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He visto cosas que vosotros «los hombres» no podéis ni siquiera imaginar
Querida Cristiana:
¿De cuánto tiempo dispones? Porque, si me obligas a hablar del trabajo y de los hijos, debes tener como mínimo cuatro horas de libertad y muy buena disposición anímica para conmigo. Seguramente tendré una crisis histérica, seré aburrida, me quejaré y seré petulante. Hasta podría echarme a llorar. En una progresión que se irá alimentando a sí misma, te propondré que cambies de trabajo, después que emigres, finalmente, con la moderación que siempre me ha caracterizado, que arrases con napalm todo el país.
¿Quieres que hablemos de mesas de trabajo que desaparecen tras la vuelta del permiso de maternidad, de colegas que te consideran una mentecata, de trabajadoras de serie B? ¿O hablamos del hecho de que la posibilidad de tenerlo todo es una mentira colosal? ¿O hablamos de las ayudas a la maternidad en Francia, de los incentivos al trabajo a tiempo parcial en Holanda, donde, si las mujeres lo solicitan la empresa está obligada a concedérselo y no como ocurre en Italia, donde por tener ese privilegio harían cualquier cosa, mientras dejan a sus hijos en los nidos con el corazón desgarrado y las lágrimas en los ojos?
Sobre todos esos asuntos estoy preparadísima, y soy muy, muy aguerrida.
Dentro de poco volverás al trabajo y no sabes cómo organizarte. Lo primero de todo, olvídate de alguien como Nancy Pelosi, que una vez que su quinto hijo —y subrayo lo de quinto— cumplió dieciocho años de edad —y subrayo lo de dieciocho—, salió a la calle y encontró un trabajito, no como dependienta de la mercería de la esquina, sino como speaker de la Cámara de Representantes, llegando a ser la mujer que en toda la historia ha alcanzado el grado representativo más elevado en las instituciones americanas. A ella no le dijeron que era demasiado vieja, ni que tenía demasiados hijos. Bueno, en eso no tienes que pensar.
Aquí estamos en el país del mundo que tiene menos hijos, aquí el mundo del trabajo está contra las madres, es decir, contra los hijos.
Es un hecho constatable. No se trata de que el mundo del trabajo rechace a las mujeres, se trata de que las mujeres no pueden cambiar este mundo del trabajo. O aceptas sus tiempos y sus ritmos o estás fuera, te marginan. No importa si en casa tienes un pequeño que espera el pecho al que tiene derecho. No importa que tengas que corregir deberes, escuchar, consolar, ayudar a dormirse, cambiar pañales y que probablemente seas capaz de condensar el mismo trabajo en menos tiempo, evitando hacer como tus colegas de la universidad, es decir, jugar con el ordenador, chatear, telefonear y hacer descansitos junto a la máquina del café; cuando en casa te necesitan, te necesitan mucho. No importa que, acostumbrada por la tarea con los hijos a hacer al menos tres cosas a la vez, en el trabajo te las arregles bien, con rapidez, y que, después de haberte enfrentado a vómitos a escopetazo, a puntos de sutura en la cabeza y a convulsiones nocturnas, no temas imprevistos de ningún género.
Aquí no estamos en Noruega, donde hasta una primera ministra abortista como Gro Harlem Brundtland llegaba a comprender que era bueno poner las reuniones a las ocho de la mañana, de modo que las mujeres pudieran acudir a ellas inmediatamente después de haber dejado a los niños en la guardería. A las cuatro todos a casa. Y no estamos hablando de los empleados de Correos, sino de hombres y mujeres de estado.
