Margherita

o

Quien está debajo sostiene el mundo

Querida Margherita:

Me había prometido ir a tu boda con una bonita carta para ti y, qué diablos, fui la madrina, era la que salía después de los primeros en los créditos de la película; llegó el momento de dar una lastimosa impresión y de ir preparada para ello. Por lo menos para tu boda, porque a la mía, aunque preparadísima espiritualmente en lo que se refiere al matrimonio, fui (no)peinada y maquillada como todos los días —salvo por una sombra de ojos blanca que mi hermana me había obligado a comprar—, llegué tarde porque antes había ido a correr dos horas y caí presa de un ataque de hilaridad y buen humor que no me favorecieron mucho en las docenas de fotos que el tío Gianfranco se acordó de hacernos. Por lo menos, tú hiciste que en tu boda Guido se pusiera la corbata, una empresa realmente memorable. «¿Por qué te has puesto ese pañuelo?», le preguntó Lavinia a su padre, desorientada por el inédito accesorio. El resto de la familia, en cambio, no estuvo estilísticamente a la altura del acontecimiento principesco de tus esponsales; no tuve tiempo de escribirte antes ni tampoco pude preparar las cosas para que mis hijos y yo hubiéramos estado impecables, porque por alguna razón siempre tienen que ir manchados de chocolate, con los zapatos desatados, los pantalones demasiado cortos o demasiado largos, o una media agujereada por la que se puede observar una herida en la rodilla.

A pesar de todo, harapientos como de costumbre, llegamos los seis, e incluso puntuales, dado que me tenía que sentar junto a ti. Fue una celebración llena de gracia divina y de detalles preciosos, aunque mis hijas la recordarán más que nada por la cola de encaje de tu vestido, superior a la de Cenicienta, nuestro insuperable icono estilístico. Desde ese día, cada vez más a menudo, las escucho hablar entre ellas: «Esto me lo pondré cuando venga mi príncipe y se case conmigo», dicen repartiéndose diademas y pendientes de plástico. Los niños, la verdad, recordarán más que nada el fatídico día porque coincidió con el desastre de la Roma frente a la Sampdoria, que le costó la liga al «equipo mágico». Qué vamos a hacer, son varones, modelo básico. No obstante, no son tontos, al menos todavía no. Bernardo es un estudiante modelo, nunca consigue sacar menos de diez en la escuela, y está dispuesto a cumplir las órdenes como un pequeño soldado. Tommaso, un poco menos preciso (y llamado en casa el «Tragón»), el año pasado, o sea, en cuarto de primaria, me llamaba de noche para preguntarme en qué año se celebró la Conferencia de Teherán, episodio histórico totalmente desconocido para mí, puesto que el último acontecimiento remoto del que tengo noticia es la caída del Imperio Romano de Occidente. Y recuerdo una noche que va y dice: «Mamá, ¿qué es el materialismo dialéctico?». «Si no te duermes, llamo a papá», intento asustarlo mientras hojeo nerviosa la Garzantina de filosofía o el manual de historia que he aprendido a tener a mano junto con las cosas fundamentales —como los dvd de West Wing o la novena de la madre Esperanza— desde que tengo la clara percepción de mi ignorancia sin lagunas (la expresión no es mía, es de Flaiano.[36]) Si lo pillo abusando del ordenador, actividad racionada, lo encuentro más a menudo leyendo noticias sobre los visigodos que jugando al Texas Hold’em[37]. Pero, como perteneciente al género masculino, tiene una tara que es casi universal en los varones. El cerebro se le embota en cuanto ve rodar un balón. Conozco a hombres completamente normales, y hasta especiales, como con el que me casé, que en el momento del pitido inicial sufren una mutación y pasan instantáneamente y sin pestañear de Sam Peckinpah a La signora in giallorosso —programa de debate deportivo en una televisión local romana— o de una relectura de El idiota a Radio Marione[38], perdiendo cualquier freno inhibitorio.

Te lo digo así, para que te prepares, dado que te has buscado uno de la misma especie y no para un fin de semana, sino para toda la vida, hasta que la muerte os separe.

Precisamente por eso, me importa mucho darte mi verdadero regalo de bodas, un bien más precioso que cualquier otro y que, al menos éste sí, ha llegado a tiempo. Es el secreto de un matrimonio santo o, lo que es lo mismo, de un matrimonio feliz.

