Marta

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Somos más grandes que vosotros y ésta es nuestra casa[66]

Querida Marta:

No he podido llamarte antes, y ahora es más de medianoche y ya no me parece oportuno. Mejor para ti, porque sabes que vuelves a estar en mi lista de amigas de emergencia, de ésas a las que se puede dar la lata en caso de necesidad.

Eso sin contar, además, con el hecho de que eres mayor, mucho más sabia e infinitamente más equilibrada que yo, y que posees las cualidades de la premonición y del sentido común, este último totalmente desconocido para mí.

Tus hijos son mayores que los míos, contemplas los problemas desde la distancia justa y, además, el dolor que has afrontado y aceptado a lo largo de la vida te ha hecho buena, y dócil, y tranquilizadora.

Por eso, como si no te bastara con lo tuyo, también te tragas mis peticiones de ayuda, aunque a ello me autoriza Virgilio: non ignara mali, miseris succurrere discis[67].

Si hubiera podido antes, te hubiera castigado con una llamada de teléfono. Una de ésas en la que se hace revisión total, balance periódico.

Mi marido dice que yo debería comprender que «¿Cómo estás?», en italiano, es una fórmula convencional, de cortesía. Si alguien te dirige esa pregunta, que es una frase hecha —puntualiza ese oso que es mi consorte—, no quiere decir que realmente tenga una profunda curiosidad por saber en qué punto te encuentras de tu parábola existencial. No es que el incauto conversador quiera en realidad que abras ante él los últimos volúmenes de tu diario, guardados para la ocasión desde el bachillerato hasta hoy.

Yo le respondo que no me explico, por el contrario, cómo es posible convivir día y noche con los colegas en un viaje de trabajo intercambiando sólo mediante gruñidos exiguas informaciones estrictamente necesarias para la supervivencia, o sea, lo último sobre el mercado de fichajes y la dirección del restaurante donde se cena. Los hombres son capaces de pasarse una semana en Malasia y, después, a la vuelta, no traer información básica para compartir en casa. ¿Cómo está tu colega? ¿Es feliz? ¿Está enamorado? ¿Se casa? Que no lo sé, que no se lo he preguntado. Una afasia sobre las cosas fundamentales incomprensible para mí, para muchas de nosotras, creo, que tendemos a improvisar sesiones para compartir hasta en la cola para el balancín en el parque. Vamos directas a lo esencial.

Si te hubiera llamado, al oír tu «¿Cómo estás?», saltando como un resorte, habría empezado a leerte la lista de todas mis dudas más recientes sobre educación, yo, que sobre ese tema estoy madurando la convicción de ser la campeona mundial de error con pértiga. Miro el listón, inicio la carrera y adelante. Siempre más alto. Y con todo, lo pienso, lo razono. Me preparo. Esta vez no lo tengo que hacer, esta vez me las sé todas. Allá voy, y otra equivocación.

Lo importante, y ése es mi consuelo, es no llegar a ser campeones de error de longitud. No perseverar, diabólicamente. Corregirse, incluso pedir disculpas en ciertos casos, y sobre todo confiar en Aquel que nos ha confiado a esos hijos, creyendo en nosotros más de lo que nosotros confiamos en Él, y a menudo también más de lo que nosotros creemos en nosotros mismos.

Esta noche, sin embargo, nada de teléfono. Urgía un curso acelerado de recuperación de (sub)cultura contemporánea: hemos visto juntos un poco de televisión.

Nos hemos topado por casualidad con una producción de ficción italiana, de ésas con personajes minuciosa y torpemente trabajados: el insociable de corazón de oro, el malvado y la chica ligera; rodada y montada más o menos con el mismo estilo y personalidad que la película casera de una comunión. En honor a los dirigentes de la cadena que habrán invertido una fortuna, tengo que decir que a mis hijos les ha complacido bastante: era perfecta para niños de primaria a los que, como es sabido, les gusta localizar rápidamente cuál es el bueno y a quién hay que apoyar.