Aquí, nosotras, las mujeres, estudiamos con la idea de que lo tendremos todo, carrera e hijos, pero no es verdad. No es verdad, salvo raros casos de profesiones maravillosamente libres, manejables, flexibles, adaptables a los periodos de la vida de una madre y de sus hijos. O salvo el caso de jefes iluminados, como la mía, Ilda Bartoloni, con la que se podía discutir ferozmente sobre aborto y feminismo, discusiones que incluían el lanzamiento mutuo de cintas de vídeo, pero que sabía entender las exigencias de una madre dispuesta a irse de viaje de trabajo con el bocadillo en el bolso —un Fendi con aroma a jamón— y con billetes de avión de ida y vuelta en tiempo récord: una hora y tres cuartos de permanencia en Palermo, seis horas en Estocolmo y cuatro en Berlín. Sea como sea, nada de paseos por la ciudad y nada de comida ofrecida por la agencia de prensa en el restaurante más caro de Viena, para poder estar de nuevo en casa con la entrevista rodada, a tiempo para la exhibición de kárate o para la segunda dosis de antibiótico. Pero Ilda murió y nosotras, sus «muchachas», la echamos de menos por muchos motivos, y el menor de ellos no es que supiera gestionar el grupo como sólo sabe hacerlo una mujer: cada una contribuye al resultado utilizando lo mejor que puede sus propios talentos para optimizar, para adaptarse, sus propias habilidades para arreglárselas sin comer y sin dormir, para escribir un artículo en un aeropuerto y las preguntas para la entrevista en la sala de espera del pediatra, para leer el resumen de prensa viendo Bambi.
Hoy Ilda ya no está y nosotras, sus muchachas, nos hemos hecho mayores, y hemos tenido que aprender a dejarnos la piel por el camino: o nuestros hijos no tendrán la presencia que esperan o en el trabajo nos veremos sobrepasadas a diestro y siniestro por cualquiera que muestre más integración y más dedicación.
No se pretende que una madre que trabaja tenga también poderes sobrenaturales, que consiga llegar a todo, que mande a sus hijos a la fiesta de cumpleaños con dulces hechos en casa (yo siempre estoy en la lista de las que tienen que llevar bebidas o porquerías tipo patatas de bolsa, me precede la fama de mi nulidad culinaria), con el disfraz de rana cosido por sus hábiles manos la noche anterior y que al mismo tiempo alcance a promover el crecimiento cultural de la joya de la casa introduciéndolo en el arte y en la literatura entre exposiciones y bibliotecas.
Pero, por la misma razón, una madre que trabaja debe poder estar presente para escuchar cuando hace falta, no está bien que siempre se vea obligada a responder «Un momento, ¡ahora no!»; porque todo el tiempo que tenga libre de trabajo debe emplearlo en la subsistencia física de la prole. Prole que después puede ir a la fiesta con un dulce comprado al que se la ha quitado el envoltorio, algo necesario para camuflarlo vagamente como dulce casero, pero que sabe que, si la necesita, su madre es accesible y no sólo a través del teléfono móvil. Las manos que todavía tienen hoyuelos en el lugar de los nudillos deben poderla encontrar cuando la necesiten.
En la cola para la tutoría con las maestras de primaria se cotillea, se comparan las parejas, se proponen incluso intercambios temporales de maridos —el mío hace la compra; el mío no, pero ayer se acordó de nuestro aniversario; el mío el mes pasado se dio cuenta de que había ido a la peluquería; «¿cómo?, ¿de verdad, de verdad?»—, pero hay una única cosa en la que siempre se está de acuerdo. Las madres que trabajan están todas agotadas por su doble papel. Se asoman a la ventana a tender la ropa a medianoche y se saludan entre ellas desde un lado a otro del patio interior. Siempre faltas de tiempo, sobre todo de tiempo para sí mismas, que es el primero a que se renuncia. Y todavía se sigue hablando del trabajo como de una conquista.
«Lavinia, ¡qué dibujo más bonito!, ¿quién es ésta?», le pregunté hace unos meses a mi hija, implacable observadora infiltrada en mi casa. «Eres tú, mamá». «¿Y por qué me has dibujado con un plátano en la cabeza?». «No es un plátano, es que tu pelo es así: por debajo marrón y por arriba amarillo». El pelo que crece. Quizá era el momento de darles un retoque a mis mechas, resignadas ya a una visita semestral al peluquero. Eso es, con el tiempo para nosotras mismas podemos hacer la vista gorda. Con el tiempo que estamos obligadas a quitarnos por las exigencias de los hijos, no.
Y, de hecho, la última vez, entre las madres —ejecutivas, ingenieros, economistas— que hacían cola para la tutoría con las maestras no encontré ni una sola que de buena gana no hubiera disminuido el ritmo de su trabajo, un trabajo que hemos conquistado con fatiga y que a veces se convierte en una prisión, aun cuando sea importante, noble, incluso gratificante y bien retribuido.
