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El talento para elegir al Hombre Equivocado
Querida Agata:
Tú sí que eres «un pedazo de mujer»[27], como me dijo una vez un colega napolitano a modo de halago, probablemente más interesado en que le prestara mi vídeo sobre la economía islandesa que impresionado por mi vestido de espalda escotada. Pero ¿para qué preguntárselo?
Lo que, en cambio, sí me pregunto a mí misma es cómo es posible que semejante pedazo de mujer, y me refiero a ti, no se vea abrumada por toda una tropa de hombres dispuestos a todo sólo para tenerte, casarse contigo y hurtarte a la vista del mundo encerrándote en un castillo.
¿Por qué no tienes novio, no estás casada, (¿no eres madre?), como en el fondo querrías?
Es notoriamente cierto que el juicio de las mujeres sobre lo que les gusta a los hombres es poco fiable, como intuyo por ciertas sonrisillas disimuladas que a veces esconde trabajosamente mi marido, adiestrado como está para no dejarse pillar en voz alta como un incauto. A propósito, y a modo de inciso, su paquete básico de adiestramiento incluye una serie de respuestas estándar que ha aprendido a darme, contestando automáticamente y sin volverse siquiera para mirarme, por ejemplo, «Querida, estás delgadísima», cuando le pregunto cómo estoy (porque una mujer, como decía Coco, nunca está ni demasiado exuberante ni demasiado delgada), o también «Pero si estás guapísima también sin maquillar», cuando le pregunto si tengo tiempo para una reparación de urgencia.
«¡Qué mujer más vulgar!», les digo a los colegas de la redacción, a la vista del bellezón que hay en antena. «¿Eh? Sí, es muy vulgar», y, conciliadores, me dan la razón. «Está mucho mejor Charlotte Gainsbourg, poco pecho, la nariz un poco irregular, pero elegante a su manera»[28]. «¿Eh? Sí, muy elegante sin pecho», dicen a media voz, mientras no le quitan ojo a esa tipa de mirada vagamente impúdica (y pecho ofensivo, para nosotras, las mujeres normales).
En otras palabras, no entenderé mucho sobre los gustos de los varones, pero yo me comprometería contigo, si es que existe alguien que haya sobrevivido a Donna Letizia[29] y que use todavía esa forma de hablar.
Eres guapa, inteligente, simpática, agradable e irónica. No me puedo explicar cómo no tienes que dar números para poner orden en la cola de los que deberían desear cenar contigo. Y mucho menos me puedo explicar tu insistencia en elegir siempre al Hombre Equivocado: lo hueles a varios kilómetros de distancia, apuntas con pulso firme y finalmente lo consigues a placer, dando todos los pasos necesarios para que el cabezazo sea más eficaz.
No obstante, te debo alguna de las piedras angulares de mi formación de mujer adulta y responsable, como el arte de ese maquillaje que te da un aspecto vagamente desaliñado y sugerente, los bedroom eyes (¿comprendes, Guido?, no es que se me haya derretido el lápiz de ojos, lo hago adrede) y algunas reglas de oro, como: «Si los tacones te hacen daño en la zapatería, te harán daño siempre», o «Si te pintas las uñas pero te vas a la calle vestida así, es como ponerle corbata a un cerdo».
Eres la mejor consejera de estilo que una amiga podría desear, claro que porque tú tienes estilo, y no como yo, que una vez cada seis meses inserto una tienda en mi trayecto entre el trabajo y la casa y me llevo todos los artículos negros y grises que consigo probarme en cuarenta minutos, con el propósito de combinármelos con algo de color que no compraré jamás.
Sabes llevar con naturalidad y clase unas caderas siempre abundantes, que no te impiden vestir con elegancia medias tupidas hasta la rodilla y botines. Siempre sabes cuáles son el accesorio justo y el zapato perfecto —porque, según tú me has enseñado, el estilo se juzga por los zapatos— para resolver el vaquero más normal con un jersey de cuello alto. Eres capaz de mantener una conversación siempre agradable y brillante. Quizá no muy profunda, pero tú lo reconoces sin problemas: puede que no hayas leído el Elogio de la conciencia de Ratzinger, pero los romances del año siempre te los sabes, y no hablemos de las películas.
