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Que la fuerza te acompañe
Querida Stefania:
Respondo a tu SMS conciso hasta el extremo: «Estoy reventada».
Te entiendo, lo sé, cuidar niños pequeños es una tarea sobrehumana, inenarrable. Pero no nos vamos a extender sobre eso, ¿verdad? Quien no ha pasado por ello se aburre de oír a las madres que se inciensan a sí mismas por su heroicidad, y piensa que los relatos sobre sus fatigas diurnas y nocturnas son de ficción. Por el contrario, quien sí sabe cómo son esas fatigas no necesita destrozarse los oídos hasta sangrar escuchando lamentaciones ajenas.
Qué podemos decir, sino que una acaba por preguntarse si hizo algo hasta este momento, en aquella agradable o, en cualquier caso, autodeterminada, vida de soltera cuando enjuagar dos platos parecía algo trabajoso (de hecho, una vez, las semillas de un melón estuvieron tanto tiempo en mi fregadero que llegaron a germinar) y cuando las células cerebrales podían atacar, en compacta formación, como un solo hombre, el texto de historia de la lengua griega. Ahora te parece difícil hasta recordar el día en que el mayor tiene que ir a la escuela en chándal porque tiene gimnasia, y se lo preguntas a diario. Porque esas dos neuronas que te quedan, las pobrecitas, giran en redondo y tienen que ocuparse en pocas horas de los datos sobre producción industrial del Instituto Central de Estadística, de las cotizaciones a la seguridad social de la señora que ayuda en casa, de lo necesario para la guardería, del vestidito de princesa, de deberes escolares de varios niveles, del torneo de fútbol-sala y también, de vez en cuando, de preparar algo de comer que no sea pasta a secas. Sabes que el grito «¡He acabadooo!» surgirá de repente del baño en que está sentada una niña en el preciso momento en que tengas que escurrir la pasta, y tendrás dos centésimas de segundo para decidir entre pasta pasada y culito sucio. Sabes que el recién nacido se despertará con precisión suiza en el instante en que hayas acabado de colocar el lavavajillas, tender la ropa, preparar los bocadillos (en tu opinión, ¿el tarrito de mermelada de la época prenapoleónica sigue siendo homologable como merienda para la escuela?), comprar los materiales para los trabajos de plástica (¿dónde encuentro yo una cartulina rojo Bristol a las doce y cuarto de la noche?) y ya, finalmente, te hayas preparado una especie de comida reparadora con todos los restos de la jornada y estés abriendo la boca para hincarle el diente al tercer bocado. Y algunas actividades que al principio te parecían auténticos latazos, como tirar la basura, ahora son lo más relajante de la jornada: «¡voy yo, querido!». «No, voy yo, querida mía, no te molestes». Siempre mejor que limpiar el baño, que con tres hombres en casa corre el riesgo de parecerse peligrosamente al de una estación.
¿Qué consejos quieres que te dé, en estos primeros días de vida de tu bebé, sino que te rindas? Ya llegaran los ajustes, la familia encontrará un nuevo estilo de vida en el cual el niño no deberá ser el monarca absoluto. Ciertamente, cambiarán las prioridades: la forma de elegir las vacaciones (la gente de tres años no aprecia mucho la arquitectura), los amigos (la gente de cuarenta años no suele apreciar mucho a la de tres), el coche (en cierto momento es fundamental que vaya delante, mirando hacia atrás, y que haya mucho espacio para bolsas para vómitos, chucherías y toallitas húmedas: no tienes ni idea de cuántos dedos puede ensuciar una sola galleta de chocolate).
Durante este tiempo, mientras estés en rodaje, por la noche, debes caminar muy pegada a la pared, de modo que si te quedas dormida de pronto y caes al suelo a plomo como un muerto, no te golpees muy fuerte en la cabeza. Porque por la noche los hijos sacan lo peor de sí mismos, a veces están nerviosos, siempre están cansados, pero hay que abatirlos a tiros antes de que admitan que tienen sueño. Antes, tú habrás tenido que corregir los deberes, alimentarlos, preferiblemente no sólo con regaliz, quitar incrustaciones de barro o de regurgitaciones lácteas o de ketchup, dependiendo de las edades, preparar mochilas y ropas para el día después, acompañarlos con dulzura hasta los brazos de Morfeo con lecturas de cuentos, besos y oraciones, y mantener la calma diciendo que no inflexiblemente a las exigencias más fantasiosas, cuando, en vez de todo eso, lo que tú querrías es comprar un cuarto de hora de sueño a cualquier precio, por ejemplo, echándoles un bote entero de Nutella entre las sábanas.
