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Estamos en misión por cuenta de Dios
Querida Elisabetta:
En algunos casos, una prueba de embarazo positiva es algo tan agradable y deseado como una patada en los dientes. Me hago cargo de la situación. Tienes razón. Tu chico, que a veces parece tener doce años, la casa, el trabajo y todo lo demás. Es verdad todo.
Pero estas condiciones —digamos que ¿no óptimas?— no son nada comparadas con ese «asuntillo» que ya late dentro de ti. Puedes dar la vida. Mejor dicho, puedes dar el consentimiento para que la vida salga a la luz. Pero, sin tu consentimiento, no se hará nada.
Hay una persona muy pequeña que necesita que tú te hagas un poco más grande, un poco más fuerte, y que la defiendas. ¿Qué quieres hacer?
Si tienes miedo de perder tu vida, es verdad: la perderás. Desde hoy y durante algunos años tendrás que custodiar la existencia de otra persona en todos y cada uno de los momentos del día y de la noche. Pero, a cambio, la recobrarás, tu vida, mucho más rica, más plena, más feliz.
Si, en vez de eso, las preocupaciones que tienes son sólo de tipo práctico, te digo antes que nada que «cada niño viene con un pan bajo el brazo», y esto es totalmente cierto. Puedo dar testimonio.
La providencia existe. Dios cuida de nosotros, sobre todo cuando decimos sí a la vida, y nos fiamos de Él, sin hacer demasiados cálculos, sin apoyarnos sólo en nosotros.
De hecho, cuanto más te abandonas, más te da Él. No pretendo que hagas como Madre Teresa que, cuando le convenía alguna casa para los pobres, se plantaba delante, le arrojaba una medallita de la Virgen y rezaba, y unos días más tarde se la regalaban. Ella era una santa de primera división. Pero, también nosotros, cada vez que ha llegado un niño, nos hemos quedado asombrados de cómo se arreglan las cosas al final.
Sacarás de ti recursos —económicos, físicos, intelectuales, espirituales— que ni siquiera pensabas que tenías: te vendrán valentía, audacia, fantasía y, en ciertos casos, energías sobrehumanas. Está escrito dentro de nosotras, los hijos son el futuro. Y aunque ahora te parezca no tener instinto materno, aparecerá cuando tengas al niño entre los brazos. Sé muy bien que, hasta hace días, cada mocoso que veías hacer sus caprichos te recordaba ese anuncio inglés en el que una escenita histérica de un niño era interrumpida con el rótulo «use condom», pero estoy segura de que tú responderás a esta llamada de la vida, que evidentemente ha decidido fiarse de ti. No conozco a ninguna madre que se haya arrepentido de haber tenido un hijo, y sí que conozco a algunas que sufren por no haberlo tenido. Por lo tanto, ni siquiera lo pienses. Desde el momento en que la prueba de embarazo da positivo, tú ya eres madre.
Ahora se acabaron las indecisiones.
Tienes que defender a tu hijo como una tigresa, también de quienes quieren hacer que veas el embarazo como una enfermedad, y como algo que se puede controlar hasta en su más mínimo detalle.
No estás enferma, sentirás algunas náuseas, eso sí. «¿Quieres vomitar mejicano o kosher?», me preguntaba mi marido en una ocasión en que rodábamos un documental en Nueva York, ciudad en la que puedes hacerlo tranquilamente en la misma Quinta Avenida, sin que nadie se vuelva siquiera, el taxista se aparta a un lado y vuelve a arrancar sin inmutarse. «I’m pregnant», intentaba explicar, «I’m not drunk». Para una señora, la reputación es algo muy importante, aun cuando no esté en su mejor momento.
