o
Yes, you can
Querido Antonio:
Tal como yo lo veo, la diferencia más claramente perceptible entre un padre y una madre consiste en la incapacidad absoluta del hombre para descubrir y distinguir liendres, larvas y piojos adultos.
Guido, aun siendo un padre buenísimo para los mismos cuatro niños cuya madre, mira tú por dónde, soy yo, ignora por completo las formas y modalidades de presentación de los simpáticos animalitos que, por el contrario, a mí me deleitaron durante los días y las noches del último invierno.
Resulta que los niños, que frecuentan más o menos a un total de unos cien compañeros, colocaron a nuestra familia ante una dramática emergencia parasitaria que nos costó un ojo de la cara en tratamientos (en la farmacia hay un retrato mío, «A nuestra benefactora») y que se presentó en varias oleadas. De este modo, en el último año, los piojos fueron protagonistas de mis pesadillas con una cadencia mucho más frecuente que la que, durante años, tuvieron el profesor de lingüística y el entrenador de atletismo, que me anunciaban que el trabajo estaba mal hecho o que me había inscrito, obviamente por error, en la final olímpica de los diez mil.
Combatí durante meses a los incómodos huéspedes que, creo que debes saberlo, resisten las temperaturas altas, mientras que, por el contrario, mueren con facilidad si los metes en un congelador; información que me hubiera sido de muchísima utilidad si hubiera dispuesto de una cámara frigorífica lo bastante amplia para admitir cuatro conjuntos completos de ropa para niño, chaqueta y gorra incluidas, y cuatro sábanas y fundas nórdicas, así como una funda de sofá.
Combatí, te decía, sola y con las manos desnudas. Durante meses, al encontrarme en el rellano con mi marido que salía de la casa, le preguntaba entre esperanzada e ingenua: «¿Has hecho un control?». «Todo en orden. Tranquila, no hay nada». En una regurgitación de escrúpulos, una noche, antes de mandarlos a todos a dormir, paso el peine y me encuentro una bonita fila de piojos bailando la cuadrilla.
En las dos o tres horas siguientes aplico el protocolo sanitario número uno, que se prolonga hasta altas horas de la noche, mientras las pequeñas, exhaustas por el cansancio, lloran porque al parecer no pueden dormir sin la princesa de tres centímetros de altura, obviamente la única que no encuentran, y el mayor se acuerda de que tiene que procurarse ineludiblemente un compás para el examen del día siguiente (artículo no previsto en el menú de entrega a domicilio de Pizza al Volo[59]).
En medio de la histeria general, Bernardo, también cansado y soñoliento, suscita una de sus típicas y oportunísimas cuestiones —lo llamamos señor Puntualización, entre nosotros— probablemente porque se acuerda de que, con motivo de su cumpleaños, todavía no ha recibido, como pidió, la camiseta negra de la Roma, con el nombre de Ménez, que por lo que visto debe ser un jugador. No la ha recibido porque todos los niños quieren la camiseta roja de Totti y él no, él —campeón del mundo de pensamiento marginal— siempre quiere algo imposible de encontrar.
Me parece que el hecho de ver cuánto ha cambiado mi vida con los hijos no te ha animado precisamente a tenerlos tú; pero tú, Antonio, serás padre, no madre, y no tienes que fijarte en mí.
En primer lugar, porque yo —ya me conoces— soy exagerada en todo lo que hago: si leo a los Padres del desierto me quiero hacer asceta, si me gusta un autor tengo que llegar al límite de mis dioptrías noche tras noche hasta que he leído todo lo que ha publicado. Por eso, la maternidad me la he tomado bastante en serio; a pesar de todo, tarde o temprano comprenderé que las medallas se han terminado, y sobre todo que no somos nosotros, sino Alguien distinto, el que hace crecer.
En segundo lugar, porque yo soy una mujer y distingo las larvas, mientras que tú estarás exento de esa tarea. Y no porque los piojos te ignoren, dado que sobre tu cabeza lo único que podrían hacer es patinar, sino porque eres un varón.
