o
El gran Lebowski que hay en él
Querida Agnese:
Menos mal que tú también eres de los nuestros. Que eres una persona normal.
Bueno, será que están empezando, nos decíamos nosotros dos mirándoos a vosotros desde nuestros asientos de platea, sentados en medio de nuestras vidas ordinarias, entretejidas de míseros problemitas: el fontanero que se va en su todoterreno dejándote con el baño roto («Vuelvo mañana, señora, está roto». No, perdone, eso ya me lo podía haber dicho yo sola, y gratis), la varicela de los niños con su efecto dominó o el hijo con puntería de tirador de precisión de la CIA que siempre sabe encontrar el momento oportuno para decir lo que más te pone de los nervios («Mamá, en mi opinión, como eres periodista, hablas de cosas que no entiendes»).
Nosotros, globalmente felices, más o menos, pero cansados, a veces también preocupados, y con la ropa arrugada. Vosotros no. Una pareja perfecta, etérea, ni siquiera rozada por los imprevistos que aquí abajo, en la vida real, hacen que a veces uno camine con poca elegancia, renqueando, dos pasos hacia delante y uno hacia atrás.
En vuestro mundo de primera, por el contrario, no se perdía la imperturbabilidad señorial por pequeñeces del estilo de que falte algún sello en un documento el día que toca ir al notario para escriturar una casa que acabas de comprar, o de que haya un embotellamiento en la ciudad el día que llega el nuevo jefe.
Capaces de pasar horas interminables uno junto al otro leyendo en silencio, o de hablar de política y de teología, o de literatura; de practicar tu juego favorito, el casting, asignando a las personas que conoces los papeles de los protagonistas de algunas novelas.
Un inciso. He decidido tomarme a bien el hecho de que durante las vacaciones después de la selectividad, cuando teníamos las dos dieciocho años, tú, Agnese, me asignaras a mí el papel del Idiota. «Eres una idiota, pero en un sentido elevado, —me decías para tomarme el pelo—. Eres la musa de Dostoyevski». En cualquier caso, me gustaría puntualizar que desde entonces han pasado veinte años, y he comprendido algunos pormenores acerca del mundo, me he adaptado un poco.
Parecía imposible veros discutir a los dos; como máximo un poco de vehemencia, siempre a propósito de cuestiones nobilísimas, por favor, como la reforma litúrgica posterior al Concilio Vaticano II, mientras que las parejas normales se inflaman discutiendo sobre la forma de colocar las cosas en el lavavajillas (y, no obstante, yo lo hago mejor). Vosotros no, por encima del vulgo y enamoradísimos.
Es cierto que en aquella época la incomodidad más punzante que podía afligiros era decidir qué hacer durante la noche, si cenar en el ghetto o ver una comedia, algo que tú adoras y que Pietro detesta. Son problemas, efectivamente.
Después llegó el primer niño, y aguantasteis muy bien. Una remodelación de gobierno, pero no hubo que acudir a las urnas.
Entonces, el segundo en dos años —junto con tu ascenso, anhelado pero llegado en el momento menos oportuno, con un recién nacido y un niño de dos años en casa— te hizo aterrizar. En ese tiempo, según me cuentas, las únicas ocasiones en que Pietro y tú os sentabais uno junto al otro era cuando él te llevaba en coche al trabajo, en el supuesto de que hubiera llegado a tiempo la tata peruana, buenísima, pero con una concepción sudamericana del reloj, un instrumento que como máximo hace sugerencias, pero que no da informaciones precisas (¿habrá relojes solares de pulsera?).
Los análisis de los escenarios mundiales políticos y económicos fueron sustituidos por descarnadas comunicaciones domésticas: comprar trescientos gramos de carne picada; la cita para la vacuna es a las nueve y media; el recibo del seguro está en el estante.
Estás cansada, y digamos que, cuando finalmente desciende el silencio sobre la casa, si es que desciende, tu primer pensamiento ya no es escribir para tu hombre cartas de amor en papel de Florencia. Cuando estás al límite, te gustaría darte una ducha.