Se ve que sabes estar en el mundo: has estudiado lo justo, has viajado, sales y te ves con seres humanos por encima de los ocho años de edad, sabes hacer perfectamente un brindis en una fiesta de cumpleaños, incluido el discurso ante treinta personas casi todas muy diferentes entre sí sin perder el dominio de la situación (¡os ruego que nunca me lo pidáis a mí, quizá escribiría treinta cartas autógrafas, sería divertido, pero un brindis no!).
Si nos topamos juntas con alguien «que merece la pena», tú das lo mejor de ti misma, yo lo peor. O más precisamente, casi siempre me quedo callada, y no quiero decir que eso sea lo peor. Pero deberías saber qué cosas tan ingeniosas se me ocurren en casa, dos o tres días después…
Sabes salir con destreza de cualquier encerrona, existencial y profesional; si fuese por mí te enviaría a cualquier lugar para cubrir en directo cualquier acontecimiento; para cualquier cosa que hubiera que decir encontrarías palabras; mientras que, yo, cuando alguien me dice que me ha visto en antena siempre me da miedo de que sea para decirme que tenía espinacas entre los dientes.
Sabes decir la verdad (casi) sin ser ofensiva, sabes reírte de ti misma y de los demás con la misma benevolencia. Hasta sabes caerte con estilo, como el año pasado en la montaña, mientras que, por mi parte, nunca haría deporte alguno que requiera más coordinación que la de echar un pie delante del otro. Aparte de lo de correr, sabes que sólo me queda el esquí de fondo: soy torpe para el cansancio, y para hacer menos de cuarenta kilómetros ni siquiera me molesto en empezar.
Tú, en cambio, te acercas a la existencia de la forma más relajada posible, eres jamaicana por dentro: «Take the best of it», acostumbras a decir con pragmatismo anglosajón, todo lo contrario que yo, que cabalgo lanza en ristre hacia misiones casi siempre imposibles, y de seguro fracaso.
No apestas a matrimonio a metros de distancia —el factor que más aleja a Medioman en la actualidad—, porque sólo quien te conoce muy bien sabe que hace muy poco que has comenzado a no excluir esa hipótesis.
Entonces, me pregunto yo, ¿qué has hecho para ir enhebrando esa serie de fracasos amorosos tan científicamente exacta?
¿Tenías intención de presentar una tesis doctoral en el CNR sobre el hombre italiano o es que alguien te ofreció dinero para que hicieras un estudio de mercado?[30]
Te has llevado a casa, cómodamente y sin gastos adicionales, a algunos de entre los peores ejemplares en venta.
Sólo haciendo un esfuerzo me viene a la memoria, en primer lugar, aquel notario del Porsche que parecía un actor secundario, con el pelo largo de corte perfecto y engominado, rostro bronceado y vestido con la aspiración de salir fotografiado en las páginas de sociedad del Messaggero. Cada vez que me encontraba con vosotros, inexplicablemente juntos, veía relampaguear sobre tu cabeza una enorme cornamenta de neón: te hubiera esperado un luminoso futuro de mujer traicionada, pero seguro que hubieras derramado tus lágrimas sobre un sofá de trece cuerpos Roche Bobois —del tono rojo típico de la burguesía romana— y te hubieras preparado la manzanilla en una espléndida Bulthaup.[31]
Después, con un triple salto mortal carpado, te pasaste al género intelectual atormentado, un amor apasionado que de hecho te dejó destrozada; pero por lo menos escapaste al riesgo de haberte pasado la vida llorando en repugnantes silloncitos mientras él te dejaba sola para flirtear con cualquier dispositivo ultratecnológico cuyo nombre empezara por «i». En mi opinión, llegados a ese punto, es mejor que te traicionen con una rubia, porque al menos la puedes esperar en un portal.
No te faltó tampoco el separado, muy, pero que muy, fascinante, pero con tres hijos adolescentes que de buena gana te hubieran clavado alfileres en los ojos. Brillante, divertido, pero ausente a intervalos regulares: fines de semana alternos, fiestas de guardar, agosto y todos los miércoles eran sagrados para la familia, de la cual tú nunca hubieras formado parte. Y la sombra de la primera mujer cerniéndose amenazadora. Puede que tú creyeras que contigo quería hacer las cosas con calma, no correr. En realidad, lo que quería era no meterse de nuevo en una situación familiar de la que apenas acababa de liberarse.