Decidí que los mayores vieran un poco de televisión porque ayer tuve en casa a dos amiguitos de mi hijo, el filósofo taciturno de ocho años. Estaban en el jardín o, mejor, en ese espacio que tú no has visto todavía, pero al que te costaría trabajo, lo mismo que a mí, llamar jardín, a nosotras, que somos de la Umbría y tenemos grabadas en el recuerdo las colinas que sirven de fondo a las Madonnas de El Perugino. Aquí, en vez de eso, desde detrás de la hiedra se entrevén coches y motos malolientes y ruidosos. Un espacio que, no obstante, en el corazón de Roma, en el barrio de San Giovanni, es realmente precioso, y de hecho es un destino ambicionado por los amigos de los niños.

Aquí, entre otras cosas, gozan de inmunidad respecto de los adultos, puesto que prefiero dejarlos solos, siguiendo tu línea conductual de tan elevado poder ansiolítico: la afectuosa negligencia. Sólo intervengo cuando veo chorros de sangre o pedazos de miembros arrancados.

De vez en cuando se da un uso impropio de las pistolas de agua, e intercambios orales con los niños de los balcones adyacentes que no siguen exactamente las reglas de la Accademia della Crusca[68], niños definidos elegantemente como «los idiotas del segundo piso», pero yo finjo que no oigo nada, teniendo presentes nuestros juegos de infancia en los que, sin la mediación de los padres, se aprendía un poco a vivir. Así, precisamente en uno de estos momentos de autogestión, la panda de los amiguitos abordó a una señora que pasaba por fuera, detrás del seto. «¿Cómo te llamas?». «Barbara». «¿Sabes que soy hijo de un famoso? Soy hijo de Massimo Boldi», dijo uno de nuestros invitados, que quería impresionar a la señora. «Y yo de Christian De Sica», prosiguió el otro. Mi hijo Bernardo no conseguía recordar a ningún personaje «famoso» con el que asombrar a la transeúnte. «Yo soy hijo de Lillo», fue lo único que pudo encontrar en su memoria.[69]

De hecho, de vez en cuando escuchamos en la radio Sei uno zero[70], el programa de Greg y Lillo. El más pequeño de los dos niños a los que representan esos cómicos es Normal Man, una persona vil, maleducada y miedosa que algunas veces adquiere superpoderes y se convierte en alguien normal. Así consigue llevar a cabo hazañas de ordinaria —y desaparecida— buena educación, como ayudarle a llevar la compra a una viejecita.

Desgraciadamente, casi todos los personajes famosos en nuestra casa murieron ya hace tiempo: Charlie Chaplin, los hermanos Marx; ni siquiera Huckleberry Finn goza de muy buena salud.

Es culpa nuestra, me temo. El mayor quiere fundar los Thirty too late, un grupo musical para aquellos que nacieron con treinta años de retraso. Es un muchachito peculiarmente despierto, criado con las tiras de Charlie Brown y Snoopy, con Bruno Bozzetto y con el Giornalino di Gian Burrasca[71]. Por dar una ligera idea, «Por favor, ¿me pasas el agua?», en su lenguaje se dice: «Necesito cerveza y noticias frescas». «Voy al baño»: «Tengo una reunión en la sala oval», y cuando salimos de viaje, después de la oración, la fórmula ritual es: «Tenemos el depósito lleno, medio paquete de tabaco, está oscuro y los seis llevamos puestas las gafas de sol. ¡Adelante!».

Hoy, por primera vez, me he sentido culpable de haber mantenido a mis hijos tan alejados de las referencias comunes. Y ésa es una de las dudas educativas que me asalta desde que soy madre de un preadolescente.

¿Cuánto hay que estar en el mundo para estar en el mundo y no ser del mundo? Y, una pregunta mucho más modesta, ¿hay algo en la televisión que se pueda ver? ¿Basta con ver buenas películas para no ser un inadaptado? Sé que tampoco tú estás en la línea de los padres bio, que la emprenden a garrotazos con cualquier pantalla que se interponga entre sus retoños y la dosis diaria de juegos políticamente correctos hechos con materiales reciclados.

