Monica

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¡Hacia el infinito, y más allá!

Querida Monica:

Me preguntas que por qué deberías casarte.

Yo, como dice mi amiga Giulia, una valiente recién casada de veinticinco años, le daría la vuelta a la pregunta y te la haría a ti. ¿Cómo puedes pensar en no casarte?

¿Cómo piensas afrontar toda una vida —que además sería la única que hay— con un hombre solo, dejando la puerta de casa entornada para irte en caso de que algo no funcione?

Es obvio que habrá algo que no vaya bien. Venga, seamos razonables: se trata de un hombre solo dando vueltas por la casa; siempre es lo mismo, un lote completo que incluye la frialdad periódica, el dominio del mando a distancia y los silencios repentinos. Alguien que te pregunta cómo estás y que después se va de la habitación cuando estás empezando a responderle, que durante años no conseguirá acordarse del nombre de tus amigas (pero sí del de la Solarino[10]), y que nunca sabrá apreciar del todo la sutileza de tu crítica cinematográfica, capaz de analizar una película, directamente en la sala, susurrándosela a él en primer lugar en exclusiva mundial.

Vale, pero esto son sólo minucias. Yo misma te he oído decir algunas cosas rotundas sobre Domenico, y no he visto que por tus ojos pasara ni la más mínima sombra de duda, unos ojos felices al hablar como nunca lo han estado desde que te conozco.

Basta la perspicacia de una oveja para darse cuenta de que estáis hechos como dos piezas que encajan una en otra, como los rompecabezas de patitos de madera de mis hijos que, dicho sea de paso, nunca consigo armar. Siempre pongo la cola en la parte del pico, y los niños empiezan a ser más hábiles que yo con sus manitas pringosas más o menos desde que cumplen los veintitrés meses (con el ordenador superan mi torpeza manual hacia los tres años). Tú eres su entusiasmo, él tu equilibrio. Él es tu impulso genial, tú eres su brazo. Y no me gustaría seguir como si estuviera escribiendo la letra para alguna canción de un concurso de segunda fila, pero tú me entiendes.

Es cierto que también tiene algunos defectillos: se viste como un daltónico; tiene una pasión insana por la vida al aire libre y se aplica con entusiasmo a enseñarte a reconocer la llamada de la abubilla, cuando el único sonido que tú querrías escuchar es el rumor del lavavajillas mientras estás leyendo en el sofá; es un maniático de los complots y siempre intenta explicarte las tramas secretas que manejan los hilos del mundo, cuando a ti te cuesta trabajo recordar lo que sucedió ayer, y eso en su versión más simple y corriente.

Pero sobre los fundamentos de la vida estáis en perfecta sintonía, y sobre lo que de verdad importa, lealtad, solidaridad, bondad, es exactamente como tú querías que fuese. Habíamos hablado de esto muchas veces antes de que os fuerais a vivir juntos, en aquellos años interminables en que siempre estabas sola, y nos esforzábamos en imaginar cómo se presentarían ante nosotras nuestros míster Persona Apropiada.

«¿Lo encontraré haciendo la compra embutido en un repelente chándal? —te preguntabas angustiada—. ¿O será el compañero de trabajo nuevo que llega mañana?». Con motivo de tal acontecimiento hiciste un montón de compras que culminaron en aquel vestido ajustadísimo de Givenchy, todo para nada; Dios mío, todo para nada no, porque al final te lo pusiste cuando te decidiste a salir con el pseudoamigo que te quería desde siempre, con Domenico, porque reconociste que tú también estabas enamorada de él.

Él te esperaba con la lengua fuera, porque ya se sabe que nada atrae más a un hombre que un no, o que un teléfono que comunica, o que una puerta cerrada (yo nunca he conseguido hacerlo, pero las mujeres estilosas saben cómo se hace).