Así que, querida Cristiana, no hay un buen viático que te acompañe de vuelta a tu mesa de trabajo. No obstante, puedo decirte que estoy segura de que lo harás bien, de que tú también sabrás encontrar tu ritmo, tu modo de compatibilizarlo todo, y aunque no te voy a meter el rollo de que mejor la calidad que la cantidad, es verdad que algo cuenta la calidad.
Cuando era interina y alternaba periodos de trabajo con periodos de ama de casa, aprendí que no basta con estar presente para estar realmente. También porque, lo mismo que yo, la tata también era un poco interina: cuando yo estaba en la casa renunciaba a su ayuda durante unas horas. En esos periodos, me di cuenta de que dedicaba casi todo mi tiempo a tener en orden la casa: la casa se puede convertir en un agujero negro en el cual el tiempo desaparece, hasta el infinito. Y a veces me ha pasado, en periodos de trabajo, que he fingido no ver las manchas de yogur que adornaban mi parqué para dedicarme con toda mi mente a los niños; he abandonado montones de ropa sin planchar para llevar a futuros expertos en arte a los Museos Vaticanos, para enterarme después de que la momia es mucho mejor que la Capilla Sixtina, pero no importa, mientras tanto ven, digieren.
Tú también conseguirás trabajar y encontrar tiempo después para organizar un megaatasco de cochecitos de juguete, para hacer la comida y para escuchar la crónica de una pelea de las que hacen época con el amigo del alma. Es verdad, serás siempre demasiado geóloga para ser mamá, y demasiado mamá para ser geóloga. Retrasada en la entrega del informe o con problemas para atender las relaciones públicas de tus hijos. Distraída al escribir en el ordenador porque estás dando el pecho y con problemas en el destete —sopa de sobre en lugar de puré hecho a mano con calabacín biológico— porque tienes una reunión. Siempre un poco fuera de lugar en todos sitios, y a este respecto tengo que citar a mi amigo Paolo que, como el masajista de un equipo de fútbol, en la foto para el póster, siempre se ve por allí hecho un lío preguntándose si tiene algo que ver de verdad con el grupo que posa, con una media sonrisa tensa.
Ánimo, adelante de nuevo y, si te hace falta un salvavidas, aquí estoy yo.
C.
¿Está bien que trabajen las mujeres?
Es una de las pocas preguntas a las que no sé qué responder, yo que normalmente deambulo por el mundo con un buen cuchillo entre los dientes para ir dando tajos, sin esperanza de sutura, que separen el bien del mal, lo justo de lo injusto, lo verdadero de lo falso, tanto en mi vida como, y que Dios me perdone, también a veces en la de los demás. Multicultural para nada, absolutamente no ecuménica, antagonista de la duda por los cuatro costados.
No obstante, en este asunto, la cuestión es un poco más compleja y, por tanto, sólo puedo aspirar con mi respuesta al máximo de coherencia posible.
Una mujer no puede trabajar tanto como un hombre, si tiene hijos; ni a la manera de un hombre, aun cuando no tenga hijos.
Para una mujer, el trabajo debe poderse adaptar a las fases de las vidas de las personas de las que se hace cargo esa mujer, y siempre debe tener cierto estilo de acogida.
No es que no me dé cuenta de que, cuando menos, estoy «fuera de tono», pero me consuela pensar en las mujeres de carne y hueso que conozco, que no escriben y que no marcan tendencia, pero que existen y que también son muchas.
Lo que hay que preguntarse es: ¿qué es lo bueno para mis hijos, para mi familia, para las personas que me necesitan? La respuesta a esta pregunta ocupa el primer puesto, antes que mi realización, que es sacrosanta, pero que va después, antes que el tiempo para mí misma, antes que la independencia económica, antes que poner en práctica lo que estudié.
Con el susodicho cuchillo entre los dientes me aventuro a afirmar que el niño, en sus primeros tres años de vida, tendría necesidad de una presencia casi constante de la mamá, sólo con ausencias reducidas, que no deben convertirse ciertamente en la parte preponderante de la jornada. Al menos el primer año, hasta un ciego vería que el niño quiere, y tiene derecho, a su madre. Una sociedad que no tiene en cuenta esto es una sociedad que maltrata a los niños. Se pueden dar todas las justificaciones económicas y organizativas que se quieran dar, pero debe quedar claro que en su nombre se pisotean los derechos de los más débiles.