Te será útil saber que, si vas al baño, y si todavía conservas el privilegio de poder cerrar la puerta, si apoyas un rollo de papel higiénico contra la pared, puedes usarlo como cojín de fortuna y dormir unos segundos. Años de experiencia te enseñarán, además, a adoptar en misa un aspecto de gran concentración y rapto místico, lo cual te permitirá dormir un buen puñado de minutos, y si es de domingo o día de fiesta una media hora, quizá incluso sin roncar. No te aconsejo hacerlo en los semáforos, aun cuando a mí me ha pasado y la proverbial cordialidad romana me ha despertado a golpe de claxon y de «¡Mira ésta, hombre!, ¿te hemos molestado?»[53].
Otro recurso decisivo, cuando la crisis llegue a ser inmanejable y tú te jures una y otra vez que cuando salgas de ella sacarás partido de tu experiencia para emergencias internacionales, es que vayas a darte una ducha. Los recién nacidos no paran de llorar, pero tú, una vez que te hayas asegurado de que sólo se trata de un capricho, con el ruido del agua no lo escucharás. Sobre todo si cantas a pleno pulmón, con el debido entusiasmo, Il Perugia è uno squadrone, el himno del 78. O bien Staying alive, que más que una canción de los Bee Gees, en ese momento, es tu firme propósito para la jornada.[54] Reducir las expectativas es, con seguridad, algo sano, y hay momentos en que aspirar a sobrevivir es signo de equilibrio.
«¡Con el primer niño eras mucho más puntual!», decía moviendo la cabeza la maestra de la guardería cuando me presenté sudando y jadeando y dejé a Livia descalza sobre el mármol del pasillo, porque la campana ya había sonado y tenía que recoger a los otros tres. ¿Qué culpa tenía yo, si cuando estaba saliendo, siempre al filo de la catástrofe de los niños abandonados en la calle entre las miradas reprobatorias de las mamás provistas de hijos sin manchas de grasa e incluso peinados, me telefonearon para recordarme lo de escribir las notas para los regalos de fin de curso de las maestras? «¿Las tienes preparadas?». Tengo dificultad para articular la palabra «no», sobre todo cuando me asignan alguna tarea. Escribir las notas que faltaban y recorrer el trayecto casa-escuela a la carrera con una niña en brazos —una especialidad olímpica— en un minuto treinta y cinco limpios es una de las empresas atléticas de las que estoy más orgullosa, aunque puedo jactarme de un digno dos catorce en los ochocientos.
Por tanto, reduce las expectativas, no te dejes atrapar por la ansiedad si de vez en cuando asoma un calcetín por debajo del sofá, si no tienes las piernas suaves como la seda (te doy un máximo de quince días para retomar ese asunto, pero antes de que tu marido empiece a mirar lánguidamente a la señora de la charcutería), si no estás al día respecto de lo que sucede en el mundo (dado que eres periodista como yo, de vez en cuando, quizá, una ojeada a los titulares, justo para asegurarte de que Italia no haya entrado en guerra o haya salido del euro mientras tú estabas lavando a mano los pijamitas con Napisan[55]: ¡yo, desde el tercer hijo en adelante, lo echo todo a la lavadora!).
Es sano reducir las expectativas cotidianas, ser un poco tolerante con la parte más pachorra y menos fiable de ti misma. Los hijos sobreviven igualmente, aun cuando se contravengan ligeramente las reglas del destete: «¿No querrás decirme que ese cerco marrón alrededor de la boca desdentada de Lavinia (nueve meses) es realmente ciruela?», me preguntó palideciendo la reina de lo higiénicamente correcto, que es mi hermana. Tú, que tienes valor, dile a mi hermana —pero no a la pediatra— que era un Oro Ciok[56] al chocolate fundente, porque a una cuarta hija una sería capaz de darle hasta medio litro de cerveza y un puro con tal de preparar la cena en paz. Dile tú a mi hermana que a mediodía, a la hora en que las madres vuelven de la playa para evitar a los niños los rayos de sol dañinos y para prepararles un plato sano y reparador a base de verdura y pescado fresco, yo bajo con los míos y con varios cestos llenos de bocadillos libres de todo vegetal, cestos en los que lo más cercano que hay a una vitamina es la lata de naranjada (digo yo que habrá tenido algún vago contacto con una naranja de carne y hueso, aunque sea temporalmente).