Por otra parte, el cine es precisamente la única forma de arte nacida en el siglo XX, y aunque con juicio(tras la aportación artística de la película El increíble Hulk he comenzado a alimentar alguna duda), yo diría: adelante.[72]

No es necesariamente un síntoma de gran inteligencia hacer lo que yo hice, que cuando me puse novia había visto en total dos películas, Cenicienta y Harry y Sally, a menos que se valore el hecho de que una la había visto —con rapto religioso— veinticinco veces.

Para castigo mío, me casé con un montador. En los primeros tiempos, intentó darme un cursillo de recuperación. Me daba el videocasete, qué tiempos aquéllos, y me llamaba a casa por teléfono. «¿Estás viendo a Bergman?». «Sí, claro». «¿Y qué es ese ruido de agua?». «Estoy lavando los platos». «¡No se puede hacer eso! —me gritaba en la oreja—. ¡No puedes ver a Kubrick, a Bergman, pero es que ni siquiera a Billy Wilder, ni siquiera a Cameron Crowe, lavando los platos!». Confieso que sigo encontrando perfectamente factible la operación, más que nada porque, normalmente, si me siento me duermo.

En la jornada de un padre o una madre, como sabes mucho mejor que yo, hay una serie infinita de decisiones que tomar, sobre las que es bueno tener una posición razonada y clara desde el mismo momento en que se presenta la emergencia, de modo que, cuando te veas envuelta en un fuego graneado tipo «¿Puedo comer?» (caramelos, helados, patatas fritas, nunca bieta ripassata[73], por supuesto) y «¿Puedo hacer?» (jugar a la Play, tirarse de lo alto de la mesa, nunca los deberes, está claro), sepas bien qué contestar. Hay que transmitir seguridad —sí, hay que bañarse, porque sí—, mejor que explicar (la descripción de las maravillas de una higiene perfecta impresiona poquísimo a los menores).

Exactamente por la misma razón que no se puede hacer la lista de la compra cuando ya estás en la tienda, y mucho menos aún en el execrable centro comercial. Hay que ser resistentes, firmes aunque flexibles, ser dueños de sí mismos, como bien saben mis hijos, que siempre me plantean sus preguntas cuando empuño el teléfono y, por tanto, tengo la guardia baja.

Algunos pulsos los hemos quebrado el padre y yo desde el primer momento, estableciendo días fijos para jugar a la Playstation. Se puede jugar dos veces a la semana, los demás días es inútil pedirlo, inútil intentar aprovecharse de niveles de consciencia bajos.

Pero la toma de decisiones se agazapa detrás de cualquier esquina, a cualquier edad. Se comienza inmediatamente: cómo dormir, cuánto tiempo en brazos, cuándo consentir que el bebé se meta en la cama de matrimonio, cómo quitarle el pañal, el chupete, el biberón…

Encontrar el punto de equilibrio entre firmeza y dulzura, entre reglas generales y situaciones particulares a veces parece una hazaña.

Los deberes, por ejemplo, nuestra cruz cotidiana: eres peor que la maestra, me dicen mis hijos, que constantemente buscan el mínimo resultado con el mínimo esfuerzo, no sé si inspirándose en el ascético Ne quid nimis[74] adoptado por San Benito para su Regla o, más probablemente, en el himno del oso Baloo en El libro de la selva: lo estrictamente indispensable. Y entonces, con todo mi respeto por el monaquismo occidental, todo el mundo a sacar los folios y a repetir hasta el infinito guerras y tablas de multiplicar.

Si la educación es un viaje hacia la autonomía, ¿es mejor dejar hacer o atarlos a la silla? Sé que con Alfieri[75] funcionó porque él era voluntarioso, pero algo habrá que hacer con estos muchachos tan despiertos, pero poco acostumbrados a hincar los codos, bombardeados por imágenes y ciertamente no ayudados por una escuela que piensa que enseñar a leer, a escribir y a hacer cuentas es demasiado poco. Y que, en vez de sumergir a unos alumnos superestimulados e incapaces de concentrarse, durante horas y horas en el análisis gramatical, lógico y sintáctico, se siente en la obligación, a pesar de algunas maestras valerosas y con ganas de trabajar, de proponer cursos de baile, críquet y «sabores» (sic).