Ese secreto es que las mujeres, ante el hombre que hemos elegido, demos un paso atrás. Y tú, que me conoces, sabes bien que tal cosa no está en absoluto en mi naturaleza, yo, que hice mío el lema de mi abuelo, el coronel: «Con pared o sin pared, tres pasos al frente». Por ejemplo, creo ser una de las siete u ocho personas en el mundo que, corriendo, han atropellado a un coche: para mí un traumatismo craneal, para él un buen bollo. A pesar de que me gustaría adornar el relato de tonos épicos, resulta que no, que no era un Aston Martin, era sólo un Fiat Punto. Con todo, es verdad que sin ser dócil, he llegado a serlo, pienso, espero, porque creo que eso significa ser esposa: acoger, antes que cualquier otra cosa. Sin embargo, sabes que a mí, lo mismo que a todo el mundo ciertamente, no me gusta perder. Fui algo más que competitiva en la escuela y en la universidad. Todavía más en el deporte, que es el único «reposo» que me he permitido desde los tiempos de la secundaria hasta el último embarazo. Una veintena de kilómetros entre un Homero y un Esquilo, en gran parte para aclararme las ideas. Y luego, en los años en que nos perdimos de vista, no sabes que cuando preparaba alguna maratón era capaz de irme a correr a las tres de la mañana, cuando tenía que estar a las cinco de la mañana en la redacción para el telediario. Salía en pantaloncitos cortos en una ciudad como Roma, que no es la mía, toda oscura, y me parecía totalmente normal, aun cuando me encontraba con un desequilibrado desnudo del todo delante del Altar de la Patria que, obviamente, al verme se preguntaría a su vez quién sería aquella desequilibrada que corría.

Y aún ahora, que soy una señora al filo de los cuarenta (con el invento de los «chicos» ultracuarentones es suficiente) y que corro cuando puedo sin preparar competiciones, si alguien me adelanta —aunque sea una paloma— sigue saltando un resorte dentro de mí.

No obstante, cuando se trata de la vida de pareja, hay que competir al revés: con pared o sin pared, tres pasos atrás. Y hay que hacerlo aun cuando no entiendas el motivo, aun cuando estés íntimamente convencida de tener razón. En ese momento, haz un acto de confianza en tu marido. Sal de la lógica del mundo, «yo quiero tener la razón», y entra en la de Dios, que te ha puesto al lado de tu marido, ese santo que te soporta a pesar de todo y que, dicho sea de paso, también es un buen tipo. Y si algo que él hace no te parece bien, con quien tienes que vértelas es con Dios: puedes comenzar poniéndote de rodillas, y la mayoría de las veces todo se resuelve.

Luigi es el camino que Dios ha elegido para amarte, y es tu camino hacia el cielo. Cuando te dice algo, por lo tanto, lo debes escuchar como si fuera Dios el que te habla. Con discernimiento, está claro, con sabiduría e inteligencia, es obvio, porque es una criatura, pero con respeto, porque con frecuencia ve con más claridad que tú. Nuestra vocación, sea la que sea, es siempre para hacernos felices. Como dice Pavel Evdokimov, el teólogo ortodoxo ruso, si el fin objetivo del matrimonio es engendrar hijos, el subjetivo es engendrarse a uno mismo.

¡Sin Luigi, Margherita no es plenamente ella misma! ¿Te das cuenta de que tienes entre manos algo grande e inestimable? En esta empresa que acabas de comenzar, con la gracia de Dios, te regenerarás.

«Pero ¿cómo se hace? —me has preguntado miles de veces por teléfono—. ¿Tengo que darle la razón aun cuando no la tenga?». Yo diría que sí. Ante todo, porque si a ti te parece que no tiene razón y si, como decíamos, es él el que te lleva a tu plenitud, el que te completa, entonces precisamente cuando pensáis de forma diferente es cuando debes abrirte a él, y acogerlo. Entonces es cuando lo que te dice tiene un significado precioso para ti, cuando te añade algo, te completa, te hace crecer, te hace dar un paso. Si sólo acoges aquello que es conforme a ti, aquello que tú piensas, no estás casada con un hombre, sino contigo misma. En lugar de hacer eso, debes someterte a él. Cuando tengáis que elegir entre lo que te gusta a ti y lo que le gusta a él, elige a su favor. Y eso es fácil. Cuando hay que tomar una decisión y, sopesados los pros y los contras, la respuesta sigue sin ser evidente, fíate de él, y deja que sea él quien diga la última palabra. Y eso es un poco difícil, a veces. Cuando entre vuestras dos opiniones te parezca que la suya es claramente errónea, para vosotros, y probablemente también para los niños, confía también en su lucidez. Esto puede parecer un esfuerzo imposible. Te dará miedo, porque abandonar las propias convicciones es algo horrible. Pero no te estás arrojando al vacío, te estás arrojando a sus brazos.

