o
Break on through to the other side[21]
Querido Marco:
Eres la prueba viviente de que el teorema de la película Harry y Sally —los hombres y las mujeres no pueden ser amigos, porque tarde o temprano el sexo se entromete— es falso. Falla raramente, eso es cierto. Pero tú eres un amigo de verdad, de ese tipo cálido y confortable que no puedes dejar de echar en falta, como aquel compañero gordo del instituto al que le confiábamos terribles penas de amor (con lo cual me declaro oficialmente ofendida por el hecho de que jamás hayas alimentado —¿ni siquiera una vez?— pensamientos impúdicos hacia mí).
Tú, a cambio de afecto sincero y confianza, provees la preciosa mercancía del punto de vista masculino sobre las cosas, un eco de otro planeta, huellas de vida en una lejana galaxia.
A ti se te pueden pedir opiniones masculinas sobre los muslos de una misma, sobre el pelo o sobre el tamaño de una falda, temas que no le interesan en absoluto a tus semejantes, a no ser que se encuentren en el momento exacto de disfrutar de los objetos en cuestión.
Aún más, puedes sostener una conversación, con abnegación heroica, acerca del tono que otro ha empleado al responderme. Mártir de la amistad, me has escuchado durante horas enteras durante mis crisis de celos. Examinas conmigo problemas inexistentes, ante los cuales tus semejantes se limitarían a intercambiar una viril palmadita en la espalda.
Prefieres, incluso, hablar conmigo o con otra integrante de tu nutrida tropa de amigas, en lugar de emitir sonidos inarticulados junto con tus semejantes ante un partido cualquiera de un deporte cualquiera, en el que un objeto esférico se agita en todas las direcciones del espacio.
Además, y ésta es una razón que aduciré para abogar por tu canonización, no te enfadas prácticamente nunca.
Por todo eso, y porque te quiero de verdad (¿hace mucho que no te lo digo?), te lo pregunto por enésima vez: ¿por qué no os casáis Chiara y tú?
Probablemente, porque convivís desde tiempo inmemorial y, no siendo creyentes, no tenéis motivos para pedir la bendición de Dios, que según vosotros no existe, ni para hacer oficial vuestra convivencia ante el estado, que no os interesa.
Además, más allá de toda polémica de mala fe sobre las parejas de hecho, sabéis muy bien que a los no casados se les favorece mucho y en muchos sentidos. Por ejemplo, por razones realmente impenetrables para una mente normal, si hay hijos, al no sumar los ingresos de los dos, una pareja que convive tiene muchas más posibilidades de recibir ayudas familiares —nótese el extraño nombre— que un matrimonio. Son argumentos difíciles de rebatir, por lo cual, como se hace cada vez que se pierde terreno, paso directamente al insulto. Eres un cobarde, un crío, un invertebrado.
Ya es hora de que te cases con Chiara y de que renuncies a tener abiertas todas las puertas, de que dejes de mirar alrededor con actitud ambigua, de proyectar irte a París a abrir una crepería o un bar sushi en Manhattan. Qué pedazo de ideas, ¿y por qué no un chiringuito de salchichas en Múnich?
Todo eso son fantasías, no tienen nada que ver con la vida, sino sólo con el halo de emoción que la circunda. ¿Has hecho alguna vez algo concreto en esa dirección? ¿Has pedido ya algún permiso? ¿Tienes alguna experiencia en esos quehaceres? Sigues diciendo que no te vas a morir dependiendo de tu empresa, pero mientras tanto no mueves un solo dedo para cambiar las cosas, salvo el que te sirve para abrir el sobre del sueldo a final de mes.
A causa de una idea cinematográfica de la aventura y del negocio, puede que hayas visto demasiadas películas de Salvatores[22] y compañía, de algún modo te has convencido de que irte a un país lejano para hacer algo nuevo abriría para ti horizontes de conquista. Creo que, más que cualquier vida novedosa, no hay horizonte más aventurero que levantarse cada día como Dios manda.