Entre las razones para convencerte de que te cases, yo no incluiría lo de que los preparativos ya están muy avanzados. ¿Quién se iba a preocupar de eso si finalmente decides no casarte? Afortunadamente, habéis decidido mantener la calma y casaros mucho más por el sacramento que por las demás razones. Está claro que no os casaréis para sacar de apuros al peluquero que, por la módica cantidad de ochocientos euros, se había ofrecido a montarte una especie de croqueta blanca en la cabeza y ponerte, como mínimo, tan ridícula como la maquilladora que te había hecho aquella prueba que podría llamarse «cara de zorra».

Perfil bajo, ágape en casa, elegancia sin estridencias, porque las fiestas de bodas están tan sobrevaloradas como la comida ecológica (que se consume entre bocanadas de contaminación) y casi siempre son tan horteras como unas vacaciones en el Mar Rojo. Por tanto, no pienses en esas cosas, aún estás a tiempo de volverte atrás con poquísimos daños materiales, salvo la crisis histérica de tu madre que pensaba que ya te había encasquetado.

Pero precisamente la sobriedad de vuestra boda, en mi opinión, es un presagio añadido de vida feliz, porque ahora todo el mundo celebra «el día más bello» (pero ¿quién se habrá inventado eso?) con tonos cada vez más triunfales. Esa sobriedad sirve para intentar darle un mínimo de sentido a una ceremonia que para muchos ya no tiene ninguno.

Está claro que no tendrá lo de la «consumación» de la primera noche, que ya es un recuerdo remoto, que si no fue en la primera cita poco le faltaría; es posible que dos que viven juntos, decidan casarse probablemente buscando «un revulsivo»; Dios, llamado a ratificar la unión, es una especie de sombra vaga que se mueve al fondo. Y puede que ni siquiera llegara a eso, a esa sombra al fondo, si no fuera porque las iglesias proporcionan una escenografía más romántica, más solemne, con todo su aparato de velas y de pinturas, la mayoría de las veces privado de significado por los asistentes.

¿Qué te puede aportar entonces el álbum encuadernado en piel con las fotos de ella a un palmo de él, la cena con trescientos invitados y el cochazo alquilado? Se me ocurre que, la mayoría de las veces, hay una relación inversamente proporcional entre los vulgares excesos de la boda y la solidez del matrimonio.

Tu ceremonia, mesurada, elegante, coherente, es el preludio del nacimiento de una verdadera familia, estoy segura.

Pero, con el «día D» que se cierne sobre ti, según lo veo yo, aparece siempre una duda posible o, más bien, una duda obligatoria. A mí también me pasó, a pesar de que estaba convencida, a pesar también del escenario perfecto, que no hubiera podido ser mejor ni aunque lo hubiera diseñado Nora Ephron: imagina, yo con trece años menos y sin los cuatro hijos y con un poquito más de vitalidad —elementos todos que, según el director del casting hubieran pesado lo suyo—, un pequeño restaurante italiano en Nueva York y los mejores spaghetti con tomate y albahaca (variante sin meat balls) que he comido en mi vida, pero no se lo vayas a decir nunca a mi madre.

Y es que las palabras «¿Quieres casarte conmigo?» siempre causan su efecto, aunque una se las espere, y aunque las haya solicitado con sutiles presiones psicológicas («¿No tenías que decirme algo? Si me quieres decir algo, ¿por qué no me lo dices ahora que el escenario está a la altura del momento?»).

Luego la cosa sucede, y te sorprende. «Pero ¿qué ocurre? ¿De verdad lo está diciendo? ¿Y si después de todo me he equivocado? ¿Y si cuando nos vayamos a vivir juntos descubro que los domingos se pone un chándal de papel plastificado? ¿Y si acaba embruteciéndose, y si emite ruidos molestos, y si quiere también un espacio para él en el estante del cuarto de baño, en ese estante que, desde que el mundo es mundo, es todo mío?».

Yo explicaría tu crisis, más bien, como la reacción normal de quien hace una elección de una vez por todas. Una acción obsoleta en un mundo que exalta la duda y la provisionalidad como caracteres distintivos de las mentes libres e ilustradas.