Bonitas palabras, ¿verdad? Al leerlas, se diría que soy una criatura angélica; en realidad, lo único que he hecho es escuchar y leer buenas palabras. Si luego las vivo verdaderamente o no, no lo sé. Ciertamente, no siempre, y no todas. Pero he hecho que mi marido le eche una ojeada a lo que estoy escribiendo y no lo ha recibido con protestas vibrantes y ruidosas. Ni siquiera una pedorreta o uno de esos comentarios romanos («¿Sumisa? ¿De qué? ¡Vamos!») con los que me incineraría si no me encontrase sincera. Ya es algo. Al contrario, la sumisión elevada al estatus de teoría le ha gustado. «¿Ha acabado la beata con el baño?», me preguntó ayer por la tarde. A pesar de todo, es romano, y siempre encuentra el modo de quitarles la poesía a mis raptos líricos.

Comprobarás, te lo puedo asegurar, que un hombre no se puede resistir a una mujer que lo respeta, que reconoce su autoridad, que se esfuerza lealmente en escucharlo, en dejar a un lado su propio modo de ver las cosas, que se muerde la lengua —órgano siempre dispuesto a burlarse, a ridiculizar, a poner de relieve las carencias del otro, para esto somos estupendas, sin comentarios—, que acepta por amor recorrer caminos muy distintos a los que ella hubiera elegido de estar sola.

Poco a poco será él el que vaya a preguntarte qué piensas, qué hay que hacer, por dónde debe encaminarse la familia. Y ese respeto se conquista con el respeto, esa devoción con la sumisión. Y precisamente por haber conquistado finalmente el respeto de mi consorte, me siento dispuesta a exponerle con serenidad los inmensos beneficios que le aportaría a nuestra casa la creación de un vestidor en nuestro dormitorio (el primero de ellos sería que ya no se formaría un lío de camisetas negras en el fondo del armario, y así no me tendría que comprar otras siete la temporada siguiente, creyendo haberlas perdido).

Y aunque los frutos parecen tardar (no tendré mi vestidor), nosotros, los cristianos, debemos saber que están madurando. Vivimos contentos en la esperanza, ¿no? Sabemos que lo que acontece no se puede medir con la medida del mundo. Sabemos que cada sufrimiento, incluso los pequeños —no piensas como él, no habrías hecho aquel programa, no habrías ido allí de vacaciones o a aquella velada—, aceptados con amor, producen frutos a veces misteriosos, pero nunca perdidos. «Que lo que te hace sufrir sea para ti lo más querido del Eremo», decía San Francisco, que habría pasado cada minuto en el Eremo delle Carceri[39], en una plegaria dulcísima y continua, y que, en cambio, aceptaba estar entre personas que a veces no lo entendían, incluidos algunos hermanos.

Y tú sabes que nosotras no estamos por la mortificación en sí misma, no somos ciertamente austeras: nos gusta hablar de El castillo interior y del último tono de laca de uñas de Chanel, ese imposible de encontrar llamado «Vernis Riva», leer el Diálogo de la Divina Providencia y cotillear —con evidente mala fe— de lo corto que tiene el cuello Carla Bruni (la justicia divina existe).

La mortificación nos gusta porque es para alcanzar un bien mayor, y ese bien es acoger a tu marido, por consiguiente, engendrarte de nuevo a ti misma.

Además, ¿te puedo confesar, sin que te ofendas, que cuando me cuentas que tu marido te pone furiosa siempre me parece que es por insignificancias? Se trata de alfilerazos a tu orgullo, pequeños atentados contra tu autoestima, demasiado débil. Cuando sabes quién eres y cuánto vales —muchísimo, fíate de quien te conoce y te quiere bien—, no tienes miedo de algunas críticas. Es verdad, todavía no eres una cocinera experimentada ni un ama de casa perfecta. ¿Qué problema hay si te lo dice? Dile que tiene razón, que es verdad, que aprenderás. Al ver tu dulzura y tu humildad, tu esfuerzo por convertirte, también él se convertirá. Sin sermones, sino mirándose en ti como en un espejo.