Y también, en el país de la ausencia de reglas, en este clima de últimos días en los que cada uno arrambla con lo que puede, de la comodidad y la corrupción como estilo de vida, de la defensa endémica del propio particulare[76], ¿no te asalta nunca la tentación de contarles un poco a los hijos como están las cosas?

Sólo para que aprendan, sí, a respetar inmaculadamente las reglas, pero también para que aprendan un poco a defenderse. Nosotras sabemos ante Quién responderemos, y no debemos tener miedo de nada, me digo a mí misma. No obstante, aquí vale lo de sencillos como palomas y prudentes como serpientes. ¿Cómo se pasa de la lectura de Milo va all’asilo[77] a la de los periódicos? Además, vivimos en Roma, en el súmmum del espíritu nacional, en la capital del desorden y de la belleza, donde en el espacio de unos pocos metros se tocan, ignorándose aparentemente, lo sublime y lo sórdido, donde conviven codo con codo hombres generosos e inenarrables maleducados, los señores del bar que saltan la verja para recuperar el amado balón de cuero y el primate que aparca sobre la rampa del paso de cebra y te impide salir de la acera con el carrito del niño.

¿Tú qué haces? ¿Enseñas a tus hijos a ser obstinadamente obedientes, a dar seis veces la vuelta a la manzana para buscar aparcamiento o a dejar el coche con desenvoltura en doble fila, dando la explicación de la romana media, «He ido a recoger al bebé»? También yo tengo familia, pero no lo hago, ni siquiera cuando llevo a los cuatro niños, ni siquiera cuando llueve.

Y además, entre las muchas con las que te aburriré en las llamadas de teléfono de los próximos, a ojo de buen cubero, quince años, está la duda de las dudas.

¿Qué se hace para educar en la fe? ¿Cómo se da testimonio de la que nosotras sabemos que es la única verdad, en el respeto a la libertad que los hijos, al crecer, reclaman con justicia? He escuchado, de amigas y conocidas, una amplia gama de experiencias que cubren todo el espectro, desde la que obliga al rosario cotidiano a la que deja completamente libres a los hijos en el tema de la fe: «Hará la comunión cuando quiera…».

«Creo que me he equivocado en algo», te dije una vez hace muchos años, cuando el primer niño era pequeño y la rutina de los errores todavía tenía que crecer de modo exponencial con el transcurso de los años y el número de niños. «Menos mal, —me respondiste—, imagina qué desastre una madre perfecta». Muy bien, mis hijos no corren ese riesgo. Y a esa respuesta tuya me he aferrado muchas veces, cuando por cansancio, distracción o incapacidad para valorar una situación le he echado una reprimenda al hijo que no era, me he enfurecido demasiado —en lo que se refiere a la caligrafía quizá debería de ceder de vez en cuando, dado que, por ejemplo, el más genial de mis amigos escribe en cuneiforme— o demasiado poco —ya que conmigo basta simular un dolor de cabeza y me hundo como un suflé: «Tengo que ser paciente, quizá sea la última vez que lo abrazo», me digo sentimentalmente mientras el enfermo imaginario languidece con Asterix sobre el sofá, dejados a un lado los deberes.

Pero los hijos son mucho más resistentes a los errores de lo que nosotras creemos. Cuando están seguros de ser amados, y cuando los padres saben quiénes son y lo que hacen, los errores siempre se pueden remediar.

De hecho, la Buena Noticia no habla ciertamente de nuestra perfección, sino de la omnipotencia de Otro, del Todopoderoso, como te gustaba llamarlo cuando volviste entusiasmada del Camino de Santiago. Quizá sea mejor que hable más de todo esto con Él, y que te llame un poco menos a ti, ¿qué opinas?

Un abrazo, con gratitud.

C.

El hombre es una criatura prodigiosa. Traer a este mundo —o adoptarlos— nuevos ejemplares y criarlos es una obra clamorosa, que siempre gozará del apoyo del Jefe. Esto proporciona la audacia necesaria para intentar la empresa, el valor para continuar y la certeza de llevarla a cabo.

El hombre sólo puede ser una criatura excepcional. La voz de Dave Matthews[78] es una de las pruebas de la existencia de Dios, como asimismo la escritura de Philip Roth[*], ¿qué otro podría haberlas inventado?