Tu marido, por su parte, por decir sólo lo último, se olvidó de vuestro aniversario, pero yo creo que se lo puedes perdonar, puesto que él había comprado las entradas para el deseado concierto de Tom Waits, sólo que se equivocó de día y mientras Waits, con su voz ronca, hacía enloquecer al público, él daba cabezadas en el sofá.[43]
Últimamente, he llegado a ver cómo te tirabas de los pelos, desde la frente hacia atrás —tu gesto de nerviosismo desde los tiempos de los exámenes orales de física, signo inequívoco de que no habías estudiado—, y es que te saca de tus casillas la descoordinación de Pietro, su capacidad casi sobrenatural para chocar con todo lo que se va encontrando a su paso. Su ineptitud para cualquier contacto social que implique la más mínima articulación de la palabra. Su undívaga propensión a la ayuda doméstica, que lo hace pasar de un nivel básico de escaqueo insolente a picos de entusiasmo creativo (reordenar los cd por géneros musicales), sin que, no obstante, llegue a hacer jamás lo que tú necesitarías que hiciera (preparar la sopa).
La energía de propulsión que puso en órbita a vuestro satélite se ha agotado, aunque su duración ha sido un poco mayor que la media. Ha hecho bien su trabajo. Esa energía tenía que acabarse, si no, hubierais salido fuera de órbita. Ahora, sin embargo, the best is yet to come[44], como diría Frank Sinatra. Crees que ya has visto el sol, pero todavía no lo has visto en todo su esplendor.
Ahora viene lo verdaderamente bello, porque lo que has visto hasta el momento no son más que los centelleos del enamoramiento. Lo bello ahora es transformar eso en un sol que queme, estable, fuerte como la muerte.
Es un trabajo duro, cotidiano, oscuro, silencioso y, en su mayor parte, incomprendido, que al principio, como de costumbre, te incumbirá sólo a ti, que eres la parte más delicada y sofisticada del matrimonio, pero también la que, de algún modo, siempre encuentra la chispa para ponerse de nuevo en movimiento.
Y el nombre de este trabajo es obediencia. Obediencia a la promesa que hiciste, al hombre que elegiste. Una sumisión creativa: obedecerlo pero creativamente, intentando ver con los ojos de la esperanza por dónde puede ir vuestro amor, qué aristas se pueden suavizar, qué defectos podéis corregir y cuáles soportaros, con ironía y resignación.
Con esperanza, porque hay momentos en que el único modo que queda para mirar es el de la segunda virtud teologal, la única mirada posible.
Yo, por ejemplo, espero con confianza granítica a que un día mi marido se convierta en un ser sociable y hablador, que me permita invitar a cenar al menos a una cuarta parte de las personas que yo quisiera, y que las reciba como Cary Grant, con un cóctel en la mano y bromeando brillante y elegantemente. Un marido así es irreal, está claro, como asimismo esos que esperan pacientemente a su mujer fuera del probador y dan preciosos consejos como: «Los colores cálidos no van con tu cara, querida». Es obvio que ese tipo de marido, después, te acompaña a casa y se va con la moldava de veintitrés años.
Entonces, mejor enfrentarse a los defectos cuando se comienzan a ver. Todavía no he encontrado ni a una sola pareja a la que no le haya llegado ese momento. Quedabais sólo vosotros y, francamente, incluso me fastidiaba un poco.
Sabed que no estáis solos, más bien, si acaso era antes cuando estabais solos. Ese cansancio forma parte del paquete, aunque no se le dé toda la publicidad necesaria en el momento de la compra. Puede que sea una cláusula que viene en letra pequeña, o escrita en el incomprensible lenguaje que usan los bancos: el índice de la tasa de encanto del cónyuge con el que hoy establece usted el vínculo arriba citado se calculará, antes de impuestos, a partir de la media trimestral europea (sobre 360 días) y se disminuirá en un 1,020% anual, referido a la duración del año civil (denominador 365 / 366). A fin de año, si no estás atenta, sin saber cómo, siempre has perdido un poco.
