¡Mira quién fue a hablar!

«Costanza, dime de nuevo por qué debería casarme. Y sólo faltan quince días». Necesito el auricular. Colocar la lata en el huequecito, benditos coches americanos. Escupir las pepitas de la mandarina (marido, te prometo que algún día traigo una bolsa de basura y lo limpio todo, también los papeles de los bombones). Transformar esta pocilga, mi coche, el refugio de una disoluta que come en los semáforos de la orilla del Tíber, convertirla en un recibidor apropiado en unos segundos. La Oprah Winfrey de los pobres.

Porque lo bonito de la amistad no es tanto tener al lado a otra que tenga el valor de decirte en tu cara que los reflejos de esas mechas color de níspero podrido no van con tu nuevo sombrerito; a otra que se esfuerce, con sinceridad, en encontrar una buena razón por la que debes comprarte el noveno collar de azabache, porque con ese lacito que tiene realmente te arreglaría el armario, cómo no; a otra que te diga que organizaste las cosas de maravilla y lo hiciste fantásticamente bien, pero que era imprevisible que los catorce amiguitos de los niños que tenías en casa se te fueran de las manos y reventaran a balonazos los dos únicos rosales que habían conseguido florecer.

No, desde mi punto de vista, tener amigos es algo necesario fundamentalmente porque me permite repartir consejos, actividad máximamente gratificante.

El caso es que con los amigos, con las amigas más concretamente, sólo paso un tiempo limitado, y por eso pueden tolerar que, por mi parte, las moleste un poco más de la cuenta.

En cambio, los niños, a los que estoy pegada como una lapa, escuchan mis sermones en modo «off» y me observan creo que fijando la mirada en uno de mis pendientes, con elección libre de oreja, mientras piensan en la alucinante aventura de los X-men que podrán acabar de leer cuando yo haya terminado de ilustrarlos sobre los beneficios de un estudio metódico y cuidadoso.

En cuanto a mi marido, es un hombre inteligente, y aprendió muy pronto a responderme: «¡ajá!», o «¿de verdad?», o también: «pues yo pienso lo mismo» y «es cierto», casi siempre con el tono correcto, lo cual le permite simular que conversa conmigo haciendo un esfuerzo mínimo. Si empiezo a dudar de que me está escuchando y para comprobarlo le digo: «querido, estoy embarazada otra vez», a pesar de todo, emite un sonido ahogado, y eso significa que, no sé cómo, parece que hay una parte superficial de lo que le digo que le llega a afectar.

Por el contrario, creo que mis amigas escuchan mis opiniones e incluso, a veces, las toman en consideración. Más por afecto que porque yo tenga, con mi agudeza psicológica de delantero centro en punta, muchas probabilidades de decirles la palabra justa. Aunque, a causa de un mero fenómeno estadístico —seamos honrados— también yo acierte, a veces, a encontrarla.

Normalmente, sin embargo, mi respuesta a cualquier problema es una de las siguientes, a elegir: tiene razón él; cásate con él; ten un hijo; obedécelo; ten otro hijo; vete a vivir a la misma ciudad que él; perdónalo; intenta comprenderlo; y, por último, ten un hijo.

Por eso, las amigas que no quieren oír cómo les digo estas cosas, porque cuando yo me empeño soy delicada como una hormigonera, desaparecen de las pantallas del radar: con todo, yo soy perspicaz y, después de haber enviado trece correos electrónicos al vacío y de haber recibido cuatro SMS más que gélidos, acabo por comprender.

Las que piensan como yo, en cambio, o que, a pesar de todo, me quieren bien, continúan llamándome. Y ésas sí que dan satisfacciones.

El motivo que hace necesarios tantos «perdona un momento, saludo a una amiga y vuelvo enseguida», marido mío, es que, como ya he dicho, dar consejos es algo maravilloso. Además, no hay otro modo de fingir que tienes algo que hacer cuando dos de tus hijos se están pegando golpes con el bote de agua de la bicicleta porque los dos quieren la cabeza de un mismo muñequito Lego que, a pesar de no medir más de medio centímetro, tiene bigotes, y sin el cual no puede pasar ninguno de los dos, mientras que dos de tus hijas han tirado al suelo una caja de doscientos cincuenta gramos de sémola calibre «especial 5 mm».