Y, ahora que lo pienso, también tuviste a aquel que estaba dramáticamente apegado a su mamá, contra el que no me gustaría ensañarme demasiado porque yo soy una madre posesiva y celosa, y me temo que acabaré siendo una suegra insoportable. Aunque espero que la Agata de turno intervenga para ponerme en mi sitio: a hacer punto en casa y a pasear a los nietos, y sólo una ficha telefónica para una llamada semanal.
Tu problema es el problema que tenemos muchos de esta generación privilegiada nacida en el lugar justo del mundo y en la época justa. Miramos con horror la idea de renunciar a algo. Ése es el problema.
Aquí y en este momento, parecen abrirse ante nosotros una serie de posibilidades que hasta ahora eran inimaginables (y que lo siguen siendo para una gran cantidad de personas).
Estamos anegados en bienes materiales. Ahora debería evitar largarte un rollo sobre ese uso ávido y perverso de la globalización, gracias al cual cualquiera se lo puede permitir verdaderamente todo, pero de calidad ínfima. Por ejemplo, un holograma, un simulacro de vestidito que hoy es, y que quizá llegue a la semana que viene. En cambio, tu vestido de seda, mamá, imagina, está aguantando incluso la convivencia conmigo y con mi lavadora. Ciertamente, no tengo grandes ocasiones mundanas para lucirlo y para que alguien pueda valorar su estilazo, pero, créeme, me sienta fantásticamente en la misa matinal, cuando entre la más joven de las doce viejecitas y yo hay una diferencia de cerca de treinta y cinco años de edad. Soy miss Misa.
Pero, aparte de renunciar a los bienes materiales, que repentinamente se han hecho necesarios en cada modelo y variante de color, lo que nos parece duro en esta parte del mundo es renunciar a las vidas posibles. Es la sensación de la adolescencia —época casi inminente para mis hijos, pero que yo todavía recuerdo—, cuando querías vivirlo todo, probarlo todo, estar en todas partes, escuchar, leer, saber, olfatear el aroma de las infinitas vidas que el mundo parecía ofrecerte. Y la idea de que algún día elegirías una de ellas y cerrarías todas las demás puertas a tus espaldas, para siempre, sin vuelta atrás, era lo más parecido a la muerte que uno podía imaginar a los dieciséis años.
Con todo —llegamos a la conclusión una vez mi amigo Francesco y yo después de haber estado hablando durante horas en el coche—, en cualquier caso, elijas lo que elijas, llegues a ser lo que llegues a ser, hagas lo que hagas, no te llegará más que para cubrir exactamente los centímetros de tus pies (yo, de todas formas, calzo un cuarenta y uno grande).
Aquel pensamiento nos liberó de la angustia existencial.
¿Qué seremos? ¿Qué haremos? No importa, nos decíamos, hasta el más «bulo» de todos —una persona con suerte, en el dialecto de Perugia— está solo, sobre sus dos pies. De este modo, Francesco (¿dónde has acabado?) y yo habíamos dado un paso adelante en relación con la mayoría de los ultracuarentones que ahora veo a mi alrededor.
Tú, Agata, lo eres todo, estás llena de dones, pero incluso tú puedes cultivar sólo algunos de ellos. Tienes que elegir. Tienes que elegir por lo que respecta a tu vida, y tienes que decidirte también por el hombre que querrías junto a ti.
Es duro, lo sé. Mejor dicho, lo sé muy bien; de hecho, la frase que repite más mi marido, después de «Tengo sueño» (pobrecito, vuelve a casa del trabajo de madrugada, pero a la mañana siguiente el resto de la familia no parece haberse dado cuenta), es: «Costanza, en la vida uno no puede hacerlo todo».
Al final, nuestra vida será el producto de las elecciones que hayamos ido haciendo progresivamente. Si cogiste algo, algo dejaste.
A todos nos parece estupendo mantener todos los caminos siempre abiertos, es el síndrome de la salida de emergencia, pero eso es una ilusión. Más aún, mantener todo abierto es una elección que lo cierra todo.