Es un secreto que no se cuenta, para no perder clientes. Todos somos cómplices, también los autores de las fábulas.
¿Te has preguntado alguna vez por qué los cuentos acaban con «y fueron felices y comieron perdices»? Después de cruzar el umbral con ella en brazos, ¿qué hace el príncipe?, ¿se quita la chaqueta bordada de armiño, las botas y se deja caer en el trono?
Sólo me viene a la cabeza un cuento que se atreva a contar de otra forma el día del matrimonio, el de Shrek, y de hecho por algo tanto él como ella son ogros: así se pueden poner en evidencia todas sus bajezas, las mezquindades de carácter y las funciones fisiológicas más repugnantes. Una cotidianidad principesca no parece creíble.
Y tampoco es que las comedias hayan inventado gran cosa desde Aristófanes en adelante, por tanto, desde hace unos miles de años. Situación inicial aparentemente tranquila, irrupción de la novedad, después la dificultad o el equívoco o la confusión que sea y la solución final. Cuando las cosas empiezan a transcurrir con normalidad la comedia se acaba. No parece plausible una cotidianeidad apasionante.
No obstante, es posible. Hay un secreto, que el mundo no conoce, para convertir en una vía luminosa nuestra cotidianeidad hecha de tedio, rutinas, incomprensiones y tocamientos de narices (de todas formas, si algún día llegara a ser muy rica, antes de darle a los pobres, por eso del ojo de la aguja, me gasto un poco en un chófer, así me las arreglo para ir al trabajo, a misa, al atletismo, al baile, al catecismo, al fútbol, y entretanto me depilo las cejas, porque bastan tres días de descuido y tiendo a parecerme peligrosamente a Brézhnev[*]).
El secreto se llama sacrificio: el cansancio, en lugar de ser un obstáculo, es otro nombre del amor; no es algo que frustre el amor, sino que lo hace crecer. El amor no se consume con la fatiga, el amor crece.
Y no me digas que para comenzar debéis hacerlo los dos: eso no me lo esperaba de ti. Debes estar agotada, «en las últimas», como se dice en Roma. Porque tú sabes que el amor, «que a todo amado a amar obliga»[45], se provoca precisamente así, no hay otro modo: dando libremente, sin volverse atrás. Si no, no es amor, es un contrato. Y entonces, búscate un mayordomo.
Me dices, muy púdica, que de vez en cuando te asalta alguna duda. Te traduzco, yo que no tengo miedo. Hay días en que te preguntas si te has equivocado completamente. Si elegiste a tu marido en un momento de fragilidad. Si no lo conocías bastante. O si eres tú la que has cambiado.
Echa fuera esos pensamientos diabólicos. Yo, que os veo desde fuera, te digo que éste es el Hombre Adecuado. Sin duda. Y también te digo que esas dudas también forman parte del paquete matrimonio. Le he arrancado confesiones de ese tipo a personas que tienen vidas matrimoniales de manual, a parejas de monumento, de esas que en tu museo personal interior están en la vitrina central de la sala roja, con el damasco y el cordón rojo alrededor.
Mi tía Lucia estuvo prometida y casada con mi tío durante medio siglo (no lo habrías adivinado, no demuestra más de cincuenta años). Los veía siempre juntos, siempre alegres y en armonía. Quizá no sepas que él murió hace poco. «¿Y no has tenido nunca ninguna duda?», le pregunté mientras lo recordábamos juntas. «Sólo te digo —me respondió— que cuando desde fuera ves una familia feliz, con todos los hijos sentados a la mesa, perfectos y obedientes, la madre y el padre sonrientes, que sepas que con seguridad han puesto una cortina en la ventana. Son personajes de cartón, con una musiquilla de fondo y risas enlatadas. Detrás, seguro que hay alguno que está pensando “Ahora cuento hasta diez antes de responder”. Y algún otro que no lo consigue. Pero incluso tras la cortina de happy family, se puede querer seriamente».
