DÍA D
MENOS DOS AÑOS
Durante la primavera de 1942, los Aliados estaban pasando malos momentos. En el norte de África, los británicos estaban recibiendo una soberana paliza. En Rusia, los alemanes habían lanzado una ofensiva gigantesca en dirección a Stalingrado. En el Extremo Oriente, los japoneses habían invadido las posesiones coloniales estadounidenses, británicas y holandesas y estaban amenazando Australia. En Francia, y por toda Europa Occidental y Oriental, Hitler triunfaba. El único punto esperanzador era que el 7 de diciembre anterior, Estados Unidos había entrado en la guerra. Pero, hasta la fecha, ese acontecimiento sólo había representado algunos barcos más y nada de tropas ni aviones. A duras penas había comportado un aumento en el flujo de pertrechos procedentes del préstamo y arriendo.
No obstante, el aburrimiento reinaba en todo el Ejército británico. La denominada «falsa guerra» se había prolongado desde septiembre de 1939 hasta mayo de 1940, pero para miles de jóvenes que se habían alistado entonces, el período que fue desde la primavera de 1941 hasta principios del año 1944 fue casi igual de malo. No había ninguna amenaza de invasión. La única batalla que libraba el Ejército británico tenía lugar en el mar Mediterráneo; en casi todas las demás zonas los servicios y los entrenamientos eran rutinarios, y rutinariamente aburridos. La disciplina había disminuido, en parte por el aburrimiento, y en parte porque el Ministerio de la Guerra había llegado a la conclusión que la disciplina ordenancista era impropia de una democracia, y porque se pensaba que apagaba el espíritu de lucha de los hombres.
Muchos soldados, obviamente, disfrutaban bastante de esta situación y hubieran estado más que contentos de pasar la guerra holgazaneando por los cuarteles, haciendo desfiles o marchas, o encontrando maneras de hacer ver que estaban ocupados. Pero había miles que no estaban contentos, jóvenes que se habían alistado porque realmente querían ser soldados, realmente querían luchar por el Rey y por la Patria, realmente buscaban acción y emoción. En la primavera de 1942, su oportunidad por fin llegó cuando se solicitaron voluntarios para las fuerzas aerotransportadas.
Gran Bretaña había tomado la decisión de crear un ejército aerotransportado. Se estaba formando la 1.ª División Aerotransportada, que estaría al mando del general de división F. A. M. Boy Browning. Entonces ya una figura legendaria dentro del Ejército, distinguido especialmente por su dura disciplina, Browning parecía una estrella de cine y vestía con elegancia. En 1932 se había casado con la novelista Daphne du Maurier, quien en 1942 sugirió una boina roja para las tropas aerotransportadas, con un Pegasus alado, montado por Belerofonte, como símbolo.
Wally Parr fue uno de los miles que respondieron al llamamiento para llevar la boina roja. Se había alistado en el Ejército en febrero de 1939, a los dieciséis años (fueron más de una docena en la Compañía D de los Ox and Bucks, los que mintieron sobre su edad para poder alistarse). Lo habían destinado a un regimiento de infantería y había pasado tres años «sin hacer nunca nada realmente importante. Colocaba alambre de espino, lo quitaba al día siguiente, lo movía… Nunca disparaba un fusil, nunca hacía nada». De modo que se presentó como voluntario para las fuerzas aerotransportadas, aprobó el examen médico y fue aceptado en los Ox and Bucks, que justo en ese momento se estaban formando como una unidad de desembarco aéreo, siendo destinado a la Compañía D. Después de tres días con su nuevo uniforme, pidió una entrevista con el jefe de la unidad, el comandante John Howard.
—Ah, sí, Parr —dijo Howard cuando Parr entró en su oficina.
—¿Qué puedo hacer por usted?
—Quiero irme —respondió Parr.
Howard lo miró fijamente.
—Pero si acabas en entrar.
—Sí, lo sé —respondió Parr— y me he pasado los tres últimos días pensando en ello dando vueltas por los alrededores del cuartel. No he venido para eso. Quiero que me trasladen a los paracaidistas. Quiero actuar de verdad, trabajar para lo que me alisté, no con estos estúpidos planeadores, que de todos modos no tenemos ninguno.