Tendrás otros muchos deberes, pero te las arreglarás muy bien.
También porque, además de no dar el pecho, no tendrás necesidad de saberte las distintas ubicaciones dentro de la casa (para satisfacer tu curiosidad, por ejemplo, dónde están las medicinas en el cajón) ni la dosis de los antipiréticos; no te sabrás los nombres de las maestras (a menos que sean particularmente provocativas); no tendrás que recordar los nombres de docenas de amiguitos ni las fechas de sus cumpleaños, y no irás a sus fiestas, y por eso mismo no tendrás que mantener conversaciones sobre la última excursión escolar, de la cual sólo te llegará un débil eco; no tendrás por qué saber la fechas de las vacunas ni de los controles ortopédicos, otorrinolaringológicos y oculares de rutina; no tendrás que repasarte el Piamonte ni las restas llevándote; no discernirás con competencia el color que mejor le sienta a cada princesa; no contarás hasta desgañitarte la historia de Adán y «Deva»; no cantarás Nada te turbe de madrugada después de alguna pesadilla.
Como compensación, serás para tus hijos una especie de divinidad, el único ser humano capaz de resolver problemas, de arreglar trastos, de cambiar pilas, de encontrar soluciones, de decir palabras definitivas, de matar monstruos, de aniquilar temores. Tú dictarás la línea política y cuando Chiara, blandengue como yo, esté a punto de rendirse, serás el único lo bastante lúcido para aplicar el sano principio educativo de Jean Kerr: «Nosotros somos más grandes que ellos y ésta es nuestra casa», que si bien no encarna exactamente la línea del doctor Spock, a pesar de todo, volverá a traer la paz a la casa.[60]
Estarás dotado, como ser humano de sexo masculino que eres, de un oído selectivo que no te obligará a responder cada vez que seas interpelado.
Tendrás un sensor refinadísimo que te capacitará, a diferencia de una madre, para distinguir cuándo es necesario levantarse e ir a ver qué ocurre.
Sabrás responder «¡Ah! ¿Sí?» con elegancia inglesa a casi cualquier información que se te confíe, sobre todo si estás viendo al Milan, y la noticia te afectará lo mismo que a un conejo de trapo; sabrás emitir convincentes «¡Ah!» cuando te describan minuciosamente una apasionante partida de «gotas» con la que tu hijo haya ganado veintisiete pegatinas.[61]
Sabrás mirar a tu prole con el mismo interés que examinas el acta de la reunión de la comunidad de vecinos, sin que ellos se den cuenta, porque ellos, a pesar de todo, te adorarán, mientras que tú, por el contrario, estarás pensando en el pasaje que has escrito dos horas antes y para el cual se te acaba de ocurrir el adjetivo que te faltaba.
En cuanto varón, y por tanto distribuido en compartimentos herméticos, sabrás igualmente desconectar, sabrás decir al teléfono: precisamente ahora voy a hacer la entrevista de mi vida, por tanto, hasta luego, mientras que una mamá, que por ser mujer gestiona la complejidad, incluso un minuto antes de salir en antena responderá al móvil con la certeza de que se cierne la tragedia: habrán bebido lejía, se habrán echado el pegamento instantáneo en los ojos…
En cuanto hombre, sabrás resistir a las tiernas llamadas nocturnas, astutas trampas del muchacho que, en lugar de dormir, preferiría en ese momento incluso ir a visitar a la vieja tía Sandrina. «No me encuentro bien», dice el taimado. «El que no duerme pierde el turno y se queda sin su día para jugar a la Play». «¡Pero es que tengo miedo!». «¿De qué?». «De ese monstruo amarillo que está ahí colgado». «Es un reflejo de la farola en la cortina», responde lúcido y pragmático un padre, en el supuesto de que finalmente haya ido al dormitorio.
