de Bénouville, cerca de la iglesia.

Después de descargar el Horsa en el que había volado como piloto, el n.º 2, el sargento Boland salió a explorar. Se dirigió hacia el sur, siguiendo el camino de sirga por la parte inferior del terraplén y llegó a las afueras de Caen. Puede que la suya fuera la penetración más profunda del Día D, aunque tal como el propio Boland señala, había paracaidistas británicos dispersos por todas partes, y probablemente algunos de ellos se acercaron aún más a Caen. En cualquier caso, pasaron algunas semanas antes de que las fuerzas británicas y canadienses llegaran tan lejos otra vez.

Boland continúa: «Decidí que lo mejor era regresar porque era muy peligroso, no por los alemanes, sino por algunos malditos paracaidistas que tenían el gatillo bastante fácil. Habían aterrizado por todas partes, incluso sobre árboles. Sólo Dios sabe los inverosímiles sitios en los que llegaron a caer, y estaban más que dispuestos a dispararle a cualquiera que se les acercara». Después de identificarse utilizando la contraseña, Boland condujo a un grupo de paracaidistas hasta el puente.

Cuando llegó, vio a Wallwork sentado en la orilla.

—¿Cómo estás, Jim? —le preguntó.

Wallwork miró a Boland y a los paracaidistas y se exaltó de repente.

—¿Dónde has estado hasta ahora? —le preguntó—. Pensábamos que había pasado algo. La maldita guerra ha terminado.

«Los paracaidistas creían que nos estaban rescatando a nosotros —dice Boland—. Nosotros sentíamos que los estábamos rescatando a ellos».

La llegada del 7.º Batallón liberó a la Compañía D de sus responsabilidades de control sobre la orilla oeste y permitió a Howard retirar a sus hombres y llevarlos nuevamente al terreno que había entre los dos puentes, donde esperarían como compañía de reserva.

Cuando llegó Wally Parr, se puso a examinar el emplazamiento del cañón antitanque, que nadie había servido desde que llegaran los británicos, y que desde entonces había pasado inadvertido. Parr descubrió un laberinto de túneles debajo del emplazamiento. Cogió una linterna, otro soldado, y comenzó a explorar. Descubrió unos dormitorios. En las dos primeras habitaciones que inspeccionó no había nada. En la tercera, vio a un hombre en la cama, temblando violentamente. Parr retiró lentamente la manta. «Había un joven soldado allí tumbado, con el uniforme puesto y temblando de pies a cabeza». Parr lo hizo levantar apuntándole con su bayoneta, luego lo sacó a la superficie y lo metió en el cercado provisional para los prisioneros de guerra. Regresó al emplazamiento del cañón y se reunió con Billy Gray, Charlie Gardner, y Jack Bailey.

En su lado del puente, al otro lado de la carretera, el sargento Thornton había convencido al teniente Fox de que realmente había alemanes aún durmiendo allí abajo, en los refugios subterráneos. Se pusieron en camino juntos, con una linterna, para localizarlos. Thornton llevó a Fox hasta una habitación trasera llena de literas, abrió la puerta e iluminó con su luz a tres alemanes, todos ellos roncando, con sus fusiles apilados en un rincón. Thornton cogió los fusiles y luego cubrió a Fox con su Sten mientras éste sacudía al alemán que estaba en la litera de arriba. Siguió roncando. Fox quitó la manta de un tirón, le iluminó la cara al hombre con su linterna y le dijo que se levantara.

El alemán miró detenidamente a Fox. Vio a un joven de mirada furiosa, que llevaba un ridículo blusón, el rostro ennegrecido, apuntándole con una pistola de juguete. Concluyó que uno de sus amiguetes le estaba gastando una broma. Le dijo a Fox, en alemán, pero con un tono de voz y un gesto que no necesitaban traducción: «Vete a tomar por el culo». Luego se dio media vuelta para seguir durmiendo.

«Me bajó los humos de un plumazo —admite Fox—. Allí estaba yo, un joven oficial, en plena acción, frente al primer alemán que veía de cerca; y al darle una orden y recibir una respuesta tan devastadora, la moral se me vino abajo». Thornton, por su parte, se puso a reír con tanta fuerza que casi lloraba. Se desplomó en el suelo, riéndose a carcajadas.

Fox lo miró. «Al diablo con esto —le dijo el teniente al sargento—. Hazte cargo tú».