Cierras la posibilidad de recorrer un solo camino con una profundidad y una riqueza que el mundo no conoce. Vivir todos los amores no te enseñará más sobre el amor que vivir uno solo en profundidad.
Esto último te enseñará a abrazar lo cotidiano sin andar a la caza de emociones y sensaciones. Te enseñará a amar una vida que, desde fuera, parecerá una vida simplemente «normal». El camino de la mediocridad y de la gradualidad corre cuesta arriba, pero al final se abre a un valle amplio, oculto y secreto, que los senderos de las emociones ni siquiera podrían soñar. Es un camino para pocos. Yo, la teoría me la sé muy bien, pero por mi naturaleza, la práctica la haría peor que tú; odio tomar una decisión, ni siquiera me gusta elegir la mesa en la cafetería, por eso me pongo siempre la última de la fila (pero, por favor, no me quitéis esa última pera en dulce).
Por suerte, tengo un marido dotado de buen juicio en cantidades industriales, y cuatro hijos que han reducido a cerca de ocho minutos diarios el tiempo que puedo dedicar a preguntarme «y ahora, ¿qué hago?». Habitualmente los paso contemplando con abatimiento el estante de las cremas y calculando mentalmente cuánto dinero he desperdiciado y cuántos programas de mantenimiento físico he descuidado; en compensación, la Capture de Dior le ha hecho un gran bien al conejito Tetenno, no tiene ni una sola arruga en su carita de tela. Así, una vez transcurridos los ocho minutos, ya no me queda nada que decidir, más que abrazarme a mi vida con convicción.
Abraza tú también una vida, una sola, y agárrate a ella con fuerza. Y decídete también por un hombre, por uno solo. Los hombres son una raza un poco particular, pero si tienes espacio —mejor un jardín, pero te vale con un balcón— puedes tener uno en casa, no te vendrá mal. Yo voto por Paolo, cásate con él y forma una familia, que ya es hora. Después, si quieres me llamas y me haces una lista de todos sus defectos —¿te importa si te cuelgo un momento para preparar la lasaña?—, pero entretanto habrás elegido. Y empezarás a vivir.
Un beso de tu devota aprendiz de estilo, que no ve llegar la hora de admirar tu vestido de novia.
C.
Sobre este tema, no me gustaría decir ninguna banalidad del estilo «la persona adecuada llegará cuando menos te lo esperes», ni hacer bromas rancias como «… pero tú no estarás en casa en ese momento». Por tanto, debería acabar aquí mismo el capítulo. No tengo nada inteligente que decir. Habría millones de libros, canciones y películas que citar; palabras maravillosas sobre el encuentro, y tampoco me importaría adornarme a expensas de otros; lástima que en este instante sólo me vengan a la memoria las reflexiones de Carrie Bradshaw[32].
A pesar de la pobreza de mi patrimonio cultural, no puedo abstenerme de cruzar este campo de minas: estoy rodeada de personas solitarias, a las que —por el espíritu de viejecita de pueblo que habita en mí— quisiera ver sentar las cabezas de una vez por todas. Para ser honrada, tengo que decir que no doy ni una, que nunca he conseguido formar una pareja de entre mis conocidos. No creo que nunca me pongan a editar la sección de asuntos del corazón, esa sección que casi todas mis colegas y yo leemos entre las primeras cosas que leemos por la mañana, bien escondida dentro de un ejemplar del «Sole».
«¡Déjalos tranquilos! ¡Están muy bien así!», me regaña mi marido cada vez que le propongo invitar a cenar a dos inocentes candidatos. No lo mueve nada a compasión su trágica situación: libres todas las tardes para ir al cine con una persona diferente, ni siquiera una sola reunión de consejo escolar, jamás una noche en blanco por un cabezazo del niño más fuerte de lo habitual («señora, lo despierta usted cada dos horas para ver si reacciona»; ¿y a mí quién me despierta para ver si reacciono?).