Una madre no; ella cae en la ansiedad: tengo un hijo miedoso, por tanto me he equivocado por completo, es culpa mía, tengo que tranquilizarlo, qué hago entonces. ¿Regla o excepción? ¿Minimizar o consolar? ¿Alzar la voz o acariciar? Todo un psicodrama que se desarrolla en silencio dentro de ella en el mismo periodo de tiempo en que el padre ya ha ido, ha vuelto del dormitorio, se ha rascado, se ha echado un vaso de zumo de naranja y se ha tumbado en el sofá.
A pesar de todo, desafortunadamente para ti, los niños no se ofenden y no te niegan el saludo, como hago yo cuando tu falta de atención conmigo supera los límites, o cuando tu propensión a encajar las tareas como cajas chinas unas dentro de otras te lleva a saltarte demasiados cafés con los demás, justo en el momento en que necesitarías a alguien para maltratarlo. Un niño no; son de goma. Podrás echarle la bronca más sonada, o incluso decirle algo horrible e inmerecido al intentar sacarte trece minutos con los ojos cerrados y la cabeza apoyada en algún sitio: después de unos segundos, volverá donde tú estés invitándote a hacer un puzzle, porque él, magnánimo, te ha perdonado, o permitiéndote escuchar la lista de sus amigos preferidos, ordenados por puntos o agrupados —y esto sí que es apasionante— por la forma de sus cabezas.
Sabrás aplicar con frialdad los códigos rojo, amarillo y verde, como en los puestos de primeros auxilios, para decidir a qué hijo escuchar primero cuando vuelvas del trabajo y te agobien.
También sabrás cuándo es momento de dar un palmetazo en el culo, con seguridad, indiferente a las dudas maternas: ¿no podría ocurrir que el palmetazo en el culo los vuelva inseguros?; serás consciente del hecho de que, si se lo merecen y no se lo das, serás tú el que acabe en la inseguridad.
Dado que un padre sabe seleccionar, sabrás asimismo cuál es el momento en que has de soltar el libro (en general, cuando oigas: «Estoy seguro de que esto es un pedazo de lámpara…», es mejor que vayas y que interrumpas el partido que se juega en el pasillo).
Por eso lo he decidido: Chiara y tú debéis tener un hijo. Mi decisión no admite apelaciones. Formáis una pareja demasiado bien avenida como para no ver que algo de fuera viene a conmoveros. Y si bien es cierto que a Chiara no la conozco todavía bien (pero me fío de tu elección), de ti, que eres mi mejor amigo de la otra raza, es decir, varón, puedo decir que eres demasiado capaz, demasiado inteligente, demasiado sensible y valioso, para dejar que se pierda todo ese patrimonio.
Además, estás dotado del sentido del humor más estrepitoso que jamás he encontrado en persona alguna (por el momento, sólo si llegara a conocer a Walter Fontana[62] quizá revisaría mi clasificación), me haces reír hasta con un monosílabo, como aquél con el que concluiste un furibundo desahogo mío en el que debí decir las peores maldades jamás emitidas por boca de mujer; entonces, prudentemente, comprendiste que era mejor no contradecirme, y con cuatro letras conseguiste hacerme reír una vez más hasta desencajarme las mandíbulas. «Bien». Ni una palabra más.
De hecho, creo que apreciarás la fuente infinita de nuevo material humorístico que te proporcionarán los niños cuando, por ejemplo, vuelvas a ver con ellos las escenas de las películas y de los libros que les propongas, como Bernie, que el otro día se defendía de un ataque de su hermano blandiendo una bola de tela maloliente y gritando «¡Tengo un calcetín, y no tengo miedo a usarlo!». O cuando salgan desnudos del baño, llevando solamente puestas unas gafas de sol celestes y anunciando: «Mi familia me ha provocado graves problemas psíquicos, odio el mundo, odio a todos». Era otra vez el desgraciado de Bernie.
Disfrutarás igualmente de las disputas teológicas que se desarrollarán en la piscina, cuando oigas desde la cocina: «Pero ¿tú has entendido lo que ha dicho mamá? Entonces, cuando uno se muere, ¿se va al cielo o debajo de tierra? ¿Y los caballos?».
Todos tus dones no pueden desperdiciarse. Eres demasiado genial para ser sólo periodista.