Te parecerá que pierdes meses y años, que usas de paciencia con Luigi durante un tiempo infinito, que estás llevando una contabilidad en la que el debe y el haber nunca suman cero, pero no es así. Ningún gesto de amor se perderá, ningún paso tuyo atrás dejará de transformarse en un paso adelante para vosotros dos, ninguna palabra inútil silenciada será añorada.

Es un camino difícil y quizá inacabable.

Te parece que eres la que da más —el papel de víctimas nos viene muy bien, en un instante nos ponemos el uniforme de ama de casa de los años cincuenta, falda de capa y permanente—, pero ¿estás segura? Probablemente, también a él le parecerá que la parte de camino que hace hasta encontraros es la más larga. Creo que, en estos casos, no hay que calibrar quién da más, sino quién puede dar más. Si todavía te sigues sintiendo una mártir, que sepas que en una vida los equilibrios pueden cambiar infinitas veces.

Además, tú crees que lo amas como él quiere y puede que, en cambio, lo estés amando como tú quieres. Tú le escribes notitas, sin embargo, él quiere que hagas algo concreto por él: invitar a cenar a su madre, por ejemplo. Tú quieres el ramo de flores, y él te dice que te quiere yendo a comprarte la pizza rellena de pulpo y tomatitos. Habla tú su lenguaje, el de los gestos concretos, y entonces él aprenderá a hablar el tuyo, el de las declaraciones de rodillas con sonido de violines.

Te quejas de que habla poco, pero ¿en qué planeta has vivido hasta ahora? ¿No sabes que un hombre emitirá una declaración sólo si tiene necesidad de darte alguna información útil y significativa? Lo intenté durante un añito, pero al final he renunciado a llevar a rastras a mi marido a participar en algunos tipos de conversaciones, como las que tienen que ver con la vida sentimental de los seres humanos. Si, a pesar de todo, sigo teniendo ganas de hablar con él, me basta con emitir una opinión decidida, y con gran probabilidad equivocada, sobre el 4-2-3-1 de la Roma o sobre la guerra de Afganistán para tener la seguridad de que voy a obtener una respuesta.

Es un esfuerzo de elasticidad continuo, y muchas veces te podrá parecer que tú has dado mucho, cuando en realidad has permanecido en tu egoísmo.

Yo, por ejemplo, tendría la casa siempre llena de personas; mi marido, llamado también Añade-Otro-Sitio-En-La-Mesa, reivindica la etimología de su nombre (que usa cuando vive en el bosque) y, en lugar de compartir el pan y la sal y redoblar la alegría, preferiría emigrar a una selva. Es bastante difícil alcanzar un punto de equilibrio, equilibrio que requiere la tolerancia de ambas partes. Calibrar quién de los dos es el que va más al encuentro del otro es difícil, también porque entretanto se han añadido cuatro sitios a nuestra mesa, y ésos son fijos, comida y cena, todos los días.

En caso de duda, sin embargo, obedece. Sométete con confianza.

Para mí, por poner otro ejemplo, todo tiene que estar programado, de modo que en la jornada quepa el mayor número de tareas posible, estilo flipper: cuantas más dianas tocas con la bola, más puntos ganas. Según mi marido, en cambio, las mejores ideas se ocurren cuando uno está aburrido, cuando está en el vacío, y tengo que reconocer que el sistema, a veces, funciona: como no tenemos nada que hacer en tres horas, se nos ocurre de repente ir a ver todos juntos Candilejas o los subterráneos de San Clemente, o jugar interminablemente a la pelota integrándonos también nosotras, las féminas, que de vez en cuando abandonamos la marca asignada para recoger flores, o inventar un juego nuevo, aunque el querido y viejo «Dime que estoy gorda, si tienes valor para decírmelo» es siempre el más popular. Digamos también que, de tanto en tanto, programar puede servir para algo, si es que hay que tener en cuenta a los pediatras, a los dentistas, las fiestas, los deberes, a los amiguitos, el catecismo, las facturas y las competiciones, pero estoy aprendiendo a ser un poco más elástica, cualidad suprema de cualquier mujer o madre.