Al toparse con la cotidianeidad, con la rutina, con los quebraderos de cabeza, con las cargas que hay que llevar, no hay príncipe (ni princesa) que no se transforme en sapo. Al contrario que en el cuento. Y tú que creías que ibas a transformarlo con tu beso, haciendo que aparecieran la corona y el armiño. Entonces, precisamente entonces, es cuando tenéis que cambiar de marcha en vuestra historia. Es lo único que se puede hacer.
A no ser que tú te pongas a cultivar recuerdos, recuerdos en los que los hombres del pasado aparecen todos envueltos en un halo de perfección.
No me digas que ahora me vas a salir de nuevo con aquel médico que conociste en Boston durante el doctorado, que yo creo que tú te fabricaste casi todo en tu calabaza: os tomasteis juntos tres o cuatro cafés, y aunque para meterte dentro esa bazofia de Starbucks —el iced frappuccino giant size cinnamon flavour— necesitas una hora, me parece demasiado poco tiempo para que sigas pegada a aquello como una lapa, para que continúes soñando con él a intervalos regulares cada diez años.
O puedes empezar a dar rienda suelta a tu fantasía, a inventarte historias con personas que en realidad no conoces y a las que puedes moldear a tu gusto, de todas formas qué importa, sin tener el inconveniente de enfrentarte a la realidad, que al final es un embrollo, un desagradable quebradero de cabeza.
Hay también, aunque ésa es habitualmente la actitud que adoptan los hombres, quien comienza a volcarse en el trabajo, fuera de casa, para no tener que trabajar, más bien, en una relación que no funciona, como si existiera alguna relación que funcione sin mantenimiento.
Nosotras, las mujeres, corremos a veces el riesgo de escapar de nuestros maridos dedicándonos a los hijos en cuerpo y alma, y este riesgo es más furtivo, porque ¿quién podría acusarte de ser una madre demasiado dedicada? Mientras que vigilar el corazón, para que no palpite por otro hombre, es más fácil, los hijos pueden ocupar el lugar del hombre sin que una ni siquiera se dé cuenta.
Y además, obviamente, están las traiciones. Es una de esas cosas que no puedes preguntar cuando te encuentras con las antiguas compañeras de instituto, pero ¿cuántas de ellas (o cuántos de ellos), en estos veinte años, han logrado tener la lucidez de comprender que la rutina y los calcetines por el suelo les tenderían también una emboscada con cualquier otro, incluido el fascinante dermatólogo de los niños, de espalda ancha, chiste preparado y fácil cumplido? Mira cómo está ahora Claudia por no haber tenido esa lucidez.
¿Y cómo te explicas que una pueda aceptar la desolación de los encuentros clandestinos, la infinita tristeza de volver a casa con los hijos, carne de la carne y sangre de la sangre de dos personas, y no poder mirarlos a la cara por el miedo a desvelar que ya no existe el motivo por el cual nacieron?
Puede que uno se engañe pensando que puede controlar la situación y, de hecho, hasta cierto punto se puede volver atrás. Pero ese punto se supera en un instante.
Guido, por ejemplo, siempre dice que habría debido echarse atrás después de nuestra primera cita, cuando en la cena hablamos del coche que entonces yo me tenía que comprar. Para mí, sólo había un requisito importante: que tuviera espacio para un carrito en el portamaletas, y eso que apenas nos conocíamos. «Tendría que haber comprendido inmediatamente que me vería rodeado de niños». Él sostiene que, realmente, todavía está a tiempo de dejarme, pero te queda poco, querido, después de los cuarenta no, no es leal: ¿quién me recogería, cerca ya de la descomposición y con cuatro hijos?
Por consiguiente, Agnese, no me hables de tus compañeros de estudios, porque no quiero saber nada de ellos. No existen. No puedes confiarles si discutes o no con Pietro, no te me hagas la tontita. Nada de medicuchos americanos en Facebook, ni siquiera cuando Pietro va a tirar la basura como el gran Lebowski, con los pantalones medio caídos, la panza fuera y los zapatos en chancla.[46] Otra posibilidad que tienes es hacer que vuestra relación dé un salto de calidad. Recomenzar a trabajarla, ahora que no todo se da por supuesto.
