Livia y Lavinia

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Cuando se es rosa por dentro, se es rosa por dentro

Queridas Livia y Lavinia:

Pasemos rápidamente por alto el hecho de que ahora sois mis hijas y, también, para ser muy precisos, de que todavía sois niñas de guardería. Así que no os haré las recomendaciones con las que normalmente alegro vuestras jornadas. Demos por descontado lo que ya os he dicho hoy. Por turnos: Livia, hay que dejar el chupete, porque ya eres «un nene», como tú dices, es decir, ya eres casi tan grande como tus gigantescos hermanos varones (uno de ellos ya está en quinto de primaria). Y no, tener un caballo en el jardín no me parece un proyecto factible. Sí, sé que a una verdadera princesa siempre la salva un héroe, pero si aprendieras a bajar sola de la camita sin darte un golpe en la cabeza, sería un gran alivio para mí.

Lavinia: no le des patadas a las cosas cuando pases con aire indiferente, y que sepas que mamá te ve siempre, incluso cuando estás en otra habitación. Y también cuando en el futuro estés en el extranjero, de viaje, si es que tengo que decirte: tira ese cigarrillo. Entiendo que te fascine la estilográfica de oro que me regaló el abuelo y que siempre me quitas para escribir unas anotaciones preciosas (AAEEBOO) en tus dibujos, pero si usaras un modesto bic te quedaría muy agradecida. Puedo comprender que cuando una es rosa por dentro, es rosa por dentro, pero creo que, al menos, en cuanto a la ropa interior podrías hacer una excepción y, aunque lleves unas braguitas blancas el día que encuentres a tu príncipe, no ocurrirá ninguna catástrofe. Demos también por descontado que a vosotras y a vuestros hermanos os queremos más que a nuestra misma vida, yo y ese padre vuestro de mirada lánguida, que cuando os contempla, sobre todo a vosotras las niñas, se derrite; así que ya os ha comprado, prudentemente, unas camisetas con un letrero que dice: «Algún día llegará mi príncipe y mi padre lo machacará».

Ciertamente, habéis conseguido que haga cosas que eran impensables en él, como poneros un par de leotardos en menos de quince minutos, distinguir una sombra de ojos —el elegantísimo matiz rosa años ochenta que os gusta más— de un rojo de labios, y aprender a columpiarse en una hamaca de cinco plazas (se tumbe donde se tumbe, siempre acabáis todos encima de él).

Demos por descontadas todas las cosas maravillosas que se pueden decir de vosotras, el sentido del humor de Lavinia, la sensibilidad de Livia, la inteligencia de las dos, y todos los demás truquillos que nos contamos en privado y que ahora no es momento de decir.

Demos por descontadas igualmente las recomendaciones que serán la banda sonora de vuestros años de primaria: «esa página la tienes que volver a escribir desde el principio»; «¿has preparado la mochila?»; «no, sabes que las Winx no nos gustan, papá y yo no os compramos muñecas que digan: “Siento un impulso frenético de ir de tiendas”».

Pasemos más allá de toda la adolescencia, porque me odiaréis, y todo lo que diga podrá ser usado en mi contra. De todas formas, si no queda más remedio que pintarse, al menos que la raya de los ojos sea del mismo color que la máscara. Sobre el tema del maquillaje, más tarde, cuando seáis grandes, tened en cuenta dos principios básicos: en primer lugar, jamás sin crema base (un minuto de silencio por su benemérito inventor, que merece un Nobel); en segundo, jamás se presta una bolsa de maquillaje de Chanel a una a la que acabáis de retirarle el pecho recientemente.

Finjamos ahora que ya sois unas mujercitas. Sigo con mi trabajo, en el caso de que no se cumpla mi segunda peor pesadilla, la de morirme antes de que lleguéis a ser lo bastante grandes y fuertes. Porque la primera de las pesadillas de mi lista es que os suceda algo a vosotras, pensamiento que por sí solo haría mi vida intolerable, si no me acordara de que la vida misma no es nuestra, sino que está asentada en las manos de Alguien que nos quiere mucho.

No sé cómo será el espíritu de la época en que vosotras empecéis a preguntaros por vuestra identidad. No sé cuánto habrán cambiado los tiempos con respecto a los que yo he vivido; por lo que veo ahora me parece que habrán cambiado mucho.