Quizá pudierais comenzar con un hijo (cada vez), al principio seréis dos contra uno, os las arreglaréis estupendamente. De hecho, ya te veo reptando a los pies del niño, perdida toda compostura, vestido de indio o de pirata o, peor aún, de príncipe. Porque, si el niño es una niña, creo que ya no responderás de tus actos. Tengo una dirección en la que podrás encontrar unos leotardos bicolores de príncipe Felipe a precio de ganga.
La única duda que alimento es acerca del apoyo práctico que puedas darle a Chiara.
Yo, personalmente, no te pediría que hicieras ni siquiera un filete a la plancha, no me atrevo a imaginarte en el acto de cambiar un pañal, y eso son cosas de mamás; pero es que ni siquiera te veo cargando en el coche un carrito plegable —eso son cosas de papás— con una fila de coches pitando estruendosamente detrás y el nene vomitando encima del traje que te has puesto para la retransmisión en directo del juicio. Será en ese preciso instante cuando te llame el director para decirte que hay una emisión en directo en la primera edición, dos horas antes de lo previsto.
Me entran ganas de reírme sólo de imaginarte, a ti que normalmente te cuesta trabajo cuidar de ti mismo (¿sigues limpiando los cristales de las gafas con lonchas de tocino de Colonnata?, ¿has encontrado ya las llaves?). Pero ésas no son cosas fundamentales: dejas que los coches sigan pitando estrepitosamente mientras que tú, por enésima vez, la emprendes a patadas con el carrito o examinas con mirada vidriosa el rótulo escrito en el asidero (¿será tirar o empujar?), no puedes saberlo, te metiste en la cama hace cuatro horas. En cuanto a la indumentaria, ¿quién ha dicho que una regurgitación láctea en la espalda no sea la última moda? Además, también tú aprenderás, si bien a tu modo peculiarmente mal dotado, como hemos aprendido todos. Di la verdad: ¿habrías dado un céntimo por mí cuando nos conocimos en la Escuela de Periodismo?
Y, sobre todo, lo que cuenta es que eres un enorme, sólido y fiable distribuidor ambulante de afecto, escucha, comprensión inteligente y amor. Se tratará sólo de reducir el número de los destinatarios, pero tu core business[63] seguirá siendo el mismo, sólo que aplicarás una nueva estrategia empresarial.
Nosotros, tu interminable lista de amigos —¿cómo haces para acordarte de todos los nombres?—, sabremos retirarnos ordenadamente cuando vuestro hijo ocupe el puesto de honor.
Sabrás ser un maravilloso iniciador a la vida, atento, presente y de buena voluntad. Vuestro niño será afortunado, compartirás con él todo un patrimonio de cultura, de amor por tu tierra, una mirada sobre el mundo nunca banal. Si es varón, serás un modelo para él, si es una hembra, serás un proveedor oficial de amor y ella, a su vez, amará como haya aprendido a hacerlo de ti.
En cuanto a Chiara, no me siento con derecho a darle consejos, ella tiene sus amigas y aún no nos conocemos bien, le reservo un sitio para cuando venga a Roma. Doy por descontado que es única, especial y preciosa, como dices tú, y muy muy capaz. Además de consagrada al martirio por aceptar estar con un hombre inútil para las más duras dificultades de la vida, tales como combinarse la ropa de forma coherente, respetar las fechas límite del desanimado asesor fiscal o acertar cada día con la llave adecuada para la puerta correspondiente.
Estoy segura de que ella será lo bastante inteligente como para no cometer el error fatal en que incurren la mayoría de las mamás novatas contemporáneas, y que obviamente también cometí yo. No plantarte los niños en brazos cuando vuelvas del trabajo, como si tuviera que resarcirse por haberse quedado en casa con ellos, y como si tú, hasta ese momento, no hubieras hecho nada.