En cambio, es evidente que elegir es siempre decir un no junto con el sí que se está diciendo. Imposible escapar. Incluso el que cree que no elige, en realidad, está escogiendo un camino único. No escoge todos los demás. El que decide que prefiere relaciones ocasionales está diciendo que no a la complejidad, a la profundidad, a darlo todo si quedarse con nada. Quien se decide por el compromiso definitivo dice que no a muchas otras cosas; puede que a la ligereza y, con seguridad, a la independencia. Tú estás por decirle que sí a Domenico (porque se lo dirás, está claro, a no ser que quieras que te persiga con mis reprimendas los próximos quince años) y estás por decirle que no a ese colega tenebroso tuyo, y además a todas las personas de tu pasado y de tu futuro, y también al trabajo free lance[11] en Bruselas, al contrato en Pisa (de casados sería oportuno vivir juntos, si es posible), y a todas las demás Monicas posibles que todavía de vez en cuando te rondan para que las tomes en consideración. La ansiedad forma parte del procedimiento. Todos los días de tu vida hasta que la muerte os separe, efectivamente, podrían ser muchísimos días.

Pero ¿de qué sirve vivir si no construyes algo que te supere?

Si se deja abierta la posibilidad, está claro que a uno le asalta la tentación de largarse al menos una vez cada cuarenta años (a alguna con más frecuencia aún, generalmente después de la novena hora de repeticiones y comentarios sobre las excelencias de Totti[12]).

Pero eso sería un error. Un gran, estupidísimo e irreparable error, porque en el lote completo del matrimonio entra esa adhesión total a que aspira todo corazón. Hay uno a quien puedes mostrarte toda entera, y sentirte amada así. Hay uno al que aprender a amar siempre más profunda y completamente, de un modo que ni siquiera puede soñar el que no ha elegido a una sola persona para toda la vida, full optional[13].

Y hay «muchas más cosas que no puedo decir aquí», como diría Gino Paoli[14]. No puedo, no soy capaz y soy demasiado pudorosa, pero, fíate de mí, una relación estable puede reservarte sorpresas desde todos los puntos de vista.

Serás feliz por haber esperado que se convirtiera en marido tuyo, aunque puede que ahora no te guste haberte metido en algunas historias precedentes como tributo al consumismo sexual que respiramos en el aire de esta edad de la razón.

El problema no es tanto que fueran relaciones prematrimoniales, es que eran relaciones extramatrimoniales. No hablaban de unión, no eran la continuación natural de una donación cotidiana, continua y definitiva de ti. No eran tu proyecto de vida.

Algo muy agradable, ciertamente, quién lo niega, pero que no tiene nada que ver con lo agradable que puede ser el amor físico cuando se ama con entrega total, compartiendo cargas, espacios y tiempos. Cuando se supera la fase de cansancio y, como en un videojuego, se pasa al nivel superior, descubriendo nuevos territorios. Es verdad, limpiar vómitos de recién nacido puede que no sea el no va más de la excitación, eso sí, pero después se vuelve a la vida. Se sale del túnel.

Porque, además, el viejo truco (desde que pasó lo de la manzana) es siempre el mismo: hacernos creer que autodeterminándonos, siguiendo inmediatamente todas nuestras emociones, somos libres y felices, no como esos pobres reprimidos que esperan el más allá como premio de consolación.

Nada de eso es verdad. Veo a un montón de infelices ejecutores de sus propios caprichos. En cambio, como escribía Chesterton, «no hay nada más transgresor y excitante que la ortodoxia». El matrimonio es divertido, y natural, y responde a nuestras necesidades y a nuestros deseos de felicidad.

Mi marido no lo admitirá nunca ante testigos oculares, pero hasta él está contento de haberse echado a la espalda la carga de esta ridícula criatura que olvida las patatas en el horno y se acuerda de ellas a treinta kilómetros de casa, y así y todo se empeña en buscar el lado positivo del asunto (todavía no lo he encontrado, pero debe haberlo, estoy segura); que, de vez en cuando, se da cuenta de que se ha llevado a las niñas de paseo sin braguitas; que, después de muchos años, sigue sin conocer más que tres itinerarios en Roma y que siempre los toma, aun cuando el sitio a donde vaya sea totalmente distinto, con fe ciega en que la Providencia la conducirá de algún modo a su destino.