De hecho, te aconsejaría que antes que nada empezaras a trabajar en ti. Últimamente estás tan simpática como una notificación de Hacienda. Será porque te alimentas sólo de apio, y yo te diría que puedes esperar unos meses para volver a ponerte en forma después de dos embarazos, de todas formas este año ya te has quedado fuera de la selección para miss Italia.
Será verdad que estás cansada, pero tu perfeccionismo te impide pedir ayuda; yo revisaría el horario de la señora que te echa una mano en casa.
Serán las hormonas, que han aguzado tu arte, tu creatividad, tu resistencia de triatleta en esa actividad que desde hace tiempo cultivas con tanta profesionalidad y competencia: la lamentación.
Así que, mientras te quitas la viga, deja tranquilo el ojo de Pietro, porque, según creo yo, su brizna puede quedarse donde está. Más bien, pregúntate qué otro podría soportarte, a ti que algunas veces eres tan ágil como bailar con esquíes. Pregúntate qué otro podría sujetarte, a ti que eres tan equilibrada como una diva de Hollywood en fase crepuscular después de descubrirse una nueva arruga. Pregúntate qué otro podría tolerar algunas de tus gravísimas psicopatologías, como la que te indujo a hacer que tu marido estuviera dando vueltas por una docena de tiendas de tapicería hasta encontrar el matiz exacto de verde petróleo sin el cual tu casa hubiera parecido irremediablemente vulgar.
Digamos la verdad: ser tu marido, a veces, es un deporte de riesgo.
Entonces, frente a la sabiduría de quien no tuvo hijos, trabajo, marido, casa que llevar ni días de veinticuatro horas de sol —ése es el problema—, y escribió que amar no sería mirarse a los ojos, sino mirar juntos en la misma dirección, yo os diría que reencontrarais, y rápido, el modo de miraros también a los ojos, de vez en cuando.[47]
Organízate, exprime a los abuelos, tómate unas vacaciones, olvídate un poco de la casa, sal con Pietro, colócalo bajo una buena luz y míralo un poco, sobre todo para que te acuerdes de por qué te casaste con él.
Además, como ya te he dicho, estate atenta a no exponerte a esas situaciones de allumeuse[48] que tan bien te sientan. Tanto porque sabes bien que eres muy guapa como porque dentro de poco las dos seremos piezas de coleccionista, rarezas para apasionados de los modelos de época, de esta época que dices que todavía es la tuya, sobre todo cuando tienes tiempo para abrir el armario y no ponerte lo primero que caiga al suelo cuando abres la puerta.
Y, sólo un instante antes de adoptar el tono de «esta noche hacedles un caricia a vuestros niños», un último consejo: evitad hacer dos vidas paralelas.[49] Un riesgo concretísimo cuando trabajan los dos y se quiere estar con los hijos. Mantened espacios comunes, aun cuando, a veces, hacer las cosas los dos juntos sea más trabajoso que hacerlas solos. Es verdad que con tus modos y tus tiempos te las arreglas mejor. De hecho, no te digo que hagáis una reunión de dirección cada vez que haya que cambiar una bombilla, pero tenéis que compartir alguna tarea, tenéis que conservar alguna actividad que hagáis los dos: no es algo que, como pueda parecer, ocurra por sí solo.
Mira que yo, como dice Roz, la babosa de Monsters, te estoy vigilando (pero siempre con cariño).
Tu amiga,
C.