Lo primero, la adolescencia. Actualmente, en su mayor parte, los (pre)adolescentes me hacen sentirme como una especie de retrasada, con sus vestimentas, maquillajes y actitudes cargados de alusiones a una realidad muy misteriosa —el sexo— de la que yo, a esa misma edad, ni siquiera había oído hablar. Chicas, el tanga sobresaliendo por encima de los vaqueros en segundo de la ESO, olvidadlo: papá os comprará braguitas de flores hasta las axilas; seguro que en alguna mercería de pueblo quedarán dos o tres pares que os vendrán que ni pintados.

No se pueden usar expresiones —que he escuchado con mis propios oídos— como «estoy nerviosa, tengo que ir de tiendas» a una edad en la que yo llevaba el aparato de los dientes, los zapatos ortopédicos y la ropa heredada de alguna prima más entrada en carnes (yo era un palo) o más bajita. Digamos la verdad, era un verdadero callo, pero era demasiado pequeña para darme cuenta de algo.

Ahora, sin embargo, los mismos dibujos animados que os quieren proteger de todos los traumas —fuera la muerte, fuera el miedo, fuera el dolor— están llenos de alusiones a una emotividad barata y al sexo, alusiones con las que os bombardean literalmente desde la cuna. Historias de amor e intrigas de pareja, como si lloviesen los príncipes azules. Y no es suficiente con no ver la tele; de todas formas, de un modo misterioso, todo eso llega a vosotros.

La adolescencia que comienza antes de tiempo proseguirá después hasta el final, hasta la vejez, porque quisiera yo saber cuándo se resigna una a calificarse de vieja, porque los setenta son los nuevos sesenta, los sesenta los nuevos cincuenta y así sucesivamente, desde que Gloria Steinem[18] se inventó ese embuste: cuarentonas con el cochecito marca Smart de Hello Kitty, señoras con las camisetas decoradas con enanitos y mujeres maduras con collares de muñequitos color rosa (vale, yo tengo uno, pero me lo han regalado y, además, hace tiempo que me lo habéis requisado).

El análisis económico no es mi fuerte, aunque tenga veleidades de editorialista, como bien sabe Luca, mi antiguo jefe de redacción que siempre hacía pedacitos mis divagaciones para el telediario: profundas y magistrales estampas de costumbres de los fenómenos económicos. Modificar, seleccionar, tecla «delete». «Pero, Luca, ¡me has quitado la parte más inspirada! ¡Me cortas las alas!». «Te las corto para que no tengas el mismo final que Ícaro. Tienes que darme los datos del Instituto Central de Estadística. Además, no quiero homilías». Me respondía así cada mañana sin alterar su imperturbable expresión facial (pero creo que reía para sus adentros).

En resumen, quizá el análisis no sea mi fuerte, pero como ahora esto no lo está leyendo Luca, puedo dar vía libre al economista que hay en mí y preguntarme si toda esta prolongada adolescencia no vendrá potenciada de algún modo —medios de comunicación y publicidad— por las leyes del mercado. Si acaso no servirá para aumentar hasta el paroxismo falsas necesidades de consumo, haciendo imprescindibles algunos productos que una mujer de cincuenta años debería haber olvidado hace tiempo.

De todos modos, durante la adolescencia, suponiendo que vuestro padre os deje salir solas antes de los treinta años, el juego de la seducción estará en su apogeo. Es el momento en que siempre tienes que estar «a tiro», para atraparlo a él, precisamente a ese único chico que hay en tu campo de visión que no te mira a ti. Un jueguecito de conquista que tiene que ver muy poco con el amor («Me gusta él, porque no me quiere», y todos los demás mecanismos elementales de funcionamiento de la mente humana en su versión más básica) y que obliga a presentarse de forma vistosa, cuidada, a la moda y siempre diferente.

Así que, consumidoras compulsivas llenas de necesidades inducidas: la felicidad de todos los directores comerciales es la mujer soltera con sueldo. También son muy queridos los dink: double income no kids, las parejas que se reparten los gastos pero sin hijos y, por tanto, con un montón de dinero para derrochar.

Lo mío no es pauperismo: la riqueza es una bendición, pero si se usa juiciosamente, con criterio, buscando el bien, el nuestro y el de los demás.