El matrimonio es un exoesqueleto que nos defiende, ante todo, a nosotros, hombres y mujeres que hemos elegido este estado. Nos protege de nuestra inconstancia, nos viene bien. Nos anima a encontrar caminos nuevos cuando los viejos parecen no tener salida (tengo que comprarme un navegador), nos dice quiénes somos en una confrontación continua con otra persona que lo sabe todo de nosotros y de nuestro egoísmo. Y es divertido, puede que ya lo haya dicho antes, pero ¿qué esperas de una que olvida las patatas en el horno? Ah, acabo de darme cuenta de cuál fue el lado positivo: que la casa no ardiera. También se puede tener una vida matrimonial satisfactoria si, cuando estéis en la cama, en silencio, y a ti te parezca que estáis en plena crisis de pareja, y le estés dando vueltas a la cosa en secreto, preguntándote a qué punto ha llegado vuestra relación, lo ves a él mirando fijamente al techo en silencio. Si te dice que no piensa en nada, fíate de él: no piensa en nada. No creas que está pensando en dejarte. Si mira fijamente al techo, estate segura de que está produciendo pensamientos que no tienen doble fondo alguno, por ejemplo: a) mira qué agujero, tengo que darle una mano de escayola; b) esperemos que el domingo nos toque un buen árbitro; c) me tomaría una cerveza pero no tengo ganas de levantarme. Y vuestra relación no estará en crisis: se trata solamente de que sois distintos.

Realmente, al principio hay que suavizar muchas aristas, como su forma insensata y torpe de usar los paños de cocina y tu tendencia a dejar que se pudran los pepinos y los tomates en el cajón de verduras del frigorífico. Y algún día podrá parecerte inconcebible el modo en que tu marido deja la ropa abandonada en lugares incoherentes. E incomprensible su habilidad para cambiar de canal cuando va a llegar el beso, irrefrenable su obstinación en tachar siempre de la lista de la compra lo más importante, justo lo imprescindible para preparar la cena. Impenetrable el muro de su sueño cuando los niños lloran de noche. Imponderable el hecho de que las enfermedades de los niños se presenten exclusivamente cuando él está fuera en viaje de trabajo, y cuanto más lejos esté más alta será la frecuencia de los ataques de tos. Imprevisible su elección del momento en que decreta que hay que airear la habitación, sin importarle el hecho de que fuera esté helando y tú le estés poniendo el pijama a los niños. Inexplicable su incapacidad de hacer más de una cosa a la vez, y no me refiero a escribir un tratado de filosofía y tocar simultáneamente el violín, sino a algo así como hablar y calentar un biberón.

Sólo hay una manera de limar las aristas. Tendrás que aprender a ser sumisa, como dice San Pablo. O sea, a ponerte debajo, porque tú serás la base de vuestra familia. Tú serás los cimientos. Tú sostendrás a todos, a tu marido y a tus hijos, adaptándote, aceptando, dejando pasar las cosas, dirigiendo con dulzura. Quien sostiene el mundo es el que está debajo, no el que se pone por encima de los demás.

Sólo lo podrás hacer tú, porque, entre Domenico y vuestros hijos, serás la única mujer adulta y, por tanto, elástica, tierna, sólida, resistente, paciente y prudente.

Acabemos con las hembras alfa y los machos omega. Tendrás que aprender a aflojar las riendas, a renunciar a la tentación del hipercontrol. No podrás dirigirlo todo, tendrás que hacer un acto extremo de humildad y confianza, y dejar hacer a tu marido. Aun cuando apostarías diez a uno a que tú eres la que lleva razón. Haz la prueba. Y no digas «no me da la gana». Muérdete la lengua y ten el valor de esperar a ver qué sucede si el mundo se queda sin una opinión tuya. Las cosas no se realizarán a tu modo, pero, increíblemente, el mundo tendrá una razón para hacerlo así. Y él empezará a pedirte tu opinión, dado que no se la quieres imponer.