—Tómatelo con calma —le respondió Howard—. Espera un tiempo. —Y se despidió de él sin decir nada más.
Cuando abandonaba la oficina, Parr pensó: «Será mejor que tenga cuidado con este tío».
En realidad, Parr aún no tenía ni idea de lo duro que era el comandante de su nueva compañía. Howard venía de una familia de clase trabajadora como cualquiera de los «cockneys» de su compañía. Nacido el 8 de diciembre de 1912, era el mayor de nueve hermanos. Desde que John cumplió los dos años hasta los seis, su padre, Jack Howard, estuvo en Francia, luchando en la Primera Guerra Mundial. Cuando Jack regresó, consiguió un trabajo en la fábrica de cerveza Courage, fabricando barriles. La familia vivía en el West End londinense, donde la madre de John, Ethel, una mujer muy dinámica, se las arreglaba para que él y sus hermanos tuvieran siempre las ropas limpias y estuvieran bien alimentados. John recuerda: «Pasé la mayor parte de mi infancia, hasta los trece o catorce años, empujando cochecitos de niños, ayudando con las compras y haciendo toda clase de cosas».
Para John, una de las mayores satisfacciones de su vida fueron los Boy Scouts. Con ellos iba de acampada fuera de Londres los fines de semana, y en verano lo llevaban dos semanas de campamento por el país. Sus amigos de las calles de Londres no lo veían con buenos ojos; se burlaban de sus pantalones cortos «y en general convertían mi vida en un infierno». Ni siquiera su hermano menor quiso seguir con los Boy Scouts. Pero John, sí. Le encantaba la vida al aire libre, los deportes y la competición.
La otra gran pasión de John era la escuela. Le iba bien con sus estudios, especialmente con las matemáticas, y se ganó una beca para la escuela secundaria. Pero la situación económica era tan crítica que tuvo que empezar a trabajar, de modo que dejó pasar la beca, y a los catorce años consiguió un trabajo de jornada completa como oficinista en la firma de un corredor de bolsa. Cinco días a la semana, acudía a la escuela nocturna para seguir estudiando inglés, matemáticas, contabilidad, economía, mecanografía, taquigrafía y cualquier cosa que le pareciera beneficiosa para su trabajo. Pero en el verano de 1931, cuando regresó a Londres después de una excursión con los Boy Scouts, descubrió que la empresa en la que trabajaba había ido a la quiebra como consecuencia del crack producido en la Bolsa y que se había quedado sin trabajo.
Para entonces, los hermanos menores de Howard habían crecido y la casa se había quedado pequeña. John ofreció mudarse y buscar un apartamento y un empleo. Su madre no quiso ni oír hablar de lo que le parecía una ruptura familiar. Fue entonces cuando John decidió fugarse y alistarse en el Ejército.
Entró en la King’s Shropshire Light Infantry, y pronto descubrió que los soldados veteranos eran «muy duros y fuertes… Admito sin reparos que las dos primeras noches lloré sin descanso en el barracón, al lado de aquellos tipos tan duros, y me pregunté si sobreviviría».
De hecho, casi de inmediato comenzó a destacar. En los entrenamientos de los reclutas, en Shrewsbury, sobresalió en los deportes, carreras a campo traviesa, natación o boxeo, todas actividades que había practicado con los Boy Scouts. Por suerte para él, el Ejército británico de 1932, como la mayoría de los ejércitos en tiempos de paz en cualquier parte del mundo, incentivaba las competiciones deportivas entre pelotones, compañías y batallones. Cuando John se unió a su batallón, en Colchester, el comandante lo envió inmediatamente a las oficinas de la compañía, porque en ese trabajo disponía del suficiente tiempo libre como para mantener su plan de entrenamientos. Luego lo enviaron a un curso de formación para instructores y cuando regresó le asignaron la educación física de los reclutas y lo seleccionaron para representar a su compañía en diversas competiciones deportivas.
Eso estaba muy bien, pero las ambiciones de John eran aún mayores. Decidió optar a entrar en el cuerpo de oficiales, apoyándose en sus magníficas marcas en deportes, en su titulación académica —todos esos cursos nocturnos— y sus altas calificaciones en los exámenes del Ejército. Pero ascender a oficial en tiempos de paz era algo casi imposible, y lo rechazaron. Lo que sí consiguió fue un ascenso a cabo.