Además, perdona que te lo diga a ti, un viejo rockero que vive la música, pero ya pasó la época de tus queridos Doors. Break on through to the other side pudo tener su sentido en la América de los años sesenta, pero ahora no. Ahora, tengo la obligación de recordártelo, el verdadero other side es ser leal, cuidar de alguien para siempre, de tus hijos, por ejemplo; la verdadera aventura es gastar la vida en algo serio, no estar buscando siempre la utilidad. Me tienes que explicar qué hay de heroico y de audaz en hacer solamente lo que te apetece. En eso todos somos buenos. La verdadera transgresión es ser leal, y ciertamente no el evadirse.
Además, una cosa es gritar que vas a romper con todo hasta llegar al otro lado antes de que el día destruya la noche cuando eres Jim Morrison en las playas de Venecia en el 67 y otra cosa —porque el sentido del ridículo es un don que pocos reciben— es cantar las alabanzas de la vida temeraria cuando eres el señor Rossi de Zocca[23]. Por no decir cuando eres Marco queriendo darte una vuelta por la parte salvaje de Ostia Lido.[24]
Si tienes que romper con todo no seas miserable. Hazlo a lo grande, con estilo, con clase. Coge todo lo que tienes, véndelo todo y lárgate sin volverte a mirar atrás; arriesga algo.
Tú, en cambio, mientras te arrullas con la idea de la fuga —ésa sí que es una modalidad de pensamiento profundamente masculina— te lamentas solo y no miras lo que tienes. Tienes una mujer inteligente (y deja de una vez de olfatear a las demás, porque si Chiara te deja, eres hombre muerto) y un trabajo interesante, aunque siempre estés quejándote de la asquerosa rutina. Es verdad, eres capaz y podrías hacer algo más de lo que normalmente haces, pero dime qué trabajo no incluye una parte poco creativa y gratificante —y da gracias por no ser, qué sé yo, reponedor en un supermercado o trabajador de una central de llamadas telefónicas a pesar de tener un grado. Quizá también, a veces, a los grandes artistas se les pasa por la cabeza copiar, no siempre se puede escribir la Novena de Beethoven.
Admito que para ti y para Chiara pueda resultar difícil estar casados, aun cuando llevéis años conviviendo (o quizá precisamente por eso), porque el clima cambia. La puerta de casa se cierra y, aunque siempre puede uno escapar, se entra en el orden de ideas de lo definitivo, de lo inapelable. Sólo tengo una vida y la pongo en manos de esta persona. Me rindo. Si se piensa bien, es para sentir escalofríos.
Te comprendo, soy la última del grupo de coetáneos que ha conseguido que la contraten (sin encontrar demasiada resistencia por parte de los directores, la verdad), y soy la única de los antiguos interinos que, al conseguirlo, no lo ha festejado. Ni siquiera unos dulces en la redacción. Un contrato indefinido, qué miedo.
Pero la vida personal es otra cosa. Nada puede sustituir a la fecundidad de una lealtad definitiva.
Afrontarás sin red las diferencias que hay entre Chiara y tú. Porque las hay, por mucho que vosotros, pareja posfeminista apóstol de la no diferencia, os obstinéis en negarlas.
Pero ¡qué igualdad! Yo, que tengo dos hijos varones y dos hijas, te aseguro que hay diferencias desde el primer llanto.
Recuerdo muy bien cuando mi hija Livia, la niña más obediente que pueda existir, cogió una crisis histérica imparable tras el encuentro repentino con el objeto de sus deseos. Estábamos en Loreto, adonde habíamos ido a saldar una cuenta con la Virgen. Tenía un año, no hablaba y no andaba bien. Desde su carrito empezó a gritar loca de alegría para que la acercáramos al escaparate de sus sueños: estaba lleno de muñecas de trapo.
Después de un año de juguetes de tercera y cuarta mano, dragones y monstruos peludos, figuras geométricas de plástico y juegos de construcción, que yo pensaba que darían el mismo resultado que con sus hermanos varones, resulta que por fin podía elegir algo verdaderamente suyo. Una muñeca para acariciarla, cuidarla y darle el biberón. Obviamente, fue imposible resistir, y así Livia consiguió la primera de una larga serie de personitas a las que alimentar con tazas de tierra y hojas del jardín.
Cuéntaselo a las feministas que niegan la existencia del instinto materno.