Y no me estoy poniendo como ejemplo, pues con los dos primeros niños no me fue posible dejar durante mucho tiempo el trabajo, al precio de dolores de tripa, corazón encogido y discos absorbe-leche empapados.
No estoy convencida de que conquistar la posibilidad de dejar a los propios hijos en el nido o con una baby-sitter o incluso con abuelos maravillosos sea una emancipación. No estoy segura de que sea un bien dejar a los hijos la mayor parte de su jornada en la escuela, a tiempo completo y, por tanto, sin seguirlos en los deberes y poniéndolos en manos de enseñantes que, si uno tiene suerte, pueden ser hasta buenísimos, pero que, sin embargo, no se pueden elegir. No estoy convencida de que entrar en el ciclo de la producción y el consumo a tan alto precio sea una emancipación. No estoy segura de que compartir con el padre al cincuenta por ciento el trabajo de la casa, confundiendo roles y provocando malestar en ambas partes sea una emancipación. No estoy convencida de que este malestar sea ajeno a tantas crisis en las relaciones.
Hay trabajos y trabajos, eso es cierto. Con frecuencia se trata solamente de una fuente de ingresos, que se hace indispensable para una subsistencia decorosa, y entonces quizá sería oportuno revisar alguna cosa. Si antes era suficiente con un salario, y ahora no basta con dos, quiere decir que alguien ha contratado dos trabajadores al precio de uno. Entonces, algún sabio economista debería ayudarme a entender una cosa: ¿debemos disminuir nuestro nivel de vida consumiendo menos, eliminando exigencias que hoy nos parecen imprescindibles, pero que ayer eran sólo lujos, o no será quizá que lo necesario para vivir, la casa sobre todo, cuesta realmente demasiado para un solo sueldo, con el que, sin embargo, antes bastaba?
Luego, hay trabajos que sirven principalmente como gratificación, y para tener un nivel de vida más alto, y que a primera vista son numerosos. En este caso, bajar el ritmo cuando hay hijos pequeños es un deber, y quien no lo cumple es un(a) egoísta, el paréntesis no es un error tipográfico.
Cuesta tanto hacerlo porque, por algún motivo, se piensa que el trabajo que se hace fuera ennoblece más que el que se hace en casa, donde el público encargado de emitir certificados oficiales de estima es más limitado, y tiende a considerar que tiene derecho a todo. Digamos que, ciertamente, en casa las gratificaciones no siempre caen como copos, y cuando llega un elogio hay que guardarlo e ir administrándolo durante los tiempos en que, como es usual, una es considerada como un elemento doméstico más, al que no hay que honrar de forma especial, del mismo modo que nadie le da las gracias a la lavadora cada vez que acaba el centrifugado. «Bernardo, ¿estás contento de que mamá cambie de redacción, de que vaya a una que le gusta más?». «¿A mí qué me importa? Para mí no cambia nada. ¿No sabes la ley de oro: cada uno se pone contento de lo suyo?». «No me parece para nada una buena ley», le grito sofocadamente al descubrir lo poco que les he enseñado los fundamentos de la caridad cristiana, por no decir la ausencia total de trazas de amor filial. «Y además voy a estar más cerca de la máquina de las chocolatinas». «Entonces sí que estoy contento, así cuando vaya a buscarte no tengo que subir las escaleras para ir a coger el Kinder».
Con todo —al margen de esos golpes que hacen vacilar la autoestima de una madre—, para educar a mis hijos casi siempre intento usar mi inteligencia (está claro que con escasos resultados) al menos con la misma intensidad que la uso en el trabajo, donde, por otra parte, una se cansa mucho menos.
Conozco a una madre genial de seis hijos, licenciada en filosofía, que se ha quedado en casa tan feliz, y a otra madre genial de seis hijos que trabaja de psiquiatra tan feliz. Quizá sea ahora el momento de revisar la acostumbrada contraposición entre gratificación y renuncia, ahora que ya tenemos la libertad de trabajar, y que quedarse en casa no es una opción obligada. Alguna, pudiendo hacerlo, podría elegir esto último con alegría, sin sentirse por ello disminuida.