Podrán aparecer otras molestias, lo admito, aunque alguna loca que yo conozco ha corrido maratones y escalado montañas con el barrigón. Yo te diría que no tienes que tomar precauciones especiales, salvo las que dicte el sentido común, por ejemplo, no hacer puenting en el Pirellone[52], no inscribirte en campeonatos de motocross y, probablemente, no hacer tampoco como yo, que una vez rompí aguas durante una carrerita. La noticia (todavía no estaba recuperada, y se lo dije) hizo que el médico, que al principio me había escuchado con aséptica profesionalidad en el hospital, perdiera el aplomo (me roció una buena granizada de insultos en dialecto cerrado de Perugia). Porque aquello no estaba programado, porque nada fue como estaba previsto, pero, como sabes, al final todo fue bien. El hecho es que en el momento del parto no hay nada predecible: cuando una se enfrenta con algo tan grandioso como la vida que nace no hay mucho que hacer más que abandonarse a la potencia de lo que está sucediendo, como también pasa en la única ocasión que, según creo, puede compararse con ésta: la de la muerte. Lo único que tendrás que hacer, simplemente, es no resistirte al dolor. Es algo tan difícil como hacer pasar un pollo asado por la nariz, como algunos dicen, pero se sobrevive, como han hecho millones y millones de mujeres. A menos que quieras escuchar a los médicos que te invitan a programar, a controlar. El camino más fácil, para ellos, es resolver todo con una bonita cesárea (que aquí en Italia está muy de moda), o también con una epidural. En algunos casos será ciertamente una bendición, pero a menudo sólo sirve para hacer que circule un poco más el dinero (follow the money sirve también en este caso) y, según creo, para hacer que te des cuenta de que tú sola no puedes hacerlo.
En cuanto al hipercontrol del embarazo, yo he huido de varios médicos (uno de ellos era un ginecólogo católico fuera de serie) que con gran soltura me programaban la amniocentesis, previo pago, obviamente. Aun cuando tengas veintisiete años, una edad en la que el riesgo de que el niño tenga taras genéticas (porque eso es lo único que se descubre) es mucho menor que el de matarlo en el análisis. Otra doctora me invitó a darme prisa con los controles porque «después viene Navidad y, si hay algún problema con el niño (léase no está sano y por tanto “tienes que” eliminarlo), ¿qué hacemos?».
La práctica se ha extendido, se acepta convencionalmente y, al parecer, ya no se cuestiona: hay que saber desde el principio si el niño tiene algo que no va bien, de este modo el «problema» se puede eliminar, ¡matando al niño! Una idea curiosa de lo que es la terapia y la curación.
A simple vista, cada vez se encuentra uno por la calle menos niños Down, y no sé si será, como espero, porque se engendran menos con esa enfermedad o porque son eliminados antes de nacer. El hecho es que, en cierta ocasión, vi a una niña Down en la playa, rubia y con un bañadorcito rosa con princesas, lo mismo que el de mis hijas, y no pude por menos que ofrecer una sonrisa de consuelo, reconocimiento e ilimitada admiración a su valiente, afectuosa y heroica mamá, que, habiendo podido hacer un diagnóstico previo, decidió no saber, o que, conociendo la verdad, decidió no suprimir a esa hija.
Pobre niño, al que a cada poco le hacen jugar a la ruleta rusa, y que está allí encogido pensando «¡Esperemos que me tengan, esperemos pasar el control!». Porque, por ahora, hasta la ciencia más trivial dice que lo que vivimos antes de nacer deja una huella en nosotros. Tan cierto es, que las mamás modernas, si sus retoños han superado brillantemente todos los exámenes, les hacen escuchar a Mozart cuando están dentro del vientre. Sería mejor hacerles escuchar una voz que dijera con seguridad: «No te preocupes, pase lo que pase somos tus padres, y afrontaremos juntos lo que ocurra».
Que sepas que, si dices sí a la vida, también yo estaré lo más cerca de ti que pueda, incluidas ropita y otras cosas necesarias. Sobre todo, porque a nosotros —porque la Providencia existe— también nos han provisto con generosidad. Hemos llegado a convertirnos en un centro de distribución, de vez en cuando alguien me llama: «¿No tendrás un disfraz de Spiderman talla cuatro? ¿Y unas botas de fútbol del número treinta y uno?».