Hay un sacerdote en Perugia a quien deben mucho muchas personas. Se llama Ignazio Zaganelli, para nosotros Doni. Es verdad que tiene una capacidad de captar matices parecida a la de un recién nacido a las dos horas de vida, que sólo distingue luces y sombras. Dispara desde el ambón juicios tan nítidos que, cuando se da la vuelta, uno comprueba si, por un acaso, despuntara por debajo de la casulla una espada de fuego. Yo, que soy de natural granítico, en comparación con él, me parezco a Mariano Rumor, parezco una página del Corriere della Sera de los años cincuenta.[50]
Sin embargo, para nosotros, niños que íbamos al catecismo con él, resultaba muy tranquilizador tener aquellas certezas sólidas, carentes de aristas, nunca oblicuas. Nos bebíamos sus palabras con alivio; con él siempre sabías de qué parte estaba la verdad, algo que, de pequeños, era agradable tener delimitado rápidamente y sin esfuerzo.
Después llegó la adolescencia, la presunción de saber una o dos cosas, las ganas de oponerse y los suspiros de impaciencia durante sus homilías.
Al final, nosotros, sus feligreses, decidimos que no podíamos pasar sin él, y de hecho, a fuerza de oraciones, impedimos que muriera de un infarto.
En la boda de una prima mía decidió ignorar por completo al novio, y dirigirse exclusivamente a ella durante los cerca de cuarenta minutos que duró la homilía. «Ahora depende todo de ti, querida novia. De la mujer, en primer lugar, es de la que depende la vida o la muerte del matrimonio. Sé buena, dulce, con un corazón abierto. Sumisa no en la lógica del dominio, y por tanto de la violencia y la obligación, sino en la del servicio espontáneo, voluntario. Dispuesta a anticiparte a los deseos, dispuesta a acoger».
Conforme Doni iba hablando, la sonrisa de la novia iba desapareciendo —¿en qué berenjenal me estoy metiendo?— y la del novio se iba convirtiendo en una risita sarcástica: Yo también estoy aquí, ¿me ha visto usted? En cuanto a los invitados, competían para ver quién resoplaba con más impaciencia, aparte de aquellos que, como yo, aprovechaban la jugosa ocasión para echar un sueñecito en el banco de madera, por mucho que lo hubiera diseñado un sádico (cuando se tiene un recién nacido propenso a los gases se puede dormir en cualquier posición). «Ese tío está loco», fue el comentario más benévolo que se pudo oír después a la salida de la iglesia.
Ciertamente, como es notorio, Doni no tiene el don de la mediación, considera que las matizaciones constituyen una enojosa inutilidad, pero también en aquella ocasión tenía razón. Éste es el momento histórico de salir de la lógica de la dominación, que también para Ratzinger es una perversión de la relación hombre-mujer, y no sólo para todas las Lidias Ravera y las Natalias Aspesi del periodismo.[51] Sólo que el mecanismo de la dominación no se desquicia con la lógica de la emancipación, que si se mira bien es la misma que la de la dominación, es una especie de venganza. Se sale de dicho mecanismo con la lógica de la mansedumbre.
Amarse para siempre es dificilísimo, casi imposible. Nosotras, que somos más generosas, más acogedoras, más aptas para coser, para tejer, para hacer sitio al otro, para mantener la unión, debemos hacerlo las primeras.
Y el mismo Pablo de Tarso que nos invita a la sumisión, dice que llegará un día en que ya no habrá ni hombre ni mujer. La mansedumbre es, por tanto, la curación de una relación de dominio que ha marcado a los dos sexos durante toda la historia y que, al final de la historia, ya no existirá. «Reaccionaria, integrista, papólatra, portavoz de la opresión religiosa masculina y machista, cancerígena y contaminante como las antenas en forma de cruz de Radio Vaticano». Me adelanto a las críticas que recibiría si alguien leyera estas líneas; críticas extraídas de una intervención efectuada en el congreso «El sujeto lésbico», que he leído con gran provecho y cuyo objetivo es invitar a las mujeres a una «cólera furiosa y pecaminosa», considerada como la única liberación posible.
Seré reaccionaria, pero veo una gran soledad en las mujeres que han decidido dejar de acoger, y también entre los hombres oprimidos por ciertas relaciones que parecen disputas contractuales.