Y conoció a Joy Bromley. Sucedió en una cita a ciegas. Había sido llevado a rastras porque su amigo tenía dos muchachas de las que cuidar. Se suponía que Joy sería la pareja de su amigo, pero cuando John la vio perdió su corazón para siempre. Joy tenía tan sólo dieciséis años (mintió y le dijo a John que tenía dieciocho), era delgada pero tenía una atractiva figura, su rostro era vivo y alegre, su porte airoso y tenía una fácil y animada conversación. Había acudido a la cita con desgana, tras haber estado saliendo una temporada con un muchacho de Cambridge. Pertenecía a una respetable familia de clase media dedicada al comercio al detalle, y tal como le dijo a su amiga: «Tengo prohibido salir con soldados».
«Bueno, es sólo para tomar un café —insistió su amiga—, y ya me he comprometido». De modo que Joy fue, y mientras tomaban el café, ella y John se pusieron a charlar; las palabras, las risas, las historias salían a borbotones. En la estación de tren, John le dio un beso de buenas noches.
Eso fue en 1936, y allí empezó el noviazgo. Al principio era secreto, Joy temía la desaprobación de su madre. Se encontraban bajo una enorme haya en el fondo del jardín de la casa de Joy. Sin embargo, a John no le gustaba demasiado eso de esconderse y decidió actuar de forma más directa. Le anunció a Joy que iría a ver a su madre. «Casi me muero —recordaba Joy—. Pensé que mi madre se negaría a verle», y si lo hacía, entonces «me mataría por estar saliendo con alguien como él». Pero su madre y John se entendieron maravillosamente; a su madre John le gustó inmediatamente y le dijo a Joy: «Tienes un hombre de verdad». En abril de 1938, se comprometieron, prometiéndole a la madre de Joy que esperarían hasta que ella fuera mayor de edad para casarse.
En 1938, John abandonó el Ejército al expirar su contrato. En junio, se unió a la Policía de Oxford. Después de un duro y extenso curso de entrenamiento, en el que quedó en el segundo puesto de entre doscientos candidatos, comenzó a patrullar las calles de Oxford por las noches. Le resultó «toda una experiencia. Estás solo, y sabes que puede pasar cualquier cosa».
Siguió en la Policía hasta después de que comenzara la guerra. El 28 de octubre de 1939, él y Joy se casaron. El 2 de diciembre, se alistó como cabo en la King’s Shropshire Light Infantry. En dos semanas era sargento. Un mes después era sargento mayor de compañía. En abril, se convirtió en sargento mayor de regimiento. De modo que saltó de cabo a sargento mayor de regimiento en cinco meses, todo un récord incluso en tiempos de guerra. Y en mayo, su general de brigada le ofreció una oportunidad para ascender a oficial.
Dudó. Ser sargento mayor de regimiento significaba ser el hombre más importante, responsable sólo ante el comandante en jefe, la auténtica columna vertebral del regimiento. ¿Por qué renunciar a eso para ser un simple oficial subalterno? Además, tal como le explicó Howard a su esposa, no tenía una muy buena opinión de los nuevos subtenientes y no quería unirse a ellos. Joy rechazó todas sus objeciones y le dijo que desde luego debía intentar conseguir ese ascenso. La reacción de su esposa acabó con sus dudas, y entró en la OCTU —Unidad de Entrenamiento de Aspirantes a Oficial— en junio de 1940.
Al graduarse, solicitó entrar en los Ox and Bucks porque le gustaba la conexión con Oxford y le gustaba la infantería ligera. En menos de dos semanas temió haber cometido un terrible error. Los Ox and Bucks eran «un buen regimiento territorial» con un importante historial de hechos de armas destacados: Bunker Hill, la Guerra de Independencia española, la Batalla de Nueva Orleans, Waterloo, y la Primera Guerra Mundial. La mitad del regimiento acababa de regresar de la India y todos los oficiales provenían de las clases altas. Era lógico que fueran esnobs, especialmente con un producto de clase trabajadora que había sido «poli» y que había ascendido desde soldado raso. En resumen, los oficiales le hicieron mucho daño a Howard. Lo hicieron con la intención de ser bruscos y crueles, y lo consiguieron, y a él le dolió.