Por tanto, niñas, por eso recibís tantos noes (nunca los suficientes, según las abuelas) como respuesta a vuestras continuas peticiones, para que aprendáis lo antes posible que las necesidades no se sacian con las cosas, aun cuando en algunos momentos me parezca clarísimo que el bolso de Dior de pelo de Mongolia me aportaría grandes beneficios psicológicos.

Sí, porque al educaros a vosotras me educo a mí misma, porque, a decir verdad, yo encontraría algo que vale la pena comprar en casi todas partes. Una vez, descubrí un sombrero irresistible (¿me habéis visto alguna vez con sombrero?), según creo, de los años sesenta, en una tiendecita minúscula de un minúsculo pueblo de las Marcas, que tenía un poco de todo, reunido a partir de los sobrantes de una boutique cerrada hacía ya una vida. Inmediatamente me pregunté cómo había podido vivir sin aquella tienda hasta aquel día. Cuando me fui, seguramente brindarían en la trastienda por todas las cosas de las que se habían liberado. En compensación, enriquecí con un nuevo y prestigioso artículo el pabellón «nunca más sin» de nuestra casa, rico en zapatos, cuadernitos, postales de época, plumas, bolsos, objetos nunca utilizados que en su momento me parecieron esenciales para mi bienestar psicosomático.

Después de la adolescencia, llega la fase de los estudios, que también se dilata mucho en el tiempo: ahora tenemos bachiller, grado, máster, doctorados, becas de investigación y prácticas de empresa. Con lo cual, la entrada en la vida adulta —algo extravagante y audaz, como tener una casa y pagarla tú o una familia propia— cada vez se retrasa más. Así, los hijos, si vienen, se presentan cuando los padres tienen las energías físicas de una persona madura (¿y el cerebro de un adolescente?). En cuanto al sexo, yo no soy una madre amiga, por lo tanto, no vengáis a contarme nada. No nos intercambiaremos los tacones de aguja (de todas formas, yo no tengo) ni la ropa interior de calidad. No os contaré nada personal, porque, lo mismo que Cam en el Génesis, debéis permanecer fuera de mi dormitorio.

Hablaremos, cuando llegue el momento. Os diré fundamentalmente que no os echéis a la calle, eso será algo bueno, sobre todo para vosotras. Nunca os arrepentiréis de haber esperado, de haber dejado pasar un poco el tiempo, de haber dejado tiempo para que las emociones se decanten. Con el sexo se puede dar comienzo a una vida nueva, que es eterna, y con la vida no se juega. Haber roto ese lazo entre hacer el amor y dar la vida ha convertido el sexo en algo triste y cobarde, poco audaz y nada valiente. Darle su peso justo —que es enorme— a hacer el amor lo convertirá en algo increíblemente más precioso y verdaderamente emocionante para vosotras. Y, de hecho, las investigaciones, los sondeos, los periódicos hablan de una pérdida generalizada del deseo o, más bien, de la muerte del deseo por exceso de satisfacción. No es difícil entender el motivo de esa muerte viendo, por ejemplo, la obstinación con la que pedís y esperáis regalos que, una vez conseguidos, pierden gran parte de su atractivo (¿hablamos de esas Barbies abandonadas?, ¿o del pobre monito Ringo que yace en el fondo del cesto?).

Cada vez más, con los años, las mujeres nos preguntamos qué queremos ser. Porque la respuesta no está predeterminada, como lo estaba en otro tiempo, por ejemplo, para vuestra bisabuela, la abuela Irma, que no creo que en ningún momento de sus noventa y seis años se hiciera ni por aproximación una pregunta como ésa, pues estaba ocupada principalmente en mantenerse y mantener a sus hijos.

Poder preguntarse qué quiere ser una, tener delante un abanico de posibles respuestas y no un camino marcado desde la cuna, es sin duda un gran privilegio, como también lo es la libertad. Pero de la libertad, lo mismo que de la riqueza, hay que hacer buen uso. O sea, que en cierto momento hay que responder, hay que elegir y hay que rebelarse contra el juvenilismo y contra la retórica de las sliding doors —la otra vida posible que hubiéramos vivido si hubiéramos cogido el otro vagón del metro—, que ha hecho rica a una generación entera de escritores contemporáneos.