Efectivamente, en breve la elasticidad te servirá todavía más cuando empiecen a girar en torno a ti no sólo tu marido, sino también los hijos. Su bienestar, su serenidad se sostendrá, al menos en parte, al menos hasta su anhelada autonomía (¡socorro!, ¿cuántos años faltan?), sobre tu capacidad de absorber sus malos humores, sus caprichos, sus cansancios, sus descontentos. No sé por qué, pero ese privilegio es todo nuestro. Los hijos, con nosotras, dan lo peor de sí mismos, y eso es archisabido. Por otra parte, ¿con quién te desfogarías tú, si no es con quien sabes que te quiere pase lo que pase?, ¿con quién te quitarías las máscaras, olvidarías todos los frenos y exhibirías todo el repertorio de tus peores bajezas, si no es con quien nunca podrá abandonarte (por ejemplo, con tu madre, o con tu amiga del instituto, que además sería yo)? «Escucha, ahora me toca quejarme un poco». Nosotras lo sabemos bien, las dos: cuando la llamada de teléfono tiene ese prólogo, sólo se debe escuchar, asentir ruidosamente, compadecer convincentemente, admirar exageradamente y no dar ni un solo consejo inteligente. Porque en esos momentos una no quiere soluciones, sino únicamente enérgicas y poco locuaces palmaditas en la espalda.

Los hijos aprenden esto de que estamos hablando alrededor de los tres minutos de vida: que nosotras siempre los acogeremos, y que, por lo tanto, un pañal demasiado lleno, un caramelo no concedido o unos deberes mal hechos —a según qué edad— se traducen invariablemente en represalias contra nosotras, en forma de caprichos, morros, llantos o insultos varios (el último en mi caso es «coronel fascista», me lo he ganado hace poco). Yo, de vez en cuando, pruebo a decir: «Muchachos, ahora mismo me voy a comprar tabaco», pero ninguno me cree, probablemente también porque no fumo.

Si me permites aventurar una previsión, Luigi también se aprovechará pronto de tu configuración blandita —aunque, si pesas cincuenta kilos, blandita lo eres sólo por dentro— para exteriorizar su contrariedad por las más diversas molestias que aquejan a la existencia humana, y que, no se sabe cómo, acabarán siendo todas, de algún modo misterioso, aunque evidentísimo para él, culpa tuya.

No te preocupes. No es nada, se pasa al instante. Intenta acogerlo incluso en esos momentos. Él tampoco quiere una solución, sino que tú lo animes, que le digas que valoras lo que hace y, si me lo permites, ya que conozco a tu marido y a un nutrido muestrario de la especie, que le consientas sin demasiados traumas retirarse a su caverna como un hombre primitivo, caverna que aunque con frecuencia adopta la forma algo más tecnológica de pantalla de ordenador, no ha cambiado sustancialmente. El reposo del cazador.

Por tu parte, tú no te quejes a él. Llámame a mí o a otra amiga, a una mujer, adviértenos preventivamente de que no le demos demasiada importancia, y comienza a lamentarte un poco. No lo hagas nunca con él, porque si te quejas, el hombre —no me preguntes por qué, habla con un psiquiatra o con un filósofo o con cualquier tipo de «hombrólogo»— intenta encontrar una solución práctica. Te sugerirá ampliar el horario de la tata o tomaros unas vacaciones, cuando lo único que tú querías que te dijera era que todo está bien así y que eres una heroína admirable e incomparable.

Y no empieces, que te conozco, a preguntarte si te has equivocado, si él era realmente la persona adecuada… El diablo —cuyo nombre procede de diabalein, dividir— lo hace profesionalmente. Quiere separarnos, a nosotros de nosotros mismos, a nosotros de Dios y a nosotros de la persona a la que hemos jurado fidelidad.

No es que tú te hayas equivocado, y tampoco él se ha equivocado. Es que acoger es nuestro carisma, guiar y sostener es el suyo.

Y tampoco pienso que sea un hecho cultural, no sé, habla de nuevo con el «hombrólogo» que hemos mencionado antes. Yo, no obstante, tengo una amiga muy querida que vive en Alemania, una genio, una cabeza superlativa. No la escuchaba desde hacía tiempo, y de vez en cuando me ponía a imaginar cómo sería su vida, completamente distinta de la nuestra, una pareja con roles intercambiables, él llevará el cochecito, ella irá a la sesión informativa o elaborará un proyecto. La llamé por su cumpleaños, y descubrí que había decidido quedarse en casa a hacer de madre, archivando su título de ingeniero electrónico. Enseguida estábamos compartiendo unas palabras sobre la dinámica de las familias; la suya y la de un porcentaje búlgaro de sus amigas teutonas transcurre en envidiadísimas (por mí) mañanas tomando té o en meriendas en zonas verdes que imagino más ordenadas que mi sala de estar. Y, aparte de que allí las calles están limpias y la gente respeta los aparcamientos con bandas rosas (para las mamás), no hemos observado ninguna otra diferencia entre nosotras dos que fuera digna de mención.