Después de dos semanas de silencioso tratamiento, Howard llamó a Joy por teléfono, que entonces vivía con su familia en Shropshire. «Será mejor que empieces a pensar en mudarte aquí —le dijo—, porque esto es sencillamente espantoso y necesito un poco de ánimo o no voy a poder soportarlo». Joy le prometió que lo haría rápidamente.
A la mañana siguiente, Howard estaba dirigiendo la instrucción de cuatro escuadras. Sus hombres ya estaban lo suficientemente preparados como para llevar a cabo complejas maniobras. Cuando despidió a los pelotones, dio media vuelta y vio a su coronel de pie detrás suyo. Con una voz muy tranquila, el coronel le preguntó: «¿Por qué no trae aquí a su esposa, Howard?». En menos de una semana, Joy había encontrado un apartamento en Oxford y John había sido aceptado por sus camaradas oficiales.
El antiguo sargento mayor pronto se hizo un lugar en los Ox and Bucks. Wally Parr describe vívidamente la arrolladora personalidad del hombre con una corta anécdota. «Ese primer día —dice Parr— pasó revista a todo el regimiento. Y nos miró, y lo miramos, y todos supimos quién era el jefe».
Pronto se convirtió en capitán de su propia compañía, a la que entrenó durante el año siguiente. A comienzos de 1942, se enteró que se había decidido convertir a los Ox and Bucks en una unidad aerotransportada, y que su batallón formaría parte de las tropas de planeadores. A nadie podía obligársele a entrar en las fuerzas aerotransportadas; todos los oficiales y los soldados tenían la posibilidad de decidir. Alrededor del 40 por ciento rechazó la oportunidad de llevar la boina roja. Otro 10 por ciento fue eliminado en el examen médico. La idea era convertir a la unidad en un regimiento de élite.
El propio Howard tuvo que renunciar a su compañía y a su capitanía al ingresar en las fuerzas aerotransportadas, pero no lo dudó. Volvió a ser teniente y jefe de pelotón para convertirse en un oficial aerotransportado. En tres semanas, su coronel lo ascendió y lo puso al mando de la Compañía D. Poco tiempo después, en mayo de 1942, fue ascendido a comandante.
La mitad de los miembros de la Compañía D procedían de los originales Ox and Bucks y el resto eran voluntarios procedentes de todas las ramas del Ejército. Los hombres llegaban desde todos los rincones del Reino Unido sin importar su clase social y su ocupación. Lo que tenían en común era su juventud, que estaban en forma, que ansiaban ser entrenados y que estaban dispuestos a vivir las mayores emociones; era la clase de tropa que todo comandante de compañía desearía tener.
Los jefes de pelotón de Howard también provenían de diferentes lugares. Dos eran estudiantes de Cambridge al alistarse, uno era un graduado de la Universidad de Bristol y el teniente de más edad, con veintiséis años, era Den Brotheridge, quien, como Howard, había salido de entre los soldados rasos. De hecho, desde un principio, Howard había recomendado a Den, que entonces era cabo, para la OCTU. Pero los demás jefes de pelotón estaban un poco inseguros con respecto a Den cuando se les unió; como uno de ellos explicó: «Ya sabes, no era uno de los nuestros». Den jugaba al fútbol y no al rugby o al criquet. Sin embargo, el oficial agregó inmediatamente: «Era imposible que nos cayera mal». Den era un atleta de primera clase, tan bueno que podía predecirse fácilmente que acabaría convirtiéndose en un jugador de fútbol profesional después de la guerra.
El capitán Brian Priday era el segundo de Howard. Con un metro ochenta y dos de altura, serio y callado, Priday era ideal para el puesto. El y Howard hicieron buenas migas, ayudados por el hecho de que el padre de Priday también había estado en la Policía de Oxford. Priday venía del negocio de los automóviles y tenía veinticinco años. Los tenientes Tod Sweeney y Tony Hooper tenían poco más de veinte años; el teniente David Wood, recién salido de la OCTU, apenas tenía diecinueve años. «Dios mío —pensó Howard cuando Wood se presentó—, será demasiado joven para los tipos duros de mi compañía». Pero, agregó: «David estaba tan enardecido y rebosante de entusiasmo que pensé que algo teníamos que hacer con él. De modo que le di un pelotón de soldados jóvenes con suboficiales veteranos y todo resultó muy bien».