En resumen, chicas, en cierto momento hay que elegir y responsabilizarse. No, no ahora que sois pequeñas: ahora elegimos nosotros, y no se discute (falta sólo una veintena de años, y después podréis olvidaros libremente de las espinacas). Lo siento, pero esta casa no es democrática. Ser entrenadas en la obediencia os hará mucho bien, y sólo bien, para cuando llegue el momento de tomar decisiones. Dentro de vosotras habrá arraigado, esperemos, algo firme, algo tan obsoleto como distinguir el bien y el mal, lo justo y lo injusto.

«¿Quieres decir que realmente piensas que lo que tú crees es verdad y lo que yo creo está equivocado?», me preguntó una vez un colega en el colmo de la indignación, y con un sincero dolor. Había en sus ojos un estupor genuino: «¡Y me parecía una muchacha muy simpática!». Ni que le hubiera dicho que iba por las guarderías distribuyendo alcohol y drogas. Sí, Renato, me reafirmo: por increíble que pueda parecerte, pienso que existe lo verdadero y lo falso. Que no son intercambiables, que non son relativos, qué pretensión la mía, desde mi punto de vista.

Volviendo a la pregunta sobre la propia identidad, nosotras, alumnas de secundaria a finales de los ochenta, crecimos con la idea de que lo tendríamos todo. Estábamos convencidas de ser iguales a los hombres. Entre nosotras y nuestros hermanos varones, en casa no había diferencia, ni tampoco en clase. Estudiábamos sin que ello nos pareciera conquista alguna; llegar a ser médicos, abogadas o profesoras de universidad (estoy pensando en mis compañeras de clase) era algo que se daba por supuesto, y también dábamos por supuesto, en nuestras previsiones, que lo tendríamos todo, trabajo y vida personal. No esperábamos tener que pagar precio alguno, porque ninguna de nosotras puede serlo todo, realizarse en todos los frentes.

Por eso, cuando a los quince años mi abuela Gina —la bisabuela que vosotras no habéis conocido— me echó una bronca por haberme servido la pasta antes que a mi hermano, o sea, antes que al tío Giovanni, me iba a morir de la risa. En la lucha cotidiana por la conquista de la propia comodidad, en casa, darse codazos entre hermanos no era la prueba de una lucha de sexos, sino de una lucha por el espacio vital.

La idea de la abuela era que, en la mesa, las mujeres se debían sentar después de haber servido la comida a los hombres, aun cuando también ellas hubieran estado trabajando en el campo. Tenía debilidad por mí —llevo casi siempre sus pendientes y su Madonnina está en el centro de mi casa—, pero yo le parecía bastante marampta, que en el dialecto de Perugia significa «despreocupada». Digamos que yo no era una mujercita de su casa. Abuela, no lo creerás, pero he aprendido a planchar y a medir la fiebre poniendo la mano en la frente, con sólo dos décimas de error.

Ahora te escucharía de otra forma. Ahora, nosotras, las mujeres, ya no estamos obligadas a ser criadas, pero podemos elegir servir por amor y como respuesta libre a nuestra vocación.

Nosotras somos muy distintas de los hombres, ni siquiera somos iguales en oportunidades. No somos iguales para nada, y no reconocerlo es fuente de sufrimiento seguro, como cada vez que se niega la verdad.

Entre la abuela Gina y nosotras, y todavía más entre ella y vosotras, niñas, se consiguió la emancipación de las mujeres, se libraron las batallas feministas que fueron su motor y se llegó a la inserción, ahora prácticamente obligada, en el mundo del trabajo. Y nos olvidamos de que no se puede tener todo: trabajar como un hombre y estar en la casa como una mujer.

No es que reneguemos de todos estos cambios, por favor. Cuando nacieron, mis abuelas no podían votar, y en la televisión de los años sesenta un comentarista podía decir imperturbable: «Las mujeres son como el pulpo, mejores cuanto más se las golpea». Lo sé porque vuestro padre sólo me deja ver Rai Storia, qué aburrimiento, no ponen nada que pase de los años setenta, te esperas una comedia romántica y te tragas un especial sobre los suburbios de Roma en la posguerra. No obstante, así he aprendido que para elegir a una buena mujer hacía falta estar seguro de que fuera una mujer che piasa, che tasa e che la staga in casa[19].