Querida Margherita, ¿qué más te voy a decir? Te prometo que velaré por ti, por tu felicidad, que desde ahora mismo has de empezar a construir, aunque te invito a ir buscándote ángeles custodios más poderosos que yo. Desgraciadamente, yo voy por delante de ti sólo unos pocos años, y continúo equivocándome siempre en las mismas cosas, con el riesgo de que me manden al desguace y la amenaza constante de que me sustituya una veinteañera. A cambio, más adelante, puede que tú me ayudes a explicarles a mis hijas que el cuento del príncipe que llega y te salva necesita alguna que otra puntualización…

Un beso de tu madrina, que está por vosotros y os anima.

C.

Nunca en mi vida hubiera pensado que iba a acabar apreciando los tediosos sermones que nos soltaba, sin que nadie se lo pidiera, la frutera del pueblo adonde íbamos de vacaciones, la señora Ciotola[40] (es su verdadero nombre, no un sobrenombre debido a su conformación física cilíndrica). Ni tampoco las perlas de sabiduría enhebradas por las señoras que tomaban el fresco con mi abuela a lo largo de la calle, al atardecer. A nosotras, frívolas, que empezábamos con las primeras pinturas y los hombros del vestido tácticamente caídos —no hace falta mucho, basta hacer un pequeño movimiento con la espalda—, nos dirigían miradas de desaprobación y suspiros que dejaban presagiar lo peor para nuestros destinos. La imagen de la mujer que evocaban en sus discursos, fuerte y silenciosa, capaz de sostener a toda la familia como el eje de una rueda sostiene todos los radios, me parecía menos plausible que Sigourney Weaver en la piel de la suboficial Ripley de Alien (estamos en los años ochenta). No me sostenía a mí misma, ¡me iba a imaginar sosteniendo a otros!

Después, afortunadamente, se crece, o se nos prueba; y no me gusta que ninguna de las dos abuelas haya podido conocer a mis cuatro hijos, hasta el momento crecidos llenos de manchas pero bastante incólumes, sin demasiados puntos de sutura. La abuela Gina, de todas formas, habría encontrado algo que criticar, dado que me he olvidado de cómo se hacía el ganchillo y que, en lo referente a economía doméstica, podría mejorar: «Mi madre sabe calentar muy bien los congelados», le dijo una vez Bernardo a un amiguito suyo para convencerlo de que se quedara a cenar. Pero las dos habrían apreciado sus notas de la escuela, sobre todo, la abuela profesora de francés, y su pietàs: «Yo, de mayor, quiero ser santa —me dijo Livia—, puede que Teresa “Dalila”[41]».

Cuando veo mujeres que sufren en busca de su identidad, pienso a menudo en ellas, en las mujeres de otras generaciones. Ellas no tuvieron que buscar tanto, tenían un papel que desempeñar, se lo habían asignado. Algo que quizá las protegió, que hizo menos trabajosa la búsqueda personal. No me parecían infelices y, si lo eran, se lo guardaban para sí mismas. Si hubiéramos hablado de obediencia, nos hubieran entendido.

En cambio, ahora, pocas son las amigas cristianas con las que podemos contrastar con libertad nuestra idea del matrimonio. Porque, si estas reflexiones las compartimos con las amigas «del mundo», o nos insultan o nos compadecen o nos invitan a pedir ayuda psiquiátrica urgente. Eso se lo puede una imaginar. Lo extraño es que, entre cristianas, si empiezas a hablar de sumisión, piensen que estás bromeando. «No. Perdona. Pero ¿qué quieres decir? Lo dices irónicamente, ¿verdad?». Ahora que los cristianos somos pocos —no será porque no nos lo advirtieron, con lo de la sal y lo de la levadura—, algunas veces, además, no nos esforzamos mucho en alejarnos de la vulgata, y no me refiero a la de San Jerónimo, sino al sentir común, que considera que la libertad, la autodeterminación y la voluntad propia son los valores supremos y los únicos intocables. Hablar de sumisión suscita reprobación, alarma, rebeldía, irritación y asco. Y no sólo a causa del pecado original, que nos hace odiar la idea de obedecer a alguien distinto de nosotros mismos, sino también a causa de esa cultura autárquica en la que todos, también los cristianos, estamos inmersos. Que, por otra parte, seríamos aquéllos a los que se nos dijo que sirviéramos a los demás y que buscáramos los últimos puestos.