Es decir, que hay mujeres y mujeres. Hay algunas que se ven forzadas a trabajar consumiéndose de nostalgia por el pequeño de pocos meses que les ha robado el corazón y hay otras que jamás renunciarían a la propia independencia económica, de tiempo, organizativa, aun siendo ricas a reventar. Hay algunas que van a trabajar para descansar, y que fingen tener tareas pendientes más allá de su horario, para no tener que combatir con los hijos en casa. Hay algunas que envían al nido al niño de cuatro meses aunque trabajen por la tarde, así pueden ir al gimnasio por la mañana para subir glúteos. Hay algunas que, sin el trabajo, no saben quiénes son, no son reconocidas socialmente, no se sienten realizadas.
En fin, hay trabajos con los que se puede contribuir a hacer un bien también fuera del ámbito familiar. Nosotras, las mujeres, podemos hacer muchísimo para tener hospitales más misericordiosos, periódicos menos vacíos, tribunales más eficientes, escuelas más estimulantes, oficinas más operativas. Hay que encontrar el modo de hacerlo, es necesario. Sabiendo, no obstante, que nuestro primer deber es nuestro marido y nuestros hijos.
Hemos peleado mucho para tener esta posibilidad: una larga lucha; baste pensar que, hasta los años sesenta, el gobierno italiano, liderado por Fanfani, no le quitó a las empresas el derecho a despedir a las mujeres cuando se casaban y corrían el riesgo de tener hijos.
Ciertamente, el problema de la conciliación existía y existe. ¿Es posible esa síntesis? Lo ignoro.
El trabajo, tal como yo lo veo, debería ser flexible y moldeable en el transcurso de la vida. Debería ser posible, por poner sólo un ejemplo, algo así como estar en excedencia durante unos años, pero con dos condiciones, que me hacen reír con sólo escribirlas, por lo lejanas que están de la realidad.
En primer lugar, son necesarias ayudas familiares sustanciosas, o el famoso cociente, algo que no sea una limosna y que no obligue a los voluntariosos padres a disponer unos cartones y un poco de plástico para fabricarse una habitación en la galería cubierta más cercana.[64] ¿Por qué, por ejemplo, no dedicar a este fin una parte de los fondos recuperados en el torbellino de la evasión fiscal, dado que un hijo educado respetará las reglas y cumplirá con sus deberes pagando también los impuestos?
La segunda condición es que exista también la remota posibilidad de que, al volver al puesto de trabajo —suponiendo que se haya conquistado un puesto estable antes de los cuarenta años, cuando los ovarios están ya para la jubilación—, no te manden a limpiar los sanitarios o a hacer fotocopias.
Pedís demasiado, me dicen las colegas sin hijos. Cierto, es verdad, si trabajar bien e intentar ocuparse bien de los hijos es demasiado, sí, quiero demasiado.
Una posición legítima para aquellos que consideren que tus hijos son fundamentalmente asunto tuyo, por no usar otra palabra. Y quizá también para quienes piensen que, en nuestros tiempos, una madre es un estorbo en el trabajo.
Si, por el contrario, pensamos que los hijos son un bien para todos, y no sólo porque pagarán las pensiones, bla, bla, bla…, sino porque ellos serán los que le den su impronta al mundo venidero, entonces quien quiera dedicarse a la educación será ayudado y favorecido. Que una madre se quede en casa no es, ciertamente, garantía de nada, todo el mundo podría citar ejemplos selectos de madres siempre presentes y muy inútiles, cuando no dañinas, es verdad. De hecho, si alguien tiene la fórmula mágica del éxito en la educación de los hijos, que me la dé, por favor. Pero lo cierto es que delegar, aplazar y no tener tiempo no ayuda nada, porque lo contrario es precisamente lo que hace falta para manifestar amor, y para enseñar a los muchachos a razonar, para suscitar en ellos la curiosidad, para apasionarlos, para acompañarlos hacia un horizonte elevado. Yo no sé cómo se hace, pero seguro que largándose no es.
Mi sueño sería jubilarme ahora durante un decenio, y devolverles a la empresa y a la sociedad los diez años de trabajo cuando yo tenga sesenta. La primera vez que se me ponga a tiro el Ministro de Trabajo se lo propongo. Ya me imagino el entusiasmo con que será acogida mi idea.