Todo esto está ya tan lejos de vosotras, gracias a Dios, que ni siquiera hace falta que hablemos de ello. No es ya una amenaza para vuestra vida de mujeres adultas.

Pero la reacción contra esas injusticias ha ido mucho más allá.

El feminismo fue, a su modo, una primavera. Fue la explosión de una exigencia de sentirse amadas, comprendidas y valoradas. Sólo que tomó el camino equivocado, el de la afirmación de uno mismo. También nosotras acabamos entrando en la lógica del poder; en cambio, tendríamos que haber echado abajo esa lógica que rechazábamos. Con lo de nosotras me refiero a nuestras madres y hermanas mayores.

Al final, fue peor aún para nosotras. La emancipación —que surgió por una exigencia de justicia— llevó a una idea distorsionada de la paridad. La paridad no es igualdad. Es dar dignidades parejas a dos identidades que no podrían ser más diversas. Vosotras lo veis claro con vuestros hermanos, ¿no es así? ¿En qué os parecéis, aparte de en el desorden, el gusto por las grasas hidrogenadas y los colorantes, y cierto talento para llenar de manchas indelebles cualquier ropa u otro tejido con el que os pongáis en contacto, como cortinas, manteles y cojines, mejor cuando no tienen forro protector?

El Génesis —el comienzo del «libro gordo de Jesús» como decís vosotras—, cuando cuenta la creación del hombre a imagen de Dios sólo dice «macho y hembra los creó». No dice una criatura inteligente, libre y dotada de alma. Ninguna de esas cualidades fundamentales es la primera de la lista a la hora de describir los orígenes. Macho y hembra.

Ahí está, ante todo, nuestra identidad.

La de la mujer, su genio particular, es la acogida. El feminismo ha negado tal cosa, y nos ha jorobado. Porque cuando se traiciona la propia naturaleza se pierde el juicio, y conozco a muchas mujeres que viven así (a algunas también las conocéis vosotras, aunque sois demasiado pequeñitas para daros cuenta). Están tristes, furiosas, amargadas, resentidas, celosas. Están divididas en su interior.

Queriendo afirmarse se deforman, porque nosotras estamos hechas para acoger. Lo dice también nuestra misma conformación física, y el hecho de tener la capacidad de hacer sitio a otra persona en nuestras entrañas.

Muchas mujeres luchan con los maridos, con los compañeros, y llegan a ser insoportables. Sólo porque no han comprendido el secreto de la acogida, ni tampoco el de la sumisión, ni el de la obediencia como acto de generosidad.

«Bernardo, según tú, ¿qué cosas tenemos en común nosotras, las mujeres, con vosotros, los varones?», le pregunto a vuestro hermano que, como sabéis, desde lo alto de sus ocho años nos ilumina a todos con su sabiduría filosófica. «Que todos somos seres vivos», responde, tras haber reflexionado y masticado concienzudamente varias croquetas de pollo. «Pero, Berni, un árbol también es un ser vivo. ¡Tendremos algo más en común!». «No se me ocurre nada», corta secamente, probablemente no muy bien dispuesto hacia el otro sexo, por un exceso de presencia y de ruido en casa y en la escuela, rodeado como está de madre, hermanas, maestras y compañeras enojosamente extrovertidas para él, joven oso en ciernes de poquísimas palabras.

Por tanto, somos distintas de los hombres, y creo que cuando os lleguéis a preguntar qué queréis ser deberíais tener eso en cuenta. Así se realizará vuestra vocación a la acogida que, de algún modo, quedará integrada en la vida que escojáis, y no rechazada ni sofocada. Por curiosidad, que sepáis que vuestras respuestas típicas ahora son «bailarina» y «médico de caballos». «Pero —además dices tú, Livia— también quiero ser la que busca los piojos», es decir, una mamá. Qué alivio, porque yo debería ser un modelo para vosotras. Paciencia si os parece que mi rasgo más característico es el arte de eliminar parásitos.

En fin, ¿qué puedo deciros? Espero que vuestra generación de mujeres sea una generación pacificada, que podáis realizar vuestra identidad más profunda eligiéndola conscientemente. Por eso, aunque sea un deseo pasado de moda, espero que, ante todo, seáis fuertes y, por tanto, acogedoras, abiertas a los demás, capaces de unir. En una palabra, buenas. Si podéis.