Su hermana, en cambio, prefiere a pobres y desafortunadas princesas en busca de marido, y recibe a los numerosos visitantes masculinos que llegan a casa, atrevidos jovencitos de entre siete y once años, permanentemente vestida de novia. Nunca se sabe. Un vestido sucio y andrajoso que sólo puedo lavar a escondidas, con la esperanza de que el príncipe azul no se presente justo cuando lo estoy enjuagando.
Son distintos en todo: los varones vienen a la iglesia resoplando, las hermanas me siguen contentas, aunque, como verdaderas féminas, me regañan si no me arreglo lo bastante: «¡Mamá, no se puede ir a ver a Jesús sin maquillar!».
No es que yo sea una desgraciada, una mujer «no liberada» que administra estereotipos con la leche materna: con todos he comenzado de la misma forma, me he pasado tardes enteras maniobrando inútilmente con letras de cartón que supuestamente introducirían a estos tesoros de hijitos en el maravilloso mundo de la lectura. Sólo que, antes de que yo me diera cuenta, la habitación de las niñas se había convertido en una exultación de raso rosa y sobrios adornos de abalorios y lentejuelas, y la de los niños en un arsenal.
Mientras que yo, madre inexperta, leía manuales cuyo único objetivo era convencerme de que la culpa era mía si mi hijo no solfeaba a Mozart o no escribía alguna obra maestra sentado en su orinal, mis hijos encontraron algún modo de desarrollar sin trabas la naturaleza con que los ha dotado el Creador.
Tienes ganas de leerles la Biblia y los relatos cortos de Tolstói: los mayores, si es que se les puede llamar así, son dos buenos lectores, no me puedo quejar, pero ninguna página impresa puede resistir la comparación con la Playstation, cuya fascinación se incrementa con el uso, pero aún menos con la escopeta de aire comprimido. Aunque las realmente irresistibles son las escopetas de verdad del abuelo, que ya hace tiempo, tras su primera jornada de caza, me devolvió al Tommaso más feliz que yo haya visto jamás.
Y las diferencias que empiezan a verse durante la infancia, según mi experiencia, no tienden a atenuarse más tarde. Un varón adulto tiene mirada de cazador, cosa que podría revelarse muy útil si apareciera una perdiz en el pasillo, pero que le impedirá del modo más absoluto encontrar la mantequilla en el frigorífico. No hablemos de cómo se oculta a los ojos del predador el papelito con el mensaje «comprar yogures» dejado en el centro de una mesa vacía (probablemente porque, en casa, no todos consideran que el yogur sea un artículo de primera necesidad).
En cambio, los ojos de la mujer, incapacitados para leer planos topográficos, le permitirán distinguir una alianza en el dedo de un guitarrista a muchos metros del escenario. Porque, para nosotras, entre las informaciones de primera necesidad se encuentra saber si un hombre está comprometido o no.
Cuando hay algún problema, tú quieres encerrarte en tu cueva y que te dejen en paz, y si Chiara te invita a hablar del asunto te da un ataque de urticaria. Ella, por su parte, quiere compartir contigo sus preocupaciones, examinarlas, analizarlas, liberarse de cargas que probablemente olvida una vez acabada la conversación, mientras que tú continúas dándole vueltas buscando una solución para ella, porque «yo Tarzán, tú Jane», y por eso sientes la necesidad de resolver problemas y de proveer. De llevar a casa las presas y de proteger el nido.
Chiara quiere controlar y programar, tú quisieras que las cosas simplemente ocurran, aunque mi modesta experiencia me dice que nunca ocurre que la seguridad social de la limpiadora o los recibos de la escuela de fútbol vayan solos, espontáneamente, al banco a pagarse. Es obvio que estoy con Chiara, que es mi semejante: algunas cosas no se pueden regular ni con una agenda inteligente.
Tu sentido práctico es de subnormal; cada vez que te veo llenando tu mochila de treceañero me pregunto por qué la maestra es tan cruel y no te ayuda; por qué nadie te pone la merienda en la bolsita.
La valentía y resignación con la que has emprendido la aventura del año —comprarte unas gafas nuevas— te ha permitido afrontar el asunto con abnegación masculina y desprecio al peligro: nada menos que visitar al oculista —¡con una cita que había que respetar!— y después ir al óptico.