Sweeney se describe a sí mismo y a sus compañeros subalternos: «Éramos un puñado de jóvenes irresponsables, afrontábamos la vida con frivolidad, había una guerra y con ello muchas emociones. John era un instructor serio y dedicado y nosotros éramos un poco como unos cachorros a los que él intentaba entrenar».
Howard estaba satisfecho con su compañía, sus oficiales y sus hombres. Le gustaba especialmente tener a tantos londinenses. El regimiento se trasladó a Bulford. Howard señala: «Desde el principio, reinó en la compañía D una atmósfera de independencia respecto a las demás unidades». Se propuso hacer de ella una familia y convertirla en una unidad de combate de primera clase.
En el norte de África, Hans von Luck estaba luchando en la única guerra de la que disfrutó. Comandaba un batallón blindado de reconocimiento en el punto más extremo del flanco derecho (al sur) de Rommel. Por lo tanto disfrutaba de una cierta independencia, al igual que sus adversarios británicos en la zona. Los dos comandantes acordaron llevar a cabo una guerra civilizada. Cada día, a las 5 de la tarde, los combates cesaban; los británicos para prepararse el té y los alemanes el café. Alrededor de las cinco y cuarto, von Luck y el comandante británico se comunicaban por radio. «Bien —podía decir von Luck—, hoy hemos capturado a fulano de tal, está bien, y le manda saludos a su madre, dígale que no se preocupe». Una vez, von Luck se enteró de que los británicos habían recibido suministro de cigarrillos para todo un mes. Ofreció cambiar un oficial capturado —que de casualidad resultó ser el heredero del imperio Players— por un millón de cigarrillos. Los británicos contestaron con una oferta de 600 000. Hecho, dijo von Luck. Pero el heredero de Players estaba indignado. Decía que el rescate era insuficiente. Insistía en que valía el millón y se negó a ser intercambiado.
Una noche, un entusiasmado cabo informó que acababa de capturar un camión británico atiborrado de carne y otras exquisiteces. Von Luck miró su reloj —eran más de las 6 de la tarde— y le dijo al cabo que tendría que devolverlo, puesto que lo había capturado después de las 5. El cabo protestó diciendo que esto era una guerra y que de todos modos las tropas ya estaban sacando la comida del camión. Von Luck llamó a Rommel, quien había sido su mentor en la academia militar. Le dijo que sospechaba que había movimientos británicos más hacia el sur y que pensaba hacer una salida de reconocimiento de dos días de duración. ¿Podía otro batallón sustituir al suyo durante ese período de tiempo? Rommel accedió. El nuevo batallón llegó por la mañana. Esa tarde, a las 17.30 horas, tal como lo había previsto von Luck, los británicos capturaron dos camiones con provisiones.
Heinz Hickman, por su parte, había participado en las campañas de 1940 en Holanda, Bélgica y Francia como artillero de un cañón de 88 mm. En 1941, solicitó voluntariamente el traslado a los paracaidistas, buscando nuevas aventuras, y fue enviado a la escuela de salto de Spandau. En mayo de 1942, estaba en pleno período de entrenamiento.
En Varsovia, Vern Bonck hacía todo lo posible por librarse del servicio militar obligatorio trabajando con gran eficiencia con su torno. Helmut Romer, en Berlín, con dieciséis años, terminaba su curso escolar.
En el puente que cruzaba el Canal de Caen, aún no se habían colocado defensas, y había tan sólo una pequeña guarnición. No obstante, la guarnición era lo suficientemente grande como para hacer difícil la vida de la gente de Bénouville, Le Port y Ranville. Los alemanes consumían lo mejor de todo, pagaban sus compras con francos hechos en imprenta, prácticamente sin ningún valor, se llevaban a todos los hombres jóvenes para hacerlos trabajar como esclavos, hacían que viajar incluso dentro del país fuera algo imposible, imponían el toque de queda y disparaban a los que no lo respetaban. En mayo de 1942, los Gondrée decidieron hacer algo al respecto. Georges se unió a la Resistencia local, la cual le aconsejó que no se moviera y que utilizara su situación para obtener información sobre los puentes y sus defensas contra los británicos. Como mencioné anteriormente, eso fue lo que hizo a partir de los informes de su mujer basados en lo que oía en el café. Los Gondrée sabían que si los alemanes los descubrían serían torturados y luego ahorcados. Pero continuaron con su labor.