Pero incluso las personas que conozco, incredibile dictu, me hacen —está bien, en ciertos momentos, no siempre— el mismo efecto. Y si bien estoy de acuerdo con Franco Basaglia[79] en que, visto por el vecino, nadie es normal, pienso también que, visto por el vecino, todo el mundo tiene algo de precioso. El ser humano es algo bueno. Me gustan incluso los transeúntes, así que cualquiera puede imaginar qué guapos y buenos, y toda otra clase de adjetivos positivos puestos en fila, encuentro a mis hijos.

Quien trabaja a favor de la vida, por lo tanto los padres ante todo, trabaja para el lado bueno. Que la fuerza te acompañe, que dirían Obi-Wan y el maestro Yoda.

Luego está el pecado original. La tendencia al mal que la cultura dominante piensa que es posible embridar a base de buenos principios y buenos sentimientos, pero que, muy al contrario, se manifiesta potentísima y a veces violenta dentro de nosotros. Nosotros creemos que se nos ha dado el poder de vencerla, pero toda la vida es una lucha.

Las cosas no son muy complicadas. La verdad es tan simple como la estructura del ADN, una hélice que construye la realidad en todas sus formas; como la fotosíntesis clorofílica, un mecanismo tan simple que hasta un niño de primaria lo comprende, pero que hace que el mundo viva.

Es suficiente que quien educa, además de amar —amar con todas las fuerzas, pero eso lo damos por supuesto—, tenga en mente unas pocas de cosas. Y que se pregunte, que recuerde, a qué sitio se dirige el pequeño que ha contribuido a traer al mundo.

Ésta es la pregunta que precede a todas las demás. A partir de la primera respuesta, van surgiendo ordenadamente todas las demás.

Por ejemplo, resulta claro que, si la educación es el camino hacia la madurez, se hace fundamental enseñar a diferir la gratificación, y a hacerlo solos, y a posponer el principio del placer por un bien mayor. Para mí, con esto, se podría cerrar el capítulo. Hay en ello materia para reflexionar una semana.

Yo, personalmente, lo llevo razonando más de una docena de años, y creo que la empresa es dificultosa. Dificultoso hacerlo, en primer lugar, cuando lo que uno querría es sumergirse bajo un edredón con un libro; dificultoso enseñarlo; dificultoso motivar a ello a los niños que, como es evidente, están totalmente dominados por la ley del placer, del todo y ahora mismo. Dificultoso comunicar el amor retuerce-tripas y encoge-corazones que experimentamos por los pequeños, sin privarles de ese retazo de guía que se espera de nosotros.

Después, al crecer (pero ¿cuándo van a crecer todos los cincuentones en los que estoy pensando?), se aprende a renunciar a algunos de los deseos propios, saltándoselos con inteligencia, con sentido de la realidad. O, al menos, se debería aprender. El condicional viene obligado, desde el momento en que el psicoanálisis ha hecho pasar la aduana al inconsciente, confiriéndole el derecho a ser secundado.

Un discurso extraño, éste, e inaccesible para mí, que no tengo ninguna competencia específica, a menos que exista un diploma de especialista en observación empírica de los propios semejantes.

Pero, en cuanto a los niños, no tengo ninguna duda. De pequeños son egoístas; adorables, pero egoístas; irresistibles, pero tiranos; y nuestro deber es amarlos hasta el extremo hasta que en ellos despierte el amor.

«La madre es un árbol grande, que todos sus frutos da, todo aquel que se lo pide alguno encontrará», rezaba el audaz poema pegado a la estantería decorada que recibí el último día de la madre. ¿Quién de nosotros, padres, no ha recibido nunca algún prestigioso trabajo hecho en la guardería —corbatas de papel o porta-bolígrafos, horrorosa artesanía que ha de conservarse rigurosamente y, lo que es peor, exponerse— cantando las alabanzas de nuestra heroica abnegación paterna?

Mirémonos francamente a los ojos y admitámoslo: toda esa harina la han molido las maestras.