En cambio, sobre los hombros de Chiara está toda la gestión práctica de vuestra casa y, a pesar de ello —o quizá precisamente porque tu mente está libre de preocupaciones—, te sientes con derecho a pavonearte con tu encantadora colega, a ofrecerle generosamente tu hombro para un desahogo periódico, y si te ves interrogado puedes responder con una imperturbable cara de bronce, a estilo Fred Buscaglione, «y después, adivina, como siempre hemos hablado de ti»[25].
Porque vosotros, los machos, tenéis que sentiros libres, y Chiara, que es una mujer sabia, lo sabe y finge no darse cuenta de tus fantasías.
Y esa misma raíz de inquietud barata, de incapacidad para tener los pies en tierra —que es, por otra parte, el signo de la inmadurez— es la que te hace soñar, cada vez que ves un documental, que te vas a ir de cuando en cuando a hacerte pastor en Nueva Zelanda o pescador en Reykjavík.
Pero ¿adónde vas a ir, sin competencia alguna, sin preparación, como no sea para tu propio trabajo? Un trabajo que harías bien en aprender a amar y en aferrarte a él. Ésos son los (no)problemas de una generación o, mejor dicho, de una parte privilegiada de nuestra generación, que jamás se ha enfrentado al problema de la subsistencia. Y ya está bien, es una suerte tener de qué vivir, no es que yo quiera exaltar la época en que se abandonaba la escuela a los seis años para que lo mandaran a uno a guardar ganado. Pero, al menos, valora lo que tienes.
Y valora a tu Chiara. ¿Qué otra mujer podría soportar tus lloriqueos, llevar sobre sus hombros tu buen humor y tu serenidad? Porque cuando las cosas se tuercen, para vosotros, los hombres, se tuercen, mientras que, para nosotras (sobre todo si somos madres) el mal humor es un lujo: no nos lo podemos permitir. Para una madre no hay previstos días de aburrimiento ni vacaciones ni pausas para evadirse.
La lista de las diferencias podría alargarse mucho más, pero lo que quiero decirte es que quizá precisamente vuestra opción por la pareja paritaria, al menos como declaración de intenciones, al estilo de una especie de «feministas reciclados», os ha llevado a no madurar. A no tomar ninguna decisión nítida y definitiva. Si sois iguales, ¿qué os dais el uno al otro, además de la recíproca satisfacción de algunas necesidades accesorias que no os hacen imprescindibles el uno para el otro?
No queréis engendraros a vosotros mismos uniendo lo que os falta a cada uno, esa semilla de salvación que está en igual medida en el hombre y en la mujer pero de formas muy diversas, y ni siquiera tenéis el deseo de tener hijos. Entre las dos cosas hay una profunda relación.
Mira que yo no te voy a prestar a ninguno de los míos para que te cambie el pañal de viejo. Ya es hora de que penséis en vosotros, ¡dentro de poco será demasiado tarde!
Casaos y tened hijos, porque si no, no tiene sentido estar juntos toda la vida. Si no, es mejor que lo dejéis y os divirtáis. Cambia de mujer cada noche. Nuevas idiosincrasias, nuevas neurosis, nuevos estilos de pelea. No se puede estar juntos durante quince años y no producir nada.
¿Cómo mides tú un año de tu vida? ¿Por amaneceres, por puestas de sol, por risotadas, por tazas de café, como cantaban los bohemios de Broadway en los años ochenta? ¿Cómo sabes tú que ha pasado un año? Eso se mide en gestos de amor, en veces que has sabido negar tus deseos para darte a otra persona, en vida que has sabido transmitir a alguien —no necesariamente a un hijo— más pequeño, más débil, más pobre.
No basta con ser el amigo del alma de muchas personas, y particularmente de una maravillosa y francamente excepcional como yo. Mereces ser enteramente para alguien, porque sabrías serlo de un modo realmente especial. Porque, digamos la verdad, has recibido muchos dones, muchos talentos, cosa que, sin embargo, he considerado irrelevante subrayar. Y es que, de vez en cuando, despierta en mí el modo «mamá de época» y, como una madre de otros tiempos, retomo como parte fundamental y principal de mi misión hacer una lista de todo lo que se puede mejorar. Piensa en mis hijos, pobrecitos, que no se pueden librar de mí. Tú, en cambio, tómatelo como signo de afecto: es decir, que te quiero.