San Pablo, en la Carta a los Efesios, nos explica cómo se sirve al otro en el matrimonio. «Las mujeres [que sean sumisas] a sus maridos como al Señor, porque el marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es Cabeza de la Iglesia, el salvador del cuerpo. Así como la Iglesia está sumisa a Cristo, así también las mujeres deben estarlo a sus maridos en todo». Esto no se atreven a decirlo ya ni siquiera los curas, por temor a ser lapidados por nosotras las mujeres.

Sin embargo, yo he visto, personalmente, en la vida de quienes han querido experimentarlo, que éste es el camino de la salvación. No el paraíso, que esperamos tener después, sino la salvación también aquí en esta vida, o sea, la paz, una vida matrimonial plena y gratificante.

Un camino que quizá también deberían intentar experimentar quienes no creen. Porque, como explica Pablo pocas líneas más adelante, lo que sigue después es esto: «Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella […]. Así deben amar los maridos a sus mujeres como a sus propios cuerpos. El que ama a su mujer se ama a sí mismo. […] “Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne”».

Será verdad que todas las familias felices se parecen —quién se atrevería a contradecir a Tolstói—, pero tampoco veo que las infelices hagan gala de una gran fantasía: traiciones, pulsos, sutiles pruebas de fuerza, control de la energía puesta en juego, hice lo que pude, yo no, llamemos a un juez neutral.

Como de costumbre, la única palabra verdaderamente nueva sobre la cuestión viene de Dios. Cuando hablamos —en voz baja, para evitar el linchamiento— de sumisión, tenemos que salir del lenguaje del mundo, que interpreta todo desde la óptica del dominio, del poder. Nuestro Rey está crucificado, pero así venció al único enemigo invencible, a la muerte. Por tanto, también nosotros hemos de salir de la lógica del poder, darle la vuelta del todo. En primer lugar, porque la sumisión no procede del desprecio a uno mismo, uno no se decide a someterse porque piense que no vale nada. Y, además, porque el fruto de la decisión de la mujer será que el hombre esté dispuesto a morir por ella.

Cuando San Pablo le dice a las mujeres que acepten estar debajo, no piensa ni mucho menos que sean inferiores. Por el contrario, al cristianismo le debemos la primera gran reivindicación de la mujer. Para comenzar, la criatura más grande es una mujer. Y Jesús honraba a las mujeres, de un modo que llegaba a escandalizar. Se dejó ver por ellas por vez primera después de su resurrección; es probable, quién sabe, que los varones estuvieran en el estadio, dado que era domingo. «Prácticamente, antes del Espíritu Santo, San Pedro era un zoquete», resumió en una ocasión uno de mis hijos, con una visión un poco pintoresca, pero, después de todo, teológicamente correcta.

La sumisión de la que habla Pablo es un regalo, libre como todo regalo, porque, si no, sería una imposición. Es un regalo espontáneo de uno mismo, que se hace por amor. Renuncio a mi egoísmo por ti. Y si queremos hablar en términos de grandeza y pequeñez, de fuerza y debilidad, de poder, lo mejor es recordar que «quien quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor». Así se calibra la grandeza de una persona.

«Quien tenga más inteligencia, que la use», nos decía mi madre de pequeños, esperando con este noble reclamo suscitar buenos sentimientos en nosotros, en los tres hermanos, cuando la emprendíamos a estacazos por motivos justificadísimos, como la elección del canal en la tele o la conquista de una bicicleta. Para que conste, el reclamo no funcionaba nunca.

La mujer no debe sentirse disminuida por esta invitación de San Pablo, al contrario.

El problema es que nosotras, durante muchos siglos y en muchas culturas, hemos sido «puestas debajo» no desde esta óptica de un don libre y espontáneo, sino desde la óptica del poder y de la fuerza, desde la lógica del mundo. Y, por eso, hablar de obediencia es hurgar en heridas que todavía no han cicatrizado. En este sentido, el feminismo tuvo el mérito de conseguir llevar a la práctica algunas aspiraciones de justicia en una época en que la justicia era escasa (y en muchas culturas no cristianas continúa ejerciéndose muy escasamente). Únicamente, que dio una respuesta equivocada y ha producido mucha infelicidad. Una nueva esclavitud en las mujeres que creen ser libres y que, en cambio, puede que hayan equivocado el objetivo.

«Hacia tu marido irá tu apetencia y él te dominará», dice el Génesis. Aquí se esconde una gran luz, un camino hacia la felicidad. Ya aquí, en esta tierra.