Pero, más que nada, las amigas nos hacen falta porque nosotras, las mujeres, no tenemos ahora por delante ningún camino claro, como sí tuvieron muchas generaciones anteriores.

A veces nos hace falta razonar juntas en voz alta, aclarar nuestras ideas sobre la vida, sobre nuestra identidad, sobre las posibilidades a elegir, que son muchas más que en otros tiempos. Y por eso tenemos que llamarnos. En este momento, es necesario como nunca lo fue antes de ahora, es indispensable, destinar sumas estratosféricas a las compañías telefónicas (la expresión «te llamo un momentito», al menos en Roma, es un oxímoron).

Nuestras vidas están hechas de equilibrios personales, tan personales que a veces nos sentimos solas. Tenemos que encontrar nuestro propio estilo de pareja, porque no tenemos tiempo, un estilo de hacer las cosas en común y en colaboración (he asistido a fatigosas discusiones de pareja acerca del menú semanal, y echo dolorosamente de menos aquellos tiempos en que los maridos aparecían solamente a la hora justa preguntando «¿qué hay de comer?»: menos colaboración, quizá, pero también muchas menos complicaciones); tenemos que buscar un sitio para el trabajo y un sitio para la familia, para el marido y probablemente, eventualmente, hipotéticamente, si nos queda algo, también para nosotras mismas.

En cambio, si digo la verdad, ninguna mujer de carne y hueso que yo conozca jamás ha tenido problemas semejantes a esos de los que, con tanto celo, se preocupan ciertas feministas y muchos periódicos.

Todas las proclamas sobre el cuerpo de las mujeres, usadas sólo por su belleza, sobre las crueles reglas del éxito y de la sociedad de la imagen que nos quiere siempre jóvenes, y que nos empuja, pobrecitas, a la cirugía estética, y sobre la necesidad de reconquistar nuestra autonomía, a nosotras —cuando estamos en la cola del supermercado y llueve y están a punto de acabar a la vez el fútbol y el catecismo y una hija está dormida y la otra tiene que ir al baño— nos importan muy poco.

Puede que yo haya efectuado una cuidadosa selección y haya admitido en mi círculo de amigas solamente a mujeres fuera de lo común.

No hay ninguna de ellas que sienta su autonomía seriamente amenazada por nadie.

Ninguna que, cuando comienza una relación, se sienta real y concretamente oprimida, o como mucho interpelada, por la posición del Papa sobre el tema, ninguna que se plantee siquiera el problema, ninguna cuya libertad en la gestión de su fertilidad haya sido sofocada alguna vez por algún pronunciamiento de la «Iglesia del no», cosa por la que, sin embargo, una y otra vez, todos los periódicos claman al cielo. Porque hablar mal de la Iglesia es como el color negro: va bien con todo y nunca pasa de moda.

Ninguna de mis amigas está preocupada porque se le haya impedido abortar confortablemente en su propia casa; en cambio, muchas de ellas sí se preocupan porque el hijo no llega: por la edad, por un marido cobarde, por una vida que es demasiado complicada para programarlo.

No conozco a muchas preocupadas por los contratos temporales renovables, ni por la inestabilidad que dificulta cada vez más hacer proyectos a largo plazo.

Estamos preocupadas, y mucho, por la hostilidad que muestra el mundo del trabajo en relación con los hijos, porque sólo si los ingresas en un orfanato puedes aspirar a estar casi al mismo nivel que las colegas que no los tienen, además de que no debes hablar demasiado de ellos en la oficina. Quizá una foto en el fondo del segundo cajón, bajo un ejemplar de Vanity Fair, porque eso sí se permite. Nosotras, las mujeres normales, nos preocupamos cuando alguno de los niños tiene treinta y nueve de fiebre precisamente la semana que los abuelos se han ido de vacaciones —es una evidencia científica, siempre pasa—, y además la cuidadora no viene (ha cogido el mismo virus que el niño), y las obligaciones del padre no se pueden posponer. Entonces, una madre que se queda en casa con el niño, y que no finge estar enferma para no decir una mentira (cosa que no se hace, estoy convencida de ello al menos desde el primer año de catecismo), ve como: a) se le reduce el salario, y todavía con eso podríamos estar de acuerdo; b) desaparece su contribución para la pensión de jubilación; c) se le pide una declaración oficial —¿qué es eso?—, que es necesario hacer ante un funcionario municipal, para lo cual habrá que pedir otro día libre. Porque está claro que los hijos son un bien para toda la sociedad. Eso es lo que nos preocupa.