Si oyes a Guido, él te puede proporcionar una extensa antología de episodios al respecto, de ocasiones en las que yo esperaba que volviera él para descansar un poco, en lugar de hacer que encontrara una subespecie de cena, un clima acogedor, algo que le hiciera desear estar con nosotros más que empastarse un diente o repasar la declaración de la renta, todo con tal de no escuchar mis lamentaciones. Lo que sea con tal de no recibir órdenes de una mujer petulante que, al final, consigue atrapar en sus garras a cualquiera que tenga más de tres años de edad, y que la escuche.
Me ha llevado algún tiempo entender que un marido no es una baby-sitter, que además tiene un estilo propio con los hijos y que la madre no puede controlarlo siempre todo ni meterse en todo. Aún menos delante de los niños, que nunca deben ver cuestionada la autoridad paterna. No es bueno para ellos. Si hay algo que decir, en otro lugar.
Y, en mi opinión, hay un comportamiento que una debe observar aun cuando exista mucha confianza, un comportamiento meramente formal, que impide que una madre, incluso rendida, reciba al marido en bata y zapatillas a las siete de la tarde. Yo, personalmente, por el mismo motivo, no he querido nunca que mi marido asista a mis partos, una costumbre ahora muy en boga, porque estoy segura de que no hubiera visto lo mejor de mí, y de que después hubiera estado poco creíble en actitudes seductoras, aunque ésta es una opción seguramente demasiado personal como para dar consejos.
En mi opinión, no es una buena guía de conducta compartirlo todo, en el sentido de exhibir hasta los más pequeños recovecos de la propia persona. No todas las ansiedades deben expresarse inmediatamente en el momento en que afloran (yo, personalmente, diagnostico a mis familiares enfermedades mortales y fulminantes varias veces al día), no todos los malhumores deben declararse necesariamente, no debe una perder todos los frenos inhibitorios porque se vea en el trance perturbador de la aparición de una nueva vida. ¿Cómo decirlo? Si ignoras las crisis, ellas te ignorarán a ti.
Y la nueva vida que llega no será tan perturbadora. Ha sucedido ya millones y millones de veces. Generalmente, se sobrevive. Y, si hace falta, se cambia de marcha.
Te quiero. Un abrazo fuerte.
C.
Hubo una época en que los padres eran figuras ausentes. No sólo los que volvían de la guerra y conocían a las criaturas concebidas probablemente un año antes (en el diario de un amigo de mis padres, hijo del 42, se leía con motivo de la llegada del hermanito: «Papá en Grecia, nace Gino»; el efecto era involuntariamente cómico, pero ésa era la verdad).
E incluso cuando volvían, siempre era un poco como si se fueran a la guerra. Ausentes por el trabajo, lejanos, cansados, a veces distraídos.
Si la mujer le hubiera pedido a uno de ellos que cambiara un pañal, la habría mirado como si le hubiese invitado a salir al jardín a lavar la jirafa.
Cuando estaba, el padre más bien molestaba. Al menos, eso se decía en las historias que, durante años, yo escuchaba a escondidas de las generaciones precedentes. Pero molestar también significaba encarnar la regla, la autoridad. La norma temida por los hijos e impuesta por los padres con argumentos muy convincentes como, por ejemplo, las manos.
Hacer ahora una historia de la paternidad en unas pocas líneas me resultaría un poco difícil, pero, en resumen, en cierto momento del siglo pasado se decidió que, al contrario que anteriormente, «autoridad» fuera una palabrota.
Ahora bien, es cierto que criar a los hijos bajo un régimen de terror, inducirlos a comportarse bien bajo la vigilancia de una especie de pelotón de ejecución no era la mejor de las líneas pedagógicas, pero entre aquella situación (cuyos resultados no eran siempre brillantísimos) y la actual en la que los pequeños son consultados democráticamente sobre cualquier decisión que les ataña, yo elijo la primera. Si es que se debiera elegir.
En realidad, el problema de aquella autoridad consistía, principalmente, en ser —a veces— algo torpe, no en ser demasiado fuerte. El padre se imponía sin mirar demasiado a quién tenía en frente, como un derecho suyo, que no siempre ejercía con inteligencia, generosidad, dedicación y escucha.