Los hijos, en realidad, ni siquiera se dan cuenta, como tiene que ser en justicia, de lo que hacemos. Como, por ejemplo, cuando estamos enfrascados en alguna tarea, a ellos ni siquiera se les pasa por la cabeza preguntarse si nos pueden o no interrumpir, porque, para ellos, nosotros existimos en función suya. Basta saberlo. Así no hay que preguntarse dónde se ha equivocado una para haber producido semejante monstruo, cuando tiene treinta y nueve y medio de fiebre y prepara la cena intentando no desmayarse encima del pescado enharinado, y llega el mocoso a pedirle que se ponga el disfraz de Darth Vader porque hay que montar el drama final con Skywalker y no encuentra a nadie que haga de malo. Los hijos prefieren no pensar que la madre pueda tener la necesidad de telefonear, de ir al baño o, no hablemos, de comer; una madre es una protuberancia de sus cuerpos para la cual no están previstas exigencias autónomas.

No obstante, aunque parezca una empresa desesperada, hay que tener el valor de esperar de los hijos. Las raíces de la educación son amargas, pero su fruto es dulce (esto es de Aristóteles, ese tono sentencioso no es mío). El valor de esperar se ha convertido, al parecer, en algo inconcebible. No sé qué entramado de motivos culturales ha hecho que el descontento de los niños se haya convertido en algo intolerable, y eliminarlo del horizonte de todos ellos parece ser una prioridad. Sea cual sea el tipo de «sufrimiento», incluso el sano, incluso la frustración de recibir un no.

A veces, los noes, cuando obedecen a cierto proyecto, a cierta lógica (sí, lo sé, querido marido, sé que cuando estoy cansada reparto al azar los síes y los noes, tienes razón), contribuyen a tranquilizar a los hijos. Les hacen estar bien. Tras el capricho, si no han obtenido lo que pretendían irrazonablemente, en realidad se sienten protegidos. «Mis padres saben lo que hacen —piensan—, saben lo que dicen». Este mundo, desconocido y nuevo, tiene una lógica, tiene un sentido, no es un caos.

Los niños, al comienzo de su existencia, buscan límites y referencias certeras, lo mismo que un ciego busca una pared: al vivir en la oscuridad total —explicaba la psiquiatra Giuliana Ukmar—, para ellos, es mucho más aterrador encontrar la nada que encontrar una pared. Lo ignoto da más miedo.

Así pues, aun cuando prefiramos un millón de veces antes ser nosotros los que paguemos el precio, hemos de aprender a aceptar dolorosamente el sufrimiento de nuestros hijos. No se puede eliminar el sufrimiento del horizonte de su infancia, ésa es la realidad. No les buscamos nosotros el sufrimiento, eso es obvio, pero ni siquiera se lo podemos ocultar. Y aquí puede comenzar a pasar el rótulo de los subtítulos: la autora de estas afirmaciones está muy preparada teóricamente, pero tiene algunas dificultades con el aspecto práctico de la cosa.

Tengo que nombrar a mi amiga Marta ministra para la Ejecución del Programa.

Ciertamente, incluso yo sé que los niños no pueden vivir en un mundo Disney, en un mundo parque de atracciones, porque ésa no es la realidad. El sufrimiento llegará en algún momento y tú debes estar ahí, hijo mío, sabiendo que las cosas no acaban ahí.

Ahora, en cambio, hasta los cuentos son depurados, edulcorados. Incluidos los clásicos. Para no perturbar la serenidad de los niños, al final, el lobo y el cazador hacen las paces. De verdad, lo prometo, ha caído en mis manos un libro de cuentos que presenta versiones animalistas y buenistas: en el fondo, el lobo también es bueno. También asistí a una conversación entre abuelas en el parque, horrorizadas porque en todas las historias destinadas a las nietecitas siempre había un malo, un dragón, un peligro que podía inquietarlas.

Aparte de preguntarme cómo podían haber olvidado todas las brujas y los diablos que pueblan los cuentos tradicionales italianos, que nutrían la fantasía de los niños antes de Winnie the Pooh, me parecía claro que el miedo, en las fábulas —el lobo que devora, el dragón que mata— tiene un valor apotropaico: los niños se tranquilizan al oír, traducidos a palabras, sus miedos secretos, el primero de todos la muerte, la enfermedad que contraemos nada más nacer.