Con amor,

Mamá

Ya está, lo sabía, otra vez me ha pasado. Me ha vuelto a salir el tonillo de telepredicador. Me pasa de vez en cuando, y no es lo peor que me sale cuando alguien se pone a tiro, sobre todo si ha superado los nueve años. Pero no puedo hacer nada por evitarlo.

El hecho es que me veo rodeada de mujeres que sufren o, al menos, que están inquietas, en búsqueda, insatisfechas. Aunque aparentemente lo tengan todo.

De hecho, cuanto más tenemos, más trabajo nos cuesta —y aquí tengo que pasar a la primera persona del plural— tenerlo todo a la vez, renunciar al hipercontrol, al perfeccionismo.

En mis primeros años de mujer y madre, y por casualidad también de trabajadora, cuando se encendía mi teléfono móvil la pantalla me decía: vas con retraso. Así, de tanto recordármelo, ya apenas me hace efecto.

Creo que, para empezar, debemos dar un paso atrás en la vida personal. Se nos exige mucho, demasiado: la emancipación nos ha dejado agotadas, sobrecargadas. Trabajo, marido, hijos, casa, relaciones sociales y todo lo demás que cada una sabe. Sencillamente, no es posible hacerlo todo, y hacerlo además sonrientes y en buena forma, arregladas y elegantes.

¡Santo cielo!, sobre lo de arreglarse corramos un tupido velo. Por poner un ejemplo, en mi peluquería soy una paria, me presento dos veces al año con una pinta inadmisible, con la ropa que conservo planchada después de una semana de trabajo, y siempre tengo que irme con el pelo chorreando y, mientras, estoy allí inclinada y silenciosa para aprovechar ese precioso tiempo —¿sentada?, ¿sin hacer nada más?, ¿en qué otro momento voy a tener la oportunidad?— leyendo uno de los sesenta o setenta libros atrasados apilados sobre ese estante que me mira con desaprobación cada vez que paso a su lado. No hablemos de la desaprobación del peluquero por mi pelo abandonado hasta el extremo.

En cierto momento, hay que dar un paso atrás, y aceptar con serenidad que vas con retraso o, con más precisión, que no eres perfecta.

No me viene a la cabeza ninguna mujer que yo conozca que no se queje de no tener bastante tiempo, que no se encuentre agobiada.

A ese respecto, podría ser útil aprender a hacer las cosas con rapidez, y la que lo consiga que me diga luego cómo se hace, porque yo tiendo a tomarme cada cuestión como decisiva y no negociable, cada jornada como una final del Campeonato de Europa, cada conflicto como un desastre.

Cada vez me doy más cuenta, casi con estupor, de que, a pesar de todo, al final se sobrevive, casi siempre. He aprendido con sincera sorpresa que ninguno de mis hijos se muere porque pille un puñado de microbios; porque mientras tú acabas, arrodillada, de darle el último fregado al suelo, ellos se te acerquen gateando con un zapato enfangado en la boca (y esperemos que sea fango); sobreviven igualmente aunque se hayan comido una porquería que alguien les haya comprado, o si les enciendes la televisión para que vean algo irresistible para ellos y acabas cayendo rendida en el sofá junto con ellos cuando el sueño es realmente excesivo; sobreviven también si, cosa increíble, durante un año entero no eres representante de padres, y te pierdes una reunión en el colegio referente a la oferta formativa de la escuela, y eso que cuando yo voy leo otra cosa por debajo del pupitre porque para entender el dialecto «escuelés» me hace falta un intérprete.

Con seguridad, hace falta aprender a reducir las propias expectativas y, si uno está casado, a fiarse de la persona que tiene al lado, de su forma de hacer las cosas (aun cuando, que quede claro, mi forma de quemar las empanadas no la acepta nadie en nuestra casa), a delegar, a renunciar al control total, a optar por hacer menos de todo.

La mujer no funciona cuando pone su seguridad fuera de sí misma: en el éxito de lo que hace, en los hombres, en el trabajo o en la belleza, y no en el Único que le puede dar esa seguridad.