Soy contraria a la paridad entendida vulgarmente, no quiero un marido mayordomo, cada uno debe hacer lo que sabe hacer. El único deber es la sonrisa. Cuando empiezo a esbozar este modo mío de ver las cosas, si hay un hombre que participa en la conversación, me pregunta si acaso no tendré una amiga para presentársela. Desgraciadamente, mi tasa de éxito como Cupido anda en torno al uno por ciento.
Y si encontrarse es ya una especie de milagro, un matrimonio indisoluble parece fruto de complicadísimas conjunciones astrales, de esas que se presentan una vez cada tres siglos.
No obstante, en buena parte es cuestión de voluntad.
La espontaneidad no puede ser un estilo de vida o una vara de medir. Y, en cierto momento, la emoción ya no encaja mucho en el amor, o al menos no puede ser dominante.
Aunque sí parece serlo así, dominante, casi por doquier. En la comunicación, en casi todos los periódicos y telediarios, que claman invitando a no usar el cerebro, y también en el cine. El club de los poetas muertos, que hace años fue un acontecimiento, al final, si se piensa un poco, no es más que una exaltación de la emoción como fin en sí. Pero la emoción es un modo, un canal de comunicación, no un contenido. ¿Cómo se puede sostener todo sobre ella?
La indisolubilidad del matrimonio te cierra todos los demás caminos, pero te abre una autopista. Comienzas a esforzarte en amar también los defectos, no se los echas en cara, sino que los acoges. Ya no te planteas el problema de si la situación te agrada o no, sino de cómo hacer que las cosas funcionen, dado que tienen que continuar adelante, a toda costa.
Entonces empiezas a vivir lo ordinario (incluidos quebraderos de cabeza, costumbres que te sacan de quicio, diferencias y aburrimientos) con amor, transfigurándolo. Y cuando comienzas a donarte, se te ocurre pensar que es tan bello vivir así que casi te preguntas dónde está el supuesto engaño. No lo hay.
Distinguir enamoramiento y amor no significa renunciar a los sentimientos: puedes seguir experimentando un vuelco en el corazón después de las innumerables lavadoras y las cuotas mutuas de tareas compartidas. Porque, a veces, sentimiento y voluntad están juntos, como también conviven la renuncia a la propia comodidad y el placer, contrariamente a todo lo que nos quiere hacer creer la cultura dominante.
Las parejas que funcionan, que aprenden a donarse, no renuncian al placer. Sólo que, a veces, han de tener la paciencia, el tiempo y el empeño para buscarlo, para encontrar la pulpa entre la corteza de las complicaciones de la vida. Una tarea bellísima de la que se priva el que vive de los primeros encuentros, el que quiere su propia historia de amor al margen de las bajezas de lo cotidiano. Que supuestamente debería ser un modo de vida dorado y felicísimo, libre y liviano, pero que yo, esa felicidad, en quien por fin se ha liberado, no la veo por ningún sitio. Por el contrario, haber banalizado el sexo no le ha hecho mucho bien. Sin el sentido del límite, de lo prohibido, sin la sacralidad que venía del «riesgo» de concebir, sin la dificultad propia de conquistar algo, desde el momento en que es algo accesible desde muy jóvenes, con extrema facilidad y sin empeño alguno, no ha quedado mucho de él.
De todo eso, nosotras, las mujeres, somos más responsables que los hombres. Creyendo emanciparnos nos hemos vendido por un plato de lentejas: hemos adoptado el modo masculino de concebir la sexualidad. Éramos las guardianas de la vida, ya no lo somos. Nos hemos emancipado, es verdad, ya no dependemos de nadie. Sin embargo, corremos el riesgo de perder la dedicación recíproca total que nosotras queríamos, que pretendíamos. Que está inscrita en nuestra carne.
Y el problema es que, a cambio de la libertad obtenida, las primeras en sufrir somos nosotras. Sufrimos nosotras y sufre todo el mundo, porque si no lo hacemos nosotras, ¿quién custodiará el amor por la vida?