Son pequeños, pero no son tontos, saben, intuyen de una forma confusa, que el mundo no es del todo rosa, y el hecho de negarlo, casi esconderlo, los asusta todavía más. Quién sabe lo que esconde lo desconocido. Es mil veces mejor decir: existe el sufrimiento, pero nosotros nos fiamos de la vida.

La emergencia educativa proviene del hecho de que no se sabe la razón por la que se educa. ¿Para qué se educa, si ni siquiera los padres saben por qué viven ni adónde van? Si se elimina el temor de Dios, ¿cómo se hace para educar? Si se elimina la idea del pecado original y la necesidad de la salvación, ¿qué quiere decir educar? Si eliminas el infierno y el paraíso —considerados como rollos ridículos para mujeres ignorantes por todos los intelectuales, salvo Camillo Langone[80]—, ¿para qué conquistar la eternidad?, ¿para seguir siendo una partícula que flota contenta, según las nuevas modas teológicas?

Por eso, se cultiva una idea vaga de bondad, que cada uno debe intentar realizar en libertad; que, por favor, no se quite a los niños la libertad, valor supremo, la capacidad de valorar.

¿Qué opinas, hijito mío?, ¿qué cenamos esta noche? ¿Qué quieres hacer? ¿Adónde quieres ir? ¿Nos vamos a casa, que ya es hora? Y empieza la negociación, el pulso, que, entre otras cosas, hace que los niños sean insoportables, extenuantes. Nos ponen a prueba para ver hasta dónde pueden llegar, cuando, en realidad, nos están pidiendo secretamente que los paremos de alguna forma, que pongamos una pared.

También entablaba yo esas negociaciones, pero cuando Marta me pilló me dijo cuatro palabras (ahora sería el momento de hacer una lista de mis errores, pero ¿para qué exponerse a la irrisión pública?). Quizá todos nosotros, padres novatos e inexpertos, nos equivocamos de maneras parecidas, abatidos por una empresa que nuestra generación, por primera vez, vive como una opción y no como una etapa natural, casi ineluctable. Y con todo por reinventar, con dificultades y con pocos puntos firmes en la cabeza para apuntar la brújula.

Y, sin embargo, de esa forma, los niños sufren, porque tener que elegir cuando se es pequeño es una responsabilidad demasiado grande, paraliza.

Nos arriesgamos a ser padres que produzcan una generación sin futuro, sin sentido, sin meta alguna. En la escuela, de los poemas que se leen por Navidad y por Pascua se han eliminado todas las referencias a nuestra fe para no ofender la sensibilidad de nadie. Pero entonces, ¿Navidad y Pascua de quiénes?, con perdón. Eliminémoslas, por tanto, festejemos Halloween.

Un almíbar ecológico-biológico dentro del cual tendrías que querer mucho —como si tal cosa fuera un sentimiento natural— a todos, hombres y animales, en un mismo plano, a veces, incluso, a los animales en un plano más elevado.

Para quien no cree en nada, como el sufrimiento no tiene ningún sentido, no está redimido, no da fruto, hay que evitárselo a los niños a toda costa. Ninguna frustración, ningún disgusto.

La salud física, buscada hasta el extremo, se convierte asimismo en un tótem, en una ansia por controlarlo todo. Por todo lo cual, escuela steineriana[81], homeopatía, alimentos biológicos, miradas de desprecio a las madres convencionales que usan antibióticos, y además algodón orgánico, medicinas sanas y naturales y tardes enteras en el coche para ir a buscar acelgas no contaminadas.

Rompamos, finalmente, una lanza por estos pobres chicos a los que no siempre es fácil comprender hasta el fondo. No están en condiciones de hacerlo las maestras, no lo estamos nosotros. Una generación sometida a una infinidad de estímulos —demasiados estímulos, por mucho que se intente filtrarlos— que no está en condiciones de manejarlo todo, que ni siquiera dispone de tiempo para ello. Demasiadas las tareas, los objetivos. Demasiado poco tiempo para construir con solidez. Seamos misericordiosos con ellos, por lo tanto, y también con nosotros, padres pioneros.