Nos preocupan las películas para niños que rebosan de equívocos y que están llenas de guiños para los mayores, y que desgraciadamente nos impiden decir todas las veces que quisiéramos: «cariño, vete a ver la tele un poco». Porque a veces viene bien un truco sucio para descansar, aunque la Madre Decente que hay dentro de nosotras está siempre alerta y no descansa.

Ella, la Madre Decente, es la que nos obliga, por ejemplo, a modular aflautadamente la voz para decirle al niño: «cariño mío, quizá sería mejor que no te tiraras de cabeza de la litera usando el único vestido presentable que me queda como si fuera la capa de Batman». Porque vamos a mantenemos tranquilas controlando la situación, y esta vez no vamos a chillar.

Siempre es ella, la Madre Decente que yo debería ser, la que me obliga a sonreír empalagosamente cuando me levanto después de haber trabajado de noche y, con cuatro horas de sueño en el cuerpo, tengo que dirimir una discusión suspendida la tarde anterior, mientras quisiera emplear todas mis energías en acordarme de cuál de las dos lentillas es la de la derecha, que, si no me equivoco, es la que está en el mismo lado que la mano de escribir (en un país civilizado, no se deberían exigir ciertas habilidades tan de mañana).

Éstos son nuestros problemas cotidianos, y no ese cielo de cristal, esa barrera, transparente pero insuperable, que —según las feministas— impide que nos sentemos en alguna altísima poltrona.

Hoy día se definen nuevos tipos de pareja, ahora que los roles, que anteriormente estaban asignados desde el inicio, se renegocian con más asiduidad que el convenio colectivo nacional del metal, que por lo menos dura dos años.

Hoy día las familias son inestables.

Hoy día la fertilidad ha llegado a ser controlable, y eso ha tenido enormes y graves consecuencias, todavía inexploradas, en la vida de las mujeres que, si quieren, pueden decidir incluso esto: cuándo y cuántas veces dar la vida. Salvo imprevistos, porque la naturaleza no se deja manipular gratis.

Hoy día las mujeres tienen ante ellas muchas más posibilidades que elegir, casi siempre trabajan y, por tanto, la división de tareas y de identidades es difusa, por usar una palabra muy de moda.

De este modo, siempre acabamos reflexionando sobre estos temas, buscando un terreno común.

Se hace con las amigas, se hace también con las conocidas, dado que a nosotras nos basta un encuentro de una hora en una fiesta para niños para poner en común nuestras intimidades, entre trozos de pizza pisoteados y ríos de zumo de pera.

También las ponemos en común cuando hablamos de esas mismas cosas entre aperitivos, queso y mermelada picante; aunque no tengamos de fondo el Zecchino d’Oro[1], reaparecen las mismas preguntas.

Y, en mi opinión, también serían comunes las respuestas, sólo que, no sé por qué, nos damos prisa en olvidarnos de ellas.

Y cuando nos desnaturalizamos acabamos infelices, inquietas.

Todos los días nos toca la Primitiva: vivimos en la época justa y en el mejor sitio del mundo, en un momento y un lugar privilegiados en que podemos leer lo que nos parece, están a nuestra disposición libros e Internet; podemos ir a hacer footing sin miedo a que nos disparen; entrar a una iglesia y encender una vela ante un Pinturicchio porque no vivimos en sitios donde la obra de arte más antigua es de 1902, ni en otros donde nos cortan el cuello por tener en casa una Biblia; comer más o menos lo que nos gusta; y basta un abuelo, ni siquiera muy entrado en años, para recordarnos tiempos en que se lampaba por una cucharadita de azúcar, en los que el salami se restregaba un poco por el pan y se guardaba para la vez siguiente, consumiendo sólo un poco de su aroma.