Ayer, Livia, preocupada, me preguntó: «Pero cuando sea grande y este pijama ya no me venga, ¿qué haremos?». «Compraremos uno nuevo, tesoro, no te preocupes». ¡Ah! No te puedes imaginar cómo se ha quedado de asombrada al enterarse de que la ropa, que habitualmente llega a casa usada y en bolsas, también se puede comprar si hace falta.
Así que estaremos cerca, pero sobre todo el Dios de la vida estará de tu parte. Y, entonces, ¿qué miedo vas a tener?
Un abrazo fuerte fuerte, para ti y para tu criaturita.
C.
La maternidad es la primera vocación de la mujer. No la única, pero sí la primera. Está inscrita en la naturaleza, está inscrita en nuestro cuerpo. Durante el embarazo, la mujer es una y dos simultáneamente: algo perturbador que, con toda seguridad, al cerebro de un hombre quizá lo hiciera estallar. Al de la mujer no, ella está hecha para ser dos sin perderse, lo mismo que es capaz de estar aquí y en otro sitio, de hacer una cosa y muchas otras a la vez, facultad que es notoriamente desconocida para el hombre. Ya desde el embarazo, haciéndole sitio a otro en sus entrañas, la mujer se prepara para hacer sitio en la casa, en la vida.
Es una cualidad de todas las mujeres, no sólo de las madres. Sea con hijos naturales o no, la mujer tiene que acoger la vida. Se puede ser maternal aunque se escoja otro camino: conozco a muchas mujeres maternales que no han tenido hijos. Lo son con los amigos, con los colegas, algunas también con el trabajo. Lo son las que se ocupan de los hijos de los demás. Y puestos a hablar, también conozco a alguna madre muy poco maternal.
Las que rechazan esta vocación de acoger a aquel que es más pequeño —se pueden encontrar algunas también entre las madres biológicas— viven tristes, desilusionadas y resentidas, son iracundas y celosas. Están divididas interiormente. Quieren afirmarse y se deforman. Se encuentran perdidas, y no es por culpa de los demás, de los varones, del poder, y no sirve ninguna de las lamentaciones de costumbre sobre la sociedad de la comunicación: se han perdido por sí solas. Por el contrario, la maternidad ofrece la posibilidad de aprender a gastarse. Y las mujeres que la descubren engranan una marcha nueva. Florecen. Ciertamente, no quiero decir que todas las madres sean santas, o perfectas, o incluso sencillamente buenas. Con sólo intentar pensarlo, en mi caso, aparece ante mí la imagen de mí misma vieja y abandonada, y todos mis hijos psicoanalizándose durante años para intentar poner remedio a mis numerosos errores. Ya me imagino al mayor —que de vez en cuando escribe guiones para películas, rebosantes de espías destripados y explosiones cruentas—, ya encanecido, presentando en Cannes una película sobre una madre insoportable, posesiva y obsesiva que destaca al fondo, en fundido de entrada, cada vez que él intenta ser feliz. Todos sabemos el daño que podemos hacer nosotras, las insoportables y tentaculares progenitoras. Pero si una intenta acoger la vida, con honradez, con humildad, buscando limitar los daños, te puede llegar a convertir. Te puede ayudar a ser menos egoísta.
Decir sí a la vida también significa decir sí a toda una serie de cosas, no todas tan enormemente agradables como cuando el pepón se queda adormilado, ebrio de tu leche, con la cabeza echada hacia atrás en el hueco de tu brazo, total e irresistiblemente abandonado a ti (y tú desearías aprovechar ese respiro para rascarte un punto inalcanzable de la espalda). Significa también decir sí a llenar de dinero la máquina expendedora de zumo de frutas, a las conversaciones con las maestras, que te darán más miedo que el Director General de la RAI, a las tardes en el cine a cuatro patas entre las butacas intentado recuperar las gomas de colores redondas —no te puedes imaginar lo rápido que ruedan hacia la butaca del vecino más irritable de la fila— y a las agotadoras y detalladas explicaciones sobre la inoportunidad de golpear a un hermano en la cabeza con una astronave metálica de juguete.