La mujer está perdida cuando se olvida de quién es. La mujer es, principalmente, esposa y madre. Tiene que ofrecer espacio y protección. No sólo en los estrechos límites de la familia: somos capaces de hacernos compañeras y madres de todas las personas que entran en nuestro horizonte (si alguna de mis sabias y acogedoras amigas me quiere adoptar, aquí estoy: no soy orgullosa, no me ofendo y me vale con una adopción a distancia, con la consigna de que las comidas las podéis traer a casa; somos seis, pero los platos os los devuelvo lavados).

Como dice Edith Stein, el alma de la mujer ha de ser extensa, o sea, abierta a todos; cálida y luminosa para ayudar a crecer también a las florecillas que tienen dificultades; llena de paz, porque cuando llega el temporal las yemas que brotan puede que no prosperen; reservada, porque hay momentos en que las intrusiones de fuera son tan peligrosas como una tromba de aire; vacía de sí misma para dejar sitio, porque se necesita terreno fértil para que algo crezca; dueña de sí, porque debe estar preparada para servir; y no esclava de sí misma ni temerosa de sus estados anímicos como de una tormenta de granizo que se pudiera desencadenar en cualquier momento.

Nuestra alma es extensa, ciertamente, porque nos interesan los asuntos de quienes están a nuestro alrededor. No siempre con la más noble de las intenciones. Basta decirle a una amiga que debe callarse para que rápidamente telefonee: «Era sólo para decirte que me he enterado de una cosa, pero es algo reservado», y está claro que la amiga tampoco se callará. No por hacer daño, no; sino por su propio bien, faltaría más.

No era ésta exactamente la idea que tenía de la grandeza de ánimo Edith Stein, que antes de llegar a ser santa y patrona de Europa con el nombre de Teresa Benedicta de la Cruz era una cultísima filósofa discípula de Husserl, y que ha escrito sobre la mujer páginas fundamentales.

Nuestra dotación básica no es habitualmente un alma silenciosa y reservada, al menos, la mía no, digamos la verdad, aunque sería el sueño de mi marido, que nunca me encuentra tan irresistible como cuando tengo cuarenta de fiebre y decido meterme en la cama bien calladita y con hielo en la cabeza. No obstante, es verdad que debemos aprender el silencio: sin silencio no se escuchan las voces más débiles.

Sólo así, trabajando primero ese silencio, podremos hacer que nuestra alma se vacíe de nosotras mismas y se recoja, para dejar sitio a los demás, para proporcionarles un modo de hacerse escuchar.

Es cierto que somos cálidas, a veces demasiado, con una calidez no siempre equilibrada, por lo menos yo. En este sentido, los hombres tienen más lucidez que nosotras, y deberíamos aprender de ellos.

Pero si nosotras no mantenemos vivo el trabajo de acoger a los demás, nadie lo puede hacer en nuestro lugar con aquellos que nos han sido confiados. Como dice Billy Joel, un «filósofo» menos profundo que la Stein pero de textos más pegadizos, la mujer puede sacar del hombre lo mejor y lo peor que lleva dentro (¿quién de nosotras no se ha enorgullecido al menos una vez al escuchar Always a woman[20]?). El mundo está en nuestras manos, por tanto, está en un mal lugar, porque nosotras nos hemos extraviado. Es algo muy evidente que, a nivel de relaciones humanas, de crecimiento personal, de la educación, somos nosotras las que tenemos que sostener el frente, que hacer la mayor parte del trabajo.

Por eso, si nosotras traicionamos nuestra naturaleza, se acaban las relaciones.

Las mujeres que han llegado al extremo de la traición, a menudo víctimas de acontecimientos en los que se han extraviado, y han llegado a abortar, se echan una gran carga a la espalda. Son mujeres heridas y necesitadas de ternura, porque admitir que una se ha equivocado tanto en la vida es muy doloroso.

Junto con ellas, todas nosotras debemos aprender el don de la acogida, un don con el que se transforman los demás y, antes que nadie, el hombre que tenemos al lado. La mujer «realizada» ama ante todo. Escucha, consuela, anima, perdona, une y les hace sitio a los demás. Pone la ternura en su familia. Construye al padre con su sumisión, porque lo pone por encima de ella, le confiere autoridad. Se fía porque sabe quién es, y no tiene miedo a perderse dejando que gane otro, mejor dicho, que gane el otro.