En mayo de 1942, Jim Wallwork, un muchacho de Manchester que se había alistado en el Ejército a los diecinueve años, en marzo de 1939, también estaba en un campamento de entrenamiento. El padre de Jim, que había sido artillero en la Primera Guerra Mundial, le había aconsejado: «Hagas lo que hagas, Jim, por el amor de Dios, no te alistes en la infantería. Métete en la artillería y allí intenta servir con el cañón más grande que encuentres, si es posible un cañón ferroviario». Naturalmente, Jim acabó en la infantería, aburrido, a pesar de que consiguió ascender a sargento. Intentó que lo trasladaran a la Real Fuerza Aérea, pero su comandante impidió el traslado porque quería que Wallwork siguiera con él.
Entonces, a principios de 1942, se solicitaron voluntarios para el Regimiento de Pilotos de Planeadores. Jim se apuntó, y al llegar la primavera ya estaba en Tilshead, en la llanura de Salisbury, entrenándose. «Fue bastante duro —recuerda—, porque tenía que hacer el mantenimiento de mi equipo e incluso limpiarlo y además realizar marchas, maniobras sumamente duras y toda clase de tonterías». Lo que más temía, lo que todos los miembros del Regimiento de Pilotos de Planeadores más temían, eran las cartas «RTU» (Regresar a la unidad de origen), que significaban la deshonra y el fracaso. Jim consiguió soportarlo y en mayo de 1942 estaba en la escuela de entrenamiento de vuelo, aprendiendo a pilotar un pequeño planeador.
La familia de Howard estaba creciendo. Joy vivía con unos parientes cerca de Shrewsbury. Estaba embarazada. Durante la guerra, Howard dejó de probar totalmente el alcohol, en parte porque quería mantener su mente despejada y porque «veía los líos en los que mucha gente se estaba metiendo, poniéndose en ridículo, y yo quería dar ejemplo a mis subordinados». Esperaban al bebé para finales de junio; durante las dos semanas que transcurrieron entre la fecha de espera y el parto, Howard estuvo tan irritable y malhumorado que sus subalternos no querían ni acercarse a él. El 12 de julio, nació su hijo Terry. Cuando las noticias del exitoso parto llegaron a Bulford, todos se sintieron tan aliviados que organizaron una gran fiesta. Howard se emborrachó bebiendo tragos de whisky «para bautizar al niño».
En julio, Howard estaba ya prácticamente solo con su unidad, ya que su coronel le había permitido fijar su propio ritmo y su programa de entrenamiento. En un principio, puso el énfasis en instruir a sus hombres en las habilidades del soldado de infantería ligera. Les entrenó en el manejo del fusil, la ametralladora ligera, el subfusil, la pistola, el Piat y demás armas antitanque. Los instruyó en las diferentes clases de granadas, en sus características y sus usos especiales.
Las armas básicas de un pelotón de planeadores de treinta hombres incluían el fusil Enfield 303, el subfusil Sten, la ametralladora ligera Bren, los morteros de 2 y 3 pulgadas y el Piat (un lanzador de proyectiles antitanque de infantería). El Enfield era el viejo y fiable fusil británico. Uno o dos hombres por cada pelotón eran francotiradores, equipados con una mira telescópica en sus fusiles. El Sten era un subfusil de 9 mm que reflejaba la incapacidad de Gran Bretaña de producir armas de calidad para sus tropas. El Sten era fabricado en serie y distribuido a miles de hombres de combate, no porque fuera bueno, sino porque era barato. Con él se podía disparar en modo semiautomático o a ráfagas, pero el arma se atascaba con frecuencia y se disparaba sola demasiado a menudo. En 1942 David Wood le disparó a Den Brotheridge en la pierna con su Sten, después de olvidarse de volver a poner el seguro. Brotheridge se recuperó y de hecho, como todos los oficiales, llevaba el Sten por elección. Pesaba tan sólo tres kilos, medía setenta centímetros, un alcance eficaz de noventa metros, y su cargador podía almacenar hasta treinta y dos balas. A pesar de todos sus defectos, era mortal en los combates cuerpo a cuerpo, si funcionaba.
