Monza no se sorprendió al descubrir que sus manos volvían a temblar. El peligro, el miedo por no saber si seguiría viva un instante después. Su hermano, asesinado; ella, rota; todo aquello por lo que había luchado, perdido. El dolor, la acuciante necesidad de fumarse una pipa, el no confiar en nadie…, y todo ello un día tras otro. Además, todas las muertes de las que era responsable, en Westport, en Sipani, recaían en sus hombros, pesándole como si fuesen de plomo.
Los últimos meses bastaban por sí solos para que a cualquiera le temblasen las manos. Pero quizá lo que más le había marcado fuese ver que a Escalofríos le quemaban el ojo, y pensar que ella era la siguiente.
Miró nerviosa la puerta que separaba su habitación de la suya. No tardaría en despertarse. Para gritar de nuevo, lo que ya era bastante malo en sí, o para no gritar, lo que era peor. Para quedarse de rodillas y mirarla con el ojo que le quedaba. Con aquella mirada acusadora. Sabía que hubiera debido darle las gracias, que hubiera debido cuidarle con el mismo mimo que dedicaba a su hermano. Pero la parte de ella que cada vez era más dominante sólo quería darle de patadas sin parar. Quizá tras la muerte de Benna, todo lo que en ella significaba decencia, cordialidad, humanidad se hubiera quedado en la ladera de la montaña, pudriéndose con su cadáver.
Se quitó el guante y miró fijamente la cosa que ocultaba. Las sutiles cicatrices de color naranja que indicaban las zonas donde los huesecillos rotos se habían vuelto a soldar. El surco rojo donde el alambre de Gobba le había cortado la carne. Movió los dedos para juntarlos en un puño o en algo que se le pareciera, excepto el meñique, tan tieso como un poste que señalase a la nada. No le dolió tanto como solía, aunque sí lo suficiente para suscitar una mueca en su rostro y para que el dolor se sobrepusiera a su miedo y aplastase todas sus dudas.
—Venganza —dijo en voz baja. Lo único que le importaba para entonces era matar a Ganmark. Volvió a ver su rostro blando y entristecido, sus ojos acuosos y tiernos. Apuñalando tranquilamente a Benna en el estómago. Empujando su cuerpo por encima de la terraza. Se acabó. Apretó el puño con fuerza y lo levantó—. Venganza —por Benna y por sí misma. Era la Carnicera de Caprile, implacable, intrépida. Era la Serpiente de Talins, tan mortífera como la víbora y tan poco dada a lamentarse como ella. Matar a Ganmark, y entonces…— A por el que va después —y ya no le temblaba la mano.
Un fuerte ruido de pisadas que se acercaban por el pasillo. Escuchó a lo lejos gritar a alguien. Aunque no hubiese podido distinguir las palabras, sí que había notado un tinte de miedo en la voz. Se acercó a la ventana y la abrió. Su habitación, o su celda, estaba en una de las plantas más altas de la cara norte del palacio. Un puente de piedra se extendía sobre la corriente del Visser, lleno de pequeños puntos que lo cruzaban con prisa. Incluso a esa distancia podía asegurar que aquella gente corría para salvar la vida.
Como un buen general siempre intenta percibir el olor del pánico, Monza no tardó en descubrir que apestaba. Los hombres de Orso acababan de conquistar las murallas. El saqueo de Visserine había comenzado. En aquellos momentos, Ganmark ya debía de dirigirse al palacio para hacerse con la célebre colección del duque Salier.
La puerta se abrió de golpe, haciendo que Monza se volviese de un salto hacia ella. La capitana Langrier, ataviada con un uniforme talinés y con un saco bastante abultado en la mano, acababa de detenerse ante su umbral. Llevaba una espada en un costado y una larga daga en el otro. Monza no tardó en ser consciente de que estaba desarmada. Puso los brazos en jarras, como si todos sus músculos estuviesen preparados para combatir. Y, casi con toda seguridad, para morir.
Langrier entró lentamente en la habitación.
—Así que, a fin de cuentas, usted era realmente Murcatto.