Renunciar al control quiere decir también que él es el Ministro de Hacienda y, puesto que te fias de él, tienes que resistirte a la tentación de controlar las cuentas. Nada de debates parlamentarios sobre presupuestos, finge que el gobierno ha planteado una moción de confianza y dásela.

Cuando tengas que criticarlo, hazlo con respeto, y sin humillarlo, aun cuando estés segura de que la crítica es indispensable. Si puedes esperar a mañana por la mañana, mejor.

Cuando se haya pasado las últimas veinte horas pintando el salón en ese tono gris perla pálido del que tú sentías una necesidad urgente e improrrogable, evita insistir en que ha llenado de gotas el parqué.

Cuando se haya tirado toda la mañana haciéndole la revisión al coche, porque tú eres una inepta total y cuando se te acaba el líquido del limpiaparabrisas te parece más práctico poner el coche en venta que aprender cómo se rellena el depósito, por lo menos evita protestar porque ha llegado tarde.

Te llamas Monica, como una de las primeras mujeres santas, la madre de uno de los más grandes cerebros que ha tenido la humanidad, San Agustín (perdona Santa Mónica, de madre a madre: ¿me quieres decir qué juegos educativos usabas para tu hijo?). Fue una mujer que esperó con paciencia, durante años, a que marido e hijo acabaran comprendiendo.

Con una protectora así, no nos defraudarás.

Un beso de tu amiga de guardia.

A veces, cuando le pido a Guido, mi marido, una prueba de amor particularmente ardua —como, por ejemplo, hacer en una misma jornada el tour de force de visitar algunas iglesias, invitar a unos amiguitos de los niños y montar unos estantes— y recibo, claro está, la negativa habitual, le recuerdo que me prometió fidelidad eterna ante Dios.

Lo escuché, le digo. Me acuerdo.

Él responde que sí, que probablemente eso ocurriría en mi matrimonio, y subrayo lo de mío, pero que él no se acuerda de haber oído o dicho nada parecido a «hasta que la muerte os separe».

Y cuando, el otro día, la cajera nos preguntó «¿los señores van juntos?», respondió «por el momento parece que sí». Hizo suyo el papel de Harry, el de Sally, que nunca acompañaba a las novias al aeropuerto, ni siquiera después de la primera cita apasionada, para evitar que se acostumbraran a unas prestaciones demasiado altas[15]. Guido también prefiere no mojarse. «Pero ¿por lo menos me quieres?». «A veces». Por otra parte, yo me inclinaría a considerar como un indicio bastante significativo de su, digamos sin exagerar, estima y simpatía por mí, el hecho de que hayamos tenido juntos cuatro hijos en siete años.

Es verdad que no corro el riesgo de aburguesarme, y tengo que decir que me gustaría mucho.

Contrariamente a la imagen de la vulgata —el matrimonio tumba del amor, «a falta de otra cosa, me acuesto con mi mujer» y otros clichés de ese tipo—, casarse hace que uno entre en una relación dinámica y exigente, y siempre nueva. Dicen que con el transcurrir de los años aparece la posibilidad de la rutina. No lo sé: yo no veo venir el momento de aburrirme.

Pero, si tal cosa sucediera, tengo una larga lista de cosas que hacer que ocupa tres páginas. (Seguro que me la llevo a la tumba. ¿Quién va a ordenar, entonces, si no soy yo, el cajón de las fotos de los niños? ¿Quién va a leer todos esos libros? ¿Quién va a desempolvar el griego que estudié? ¿Quién va a correr todas las maratones que yo quería correr? ¿Quién va a llamar a todas las personas que todavía me gustaría volver a ver o, al menos, volver a escuchar?).