Tú también llegarás a ser muy tolerante con las reglas de mantenimiento de la casa (¿cuál es el número máximo de marcas de lápiz de ojos verde que puede haber en una pared para seguir considerando que está limpia?), con la puntualidad, con el orden en los dormitorios de los chicos (digamos que mientras se entrevea la cama la habitación se puede catalogar como «en orden»). Estate tranquila, que todo lo que has sembrado en tus sermones dará fruto algún día. Tú, entonces, probablemente ya estés muerta, pero los frutos llegarán. Desde el campamento de verano donde estaba Tommaso, la catequista me felicitó por teléfono por el orden de la habitación y de la mochila de mi hijo. «Te has equivocado de número, Letizia, soy Costanza, ¿no me reconoces?». «Sí, lo sé, tienes un hijo ordenadísimo, felicidades, ¿cómo lo has hecho?». ¿Cómo lo he hecho? ¡Ciertamente, no lo sé! He gritado todas las tardes durante los últimos diez años de mi vida, he recogido calzoncillos, calcetines, millones de piezas de Lego (somos accionistas de esa fábrica danesa), cada noche he afilado los mismos lápices mordisqueados, he cambiado forros de libros perforados cotidianamente en tiroteos escolares, trescientos sesenta y cinco días al año, es decir, cerca de cuatro mil tardes consecutivas, siempre en vano, siempre con la certeza de haber engendrado las criaturas más desordenadas de la especie (será una tara genética, me decía viendo el armario de mi marido). Y ahora este desgraciado de hijo, ¿qué hace? Se va al campamento de verano y se convierte en un niño modelo.
¿Por qué, entonces, no lo es también en casa? ¿Por qué la visión de su dormitorio cada tarde me inspira el deseo de liarme a cabezazos rítmicamente con su mesa de trabajo? Y ni siquiera puedo beber para olvidar, porque soy abstemia.
Si os puede servir para ahorraros el psicoanalista cuando seáis mayores, muchachos, os diremos nosotras mismas por qué os gritábamos siempre: porque erais unos desastres. Maravillosos, geniales, simpáticos, muy dulces, pero unos desastres. Perdíais chaquetas, olvidabais los deberes, desesperabais maestras, peleabais por motivos inexistentes y nos obligabais a examinar minuciosamente cuestiones que nos agotaban particularmente. Sin embargo, os queremos mucho. También cuando papá se precipita dentro de vuestra habitación, de vuelta de un viaje de trabajo a Arabia «Esaurita[57]», y vosotros apenas alzáis la cabeza para preguntar «¿Qué me has traído?». También cuando os llevamos a ver la exposición de Chagall y lo que más os llamó la atención fue una Cipster[58] en el suelo; o cuando convertisteis en vomitivo el majestuoso cambio de la guardia de los coraceros del Quirinal por dedicaros con todo entusiasmo a devorar un kilo y medio de helado de mora. Os queremos mucho aunque os arranquéis manojos de pelo para conquistar el «comelomando» de la «tevedisión».
Querida Stefania, no dejes tú tampoco de mirar llena de esperanza a esas irresistibles madejas de defectos que serán tus hijos. Sobre todo, no abandones nunca la oración, que nunca como en esta época es la roca de la vida, muy fácil de practicar durante la lactancia, y si te quedas frita mejor, como decía mi abuela: la acaban los ángeles en el cielo. Pon, abandona, a tu hijo en manos de su Padre y de su Madre, y ponte tú también en ellas: si no es con este pensamiento, ¿acaso se puede uno enfrentar a este mundo de un modo razonable y obligar a enfrentarse a él a una criatura débil e indefensa?
Segundo y último consejo, antes de aburrirte del todo: aprende a establecer prioridades desde estos primeros días: un ejercicio que a mí, personalmente, me desgarra el corazón, a mí que soy —como dice mi marido— la reina del rompecabezas, del hacer mucho cuanto antes, del mientras tanto ponte a hacer aquello, del en caso de que te sobrara un minuto… Nosotras, las mujeres, tendemos al hipercontrol, y puesto que con frecuencia la lucha se da en varios frentes, es fácil perder la brújula. Hay que aprender un poco de humildad, y admitir que no podemos con todo, de hecho, que no podemos con casi nada.
Entonces, estos mismos días en los que tu vida está patas arriba pueden acabar siendo preciosos para aprender a elegir, cosa que ahora tienes que hacer necesariamente. Tómatelo como un tiempo oportuno para establecer prioridades en tu vida, aprendiendo una gimnasia que desde hoy en adelante te enseñará a elegir, cada vez con mayor naturalidad, no sólo entre el bien y el mal, lo cual es normalmente bastante fácil, sino entre dos bienes. ¿Qué bien es más importante? ¿Cuál es urgente (no siempre hay que hacer en primer lugar lo más importante)? ¿Cuál es necesario y cuál accesorio? Cuando comprendas cómo se hace todo eso, me lo explicas.