Decir sí a la vida significará también aceptar la inestabilidad emocional y la necesidad de apoyo y consuelo cuando tus hijos estén de mal humor y decidan echarte la culpa a ti, y se pongan además a presionarte un poco cuando estés saliendo con media hora de retraso y una carrera en las medias (¿cuántas veces puede funcionar en el trabajo la excusa «No me había dado cuenta hasta ahora mismo»?); significará tener la remota esperanza de conservar al menos un pedazo de mesa libre de las invasiones de los bárbaros sólo a costa de contratar un servicio de vigilancia privado, incluido perro policía; significará pasar todo el tiempo que los demás pasan enriqueciendo su bagaje cultural o mejorando estéticamente su persona, formando una tropa de soldaditos, coloreando sin salirte de los bordes o uniendo puntitos, pero más que nada preocupándote. De las vegetaciones, de las tablas de multiplicar, de las amistades, de las plantillas ortopédicas, de las inseguridades y de las palabrotas.
No obstante, no hace falta ser perfecta para decidir abrirse a la vida, ni es posible esperar a ser perfecta para educar a hijos decentes. Una lo intenta, lo hace lo mejor que puede. Sabiendo que ninguna de nosotras está perfectamente equilibrada, que no está libre de grandes o pequeñas neurosis. Sabiendo igualmente que los errores son cosa de cada día, imprescindibles, pero afortunadamente remediables. Cocinaremos demasiada carne y demasiado poca verdura, nos pondremos de parte de la maestra —siempre, infatigablemente— aun cuando esté equivocada y nuestro hijo pille una rabieta grandísima, nos expondremos a una excesiva radiación ultravioleta, nunca sacaremos del todo las manchas de las camisetas, nunca acertaremos con el jersey suficientemente abrigado ni con la merienda suficientemente nutritiva para la excursión, gritaremos «con los ojos rabiosos de fuego» al hijo equivocado, les echaremos tantas veces el mismo sermón que al final les sonará, falto de sentido pero familiar, a algo así como el letrero en alemán en la ventanilla del tren, nicht hinauslehnen![*]
Y si nos empeñamos con todas nuestras fuerzas en limitar los daños (un excelente programa de vida, a mi entender), alguno considerará después que nos realizamos sólo a través de los hijos y, a veces, el que lo diga será alguien que ha decidido, más o menos libremente, no tenerlos. Será inútil responder que también nos las arreglábamos bastante bien antes de tener hijos, cuando estábamos obligadas a leer, a ir al cine, a viajar y a hacer deporte. Pero también habrá otras que admitirán, por el contrario, después de haber descubierto demasiado tarde la maravilla de tener un hijo, la amargura de no haberlo entendido antes. Conozco a muchas de ellas: son las que han escuchado los consejos del mundo. Piensa primero en ti. Realízate, invierte en tu trabajo, encuéntrate a ti misma. Como si alguien se pudiera encontrar en su soledad, y no con relación a algún otro. Después, cuando el tiempo ya se agotaba, han tenido un niño, y ya no son las mismas, no las reconoces.
No soy socióloga, no soy filósofa, no soy nada, pero me parece claro que la contracepción ha puesto en nuestras manos un poder mucho mayor que nosotros mismos, el poder de traicionar nuestra naturaleza, y de hacerlo de forma banal. No hace falta ningún valor, no hay en ello honor alguno, basta endulzarlo con un poco de azúcar y te lo tragas… Creyendo haber tomado el control, le damos a una empresa farmacéutica el poder de controlarnos: la capacidad de dar la vida, y también nuestro humor, nuestro cabello, todo tipo de apetitos. Todo queda distorsionado por la ilusión de que la tecnología, la medicina y la farmacia pueden garantizarnos el bienestar y protegernos de los imprevistos.