Si no se cierra la puerta al mundo, es difícil correr el riesgo de habituarse.

El matrimonio tiene sentido. Tiene muchísimo sentido si uno es cristiano, porque es una ayuda de lo alto para el que lo pide, como cuando en los videojuegos aciertas con la base enemiga y se triplican tus puntos, como mis hijos me enseñan.

La ayuda que hace que uno ponga el corazón en el lugar adecuado y que hace fecunda la vida. La ayuda que hace que uno se enfrente al cansancio y a la dificultad, no como por obligación, sino por la certeza de haber apostado todo a la carta ganadora.

Dado que el cansancio, el sufrimiento, las caídas y los arañazos en las rodillas están previstos en el menú básico de la existencia, en la de todos, sin excepción, conviene decidirse por el cansancio.

Y conviene decidirse por alguien con quien compartir una parte del nuestro. Si es posible, evitando echarle encima todo el peso muerto. (Monica, cuando estés de muy mal humor ve a darte un paseo, llama a alguien, aunque no sea a mí, o tómala con el bote de Nutella, pero, si puedes, no lo hagas con Domenico).

De este modo, el camino puede ser agradable, aunque sea cansado, pero no quisiera hablar también por mi marido. Cada vez que empiezo a especular —y pienso «él también es feliz»—, en mi superpantalla interior aparece la imagen de mí misma como devota mujercita que prepara la cena con amoroso esmero, rodeada de muchachitos. En ese momento, creo que mi marido está en el trabajo, cuando en realidad está bailando junto con una fila de brasileñas en tanga, tocando con un pito de carnaval las notas de «Brigitte Bardot Bardot».

Ciertamente, salir de la lógica de la reivindicación ayuda a crear un clima positivo, como bien sabe un amigo mío casado con una mujer lo bastante imprudente como para protestar por su pasión por la montaña (pasión que tiene la ventaja de no poder practicarse en las escaleras de la casa y que requiere el alejamiento del área urbana en la que se encuentra esa quejosa mujer).

Con todo, la lógica que parece prevalecer en muchas parejas es la del contrato: «Yo he cuidado a los niños para que tú fueras a jugar a fútbol-sala, tú tienes que quedarte con ellos ahora para que yo vaya al gimnasio». Más que una pareja, una empresa. Y las empresas se abren y se cierran según las exigencias del mercado.

Así se entiende el vertiginoso aumento de los divorcios, con las mujeres poniendo en crisis los antiguos equilibrios —a veces con razón—, pero sin saber proponer otros nuevos.

En otro tiempo, la gente también se casaba por motivos económicos, o de seguridad, y aun cuando no se quisieran, al menos se respetaban. Ahora, en la época de la dictadura de los sentimientos y las emociones, se espera muchísimo del matrimonio. Para que, en estos días, una unión dure, tiene que ser feliz, de otro modo no es satisfactoria. No sé si esto es más o menos justo, pero ciertamente es más difícil satisfacer tantas exigencias y tantos imponderables. Sobre todo, si no se está dispuesto a tolerar, a esperar, a esforzarse por encontrar soluciones creativas, puesto que se dijo «en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, hasta que la muerte os separe». Y no sólo se dijo «amar», sino también «honrar».

Al cuestionar su papel, la mujer ha cuestionado igualmente ese «talento innato suyo» —como dice Cesare Pavese[16]—, esa «disposición originaria, que es un virtuosismo absoluto para conferirle un sentido a lo finito. La mujer reconcilia con el mundo tanto al hombre como a sí misma, está en armonía con la existencia en una medida desconocida para el hombre, porque la mujer explica la finitud, ella es la vida profunda del hombre: una vida tranquila y escondida como lo es siempre la vida en las raíces».

