Pocos días después de que le hubiesen metido en aquel sitio, levantaron una horca justo enfrente. Si se subía encima del jergón y apoyaba la cabeza en los barrotes, podía verla desde la pequeña ventana de su celda. Aunque a cualquiera le habría extrañado la molestia que se tomaba para ver cómo la construían, él quería verla. Quizá por eso era tan diferente de los demás. Era una enorme plataforma de madera con una viga transversal y cuatro lazos corredizos. Con unas trampillas en el suelo para que, sólo con mover una palanca, cuatro cuellos se rompieran como si fuesen unas simples ramitas. Menudo trasto. Tenían máquinas para todo, para plantar la cosecha, para imprimir y, por lo que podía ver, también para matar a la gente. Quizá eso fuera a lo que Morveer se había referido hacía tantos meses, cuando le había largado aquel discurso sobre la ciencia.
Después de que cayera la fortaleza, habían ahorcado a muy poca gente: a algunos de los antiguos empleados de Orso, de los que alguien quería vengarse por alguna ofensa anterior; a un par de soldados de las Mil Espadas que debían de haber dado algún paso en falso, puesto que las normas que impedían ciertos tipos de saqueo escaseaban. Pero llevaban bastante tiempo sin ahorcar a nadie. Quizá siete u ocho semanas. Aunque hubiera debido contar los días, ¿acaso eso le habría sacado de allí? Su hora se acercaba, de eso estaba seguro.
Todas las mañanas, cuando las primeras luces reptaban por el interior de la celda y le despertaban, su primera pregunta era si irían a ahorcarle aquel mismo día.
En ocasiones deseaba no haber traicionado a Monza. Pero sólo para librarse del destino que le aguardaba. No porque se arrepintiese de nada de lo que había hecho. Probablemente, su padre no lo habría aprobado. Probablemente, su hermano se habría reído, diciendo que no le extrañaba. Sin duda alguna, Rudd Tresárboles habría movido la cabeza y comentado que la justicia acudiría en su ayuda. Pero Tresárboles había muerto, y la justicia con él. El hermano de Escalofríos era un bastardo con cara de héroe cuyas burlas ya no significaban nada para él. Y su padre había vuelto al barro, dejándole solo para que descubriese por su cuenta cómo hay que hacer las cosas. Demasiado para llegar a ser buena persona, y también demasiado para hacer las cosas bien.
De vez en cuando se preguntaba si Carlot dan Eider habría conseguido escapar del lío en que su fracaso debía de haberla metido, y si el Lisiado habría acabado por atraparla. Se preguntaba si Monza habría podido matar personalmente a Orso y si todo habría terminado. Se preguntó quién era el bastardo que había salido de la nada y le había hecho recorrer de un puñetazo toda la sala. No creía poder encontrar las respuestas. Pero así es la vida. Uno no siempre tiene todas las respuestas.
Seguía subido a la ventana cuando escuchó un ruido de llaves en el pasillo y casi sonrió aliviado al saber que ya era la hora. Saltó del jergón con un brinco, la pierna derecha aún insensible en el sitio en que Amistoso le había clavado el cuchillo; se irguió todo lo alto que era y se situó frente a la puerta de metal.
Aunque no se le había pasado por la imaginación que pudiera ir a verle en persona, se alegró de comprobar lo contrario. Se alegró por tener la oportunidad de mirarla a los ojos una vez más, aun siendo ella su carcelera y estando acompañada por media docena de guardias. Parecía estar bastante bien, eso era indudable, menos delgada de lo usual y no tan seria. Limpia, tersa, pulida y rica. Como la realeza. Resultaba difícil creer que hubiera tenido que ver algo con él.
—Vaya, dichosos los ojos —dijo—. La gran duquesa Monzcarro. ¿Cómo te las arreglaste para salir tan bien del atolladero?
—La suerte.
—Tú sí que la tienes. Yo nunca tuve mucha —el carcelero metió la llave en la cerradura y la puerta se abrió con un chirrido. Dos de los guardias se acercaron a Escalofríos y le pusieron unas esposas en las muñecas. Le pareció que comenzar una pelea no conduciría a nada, y que sólo serviría para complicar aún más las cosas. Le hicieron caminar por el pasillo hasta llegar frente a ella.
—Menudo viaje el que hicimos tú y yo, ¿verdad, Monza?
—Fue muy bueno —contestó ella—. Escalofríos, tú mismo te perdiste.
—No. Me encontré a mí mismo. ¿Vas a ahorcarme? —aunque la idea no le entusiasmase mucho, tampoco le preocupaba demasiado. Peor le parecía pudrirse en aquella celda.
Ella le miró durante un buen rato. Sus ojos azules seguían siendo fríos. Le miró como la primera vez que se conocieron. Como si no fuera a sorprenderse por nada de lo que él pudiese hacer.
—No.
—¿Eh? —no se lo esperaba. Casi le resultaba decepcionante—. ¿Y entonces?
—Puedes irte.
—¿Que puedo hacer qué? —parpadeó.
—Irte. Eres libre.
—No suponía que aún te importase algo.
—¿Quién dice que me importases algo alguna vez? Lo hago por mí, no por ti. Ya me he vengado de todo lo que quería.
—Vaya, ¿quién lo hubiera pensado? —Escalofríos se burlaba de ella—. La Carnicera de Caprile. La Serpiente de Talins. La buena persona. Todo en uno. Suponía que no te importaba hacer lo correcto, que la piedad y la cobardía eran lo mismo para ti.
—Pues, entonces, llámame cobarde. Podré vivir con eso. Pero no vuelvas nunca. Mi cobardía tiene límites —y se sacó la sortija del dedo, la que tenía aquel enorme rubí tan rojo como la sangre, y la tiró encima de la paja llena de porquería que estaba a sus pies—. Cógela.
—De acuerdo —se agachó, escarbó entre la suciedad y la cogió, para luego limpiarla con su camisa—. No me siento orgulloso —Monza se volvió y echó a andar hacia la escalera, hacia la luz de las antorchas que salía de ella—. ¿Y así termina todo? —preguntó, mientras la seguía—. ¿Es el final?
—¿Crees que te merecías algo mejor? —y desapareció.
—No, algo mucho peor —dijo, mientras se ponía la sortija en el dedo meñique y veía cómo relucía.
—Vamos, muévete, bastardo —dijo uno de los guardias con muy malos modos mientras meneaba una espada desenvainada.
—Oh, ya me voy, no te preocupes. Estoy más que harto de Styria.
Sonrió mientras abandonaba la negrura del túnel y entraba en el puente por el que se salía de Fontezarmo. Se rascó en la cara, porque le picaba, y aspiró una bocanada de aire, frío, libre. Considerando todo lo sucedido, además de su mala fortuna, le pareció que las cosas no le habían ido tan mal. Aunque hubiese dejado un ojo en Styria, aunque estuviese saliendo de ella sin ser más rico que cuando había bajado del barco. Pero se había convertido en mejor persona, de eso no había duda. En un hombre más sabio. Harto de haber sido siempre su peor enemigo. Ya era otra persona.
Pensó en la manera de regresar al Norte para encontrar algún trabajo que se amoldase a su modo de ser. Quizá se acercaría a Uffrith para hacerle una corta visita a su viejo amigo Vossula. Echó a andar montaña abajo, lejos de la fortaleza, pisando con sus botas la corteza reseca del polvoriento camino.
A su espalda, el amanecer tenía el color de la sangre enferma.