Tu amiga de la otra raza.
C.
Cada vez que veo a un padre tembloroso dialogando con un niño arrogante de cuatro años que pretende categóricamente jugar a algo demasiado peligroso para su edad, al pequeñín que acaba emberrinchado y a él, el presunto cabeza de familia, que acaba transigiendo, y obteniendo del niño, de rodillas y trabajosamente, la promesa de bajarse del columpio a cambio de dar otras siete vueltas en el elefantito rosa, me pregunto para qué se hicieron los padres.
Me lo pregunto cuando veo a hombres adultos maltratados por niños, tratados a patadas alguna vez, con más frecuencia con malas palabras, y sin que el niño reciba a cambio ni siquiera una colleja. Me lo pregunto cuando veo a muchachitos que desoyen a conciencia las llamadas de sus padres, unos padres que gritando «¡Matteooo!» por vigésima vez intentan hacer salir de la piscina a una especie de pequeña bestia ingobernable, y cuando por fin el adorable Matteo se decide a obedecer ni siquiera le tiran el videojuego a la alcantarilla más cercana, así, como suena, sólo para recordarle, con calma, quién manda. Me lo pregunto cuando leo el estupor en los rostros de mis vecinos de sombrilla al ver a niños normales que obedecen, no de buena gana y no siempre sonriendo, pero al fin y al cabo respondiendo a estímulos externos.
Me pregunto quién les hablará a los hijos alguna vez de valentía y de honor, ciertamente no ese padre tembloroso. Quién leerá con ellos Corazón o Los muchachos de la calle Pal, y quién les hablará de Nemechek que muere por no traicionar su deber.[26]
No sé cómo saldrán mis hijos, probablemente más o menos como la mayoría. Hace tiempo decidí que no pretendo tener fenómenos en casa, muchachos geniales o especiales, porque la meta de esta vida es la vida eterna y no el Nobel, o menos aún el éxito. Puede que abran una ferretería, y que les vaya muy bien (basta que no se llame «Algo más que tornillos», sería triste, o «La boutique de la tuerca», sería pretencioso). Pero, entretanto, si yo o, mucho mejor, su padre decimos «Nos vamos», nos vamos sin que el correspondiente debate se prolongue durante horas.
¿Cómo lo hacéis?, me han preguntado alguna vez. No lo sé, porque el padre dice «Cuento hasta tres», pero el caso es que a tres nunca ha llegado, y no sé tampoco qué sucedería si llegara. Sencillamente, nuestros hijos saben que nosotros tenemos pocas ideas, pero claras; no consultamos con ellos cada decisión, y nos hemos ganado cierta credibilidad con algunos castigos simbólicos y, mucho más, con muchísimo tiempo gastado en estar con ellos.
Porque hacerse obedecer desde la hamaca bajo la sombrilla, en decúbito supino, es imposible de conseguir; uno no se hace escuchar sin buena voluntad y dedicación, a menos que use la violencia, pero eso no vale para nada.
Uno de los principios fundamentales de la vida —eres lo que haces— con los hijos se puede comprobar con bastante facilidad, porque ellos ponen en práctica lo que ven hacer, no lo que oyen decir. Oyen con los ojos. Yo, por ejemplo, me permito exponerles a los niños una teoría exhaustiva sobre la importancia de comer solamente a la hora de las comidas, sólo que, en general, desgraciadamente lo hago con la boca llena de queso; yo picoteo mientras cocino, a la vez que les niego a ellos un aperitivo. Y, mira por donde, no me explico por qué, esto de las comidas es objeto de transacciones continuas.
Por el mismo motivo, es inútil extenderles a los hijos certificados oficiales de excelencia para criticarlos después a cada paso que dan; y es difícil que funcione decirle a gritos a un niño «¡No chilles!». Ni se le puede enseñar que no pegue a los otros niños a base de cogotazos.