Por estos y muchos otros motivos, deberíamos saltar de alegría cuando ponemos el pie en el suelo cada mañana. Si no lo hacemos, es porque en nosotros hay un profundo y misterioso deseo que nunca se sacia. Y porque hemos olvidado para qué estamos aquí.

Las mujeres están llamadas a dar la vida de todos los modos posibles. A engendrar, sostener, escuchar y animar a hijos carnales y no carnales.

Nuestro genio propio, antes que cualquier otra cosa, es tejer relaciones. Me parece evidente que esa tarea es algo nuestro, y la prueba de ello es que, si los hombres se encargaran de la vida social de la familia, iríamos por las calles del barrio sin saludar ni a una sola alma, pues cada vez que cruzamos dos palabras con el vecino, con la pediatra o con la catequista, ese oso que va junto a nosotras nos pregunta: «pero ¿quién era?», y sobre todo, «¿cómo has conseguido acordarte del nombre de sus hijos?». Sólo nosotras sabemos encontrar palabras, y traducir, porque a veces el intérprete hace más falta para hablar con quien más cerca está de ti (cuando mi marido dice «por supuesto, querida», por ejemplo, eso significa «lo voy a hacer, pero que conste que antes preferiría ir a la fiesta de comunión de los hijos del vecino», una de las eventualidades, según creo yo, más horrorosas para él, que es un tipo tan sociable que si no se dan causas externas de cierta gravedad como, por ejemplo, haber perdido las llaves, prefiere no malgastar con nadie una palabra, mucho menos un cumplido).

Nosotras, principalmente, tenemos el talento de acoger, de aceptar y de educar, y no sólo a los hijos. Somos capaces de ver el bien en nosotras mismas y en los demás. Con esperanza también, cuando ese bien no es todavía más que una luz lejana. Ver el bien en las situaciones, aun cuando haga falta llegar a destrozarse los ojos para encontrarlo. Aun cuando fuera «una noche oscura y tormentosa»[2], y haya momentos en los que, para encontrar el lado positivo de las cosas se necesite una fantasía tan grande como la de un perrito piloto de la Primera Guerra Mundial.

Y se necesita paciencia, una paciencia infinita, para repetir siempre las mismas recomendaciones básicas, porque, además, una se contentaría con que los niños no pusieran los zapatos en el sofá, no se metieran el dedo en la nariz, no metieran las manos en el plato y, sólo en caso de auténtica emergencia, llegaran a hacer uso del jabón (mi hijo mayor volvió del campamento con el bote de gel sin abrir, por lo visto, aquella semana no hubo ninguna emergencia).

Si negamos esta vocación nuestra, hay algo que no encuentra su equilibrio.

Nosotras tenemos que dar, defender, sostener y apoyar la vida. A veces, creo que las mujeres de mi generación, que, por primera vez en la historia, pueden decidir si aceptan o no ese papel, dicen que no con demasiada prisa y ligereza. Quizá simplemente porque es posible decir que no.

A no ser que después, cuando ya sea demasiado tarde, se den cuenta de que quizá aquélla no era la respuesta que ellas querían dar. A no ser que después se den cuenta de que la mujer se encuentra al donarse. A no ser que después se den cuenta de que, cuando hay alguien a quien proteger, una encuentra las fuerzas para volver a levantarse en cualquier situación personal en que se encuentre, por muy desastrosa que sea.

El instinto maternal es una fuerza poderosa, algo que cierto feminismo se ha empeñado en negar; y al que diga que no existe ningún instinto natural, que se trata de un condicionamiento cultural, le bastaría pasarse por una guardería para observar ejércitos de pequeños guerreros, camioneros y constructores, y filas de esposas, madres con bebé, enfermeras y cocineras en ciernes: ¿todos son hijos de padres que los han oprimido y los han manipulado?

Se puede ser maternal con cualquiera que tenga necesidad de ayuda; también nuestras oraciones —como dice Orígenes— «son madres de lo que pasa en el mundo». Las mujeres, cuando llegan a la maternidad, aun cuando no sea una maternidad física, se transfiguran de felicidad. Dejan de lado los problemas propios y se remangan. Se convierten con frecuencia en madres afectuosísimas, en mujeres generosas, aunque anteriormente hubieran sido unas alocadas (¿por qué me miráis?, ¿quién os lo ha dicho?).