La Bren era una ametralladora ligera, que pesaba diez kilos y que podía ser disparada desde la cadera o bien apoyada en un bípode o un trípode. Tenía un alcance eficaz de cuatrocientos cincuenta metros y una velocidad de disparo de 120 balas por minuto. Había una Bren por escuadra; el resto de la escuadra ayudaba cargando los cargadores de treinta balas. En cuanto a la velocidad de disparo, la seguridad y demás características, la Bren era inferior a su homóloga alemana, la MG 34, al igual que el Sten era inferior a la Schmeisser alemana.
El Piat era un lanzacohetes portátil, que se disparaba desde el hombro y que lanzaba un proyectil de tres libras mediante un tubo a unos noventa metros por segundo. El proyectil de carga hueca explotaba en el blanco al impactar contra él. Se suponía que el alcance eficaz era de noventa metros, pero los hombres de la Compañía D nunca pudieron sacar rendimiento al Piat más allá de los cincuenta metros. Los Piat eran imprecisos y a menudo se atascaban. A nadie le gustaba demasiado, pero todos eran competentes en su manejo. La única otra arma antitanque que tenían era la granada Gammon, una carga explosiva de plástico desarrollada a partir de la «bomba adhesiva», que podía ser arrojada a un tanque y, si todo iba bien, quedaba pegada al tanque antes de explotar.
Sobre todo, Howard ponía el énfasis en enseñar a sus hombres a pensar rápidamente. Eran una compañía de élite, solía decirles; eran tropas de planeadores, y cuando y donde fuera que atacaran al enemigo, podían estar seguros de que lo más importante sería pensar y responder rápidamente.
El énfasis que ponía Howard en el entrenamiento técnico iba un poco más allá de lo que hacían los otros comandantes de compañía. Todos los compañeros de Howard eran destacados oficiales que mandaban a voluntarios de alto nivel. Lo que era diferente en la Compañía D era la manía que tenía su comandante por el entrenamiento físico. Superaba cualquier cosa que cualquier miembro del Ejército británico hubiera visto antes. El regimiento se enorgullecía del excelente estado físico de sus miembros (un oficial de la Compañía B se describió a sí mismo como un fanático del entrenamiento físico), pero todos estaban asombrados y hasta criticaban la forma en que Howard llevaba a cabo su programa de entrenamiento.
El día de la Compañía D comenzaba con una carrera de 8000 metros a campo traviesa, que debía completarse en siete u ocho minutos cada mil quinientos metros. Después de eso los hombres se vestían, limpiaban la zona, desayunaban y luego pasaban el día realizando ejercicios de entrenamiento, generalmente extenuantes. Al atardecer, Howard insistía en que todos se dedicaran a practicar algún deporte. Sus favoritos eran los que implicaban un esfuerzo más individual: las carreras a campo traviesa, la natación y el boxeo, pero fomentaba el fútbol, el rugby y cualquier deporte que mantuviera a sus muchachos activos hasta la hora de dormir.
Así eran los días normales. Dos veces al mes, Howard solía sacar a toda la compañía durante dos o tres días para que hicieran ejercicios de campo y durmieran al raso. Les hacía realizar marchas agotadoras, hasta que se convirtieron en una destacada unidad de marcha. Wally Parr jura —y varios de sus camaradas lo apoyan— que podían hacer treinta y cinco kilómetros, completamente equipados, incluyendo las ametralladoras Bren y los morteros, en cinco horas y media. Cuando regresaban de una marcha como ésa, cuenta Parr, «pasábamos por una revista de pies, comíamos algo, y luego por la tarde nos enfrentábamos a dos alternativas: jugar al fútbol o correr una carrera a campo traviesa».