Aprende, tú que quizá seas capaz, a trazar círculos concéntricos: la familia en el centro, y con ella el Evangelio se aplica literalmente. No obstante, atención. Ahora, el niño parece el jefe de la casa, pero es su padre el que tiene que serlo. Dedicarle tiempo a él, al grande, te parecerá casi siempre que es algo que se puede posponer, y de hecho nunca será tan urgente como cambiar un pañal empapado. Pero estate bien atenta a no olvidarte de hacerlo, por él, por ti y también por el niño, que se nutre de una pareja que funciona. Dios mío, no te digo que tires cohetes, pero al menos intercambia con él de vez en cuando un saludo. Como puedes ver, la teoría la tengo clara…
Dudo que hayas seguido leyendo hasta aquí sin haberte quedado sopa. Pero, si es así, ¡gracias! No hay cosa más gratificante que repartir consejos, aunque no te los pidan.
Un saludo afectuoso de tu amiga siempre dispuesta a sermonearte.
C.
En general, nosotras, las madres de esta generación, llegamos con pocos recursos a la convulsión que provoca la responsabilidad de una vida totalmente dependiente de nosotras. Para una gran mayoría de nosotras, se trata de la primera vez en que renunciamos completamente a nuestra libertad, a la autodeterminación, a veces a nuestras comodidades. Hemos crecido, y no sólo nosotras las mujeres, con la ilusión de tener el mundo a nuestros pies. Con todas las posibilidades, todas las opciones, todas las informaciones también. Después, de repente —cuando a lo largo del día ya no se puede elegir prácticamente nada—, la vida comienza a convertirse en algo un poco más serio. Y algunos —algunas— no aguantan el impacto. Yo, personalmente, salí de él destrozada. Me olvidaba las lentillas dentro del ojo (creo que todavía me queda alguna), me presentaba en el trabajo el día que no era, me quedaba dormida en cualquier sitio que me sentara, me iba a la calle con la ropa sin planchar, fui bajando progresivamente las expectativas sobre mis retoños (ahora me conformo con sugerir que es más adecuado usar el tenedor para comer que para perforarle la pupila al hermano, que llevarse la verdura a la boca es más productivo que hacerla desaparecer elegantemente bajo el asiento, que no es juego limpio atarle un camión de juguete en la cola al gato de la abuela), también reduje gradualmente el tiempo que dedicaba a mis rutinas de belleza que actualmente constan de: lavado de dientes + ducha, tres minutos doce en total, y lo siento por todos los decálogos de las secciones de belleza de los semanales que todavía me empeño en comprar de vez en cuando.
Mi impresión es que, para las mujeres, y los hombres, de otras generaciones, que habían mamado el sacrificio de sus madres, el cansancio era un hecho que se daba por descontado. No estaba en juego la propia realización, ser una mujer acompasada con la época, «con la adecuada performance». Nadie se preguntaba «¿Qué quiero ser hoy?», porque el camino estaba más o menos señalado. El objetivo era buscarse la vida. La lista de las cosas que había que hacer no era tan larga como la nuestra, y hacerles sitio a las exigencias del otro era más sencillo. Y a mí no me miréis, porque yo me he llevado mi lista de cosas que hacer incluso cuando he ido a dar a luz, porque en algunos hospitales, los primeros días, hay guardería para recién nacidos y, milagrosamente, pueden surgir medias horas de vacío. Aparecía incluso, una vez eliminado el obstáculo fundamental que antes me impedía verme los pies, la barriga, la posibilidad de pintarme las uñas.
Sí, lo sé, soy hiperactiva como la mayoría de mis semejantes, pero mi marido dice que, en realidad, el momento en que soy más peligrosa es cuando me quedo sentada, aparentemente inerte, puede que aplatanada por un virus. Después de algún tiempo mirando fijamente al vacío, proclamo: «¡Tengo una idea! Podemos arar aquellos cuatro metros de jardín, arrancar dos árboles, plantar uno. Organizar una cena, hacer un viaje, tener un niño». No hay nada más peligroso que un momento de calma de los míos.
No quiero decir que las que antes tenían menos expectativas fueran todas mejores madres, pero eran madres con más naturalidad. Era algo que tenía que ocurrir llegado cierto momento de la vida. Sin leer manuales, sin estudiar mucho, en cierto momento la vida era así. El objetivo no era, como hoy, realizarse, diseño en el cual un niño puede encajar o no. Resultado: entre nuestro egoísmo y una sociedad profunda y conscientemente hostil a la familia, somos el país con la tasa de natalidad más baja del mundo.