Renunciar a toda pretensión por la felicidad del otro es algo que cura de cualquier herida, aunque en el momento pueda ser algo gravoso, como cuando estamos intentando salir furtivamente para una cita amorosa —Philip Roth nos espera en la librería— y la cuidadora, diligente, nos avisa de que un niño tiene treinta y ocho de fiebre, cosa que sospechábamos, sí, pero ¿no se podía haber esperado a que estuviéramos en el descansillo de las escaleras para ponerle el termómetro?

Muchas otras mujeres, que siguen posponiendo, probablemente por nimiedades de tipo práctico y organizativo, el momento de zambullirse valientemente en la vida —de convertirse en madres— sufren, muy a menudo sin saber por qué.

Así que, a todas ellas, a nosotras, cuando olvidamos para qué estamos aquí, siento la urgencia de decirles dos o tres cosas.

Por otra parte, la llamada sonó en mi puerta en tercero de primaria, cuando de mi propia cosecha le soltaba a la maestra —y a cualquiera que lo deseara, para mí es importante precisarlo— algunas perlas del calibre de «todos debemos esforzarnos en ser muy buenos». Me di cuenta rápidamente de que era mucho más cómodo decirlo con las palabras que con el ejemplo silencioso. La discreción, la compostura, la reserva, el trabajo intenso y callado no están hechos para mí, son demasiado duros y demasiado poco gratificantes. ¿Y si después de todo eso nadie se fijara en mí?

Abracé desde entonces con gran celo mi vocación de predicadora. No estoy segura de por qué, pero recuerdo con claridad los almohadazos en las gafas que me daban mis hermanos cuando los invitaba a apagar los dibujos animados y a dedicarse en vez de eso a la lectura, que habría contribuido a su desarrollo personal más que Mazinger Zeta[3]. Tenía nueve años.

Por eso, cuando resulta que recibo en el coche la llamada de una amiga en plena crisis prematrimonial, me preparo en centésimas de segundo. Una consejera digna de tal nombre siempre está dispuesta a lanzarse a una edición extraordinaria, aunque lleve puesta una falda de Gap[4] con huellas digitales de Nutella[5] incorporadas y una camiseta que en un tiempo fue blanca y ahora es de un tono «Costanza, marca registrada» (un gris ceniza apagado que sólo se puede conseguir programando mal la lavadora con mucha precisión siete veces consecutivas). Tengo que ser convincente.

Señalar que la fuerza del sacramento hará nuevas todas las cosas.

Añadir que Domenico es un chico muy guapo.

Subrayar que el miedo es inevitable cuando se está a punto de hacer algo que durará toda la vida, incluso si se trata de aceptar el regalo de una tarjeta vitalicia y gratuita de los almacenes Macy’s.

Insistir en el hecho de que si no deja de vivir sola, por sí misma no dará ningún fruto.

Dejar para más tarde el hecho de que llegará el momento en que ella tendrá ganas de dormir cuando él quiera hacer, no ya una cosa fascinante, como enseñarle alguna función de su nuevo ordenador, qué escalofrío, sino también convencerla para que decida de una vez, con los ojos cerrándosele de sueño, el asunto de los azulejos del baño. Que además, nadie sabe por qué tiene una que decidir: ¿qué es esa crueldad? Yo, todas las veces que me he cambiado de casa, le he preguntado al dependiente (y mira que he visto en su cara la mueca de dolor cada vez que me presentaba en la tienda) que si podía hacer una mezcla con los azulejos que estaban en los primeros puestos de la clasificación que tanto me había costado hacer. ¿Por qué esa manía de encargarlos por metros cuadrados?

A pesar de todo, encontraré argumentos para tranquilizar ese ataque de pánico de la futura esposa. Si no me encuentro todos los semáforos en verde —imposible— me quedan por los menos veinticuatro minutos de teléfono para impedir la tragedia, aunque, tal como yo veo la cosa, me bastaría con unos segundos: Domenico sabe preparar la panzanella[6], sabe tocar I can see clearly now[7] con la guitarra, tiene el Camino de perfección[8] en la mesilla de noche, y está a punto de conseguir una buena beca. ¿Qué más se puede pedir?