Pero, mientras que ahora tengo agotamiento crónico y me duermo en cualquier superficie susceptible de sostener mis miembros exhaustos, a los sesenta, si llego, quizá me vea obligada a inventarme algo para fingir tener todavía alguna responsabilidad. Mi marido profetiza que seré insoportablemente hiperactiva. Piensa que se me va la cabeza y compro una caravana para recorrer el mundo y matar el tiempo (dos actividades que odio a muerte), como aquel Jack Nicholson recién jubilado de la película más desesperada del decenio, A propósito de Schmidt. ¿No sería mejor tener ahora ese tiempo, ahora que con sólo convertir en trabajo las horas de sueño alcanzaría casi a todo lo que tengo que hacer?
Todos los días, desde hace una docena de años, me voy a dormir a altas horas de la noche y con un montón de cosas atrasadas de todo tipo, ropa, mochilas, facturas, lecturas, y le advierto a mi marido que me levantaré a las seis —objetivo para el que normalmente faltan en ese momento unas cuatro horas—, que iré a la austera misa de los frailes de las seis y veinte y después seguiré a lo largo de la muralla aureliana dándome una tonificante carrerita de una media hora. Volveré a casa, meteré en el horno los cruasanes, me daré una ducha vigorizante y después, tras echar una ojeada a los periódicos, los despertaré a todos canturreando «Quiero vivir así, con el sol de cara…»[65].
Me hubiera gustado conseguirlo sólo una vez, una en doce años. En realidad, mi marido me echa fuera de la cama a empujones cuando ya se me hace tarde hasta para llevar a los niños a la escuela a su hora, y mi jornada se inicia con un desfase fijo de una hora y media con respecto a mi lista de tareas.
Por tanto, en espera de obtener ese derecho a la jubilación anticipada en unos veinticinco años, hay que intentar conciliar el trabajo y la casa, limitando los daños, reduciendo los programas y aceptando los retrasos propios. Será necesario intentar no hincar la cabeza en la mesa de trabajo tras una noche pasada poniendo paños húmedos en frentes febriles, y habrá que improvisar una expresión facial de inteligencia cuando el jefe te hable de algo que sucedió la tarde anterior, y que todos saben, y a la que todos aluden porque fue la apertura del telediario de las ocho y la comidilla de todas las tertulias nocturnas, mientras te esfuerzas por adivinar si se ha muerto Obama o si China ha decidido recuperar todos sus créditos y hacer quebrar a medio mundo, pero vas a tientas en la oscuridad, porque tú, a las ocho, estabas viendo a Chip y Chop o recogiendo sopa derramada.
Sin embargo, cada vez que, en los periódicos o en los debates públicos, se habla de conciliación sólo se habla de aumentar el número de guarderías nido, nunca de política de auténtica flexibilidad. Las guarderías donde dejar a los niños de tres meses no son la verdadera ayuda que hace falta para la conciliación. La verdadera igualdad de oportunidades se tiene cuando se permite a la madre quedarse en casa con los niños pequeños, no matarse a trabajar dentro y fuera de casa, dejando a su niño de pecho en manos de otra.
Está claro, por tanto, que la mujer no puede trabajar como el hombre, sino que tiene que encontrar una manera propia, una medida propia, un estilo propio. No es justo que se la obligue a elegir: o aceptas las reglas, los tiempos, los modos de los varones, dejando aparte todo lo que tienes en casa, o estás fuera. En muchos oficios, me cuentan las amigas, cuenta muchísimo el estar ahí. Horas y horas en el ordenador, aunque sea navegando a la deriva por los mares de Internet, jugando al solitario, leyendo horóscopos, telefoneando a parientes lejanos y a amigos improbables, con toda una serie de pausas junto a la maquinita para degustar tristes brebajes de nombres inquietantes: una bebida con cierto regusto vago y lejano que recuerda al té. Cualquier cosa con tal de no abandonar la mesa de trabajo hasta media tarde, manteniendo los codos hincados con tenacidad para hacer ver a todo el mundo que se está allí, que sin esa presencia la empresa no puede avanzar, que se es imprescindible. Una mujer que tiene que hacer una infinidad de cosas en casa tenderá, cuando sea posible, a concentrar el trabajo en menos tiempo, a acortar los tiempos muertos, para correr a casa. Sólo que, debido a un perverso mecanismo que mi pobre mente no alcanza a penetrar, esa habilidad —hacer las cosas en menos tiempo— no se considera un valor, sino una limitación. Si tal es el criterio para juzgar, la mujer siempre sobrará. Al menos, mientras la organización del trabajo no prevea la integración de las exigencias familiares, con flexibilidad e inteligencia, por el interés de los niños que todos decimos defender, y del que todos se desinteresan, obligándonos a hacer sacrificios costosísimos en el altar del éxito en el trabajo. O a renunciar. Sería un crimen, porque lo hacemos bien, tenemos algo que ofrecer. Basta observar la diferencia entre chicos y chicas en la escuela. Desde un punto de vista estrictamente escolar, no hay punto de comparación. Las chicas están por encima de sus compañeros, por mucho. Ciertamente, no todo es el rendimiento escolar: las biografías de los genios están llenas de obtusos profesores que no supieron comprender una cualidad tan sutil como la inteligencia.