¿Qué hay que hacer para «ser la vida» de alguien? Lo primero de todo, ayudarle a llevar sus cargas y debilidades, estando a su lado sin sentirse superior. El riesgo del «lo hago yo, que soy muy capaz», donde se sobreentiende el «y tú no», está bastante presente. Yo, por ejemplo, de cuando en cuando, me sorprendo disparando a mi alrededor juicios tan tajantes como la espada láser de Obi-Wan[17], y cuando me visto de cruzada es mejor ponerse fuera de mi alcance (cosa que mi marido sabe hacer de maravilla; llegado el momento se desmaterializa, y su teléfono móvil, si se acuerda de encenderlo, misteriosamente siempre permanece en una zona sin cobertura).

Esa actitud es siempre mejor que la nuestra, la de las mujeres, cuando nos ponemos a hacernos las víctimas, como mártires resignadas cuyos estigmas espera uno ver sangrar de un momento a otro. Y ésa es otra de mis especialidades: me hago la pasiva, me quedo en silencio, suspiro conmovida por mi nobleza de ánimo, por mi magnánimo aguante, por mi heroísmo. Las limitaciones del otro —que las tiene exactamente igual que nosotras— se deben acoger dentro de un contexto de lógica constructiva, no obtusamente pasiva.

Después, para «ser la vida» es preciso prestar atención, hacer gestos de ternura, de delicadeza, recordar que el otro va antes que yo: cosas todas que se tienden a olvidar conforme aumentan los años pasados juntos, los culitos que lavar y los deberes que corregir, hasta el punto de que, a veces, cuando uno se encuentra con el otro en el pasillo está tan cansado que ni se digna mirarlo.

Yo, una noche, cogí a una niña al revés, con los pies junto a mi cara y la cabeza bocabajo y no me explicaba por qué no se calmaba ni siquiera en brazos. Y le daba golpecitos enérgicos para ayudarla a digerir la leche, pero se los daba en los muslos en vez de en la espalda. Probablemente, llevaba sin dormir algunas noches y de mi marido no me venía a la mente ni su nombre (había un señor en mi cama, es cierto, lo recuerdo, pero no con claridad, porque yo estaba casi inconsciente). A veces, acercarse para dedicarle alguna atención a ese señor desconocido puede ser muy peligroso; si pierdes el ritmo, algo escapará a tu control, un hijo se irá a la escuela en pijama o lo detendrás a un milímetro de la tragedia antes de meter un destornillador en el enchufe. Pero es necesario encontrar el modo de hacerlo.

«Ser la vida» también es ocuparse del nido, o sea, de la casa, de la alimentación, y se podría decir que yo lo hago si pasamos de puntillas sobre algunas cosas, como, por ejemplo, que siempre me acuerdo tarde de que tengo que preparar la comida (¿habéis probado a descongelar los filetes echándoles el aliento o poniéndooslos bajo la axila?) y que, de vez en cuando, por la noche, ya muy tarde, semiinconsciente por el sueño, intento poner un poco de orden en el caos, sentada, con sólo el poder de la mente, mirando fijamente cada objeto con la máxima concentración (no funciona).

«Ser la vida» es amar sin medida, es decir, sin tener en cuenta la medida en que el otro lo hace, o sea, justamente de la forma en que uno desea ser amado. Por poner un ejemplo: si él está cansado y quiere un poco de tiempo para él, no es un gesto de amor organizar una velada con los amigos, aunque eso fuera exactamente lo que nos apeteciera.

Y también ser discretas, no entrometidas, delicadas. Seguir llamando a la puerta, diciendo gracias, respetando. El amor es un sentimiento violento, pero el otro no es tuyo.

Y también hacer un esfuerzo continuo por ser auténticos, aun cuando ser sinceros no conlleve la necesidad de decirse todo; hay problemas que lo único que hacen es cargar al otro con un peso inútil. Pero sí que implica no tener miedo a mostrarse como uno es (Guido, aprovecho ahora y te lo digo delante de todos: no entiendo el fuera de juego pasivo).

Es acompañarse el uno al otro hacia el misterio, porque al final nuestra esencia más íntima, profunda y última tampoco está en ser varón o hembra, sino en una impronta de eternidad, en un anhelo de felicidad, de absoluto, que está en ambos.