La autoridad procede del reconocimiento de la autoridad moral, y yo, a ese respecto, tengo cierto carisma. Cada vez que largo una proclama en casa, del tipo «En tres minutos todos en la puerta con los zapatos y las chaquetas puestos», cuando expira el amenazante ultimátum hay gente arrellanada en el sofá mordisqueando algo de comer, peinando a la Barbie, escuchando música o intentando acabar una exploración digital de la propia nariz. En esos momentos es cuando me vuelvo a prometer que me presentaré a las próximas elecciones presidenciales, yo, que sé manipular así a las multitudes. Por suerte, con el padre es diferente. Si él habla, lo escuchan.
El caso es que creo que son sobre todo los padres los que deben retomar su propio papel, con empeño y ganas de hacerlo. Y, en este caso, por una vez, la responsabilidad no es en primer lugar de las mujeres, sino de sus compañeros.
Los padres de hoy deben remangarse hasta los codos y volver a encarnar la ley.
Un padre puede ser un magnífico caballo para un aspirante a Zorro, batirse en duelo con una espada láser, dejarse peinar por peluqueras en ciernes y, después, matar arañas, cazar fantasmas y preparar meriendas maravillosas a base de triglicéridos. Pero, lo que debe hacer fundamentalmente —en vez de ponerse a lloriquear por no poder amamantar, que se lo he oído a más de uno— es guiar, indicar un camino, dar una orientación general y ayudar a ponerla en práctica cada día, establecer límites y dar seguridad.
Puede intentar compartir objetivos y decisiones, sobre todo cuando los hijos crecen, pero eso si sabe también imponerse cuando llega el caso. Porque, a la pregunta «¿Qué dices, Andreuccio, hacemos los problemas?», no existe niño alguno en el mundo que responda «Sí, encantado»; ni tampoco lo hará cuando se le pregunte «¿Qué te parece, volvemos a casa?», mientras se desgañita con los amigos jugando al pilla-pilla, o «Andreuccio, ¿crees que ya es hora de irse a dormir?», cuando está realizando una actividad cualquiera, incluso limpiar las juntas de las baldosas del cuarto de baño, porque a la hora de irse a descansar, para un niño, todo es mejor que la cama.
Sin embargo, cada vez oigo con más frecuencia a padres y madres que siempre piden opinión a sus hijos en asuntos sobre los que son ellos los que deberían dar las indicaciones pertinentes.
Ese proceder se basa en una idea, propuesta por los ilustrados, dominante en la actualidad y que se ha convertido en idea de masas: la bondad sustancial y total del hombre. Si crees que esa personita que tienes frente a ti, colocado en la situación adecuada, sabrá encontrar dentro de sí mismo los motivos y la fuerza para elegir siempre lo bueno, ¿para qué sirve la autoridad? La humanidad se autorregularía.
En cuanto a lo de la autorregulación, probemos a ofrecer en una fiesta de niños de seis años un plato de verduras y otro de caramelos de pura goma y colorante; probemos a decirles delante de un cesto lleno de juguetes: «Poneos en fila y coged uno cada uno, teniendo también en cuenta a los que vienen detrás de vosotros»; probemos a decirles «Apaga la Playstation cuando creas que es bueno que te dediques un poco a la lectura de esta bella paráfrasis de la Eneida».
El que ha elaborado esta teoría no ha visto nunca a un niño sacarle los ojos al amiguito para apoderarse de su cochecito, que ha de ser conquistado forzosamente porque es más grande y más brillante. No ha visto nunca a agradables niñas rubitas destripar a mordiscos un gatito de peluche. No ha visto nunca a niños a los que les llueven los regalos ensombrecerse sólo porque su hermano ha recibido también un regalo «chulísimo».
Y tampoco ha mirado nunca con honradez intelectual a los adultos, que, desde la mañana a la noche, si las cosas van bien, combaten contra su propia inclinación al mal para intentar ser, al menos ese día, personas decentes, poniéndose a veces máscaras que cubren más o menos la gusanera interior.
Eso si las cosas van bien, porque, si no, el susodicho adulto emplea todas sus energías para obtener, desde la mañana a la noche, la máxima ventaja con el mínimo esfuerzo, empezando con un adelantamiento por la derecha y continuando con el trabajo mal hecho o truculentamente endosado a un colega (así le queda más tiempo para cotillear del que ha faltado ese día). Y da vía libre a toda una serie de malas acciones que ni siquiera son demasiado imaginativas —el mal es banal—, pero que se llevan a cabo con tenacidad y perseverancia, para saciar la sed que todos tenemos de poder, de privilegios y de comodidad (que, al final, si se piensa, no es más que deseo de amor y de aprobación). Porque en cada uno de nosotros hay una semilla de mal que nosotros, los católicos, llamamos pecado original, al que nos enfrentamos intentando aprender, durante toda la vida, a desobedecerla de manera creativa, semilla sin la cual no se puede explicar la mentalidad del mundo.