No obstante, es un hecho que, desde la guardería hasta la universidad, las mujeres son mejores, más diligentes y más rápidas para acabar los estudios. Por tanto, me pregunto en qué momento sobreviene el adelantamiento. Exactamente en qué punto entre el primero de primaria y la presidencia del Fondo Monetario Internacional pierden las mujeres toda su inteligencia, su audacia y su capacidad de trabajo. ¿Cómo es que las maestras las consideran mejores y, en cambio, en los boards de los organismos de poder no existen? ¿En qué punto de su formación se ofusca tanto su inteligencia como para impedir que cuenten algo en los centros reales de poder, es decir, en la economía?
Es obvio que no es un problema de valor, sino de poder. Quien lo ostente tiene que ser fiable, ha de decidir basándose en la lógica interna del poder, que debe ofrecer garantías de automantenimiento. Por eso, ahí no llegan las mujeres, porque las mujeres son acogedoras y el poder tiene otra lógica. No está hecho para nosotras. El poder como afirmación de uno mismo, a la mayor parte de nosotras no nos interesa.
Echarles la culpa a los demás, aun siendo una práctica bastante difundida, es señal de inmadurez. Y también es algo aburrido. En consecuencia, nosotras, las mujeres, debemos salir de la lógica de la queja y tomar nota de que somos diferentes. No es una conjura, no es la opresión, es que estamos hechas para otra clase de poder. Cuando lo obtenemos, tenemos que aplicarlo como una responsabilidad en la organización, como hace una madre: no como un jefe supremo que decide por todos, sino como una persona inteligente que comprende lo que los suyos saben hacer y asigna su puesto a cada uno.
Las mujeres saben gestionar a las personas, las situaciones, las emergencias. «I can manage any crisis: I have children», dicen los adhesivos que se ven en los cochazos americanos de siete plazas. Es cierto que una mujer puede gestionar cualquier crisis: ve por delante, por detrás, por los lados, con los ojos, con las orejas, con las manos y la nariz. Somos capaces de atender más frentes, de resolver los problemas más velozmente en el trabajo y sin olvidar lo que está sucediendo en casa. Así que imagina qué miedo nos puede dar un equipo de grabación que no llega, el seguimiento de un ministro o una huelga de aviones. Un solo problema cada vez no es nada. Soportamos la fatiga y el dolor mejor que los hombres, como puede atestiguar cualquiera que haya tenido en casa a un hombre con fiebre, que con treinta y siete y medio empieza a dictar su última voluntad.
Sin embargo, no estamos hechas para el poder. Y las mujeres que llegan a alcanzarlo, con frecuencia acaban enfurecidas, porque traicionan su propia naturaleza, inseguras y, a menudo, violentas. Y si bien repudian una parte de su propia feminidad —la dulzura, la apertura—, hay otra parte que sacan fuera encarnando los estereotipos más decadentes. Pueden volverse histéricas, irracionales, pasionales y capaces de maldades que un hombre no soñaría jamás.
Ésta es la duda que nos atenaza, sin que consigamos llegar a un acuerdo —demasiado breves las pausas para el café, o las llamadas de teléfono mientras se hacen las pechugas de pollo empanadas, caballo de batalla de las madres trabajadoras—: ¿las mujeres se vuelven malas cuando llegan al poder, o llegan a él porque ya eran malas antes?