Muchas madres de hoy entran en crisis. La carga de trabajo es realmente monstruosa: trabajar, llevar a los hijos, la casa, mantener el aspecto de una pin-up, estar al día y todo lo demás. Todo se convierte entonces en un lamento, como bien sabe mi amiga Daniela, la única autorizada a abroncarme regularmente. Facultad de la que disfrutaba a sus anchas cuando en las primeras enfermedades de los niños la llamaba con vocecilla quejumbrosa. «¡Estoy sola! Uno tiene fiebre, otra diarrea y la otra vomita. Estoy sola, nadie me ayuda…». Porque, obviamente, todo eso sucedía cuando el papá estaba fuera, preferiblemente si era muy fuera, tipo Australia o Japón, y hacía falta comprar paracetamol y estaba diluviando, y probablemente yo ya había exprimido a mi gusto a los abuelos. «¡Tienes cuatro hijos!», me aullaba en la oreja Daniela. «¿Será posible que no tengas un vagón de paracetamol en casa? ¿Y qué quiere decir sola? ¿Quién debe pensar en tus hijos, sino tú?». Efectivamente, después de alguna reprimenda de ese tipo, y después de muchas emergencias, también yo comprendí que debía remangarme y dejar de mendigar ayuda. Es verdad que también se ha dado el caso de llamar a casa de la vecina y soltarle a una recién nacida berreando en los brazos porque tenía que atender alguna necesidad de carácter escatológico de los otros tres. E incluso se ha llegado a dar el caso de llamar a casa del vecino, de otro, un hombre en esta ocasión, porque una salamanquesa había tomado posesión de mi dormitorio.
Hemos perdido el modo natural de ser madres con estos hijos nuestros. No soy capaz de explicarme los motivos, quizá sea porque la sabiduría ya no se transmite de generación en generación; las abuelas o las tías ya no están en casa. Ahora tenemos manuales, expertos, logopedas, psicopedagogos y médicos, a los que consultamos con ocasión de cualquier presunto problema. Ahora tenemos ludotecas (!), sitios donde se juega pagando según tiempo empleado, como si para los niños jugar no fuera sencillamente descubrir el mundo. Ahora tenemos la plaga de los animadores de fiestas, fiestas en las que preferimos castigar a los niños con canciones demenciales en lugar de dejarlos, por fin, libres para correr, para hacer ruido, para pelear también, sin la intervención de los adultos. Sin más plazas, calles o patios, ¿dónde van a aprender a arreglárselas por sí solos, a resolver las cosas con algún golpe, provocación o empujón, a prepararse para lo que les espera afuera?
Eso sin hablar de la crueldad de las urbanizaciones de verano con el baby-parking, donde te puedes olvidar de los niños —según cuentan entusiasmados los padres egoístas—. ¿Aparcamientos para niños? Pues yo no quiero olvidarme de mis hijos, mucho menos en vacaciones, un momento para la familia por excelencia, cuando se les devuelve a los niños el tiempo, la escucha, el gusto por la lentitud, incluso el derecho al aburrimiento; fecunda situación para conocerse a uno mismo, un momento para encontrar recursos creativos, para consentir, por desesperación, en leer los libros que la mamá lleva un año intentado propinarles.
O bien, en el extremo contrario del baby-parking, se encuentran los padres profesionales, esos que se horrorizan si el retoño ha probado una gota de Coca-Cola, si el calabacín de su papilla no es ecológico, la medicina no es homeopática o el algodón que profana su piel no es orgánico. Sólo con esas precauciones están seguros de que a los tres años podrán empezar a estudiar música y a los seis su currículo será completado con inglés, esgrima y rugby. Todos estos esfuerzos tendrán que ser recompensados con un hijo perfecto, candidato como mínimo a un oro olímpico, un Nobel y un Oscar, y paciencia si no sabe por qué está en el mundo ni a dónde va. A veces, ser padres consiste en esto: amar, acoger y darle a ese niño permiso para ser así como es. Y después indicarle el camino, recordando siempre que no somos nosotros, sino Dios, el que hace crecer y el que anhela su éxito verdadero. Eso nos consuela de toda angustia, nos impide ceder al miedo, nos hace volver a empezar tantas veces como sea necesario, nos ayuda a no sentirnos aplastados cuando todo lo que hemos intentado hacer parece haber sido tirado por la borda.