Por tanto, la mujer obedece porque sabe escuchar, no porque se desprecie a sí misma. Una persona humilde es la que sabe quién es, cuáles son sus riquezas y sus debilidades. Pero una cosa es que lo sepa y otra cosa es que lo vaya pregonando por ahí, porque, queridos hijos, aprovecho la ocasión para invitaros a no hablar demasiado sobre la desoladora repetitividad de mis menús y tampoco me parece estrictamente necesario que me llaméis en voz alta «Dottoressa Panciaspessa»[42] delante de todos.

De cualquier modo, cuando una mujer se pone debajo no para ser machacada, sino para acoger, le está indicando también al hombre su camino, y a toda la familia. La mujer precede al hombre, que necesita ser acogido.

Con una mujer así, que sea leal, que no sea una rival, que no quiera tomar el control de todo, dominar, que tampoco se haga la pavita, el hombre puede ser fecundo. Y, para comenzar, la idea de tener un hijo puede dejar de parecerle tan temible.

Amar las primeras, pero amar también hasta las últimas. A nosotras nos corresponde asimismo la tarea de continuar amando, de mantener el fuego encendido en casa. Una fidelidad que puede llegar a ser indispensable en aquellos momentos en que el amor —que no es sólo un sentimiento, sino antes que nada un mandamiento— exige una decisión firme y segura.

Por ejemplo, hace falta una gran decisión para no traicionar el matrimonio cuando una es traicionada.

Nota Bene[*]: La lectura de lo que sigue le está absolutamente prohibida a mi marido, y las nobles palabras que vienen a continuación se aplican a todos los matrimonios excepto al mío.

No obstante, decía, incluso una mujer que es traicionada tiene una posibilidad de defender ese amor suyo que está en serio peligro de muerte: puede permanecer fiel y continuar amando. Es una tempestad terrible, pero no es un naufragio. Es un jarrón que se rompe, y que nunca volverá a ser un jarrón nuevo, pero que aun después de la caída podrá resistir hasta el final. E incluso pudiera ser que lo herido y resanado acabe siendo lo más resistente, un punto de «partida nuevo». Nosotras, las mujeres, defendemos de esa forma la vida, llevando la cabeza bien alta cuando todo parece perdido.

Perdonar no quiere decir olvidar lo que ha sucedido. No es mirar hacia otro lado ante el dolor. No es quitar importancia porque al final bien y mal son indistinguibles. No es indiferencia. Es decidir poner coto al desorden, y hacer que venza el bien.

Las mujeres que consiguen hacerlo son las más fuertes, las más tenaces, las más capaces de amar; tienen la espalda ancha, son capaces de hacer el milagro necesario para superar una traición, curar la herida y buscar de nuevo la unidad.

No se puede decir lo mismo del hombre, porque el hombre y la mujer aman de modos diversos: la mujer con un amor específico, capaz de comprender la originalidad. El hombre puede ser frágil, y no siempre es capaz de captar las diferencias entre las mujeres.

Sólo estas últimas, en las situaciones más dolorosas, inextricables y desesperadas pueden dar la esperanza y seguir firmes para restituir el ánimo en todos. Pero, aun sin llegar a la traición verdadera, consumada, en acto, esa que pone en peligro de muerte la relación, son posibles muchas pequeñas traiciones.

Hay, inevitablemente, una fase en la que la rutina acaba por levantar un poco el barniz.

Probablemente, hasta la mujer de Robert Redford, y no me refiero al arrugado director del Sundance sino a aquel hombre legendario que se convirtió por sí solo en el Gran Gatsby, al verlo deambular por la casa en calzoncillos y con unos calcetines de distinto color, hecho uno con el mando a distancia frente a un partido de los Lakers, sentiría la tentación de ponerse a mandarle mensajes de móvil al joven y atractivo frutero de West Hollywood.

Aun en estos casos, el amor funciona si uno se decide por lo que es exclusivo y definitivo y no va detrás de las emociones, de la propia satisfacción, de la parte instintiva, del deseo de experimentar emociones nuevas y sensaciones más frescas. ¡Qué tristes son la mayoría de las películas y de los libros contemporáneos: lamentaciones sobre la nada, aburridas tautologías, demostraciones de que obedeciendo al propio egoísmo se vive mal, no se descansa y uno no se sacia!

Granos de trigo que no quieren caer en tierra.

Celebraciones del «no me apetece», del «no tengo ganas».

Wojtyla les decía a las parejas con las que salía al campo en verano: «No digáis “Te amo”, sino “Participo contigo del amor de Dios”». Una música completamente distinta.