Ahora se escucha a los hijos, se hace un esfuerzo por comprenderlos, pero después no se tiene el valor de imponerles una autoridad firme y segura. Como con miedo a herirlos, a perturbarlos. Como si no fuera ése el mayor regalo que pueden recibir de sus progenitores: amor, sí, pero con un camino bien delimitado y no siempre cómodo de recorrer.
De hecho, al final, creo que la falta de autoridad, a veces de autoridad moral, proviene de una falta de orientación «vertical» de la vida. Auctoritas se deriva de aumentar, de hacer crecer. Pero ¿hacer crecer qué? ¿Hacia dónde? ¿Dónde está arriba y dónde está abajo? Estamos tan faltos de saberlo que necesitaríamos una flecha como las de los embalajes de los vasos (de eso sé yo algo, me cargué una docena de los que me regalaron en mi boda sin sacarlos de la caja; tía, perdóname, pero, por si me quieres comprar unos nuevos, eran los de cristal rosa).
Vivimos en ciudades sin catedrales, nunca levantamos la cabeza, la mirada. ¿Cómo podemos convencer a nuestros hijos de que Alguien los mira si no estamos convencidos nosotros?
Y, de cualquier forma, antes no había necesidad de tener un sentido religioso particularmente fuerte. Bastaba con un patrimonio compartido y común de conocimientos, de orientaciones adquiridas, en fin, de sentido común. No es que se tuviera que comprar uno un manual para cada cosa. Ahora te explico cómo se hacía: se le quitaba el orinal al niño sin traumas, aprendía a dormirse sin caprichos y a comer sin ver la televisión. Había siempre una tía que lo había hecho con los suyos delante de ti sin demasiados tormentos interiores una media docena de veces, y ni siquiera tenías que preguntar por las directivas ministeriales. Lo habías visto hacer tú misma, viviendo en familias más grandes y más unidas.
A quienes llegaron a ser padres después del 68, por el contrario, les dieron en las narices con el librito de las instrucciones. Pánico. ¿Se hace así? ¿No será un trauma para el pequeño? ¿Lo confundiré? Y así se acaba improvisando, y las formas de hacer y los roles están en una revisión continua y costosísima. Nada parece más natural. Hay padres tipo «Tácito entero», los de Querido diario, con un hijo de doce años en la cama de matrimonio al que le leen a Tácito, entero. Hay otros que le ponen ordenador y televisión en la habitación, y él los maneja solo. Sobre todo, hay infinidad de padres agotados por esta experiencia nueva y global. Y puede que también a causa de ello haya pocos que se inclinen a repetirla demasiado a menudo. Solos, desorientados.
El parque es un buen sitio para comprobarlo. Siempre se comienza hablando —¡qué aburrimiento!— de los niños, y se acaba por descubrir a madres, sobre todo las de más edad, exhaustas y abrumadas por las dudas. O, lo que es peor, exaltadas por su propia eficiencia que se revela en la letanía de actividades en las que el pobre niño ha tenido que participar más o menos desde el alba. Para que conste, tengo que decir que también hay una minoría de mujeres normales con las que se puede hablar incluso de política o de cine, porque yo, de dar el pecho y de buscar alimentos biológicos, ya no puedo más.
En cuanto a los padres del parque, me gustaría hacer un proyecto de ley que les impidiera el acceso con bebés de menos de un año de vida. Protejamos a los hombres de las asechanzas de un biberón demasiado caliente o demasiado frío, de un cambio de pañal sobre un banco, de un chupete roto —debe ser una ley de la física— siempre por la punta, alegremente lleno de tierra que el papá tendrá que chupar amorosamente.
Si hombres y mujeres son distintos, y ni siquiera son parientes lejanos, y para un hombre el cuidado de un niño de pecho es una empresa que requiere un esfuerzo no natural —mientras que a nosotras nos pesa, sí, pero también nos gusta—, ¿por qué obligarlo en nombre de una paridad que no existe ni jamás podrá existir?