No sé qué más queremos nosotras, demasiadas veces un poco quejosas y descontentas. Quizá nos falte coraje para ver nuestra grandeza, la de verdad. Para comprender que tenemos una enorme capacidad de dar, de gastarnos, solucionando así muchas inquietudes inútiles, contagiando también a nuestros hombres sin infectarlos con exigencias.

Estas santas palabras podrían dar una imagen de mí quizá demasiado benévola, de mujer laboriosa, virtuosa y prudente, que nunca, por motivo alguno, se pondría a picotear frutos secos delante del ordenador intentando sacar fuerzas para ir a eliminar unos cuantos metros cúbicos de ropa para la plancha. De mujer devota y dueña de sí que desde el primer día de su matrimonio habría sabido dejar a un lado su propio egoísmo y aceptar con generosidad hacerle un sitio a su consorte (un cajón sí que le he dejado, a pesar de todo). De madre paciente y cariñosa, pero fuerte y con autoridad, que en ningún caso tendría una crisis histérica sólo porque su collar de perlas se haya roto en una refriega entre dos princesas, y que sabría con certeza cómo educar siempre a sus hijos. De un ángel del hogar que nunca preferiría, en lugar de cocinar, ponerse a leer cualquier cosa que cayera en sus manos en la cocina, textos fascinantes como las instrucciones del puré liofilizado o el folleto de la pomada para las quemaduras, porque cualquier palabra escrita atrae su atención más que el filete.

Prohíbo con firmeza consultar este asunto con mi marido —no es correcto, sería un golpe bajo—, aunque puedo reconocer espontáneamente y admitir sin coacción que la mujer prudente y laboriosa que quisiera ser, además de dar consejos, también los pide con profusión.

El flujo de los consejos presupone ida y vuelta. Y las compañías de teléfonos lo agradecen.

Para las dudas de tipo sanitario, está mi hermana, una médico informadísima que yace bajo los despojos de una ingeniero de caminos. Mi hermana se revela particularmente apta en aquellos casos en que me diagnostico a mí misma alguna enfermedad fulminante, cosa que no me puedo permitir al menos hasta que todos mis hijos hayan aprendido las artes mistagógicas de meter los calcetines sucios en la cesta de la ropa para lavar. Sería terrible imaginarlos tirados por toda la casa, mientras se dicen uno a otro: «vamos a leer sus diarios, puede que ahí esté escrito qué hay que hacer con los calcetines».

Por eso, llamo a mi hermana, le describo los síntomas, ella me pregunta: «pero ¿justo encima del páncreas?», y yo le respondo: «¿dónde está el páncreas?, no me hagas preguntas difíciles, dime solamente que no es nada». Normalmente me conformo con respuestas genéricas como «si te duele, no es un tumor», y cuando comienza a hablarme de la tiroides y de otras glándulas que yo no estoy segura de tener (¿me habré tragado la tiroides?), desvío rápidamente la conversación hacia el nuevo bolso verde de Miu-Miu.

Para las dudas de salud pediátrica, acudo a veces a la hermana de mi marido, dentro de la cual yace en paz otra médico eficacísima. Aunque tiene un hijo casi a punto de graduarse, se acuerda de las dosis de Dalsy que corresponden a cada peso, porque ella, a diferencia de mí misma, sabe cuánto pesan mis hijos, y distingue los síntomas de todas las enfermedades con erupciones cutáneas. Desafortunadamente, para mí, cualquier información de carácter médico es nueva e intrigante como una novela negra que no haya leído nunca, porque borro de mi cabeza todo aquello que tenga que ver con el asunto con una rapidez fulminante. Sin embargo, aunque pasen años, me acordaré con todo detalle del agente Peterson, magnífico personaje que creé después de que uno de mis hijos hubiera metido un pie entre los radios de la bicicleta del abuelo. Cualquiera le habría puesto hielo, me imagino. A mí, lo primero que se me ocurrió fue inventarme urgentemente una historia para consolar sus lágrimas (me he seguido sirviendo de él durante años para repartir la sopa de verduras, porque todos sabemos que el agente Peterson consiguió un puesto entre los más selectos policías de Nueva York a base de comer muchas verduras).