Olvidemos a Dios, por un momento. Aun así, un ser humano no puede controlar la naturaleza, es una bomba que tenemos en las manos y que puede estallarnos en la cara. Creemos poder programarlo todo, pero ¿cómo se puede determinar de antemano algo que no se conoce? La cosa podría tener algún sentido si no tuviéramos nada que aprender de la vida. Si la existencia fuera un viaje en el que nosotros, como turistas, miráramos desde la ventanilla para elegir lo que nos gusta, tomáramos y dejáramos a voluntad. En cambio, somos enanos con zancos, subidos a ellos porque ni siquiera alcanzamos a la ventanilla, buscamos algo que entender en este misterio que es la vida. Somos pobres diablos que buscan un sendero, somos tierra que camina. Más que programarnos a nosotros mismos, somos impenetrables para nosotros mismos, somos complejos y nunca completamente reducibles a esquemas.
Somos un misterio: no soy capaz de explicarme un montón de pequeñas locuras, lados oscuros y contradicciones que veo en los demás, y que no veo en mí, pero precisamente porque no los veo estarán en mí con seguridad.
Eso sin contar otras muchas cosas que no me explico, como mi memoria selectiva, a la que no hay forma de hacerle recordar la fecha de un armisticio durante más de tres o cuatro horas, mientras que la trama de la novelita romántica más trivial deja huellas indelebles. La estructura mental de un hombre, en cambio, recuerda los días cruciales de la Primera Guerra Mundial, pero jamás la de un consejo escolar.
Hay un montón de misterios con los que no se puede hacer otra cosa más que acogerlos. Nosotros no hemos escrito las reglas de la vida: las hemos encontrado, y podemos aceptarlas o no, pero están ahí. Es verdad que algunas son absurdas, como el hecho de que ese tío haya podido a llegar a ser tu jefe, a pesar de la dificultad que tiene hasta para pronunciar su propio nombre; o el hecho de que en Roma haya dos filas de semáforos en los cruces, una para indicar rojo o verde y otra veinte metros después para quienes no se han parado en el semáforo en el punto exacto (para mí, uno de los grandes misterios de la vida es por qué el Ayuntamiento no contrata a unas cuantas compañías de tiradores de élite para eliminar físicamente a los que pasen de la línea blanca).
Aceptar las reglas quiere decir adherirse a la realidad (tengo que aceptar que no es oportuno y que, bien pensado, tampoco se contempla en el Evangelio eliminar físicamente a quienes no respetan los semáforos), a la verdad de las cosas. Te hace salir de ti misma, del egoísmo, de las neurosis, de la idiosincrasia.
Estoy rodeada de personas descontentas, decepcionadas, desilusionadas, cansadas, aburridas, furiosas, resentidas, celosas, envidiosas, llenas de falsas necesidades, todos somos así. En cambio, la alegría es el indicio de que has empezado a vivir sin tomarte a ti misma como medida de todo. Te abre horizontes que no podías imaginar. Comienzas a vivir, y al vivir entiendes. Porque hay algunas cosas que no se entienden sólo con la cabeza, sino también con las manos, las piernas o las orejas.
Traicionar la propia naturaleza no aceptando la maternidad, siendo así que hemos sido agraciadas con ese don, es antes todo traicionarnos a nosotras mismas. Ni siquiera hablamos de ese niño inocente al que evidentemente no se tiene en cuenta. Sino del embrollo en que se mete la mujer. He discutido infinidad de horas con amigas mías que consideran el aborto como un derecho —no me meto aquí con las que cometen un error, sino con las que llaman «conquista» al error—, porque los nombres son los vehículos de la verdad. Desgraciadamente, nunca he conseguido transmitir el concepto fundamental: el aborto es ante todo una traición radical para con una misma y quien está en contra del aborto, además de defender a los niños, quiere también proteger del dolor a las mujeres. Mi capacidad dialéctica, evidentemente, no va muy allá. Sufro del llamado esprit de l’escalier, las mejores respuestas se me ocurren siempre cuando ya estoy «bajando la escalera» y yéndome de allí. O puede que yo no sea demasiado vehemente. O puede ser, también, que, para quien ha vivido esta tragedia, admitir haberse equivocado de tal modo sea demasiado doloroso, que quizá sea mejor olvidarlo del todo.