En mi pequeño archivo secreto de personas casaderas hay algunas que hasta a mí empiezan a hacerme perder un poco la esperanza: son mayores y con la edad se pierde la inconsciencia, y puede que aumenten la rigidez y ciertos hábitos crónicos. Una vez me contó una colega su ritual matinal, una serie de pequeñas etapas sagradas e intocables que duran cerca de dos horas desde que suena el despertador hasta que sale de casa. Para una madre, lo único seguro en esos momentos de la mañana es que, en algún hueco, conseguirá cepillarse los dientes.
Sin embargo, sigo creyendo que incluso esta colega mía encontrará a alguien más fascinante que su viejo camastro solitario en el centro de la habitación, o a alguien que tenga unas obsesiones perfectamente simétricas a las suyas.
Porque la relación de pareja obedece a una profundísima exigencia nuestra. Existimos con relación a alguien. La mujer necesita al hombre, no puede pasar sin él si quiere encontrar su identidad. Cuando comprende que no puede existir en plenitud por sí sola, renuncia a la tentación de la autonomía, se ofrece a sí misma y recibe todo lo que él tiene que darle, porque un hombre, a cambio, no se resiste a la mujer que escucha su voz. Que lo sigue, que lo obedece, que se le somete. Ella tiene que fiarse, correr el riesgo de perder, si se quiere tener a sí misma.
Ciertamente, el riesgo es mayúsculo: ponerse a sí mismo para siempre en manos de otra persona. Y no hay nadie que te dé un certificado de garantía, una verificación, ni siquiera una póliza de seguros. Nada. Te tiras sin red.
Es un camino arduo y alocado, es un riesgo. Te decides a recorrerlo cuando has madurado, cuando has aprendido a amarte a ti misma y entonces, sólo entonces, eres capaz de gestos gratuitos.
Muchas de mis coetáneas no se lanzan al matrimonio porque, mientras que antes era el único camino «normal», ahora es sólo una posibilidad, y creemos tenerla delante de nosotras más o menos para siempre, en una especie de cristalización de una adolescencia eterna. Y además porque, desde hace muchos años, tampoco las mujeres, como antes les pasaba sólo a los hombres, tienen ya necesidad de casarse para tener una vida sexual satisfactoria. Así, ser muy bellas, inteligentes, cultas y dedicadas a la profesión puede llegar a complicar aún más las cosas. A veces, nos hace caer en la trampa de darle un peso excesivo a la propia autonomía. Renunciar a ella, incluso parcialmente, puede convertirse en algo impensable.
En cuanto al hombre, podrá gustarnos o no, pero funciona así: da con alegría si se siente libre. Si se siente enjaulado, preso o censurado, intenta escabullirse de la relación. Lo puedo decir con conocimiento de causa, yo, que soy una atosigadora de manual y que, en mis momentos de máxima eficacia, veo claramente cómo se despliega un rótulo sobre la frente de mi marido. Es una lista al estilo de Nick Hornby[33]: sitios donde preferirías estar ahora. «Con mi mujer» aparece un poco por debajo de «En una excursión en autobús por la costa amalfitana con demostración de olla a presión y regalo de un juego de paños de cocina», en la posición número 24.726.
Esta realidad, que la mujer lleve inscrita la obediencia en su interior —el hombre, en cambio, lleva la vocación de la libertad y de la guía—, no nos gusta mucho, pero es necesario entender bien el sentido que tiene.
Creo que, al final de nuestra historia personal, y también al final de la Historia (porque la Historia tiene un sentido, tiene un comienzo y también un final), la lógica de la obediencia y del mando será superada. Ahora, sin embargo, la obediencia se ha hecho necesaria a causa de nuestra naturaleza herida, por el pecado original. Con el ejercicio paciente y cotidiano de la obediencia, se puede ir al encuentro del otro y poner límites a nuestro egoísmo. A veces, con el consuelo de todos nuestros sentidos y nuestras emociones. Otras veces, en contra de nuestras emociones.
Porque el amor también es una elección, también es una decisión. Tiene que ver con la emoción, pero la emotividad es sólo una parte suya. La idea corriente del amor, en cambio, invierte completamente la jerarquía y coloca en primer lugar las sensaciones. Los libros y las películas rebosan de esto. Mares encrespados apenas por una emoción, por un vientecillo ligero que sólo hace agitarse la superficie.