Después, está Emanuela, a la que, sin embargo, no aconsejo llamar a la hora de las comidas, porque si la conversación se desliza inadvertidamente hasta caer en el «¿qué estás haciendo para cenar?», dirá que había visto en el mercado un brócoli buenísimo y un lenguado fresco fresco. Una, en cambio, que no sabe ni siquiera qué aspecto pueda tener un lenguado fresco ni cómo se distinguen los brócolis buenos de los malos, se vería obligada a responder que ahora mismo, puesto que ya son las ocho, abrirá el frigorífico e intentará apañar una especie de tortilla, si es que hay algún huevo que no haya caducado. A veces, también se encuentra una con unos canelones olvidados, con elegante negligencia, por mi suegra después de haber pasado por casa tras recoger a alguna de las niñas de sus lecciones de danza.

Una pequeña precisión sobre mi madre: le pido una y otra vez la receta del pastel de judías verdes porque la apunto en un papel de cocina que después utilizo diligentemente para limpiar la encimera de mármol. La única receta que he conseguido memorizar con total precisión es la más impresentable para mi tipo de invitado habitual —bastante por debajo de los once años, mellado y a veces con chupete—, una versión superpicante del gulash.

Con Costanza, mi tocaya además de compañera de pupitre en el instituto, cambio impresiones sobre las amenidades del hombre contemporáneo, como las fiestas de cumpleaños en los centros comerciales, la plaga de los animadores infantiles y sobre la vuelta al analfabetismo, yo entre mis colegas periodistas, ella entre sus estudiantes universitarios.

Si tengo que organizar cualquier cosa, la reina del sentido práctico es Chiara, capaz de invitar a cenar a ocho personas tres días antes del parto y de preparar seis platos con los puntos de la cesárea y dándole el pecho a la niña. Cuando la veo, pienso que yo necesitaría un entrenador personal para mi vida. Si pudiera elegir, me gustaría Pep Guardiola, que en su primer año de banquillo ganó todo lo ganable (y no es que yo lo prefiera porque sea guapísimo, no, por supuesto), pero no creo que me sea asequible su caché.

Con casi todas mis amigas —con mi amiga del alma, Marina, y con todas las demás— se puede pasar con extrema facilidad del nivel más elevado de conversación (espiritualidad, arte, literatura) al más bajo (cotilleos, forma de las cejas, compras compulsivas).

Con todas hay una disponibilidad continua para hacer análisis interminables y repasar nuestras respectivas existencias: se puede seguir contando con todas, y sin la contribución de ninguna sustancia psicotrópica, hasta bien entrada la noche (también porque hasta que no se acuestan todos los niños tenemos que limitarnos sólo a concisas comunicaciones domésticas: mañana a las cuatro en el campo de fútbol del Testaccio, los llevo yo, los recoges tú, tienen que llevar merienda).

Porque tú, querido e ingenuo hombre que estás a nuestro lado, piensas que muchas de estas llamadas son superfluas, que el análisis de la semana pasada es el mismo que el de ésta, puesto que no ha ocurrido ningún acontecimiento histórico, como el nacimiento de un nuevo hijo ni un cambio de trabajo o de maquillaje base. Pero las cosas no son así. Ese análisis tiene que ponerse al día. Siempre puede una mejorar en el arte de la queja, en el cual yo personalmente alcanzo grandes cotas de creatividad y convicción. «Estoy reventada, querría ser la corresponsal de golf de la CNN. No, mejor, retirarme a un monasterio en el Passo del Furlo para escribir un libro, cuidad vosotras de mis hijos. No, mejor, dejo el trabajo, me pongo a bordar y me quedo para siempre en casa con los niños: ¿creéis que puedo contribuir significativamente a la economía familiar sabiendo que coser un botón es para mí como hacer un encaje de bolillo? ¿Habrá mercado para una cosedora profesional de botones?».

Una se queja y escucha las quejas de las otras, no sirve para mucho más. Lo cual es, por otra parte, la versión femenina de ese amigo «al que si lo despiertas de noche, y ya ha ocurrido, sale en pijama, e incluso recibe tus golpes, y después te los devuelve»[9].

Y ahora, lo primero de todo, es el turno de la novia.