Una puede equivocarse, pero no luchar para que ese sufrimiento se convierta en un derecho. ¿Por qué pelear para permitir que las mujeres hagan algo que echa sobre ellas una carga con la que es dolorosísimo convivir?
Además, la única forma que queda después de quitarse de encima esa carga es admitir haberse equivocado, poniendo así en cuestión una parte de la propia vida. Una tarea muy trabajosa que, sin embargo, si se tiene el valor suficiente, puede abrir horizontes de auténtica libertad. Quizá nuestras bisabuelas ni siquiera se planteaban el problema de aceptar o no dar la vida. No había anticonceptivos, el aborto era mucho más difícil. La única realización posible era la familia. En muchos casos, vista como una jaula. Por lo tanto, no echamos de menos aquellos tiempos de muy pocas preguntas, cabeza baja y pedaleo forzado. Pero nosotras, ahora, sí que podemos abrazar nuestro camino por propia elección, sin frustraciones, no porque sea un camino obligatorio, o el único posible, sino porque, habiendo estudiado y teniendo el mundo ante nosotras, hemos comprendido que vale la pena vivir para dar la vida.
Si aceptamos eso, saldremos de nuestra lógica asfixiante. Y entonces cada vez que nos dejemos importunar por las exigencias de la vida daremos un gran paso adelante. Cuando aprendas a estar en tu sitio, no sólo a soportar, sino incluso a amar las cargas de la vida, no porque te guste sufrir —¿a quién le gusta?—, sino porque sabes que esa fatiga le hace bien a algún otro, a tu marido, a tus hijos, a quien decidas echarle una mano, cuando llegues ahí, entonces habrás recorrido un buen trecho. Mis hijos dirían —en el lenguaje de los videojuegos— que te has convertido en un enano calvo de nivel cuarenta y dos…
He visto a muchas personas transformarse de este modo y comenzar a dar la vida. No hablo sólo de madres y de padres, por favor. No obstante, los hijos te obligan, por fuerza, a hacer ese camino. No han de hacerlo sólo las madres, es verdad, pero para ellas el camino —de un día para otro tu vida ya no te pertenece— es inmediato y apabullante.
Ya no decides cuándo duermes, cuándo comes, cuándo te duchas. Ya no decides cuándo estás de mal humor ni cuándo una jornada es anodina y no decisiva. No decides cuándo leer o cuándo telefonear. Con todo, he conocido a muchas mujeres inquietas que, en esta pérdida de sí mismas, han encontrado la paz. No pobres frustradas, con vidas vacías y deprimentes que finalmente han encontrado un porqué, sino también mujeres ingenieros, médicos, abogadas, magistradas y profesoras de universidad. Mujeres ya realizadas y felices que, en cierto momento, en la encrucijada, pasan a la otra orilla y comienzan a servir. Renuncian a ser estupendas en todo, renuncian a tener las manos arregladas y los zapatos a juego con el bolso, la piel sin arrugas y conversaciones al día, y empiezan a ocuparse de algún otro. No porque ya no les gusten los zapatos a juego y la manicura, sino porque les gusta todavía más la felicidad de algún otro.
Y a cambio, ¿cómo decirlo sin provocar dolor de muelas?, ¿qué se recibe a cambio? Besos, lametones, roces, caricias y palmaditas cariñosas en la espalda, miradas de adoración, declaraciones de amor, proposiciones de matrimonio —indiscriminadas, de varones y hembras—, prestigiosos trabajos manuales de guardería, audaces poemas de clase de primaria, montones de cartitas escritas con letra temblorosa, «mamá, te quiero mucho», «papá es guapo», escucha incondicional y sin filtros (si lo ha dicho mamá o, aún más, la autoridad suprema, papá…), y puedes descubrir el poder curativo de los besos y las tiritas, los brazos que consuelan y alejan a los monstruos, los ojos que ven en la oscuridad y las palabras que revelan la realidad.