Esta lucha por la conquista de la libertad y la felicidad verdaderas constituye el sentido de nuestra vida, y debemos seguir aprendiendo a ejercitarla hasta nuestro último día, e intentar enseñar a hacerlo a nuestros hijos desde el primero. No solamente por el premio futuro, sino porque así podremos vivir felices ya desde hoy mismo. Y nosotros, los creyentes, pensamos que sin Dios, un Padre bueno que siempre está por nosotros, no se puede vencer en esa lucha.
Todas estas certezas no las sabemos enseñar porque ni siquiera nosotros las tenemos. Ahora la duda se lleva más. Parece más inteligente decir que no se tienen certezas.
A decir verdad, a mí, los hombres que tienen opiniones pétreas y las transmiten de forma tajante y valiente, me gustan muchísimo. No sé, quizá en eso no soy normal, porque veo pocos de ese tipo a mi alrededor, al parecer no hay mucha demanda de dicho artículo. Pero, por lo que respecta a los padres, estoy segura de que no me equivoco. No pueden circular con una pegatina que diga «No me sigáis, yo también estoy perdido» pegada en la espalda. Debería estar prohibido por ley y, si no tienen certezas, las deben encontrar urgentemente desde el mismo momento en que su sucesor sale de la sala de partos.
El problema es que el hombre no sólo está perdido como padre, sino también como hombre.
Será como fruto de otras transformaciones, económico-socio-político-psico-algo, llamadas así por alguien a quien yo no sé responder, pero a mí me parece que hay demasiados hombres en busca de identidad. «¿Sabes cuál es la última tendencia para hombre este verano?», me pregunta mi hermana. Me llama por teléfono desde un sitio de vacaciones mucho más de moda que el mío, que es frecuentado sobre todo por familias modestas de zonas interiores. Llegan a la playa (llegamos, es inútil que me haga la snob) con seis vagones de cestas y bolsas térmicas llenas de comida como para alimentar a todo un club de bolos en gira de exhibición.
No, no sé cuál es la tendencia; en pleno atracón de sandía en la fiesta del día 15 de agosto no se nos ha ocurrido preguntárnoslo. Ahora vendrá el chascarrillo desagradable, la bromita de este año, como los quince últimos.
«Es el …ado del bañador masculino», me revela mi hermana desde su parlanchina localidad.
«¿Qué? ¿El aclarado del bañador masculino?». No escucho bien, pero el aclarado no me parece una gran novedad en cuestión de tendencias, también mi marido enjuaga sus pantaloncitos, hasta la rodilla, porque el agua salada le irrita la piel; y usa el mismo modelo que mi suegro, el mismo desde que lo conozco.
«No, no el aclarado. ¡El realzado! Un corte, ¿qué sé yo?, una costura en la parte anterior del slip que confiere al accesorio una forma particular, digamos que más aerodinámica, y que realza especialmente las dimensiones».
No me gusta, será la edad, pero ese tipo de hombres me excitan lo mismo que el capó de una furgoneta. Vistoso, abultado, pero totalmente inerte. No sé qué porcentaje de hombres se atendrá a esta nueva perspectiva de lo físico, ni si serán sobre todo los más jóvenes.
El hecho es que veo con abatimiento a muchísimos muchachos presumidos, vanidosos, con un ambiguo olor a mujer, que frecuentan al esteticista para depilarse con más frecuencia que yo, que pasan horas y horas en el gimnasio. A mí esta clase de machos me da una impresión «demasiado suave, como el perro de un señorito», como se dice en Perugia.
Sospecho que hay cierta relación entre la pérdida de identidad y los diversos tipos de transexuales, metrosexuales e, incluso, hombres afeminados, en otras palabras, entre el realzado del bañador y la pérdida de una idea común y sólida de paternidad, pero, lo admito, no consigo decir cuál.