—Lo soy.
—¿Dulces Pinos? ¿Musselia? ¿La Margen Alta? ¿La que ganó todas esas batallas?
—Así es.
—¿La que ordenó todas aquellas muertes en Caprile?
—¿Qué cojones quiere?
—El duque Salier acaba de decirme que acepta su proposición —Langrier dejó caer el saco y lo abrió. Un brillo metálico salió por él. Las armaduras talinesas que Amistoso había conseguido cerca de la brecha—. Debería ponerse una. No sabemos cuánto tiempo nos queda antes de que su amigo Ganmark llegue a este sitio.
No para morir, sino para vivir. Monza extrajo del saco una guerrera de teniente, se la puso encima de la camisa y comenzó a abotonársela. Langrier la observó durante un minuto mientras se vestía y dijo:
—Sólo quería decirle… mientras tuviese la oportunidad de hacerlo, que creo que siempre la he admirado.
—¿Cómo dice? —Monza se la había quedado mirando.
—Como mujer. Como soldado. Por llegar a donde llegó. Por hacer lo que hizo. Aunque estuviese en el bando contrario, siempre tuvo algo heroico…
—¿Acaso cree que me importa todo eso? —Monza no sabía qué le ponía más enferma, que la llamasen heroína o la persona que se lo llamaba.
—No me culpe si no la creo. Una mujer con su reputación, que se habrá encontrado en alguna situación más apurada que ésta…
—¿En alguna ocasión se ha encontrado al lado de alguien al que le queman un ojo, sabiendo que usted será la siguiente?
—No puedo decir que en esa ocasión sintiera, precisamente, lo que usted —Langrier parecía apesadumbrada.
—Pues debería intentar sentirlo para comprender lo que es una situación apurada —Monza acababa de sacar unas cuantas botas que podían servirle.
—Tenga —Langrier le ofrecía la sortija de Benna, cuya enorme piedra relucía con el color de la sangre—. De cualquier modo, no me queda bien.
—¿Cómo? —Monza la arrebató de su mano y se la puso en un dedo—. ¿Acaso cree que, por devolverme lo que antes me robó, estamos en paz?
—Escúcheme, siento lo del ojo del hombre que está a su servicio y todo lo demás, pero no tenía nada que ver con usted, ¿lo comprende? Si alguien supone una amenaza para mi ciudad, yo tengo que descubrir hasta qué punto lo es. Aunque no me guste, hago lo que hay que hacer. No me diga que usted no ha hecho cosas peores. Y no pretendo frivolizar respecto a nuestras respectivas culpas. Sólo decirle que, a partir de este momento, y puesto que tenemos un trabajo que cumplir, todo eso debe quedar atrás.
Monza guardó silencio mientras se vestía. Tenía razón. Ella había hecho cosas peores. O, al menos, contemplado cómo las hacían. O permitido que las hiciesen, lo que no era mucho mejor. Metió una correa por la hebilla del peto que debía de haber pertenecido a algún oficial joven, porque le quedaba bastante ceñido, tiró de ella y la abrochó.
—Necesito algo para poder matar a Ganmark —dijo.
—En cuanto lleguemos al jardín le daré un arma, pero no…
Monza vio la mano que se cerraba alrededor de la empuñadura de la daga de Langrier, quien comenzó a volverse, sorprendida.
—¿Qué…? —la punta de la daga acababa de aparecer por delante de su cuello. Y el rostro de Escalofríos por encima de sus hombros, pálido y hecho una ruina, la mitad de él cubierta con vendas que estaban algo manchadas donde, precisamente, había estado el ojo. Su brazo izquierdo agarró a Langrier por detrás, llevándola hacia su cuerpo. Para abrazarla como si hubiese sido su amante.