Fox regresó a la superficie. Poco después, Thornton le trajo un prisionero que hablaba un poco de inglés. Thornton sugirió que quizá Fox quisiera interrogarlo. Éste comenzó a preguntarle acerca de su unidad, dónde estaban situados los demás soldados y otras cosas por el estilo. Pero el alemán ignoró sus preguntas. En cambio, exigió saber: «¿Quiénes sois vosotros? ¿Qué estáis haciendo aquí? ¿Qué está sucediendo?».

Fox intentó explicar que él era un oficial británico y que el alemán era su prisionero. El alemán no podía creerlo. «Oh, vamos, no puedes estar hablando en serio, no puede ser. A ver, ¿cómo aterrizasteis? No os oímos aterrizar. Quiero decir, ¿de dónde venís?». El pobre Fox se dio cuenta de repente de que era él quien estaba siendo interrogado, y volvió a poner a Thornton al mando de la situación, pero no antes de admirar las fotografías de la familia del prisionero.

Von Luck estaba furioso. A la 01.30 horas, recibió los primeros informes que hablaban de paracaidistas británicos en su zona. Inmediatamente, puso a su regimiento en alerta máxima. Localmente, contaba con los comandantes de su compañía para lanzar sus propios contraataques dondequiera que los británicos estuvieran posicionados, pero ordenó que se reuniera la mayor parte del regimiento al noreste de Caen. La reunión se llevó a cabo sin problemas, y a las 03.00 horas, von Luck había reunido sus hombres y sus tanques y sus vehículos autopropulsados; todos juntos constituían una fuerza impresionante. Los oficiales y los hombres estaban de pie junto a sus tanques y vehículos, con los motores encendidos, listos para partir.

Pero a pesar de que von Luck se había preparado precisamente para ese momento, sabía dónde quería ir, con qué fuerza, por qué rutas, con qué alternativas, no podía dar la orden de marcha. Debido a los celos y a las complejidades del alto mando alemán, a que Rommel no estaba de acuerdo con Rundstedt, a que Hitler despreciaba a sus generales y además no confiaba en ellos, la estructura del mando alemán era un caos. Sin entrar en los detalles de semejante situación, es suficiente señalar aquí que Hitler había retenido bajo su control personal a las divisiones acorazadas. No podían ser utilizadas en un contraataque hasta que él personalmente estuviera convencido de que la acción era la verdadera invasión. Pero Hitler estaba durmiendo y a nadie le gustaba nunca despertarlo. Además, los informes que llegaban al OKW eran confusos y contradictorios. En cualquier caso no eran tan alarmantes como para sugerir que ésta era la invasión principal. Un aterrizaje de paracaidistas por la noche podía ser una mera operación de diversión. Así que von Luck no recibió ninguna orden de ponerse en marcha.

«Pensaba —explicaba von Luck cuarenta años después, mientras estudiaba un mapa— que después de recibir más información sobre los aterrizajes de paracaidistas y de planeadores, la mejor forma de contraatacar era mediante un ataque nocturno, comenzando a las tres o a las cuatro de la mañana, antes de que los británicos pudieran organizar sus defensas, antes de que su fuerza aérea fuera plenamente operativa, antes de que la Marina británica pudiera martillearnos con su artillería. Estábamos bastante familiarizados con el terreno y creo que podríamos haber sido capaces de llegar hasta los puentes».

Señalando el mapa, continuó diciendo: «Creo que podríamos haber llegado por aquí, incluso por el norte por aquí, para separar a los hombres del comandante Howard del núcleo principal de la fuerza aerotransportada». Y luego, continúa von Luck: «Toda la situación en el lado este de los puentes habría sido diferente. Los paracaidistas hubieran quedado aislados y yo habría podido reunirme con la otra mitad de la 21.ª División Panzer».

Pero von Luck no podía actuar por iniciativa propia, de modo que allí estaba, un oficial superior en un ejército que se enorgullecía de su capacidad de contraataque, uno de los líderes de una de las divisiones de Rommel mejor posicionadas para llevar a cabo el contraataque del Día D, personalmente convencido de lo que podría conseguir, con todas sus rutas de ataque delimitadas, sin poder moverse debido a las complejidades del principio de liderazgo del Tercer Reich.