Así, a veces, nuestro amor, que nosotros creemos noble y generoso, es cobardón y egoísta, igual de fiable que las sensaciones, o sea, poco. «Por ti atravesaría desiertos y selvas, la noche más oscura y la tempestad. Por lo tanto, hasta luego, nos vemos en el centro a las ocho. Si no llueve».
Una vez que uno se ha casado, el problema de no funcionar sólo con la emotividad surge con toda su violencia. La otra persona, si no se está atento, acaba siendo tan emocionante como un pañal sucio, un montón de facturas o un olorcillo a verdura cocida.
En mi programa personal «No te distraigas, sigue siendo una compañía no repelente», entre los primeros puntos se encuentra éste: aprender a hablar el lenguaje del amor del otro.
Los americanos, que como es sabido son tipos claros y que, cuando entras en su país, te preguntan cordialmente: «Perdone, ¿pretende usted llevar a cabo alguna actividad criminal o inmoral?», también han elaborado un manual sobre esta cuestión; han dividido en cinco los lenguajes posibles del amor, cosa que, al margen de la americanada, tiene su fundamento. Para hacer que nuestros gestos lleguen al otro, hace falta que el otro los comprenda.
Hay quien, si no recibe un objeto concreto, tangible, no se siente amado, como les ocurre, por ejemplo, a dos de mis hijos. Puedes pasar con ellos una jornada maravillosa, colmarlos de atenciones, de palabras, rascarles detrás de las orejas y besarlos, pero si no han recibido un regalo, si no han abierto un paquete, será como si no hubiera ocurrido nada.
Hay quien quiere momentos exclusivos, especiales, dedicados sólo a él, como otro de mis hijos, al cual ya le puedes regalar, no sé, la guitarra de sus sueños, o la PSP, que, después de dos segundos, tropezará contigo, empeñado en estar cerca, en hablarte, en reclamar atención y escucha. Con él ahorramos un montón de dinero, pero al final hay que reinvertirlo en caramelos para la garganta. O en tapones para los oídos, si estás demasiado agotada.
Según este autor americano (se llama Gary Chapman) hay también quien sólo comprende el afecto por medio del contacto físico: besos, abrazos y caricias, que en la primera infancia son siempre necesarios y que después, para la mayoría de las personas, acaban siendo accesorios. Efectivamente, yo los he distribuido en dosis de caballo en los primeros años de vida de mis hijos, hasta hacer que me dieran calambres en los labios. Ahora, aparte de las demostraciones afectivas de mantenimiento, una de las niñas sigue con necesidad de un contacto físico muy frecuente, preferentemente con mi cuello.
En cuanto a mi marido y a mí, desafortunadamente hablamos dos lenguajes distintos, y los dos siguen siendo distintos. Él habla el lenguaje de los gestos de servicio, yo el de las palabras (lo digo por si alguno de mis familiares, amigos o conocidos todavía no lo hubiera comprendido; por tanto, por favor, la verdad nunca; no me interesa: sólo cumplidos).
Así que, para expresarme su afecto, mi marido se transforma en Mister Wolf[34], resuelve problemas (hay un señor Wolf en cada hombre). Entre otras cosas, está entrenado trabajando durante años en televisión, por lo cual también puede entender que un minuto antes de salir al aire no haya nada que funcione, que todo parezca perdido, que la catástrofe —emitir carta de ajuste y notificación— se cierna y que, después, alguien se las ingenie, recurra a algún truco insospechado, qué sé yo, que coja un hilo elástico de las bragas y arregle algún aparato o se saque un alambre del bolsillo y haga que todo funcione de nuevo. Ver la animosa profesionalidad y el ingenio itálico de mis colegas siempre me tranquiliza mucho, me hace pensar que nunca le ocurrirá nada realmente malo a nuestro país.
Sin embargo, yo querría oír de labios de mi Mister Wolf personal alguna declaración impresionante o alguna expresión de admiración para conmigo, formas de hablar cuya existencia creo que ignora; o, si ya queremos exagerar, ese tipo de expresiones acompañadas de un buen ramo de rosas (aunque las peonías y los ranúnculos también me valen, y adoro la lavanda). Mientras que él se afana en mi beneficio con cables y utensilios tecnológicos. «¡Mira qué bonito —me anuncia triunfante, como si me estuviera regalando un diamante—, ahora podemos montar un vídeo directamente en el ordenador de casa, grabando el audio desde aquí!». Dicha posibilidad podría resultar utilísima en caso de que los niños —de los tres a los once años— decidieran de repente largarse los cuatro juntos, sin nosotros, a un viaje de placer por los castillos del Loira.