Los oficiales, incluso Howard, hacían todo lo que hacían los hombres. Todos habían sido atletas y les encantaban los deportes y la competición. Los deportes y el esfuerzo compartido en las marchas forzadas acercaban a los oficiales y a los hombres. David Wood era extremadamente popular en su pelotón, al igual que Tod Sweeney en el suyo, aunque de un modo menos entusiasta. Pero quien sobresalía era Brotheridge. Jugaba el juego de los hombres, el fútbol, y como antiguo cabo que era desconocía la sensación de sentirse incómodo entre los hombres. Solía entrar en sus barracones durante la noche, se sentaba sobre la cama de su ordenanza, Billy Gray, y hablaba de fútbol con los muchachos. Llegó al extremo de llevar sus botas y sacarles brillo mientras hablaba. Wally Parr nunca pudo recuperarse de la impresión que le produjo ver a un teniente británico lustrando él mismo sus botas mientras su ordenanza estaba tumbado sobre su cama, hablando del Manchester United y del West Ham y de otros equipos de fútbol.
El mayor problema de Howard era el aburrimiento. Se devanaba los sesos para encontrar maneras diferentes de hacer las mismas cosas, para ponerle un poco de espontaneidad al entrenamiento. Sus jóvenes héroes tenían muchas virtudes, pero la paciencia no era una de ellas. Obviamente, el problema moral resultante iba mucho más allá de la Compañía D, y a finales del verano de 1942, el general Browning mandó a todo el regimiento a Devonshire para que pasara dos meses escalando acantilados. Después decidió que el regimiento regresara marchando a Bulford, que estaba a unos 200 kilómetros. Naturalmente, se organizaría como una competición entre compañías.
Los primeros dos días fueron los más calurosos del verano, y los hombres marcharon vestidos con sus uniformes de sarga, empapados. Después del segundo día, pidieron permiso para cambiarse y llevar un equipo más ligero. Se lo permitieron, y durante los dos días siguientes una fuerte lluvia fría golpeó con fuerza sus cuerpos insuficientemente cubiertos.
Howard marchaba de un extremo a otro de la hilera, alentando a sus hombres. Llevaba un viejo bastón del ejército, con casi tres centímetros de metal en la punta. El administrativo y operador de radio de su compañía, el cabo Tappenden, le ofreció al comandante su bicicleta. «No —gruñó Howard—, estoy al frente de mi compañía». Le salieron, de coger el bastón, más ampollas en las manos que a Tappenden en los pies y desgastó todo el metal que tenía en la punta. Pero siguió marchando.
La mañana del cuarto día, cuando Howard despertó a los hombres y les ordenó que formaran, Wally Parr y su amigo Jack Bailey salieron de rodillas. Cuando Howard les preguntó qué creían que estaban haciendo, Wally respondió que él y Jack habían desgastado la mitad inferior de sus piernas. Pero se pusieron de pie y marcharon. «Maldito bastardo —susurraban los hombres entre ellos después de que Howard se hubiera puesto en marcha—. Loco y ambicioso maldito bastardo. Va a matarnos a todos». Pero seguían marchando.
Regresaron a la base la noche del quinto día. Entraron marchando y cantando a voz en grito «Adelante, soldados cristianos». Fueron los primeros en llegar de todo el regimiento, medio día antes que la segunda compañía. Sólo dos de los hombres de Howard, entre 120, habían abandonado la marcha. (Su bastón, sin embargo, estaba tan desgastado que tuvo que tirarlo).
Howard había mandado previamente un mensaje por radio y al llegar tenían duchas y platos calientes esperándolos. Cuando los oficiales comenzaron a desvestirse para ducharse, Howard les dijo que no lo hicieran. Tenían que pasar una revista de pies a los hombres, luego observar y asegurarse de que todos se ducharan correctamente, comprobar tanto la calidad como la cantidad de su comida y pasar también revista a los barracones para asegurarse de que las camas estuvieran listas. Para cuando los oficiales pudieron ducharse, el agua caliente se había acabado; para cuando pudieron comer, sólo quedaban sobras frías. Pero ninguno de ellos había defraudado a Howard.
«Desde ese momento en adelante —recuerda Howard—, no seguimos más el modelo normal de entrenamiento». Su coronel le dio aún más flexibilidad y le ofreció todo el transporte que necesitara. Howard comenzó a llevar a su compañía a Southampton, o a Londres, o a Portsmouth, para llevar a cabo ejercicios de lucha callejera en las zonas bombardeadas. Había mucho donde escoger, y no importaban los destrozos que pudiera causar la Compañía D, de modo que todos los ejercicios se hacían con munición real.
Howard estaba creando una compañía de infantería ligera fuera de serie.