Los Gondrée también estaban inmovilizados dentro de su cafetería, escondidos en el sótano. Thérèse, en camisón, instó a Georges a que regresara a la planta baja de la casa e investigara. «No soy un hombre valiente —admitió él más tarde—, y no quería que me mataran, de modo que subí las escaleras a gatas y me arrastré hasta la ventana de la primera planta. Escuché que alguien hablaba allí fuera, pero no pude distinguir las palabras, así que abrí la ventana empujándola y me asomé prudentemente. Vi frente al café a dos soldados sentados cerca de mi surtidor de gasolina con un cadáver entre ellos».

Georges fue visto por uno de los paracaidistas. «Vous civile?», le preguntó el soldado una y otra vez. Georges intentó asegurarle que ciertamente era un civil, pero el hombre no hablaba francés y Georges, sin saber qué era lo que estaba sucediendo, no quería revelar el hecho de que entendía inglés. Probó con un vacilante alemán pero no sirvió de nada, y regresó al sótano a esperar la luz del día y ver cómo se desarrollaban las cosas.

Aproximadamente a las 05.00 horas, la rodilla de Sandy Smith se había entumecido hasta tal punto que le era casi imposible andar, el brazo se le había hinchado prácticamente al doble de su tamaño normal y la muñeca le latía de dolor. Se acercó a Howard y le dijo que creía que debía ir al puesto de primeros auxilios del doctor Vaughan para que le mirara las heridas y las lesiones. «¿Tienes que ir?», le preguntó Howard lastimosamente. Smith le prometió que regresaría en un minuto. Cuando llegó al puesto, el doctor Vaughan quiso darle morfina. Smith se negó. Vaughan le dijo que de todas formas no podía regresar a prestar servicio, porque molestaría más de lo que ayudaría. Smith aceptó la morfina.

De modo que cuando Howard convocó una reunión de jefes de pelotón en su puesto de mando, justo antes del amanecer, tuvo que asumir personalmente el vacío creado por la pérdida de sus oficiales. El 1.er Pelotón de Brotheridge estaba liderado por el cabo Kane; el sargento estaba fuera de combate y el teniente había muerto. Tanto el 2.º Pelotón como el 3.º, de Wood y Smith respectivamente, estaban liderados por cabos. No se tenían noticias del segundo de Howard, Brian Priday, ni del jefe del 4.º Pelotón, Tony Hooper. Solamente el 5.º (Fox) y el 6.º (Sweeney) Pelotones contaban con la totalidad de sus oficiales y suboficiales. En total había habido una docena de bajas, además de dos muertes.

Howard no había reunido a sus líderes de pelotón para felicitarlos por sus logros, sino más bien para prepararlos para el futuro. Repasó con ellos varias rutas y posibilidades de contraataque, en caso de que los alemanes se abrieran paso a través de las filas del 7.º Batallón. Luego les dijo que mantuvieran a todos los soldados en alerta hasta las primeras luces del día. Al amanecer, la mitad de los hombres podrían retirarse e intentar dormir un poco.

Cuando el cielo comenzó a clarear, la luz reveló a la Compañía D ocupando el territorio entre los dos puentes. Había llevado a cabo la primera parte de su misión.

Los alemanes querían recuperar los puentes, pero su desordenada estructura de mando los estaba perjudicando mucho. A las 03.00 horas, von Luck le había ordenado al 8.º Batallón Pesado de Granaderos, que era una de sus unidades de vanguardia situada al norte de Caen y en la orilla oeste del río Orne, que marchara hasta Bénouville y tomara el puente. Pero, como señala el teniente Werner Kortenhaus, a pesar de su nombre, el 8.º Batallón Pesado de Granaderos contaba tan sólo con sus armas automáticas, unos pocos cañones ligeros antiaéreos y algunos lanzacohetes. No contaban con tanques. No obstante, los granaderos atacaron, infligiendo bajas a la compañía del comandante Taylor y haciéndola retroceder hasta el centro de Bénouville. Los granaderos cavaron pozos de tirador «y aguardaron la llegada de los tanques de la 21.ª División Panzer».

El teniente Kortenhaus, que permaneció esperando junto a su tanque con el motor encendido, recuerda la idea que le obsesionó durante las dos últimas horas de oscuridad: «¿Por qué no llegó la orden de atacar? De haber marchado inmediatamente, hubiéramos avanzado al amparo de la oscuridad». Pero Hitler todavía estaba durmiendo, y la orden no llegó.