En cuanto a mí, los primeros años pensaba que era algo impagable, por mi parte, escribir para mi marido una magnífica carta, descuidando detalles pequeño-burgueses como la preparación de la cena, pero algo me dice que él hubiera preferido comer.
«¡Nunca me dices que soy importante para ti!», me lamento. «¿Que no eres importante para mí? ¡Pero si he ido de madrugada a comprarte la Coca-Cola light al drugstore que abre las veinticuatro horas!». En nuestra casa, la Coca-Cola light es un bien de primera necesidad.
Abro un paréntesis. ¿Existe también el product placement para los libros? En tal caso, me permito indicarles a los respectivos directores de marketing cuáles son los artículos de confort sin los que no puedo pasar a diario. En este libro hay espacio para inserciones publicitarias de los siguientes productos: Il Foglio Quotidiano, Giorgio Beverly Hills (no es culpa mía haber sido adolescente en los años ochenta), toda la gama de cremas Sisley, Café Zero y Coca-Cola light (mejor con cherry flavour, aunque no esté a la venta en Italia).[35] A esos bienes está ligada mi supervivencia, además, ¡vale, está claro!, de al Espíritu Santo, que se debe solicitar directamente al Director General, en vez de a los directores de marketing.
Como segundo punto del susodicho programa «Sigue siendo una compañía no repelente», después de la invitación a hablar el lenguaje del otro, yo incluiría la recomendación de encontrar espacios para uno mismo. Creo que es importante hacerlo desde los comienzos de la vida en pareja, cuando se tiende a la simbiosis; pero estoy segura de que llega a ser fundamental cuando aparece la familia. En esos espacios se recuperan energías, se llena el depósito para darse hasta el final en la familia.
Está claro que esos tiempos y espacios no deben colisionar con el otro (no vale pasarse todas las tardes con el amigo del alma porque él sí que te comprende) ni con el sentido común (no vale entrenarse tres horas al día para ser el próximo Ironman porque el ejercicio te hace sentirte muy bien, ¡y así puedes estar disponible para los niños los cuatro minutos que te quedan!).
Parece un consejo trivial, y estaría contenta de que fuera así, pero yo me encuentro con muchísimas personas —para ser honrada, sobre todo mujeres— que tienen dificultad para concederse algún tiempo a sí mismas. Excepto para caer rendidas y lamentarse. A veces, volver a casa media hora más tarde es un gesto de amor, si sirve para recargar las pilas, para hacerse un pequeño regalo. Es una cosa recomendable, sobre todo si, teniendo la posibilidad, no se tiene que encargar de la casa nadie de la familia, sino una cuidadora experta, preciosa e impagable como una mañana de domingo en la que los niños no se despierten a las siete, acontecimiento que se presenta con periodicidad bienal.
Personalmente, aun en los periodos más frenéticos —primeros días de lactancia de los bebés, gripes encadenadas—, yo siempre he intentado mantener algún pequeño canal, a veces debilísimo, de comunicación conmigo misma. En misa, cada día, me quejo directamente al Jefe si hay algo que no va bien, y discutimos amigablemente las posibles soluciones (aun cuando lo más adecuado sería darle las gracias, pero él nunca se ofende).
Y, además, siempre encuentro la forma —a veces realmente fantasiosa e incluso rocambolesca— de hacer un poco de deporte, la carrera, que me acompaña desde que tenía doce años, desde cuando la palabra fitness no existía en Italia, los gimnasios eran naves oscuras y apestosas en la planta baja de las escuelas y la expresión «masa muscular» era de otro planeta. La carrera era para mí, y es, pura pasión y alegría de tener un cuerpo. Si soy capaz de comenzar a correr, muerta de sueño o incluso furiosa con tres o cuatro niños a la vez, entonces puedo acabar y al final no acordarme ni siquiera del motivo.