¿Por qué no tienen pechos los hombres? Y no vale responder porque siempre estarían tocándoselos. ¿Por qué no dan a luz? Y no vale responder porque la humanidad se extinguiría, duele demasiado.
La familia es un equipo en el que cada uno debe jugar su propio papel, que es el más adecuado para él. El secreto para vivir en armonía es entender los talentos, y poner a todos en condiciones de usarlos. A veces, también con un poco de astucia. «Querido, ¿no podrías buscar, por favor, un poco de información sobre los lagos italianos para la redacción de la escuela del mayor?». Ése puede ser un buen modo de dejar a un marido realmente cansado ante su amado ordenador. Por su parte, mi marido, sin demasiadas estratagemas, me manda a correr casi imperiosamente cuando escucha que pongo la olla sobre la placa con demasiada fuerza. Cuando vuelvo ya no me acuerdo de por qué estaba furiosa.
Por eso, cuando veo en el parque a padres que se hacen un lío con recién nacidos me pregunto si realmente están contentos de estar allí o si alguna mujer no habrá ejercido un sentido de la paridad mal entendido. La paridad consiste en tener la misma dignidad, no en hacer las mismas cosas. Cada uno según sus talentos.
En el hombre está inscrito el nomos, la ley, la regla. Eso debería encarnar el padre principalmente. Es un deber importante y también costoso, porque casi siempre es más fácil contestar sí que contestar no a las exigencias de los hijos. El padre indica el camino, aconseja, ayuda a elegir, orienta. El padre propone valores y objetivos. Y tiene que hacerlo contando con la libertad del hijo; eso es lo que Giussani llama «el riesgo educativo». Un riesgo que, con frecuencia, una madre, más ansiosa y asustadiza, no tiene el valor de correr.
El padre, seguro de su propuesta, con la seguridad tiene también el valor de, en cierto momento, quedarse en el banquillo, desde donde sólo se puede mirar, de dejar que el hijo camine, después de haberle dado con claridad las coordenadas.
Los valores vienen motivados, el muchacho viene acompañado con confianza y estima, con el buen ejemplo, con la escucha, con un clima sereno en la familia. Y esto es algo que padre y madre hacen entre los dos. Pero cuando el muchacho tiene que caminar por su cuenta, el padre es el que le da el valor para hacerlo. Porque él ha sido la regla.
Si llega el caso, el padre también debe saber ser misericordioso, como con el hijo pródigo, pero ¿qué misericordia puede haber si no hay ley?, ¿qué cosa has de perdonar si no sabes qué ha sido transgredido?
Los responsables de la crisis educativa son los padres que ya no hacen de padres, y las madres que no les ayudan a hacer su trabajo. Porque no se le puede pedir a un papi que sea baby-sitter y al mismo tiempo autoritario.
Les he preguntado a mis hijos cuál es la diferencia que hay entre su padre y yo: «Mamá no para de regañar, de repetir las cosas muchas veces, después se olvida de todo. Papá no, si dice una cosa, no la cambia». Yo diría que más o menos es así. Aparte de que yo, queridos muchachos, no sólo regaño, ¡alguna vez debo haber sido simpática!, aunque ahora no me acuerdo de cuándo. Y no me llaméis más Riñe-gruñe-regañona. Y no es cierto que sea una juez de competición de Alemania del Este (además, ¿qué saben ellos, que nacieron todos cuando ya hacía años que el muro de Berlín se vendía a pedacitos a los turistas de la Alemania reunificada?). Pero una cosa es cierta: al final del día me olvido de todo. En el fondo, en mi locura, hay un método.
Porque nosotras, las mujeres, nos cansamos de las normas más que los hombres: desde Eva en adelante, poseemos, además del gen de la acogida, el germen de la rebelión ante la ley. Pedídnoslo todo, realmente todo. Como dijo una vez mi hija Lavinia: «Tommaso ha salido, así que sobra un poco de mamá». Aprovechad hasta nuestra última fibra, como se hace con las sobras de un pollo, pero no nos pidáis que hagamos de padres. No somos capaces.