—Esto no tiene nada que ver contigo, ¿lo comprendes? —casi le besaba la oreja, mientras la sangre comenzaba a salir por la punta de la daga, formando en su cuello un hilillo de sangre negra—. Tú me quitaste un ojo. Pues ahora yo te quito la vida. —Langrier abrió la boca, y entonces se le cayó la lengua, y la sangre comenzó a caer por el extremo de ella para mojarle la barbilla—. No me gusta hacerlo —el rostro se le volvió de color púrpura y sus ojos comenzaron a dar vueltas en sus órbitas—. Sólo hago lo que hay que hacer —ella pataleó en el suelo antes de que la levantase—. Lo lamento por tu cuello —la hoja fue hacia un lado, abriéndole el cuello, y un curvo chorro de sangre cayó en las sábanas y llegó hasta la pared, manchándola.
Escalofríos soltó a Langrier, que cayó al suelo boca abajo, desmadejada, como si sus huesos se hubiesen vuelto de barro, lanzando otro chorro de sangre hacia los lados. Sus botas seguían moviéndose, rascando el suelo. Sus uñas también lo arañaron. Escalofríos inspiró larga y profundamente por la nariz y luego exhaló el aire por la boca, mirando a Monza y sonriendo. Era una mueca de complicidad, como si ambos disfrutasen con algún chiste que Langrier no podía pillar.
—Por los muertos, creo que ya me siento mejor. ¿Ha dicho que Ganmark acababa de entrar en la ciudad?
—Uh —Monza se había quedado sin habla. Se le había puesto la carne de gallina.
—Entonces, creo que debemos darnos prisa —Escalofríos no parecía haberse dado cuenta de la sangre que tenía a ambos lados de sus enormes pies descalzos y entre sus dedos. Levantó el saco y miró en su interior—. Vaya, armaduras. Creo que debería vestirme, ¿verdad, jefa? No me gusta acudir a una fiesta sin estar bien vestido.
El jardín situado en la parte central de la galería de Salier no mostraba signos de la destrucción que se avecinaba. El agua tintineaba, las hojas se estremecían, una o dos abejas volaban indolentes de flor en flor. Las flores blancas se asomaban de vez en cuando por entre los cerezos para cimbrearse hasta el césped recién cortado.
Cosca se sentaba con las piernas cruzadas, afilando su espada con una piedra de amolar y suscitando un cántico de metal. La petaca de Morveer se apretaba contra su muslo, pero no la necesitaba. La muerte se agazapaba en los peldaños que conducían a la puerta, haciéndole sentirse en paz. La calma antes de la tempestad. Echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos, sintió el calor del sol en el rostro y se preguntó por qué tendría el orbe que arder a su alrededor para sentirse tranquilo.
Una brisa suave penetraba por las columnatas en sombras, por las puertas, por los pasillos llenos de pinturas. Pudo ver a Amistoso al otro lado de una ventana, vestido con la armadura de un guardia de Talins mientras contaba todos los soldados que había en la colosal pintura con que Nasurin había representado la segunda batalla de Oprime. Cosca hizo una mueca. Siempre intentaba olvidar las flaquezas de los demás. Después de todo, ya tenía bastante con las suyas.
Los guardias que se habían quedado eran media docena, disfrazados de soldados del ejército del duque Orso. Hombres lo suficientemente leales como para acabar muriendo al lado de su señor. Lanzó un bufido mientras volvía a pasar la piedra por el filo de su espada. La lealtad siempre se había encontrado al lado del honor, de la disciplina y del sacrificio en su lista de virtudes incomprendidas.
—¿Por qué estás tan contento? —a su lado, Day se sentaba en la hierba con una ballesta encima de las rodillas, mordiéndose los labios. El uniforme que llevaba, y que debía de haber pertenecido a algún tambor, le quedaba bien. Muy bien. Cosca se preguntó si no sería un enfermo por sentir que una chica con ropas de hombre le parecía extrañamente apetecible. Incluso se preguntó si podría convencerla para que antes del inminente combate le pusiera a punto, a él, su camarada de armas…, la espada. Carraspeó. Claro que no. Pero no está prohibido soñar.
—Porque quizá tenga la cabeza un poco mal —frotó con el pulgar la manchita que acababa de descubrir en el acero—. Me acabo de levantar —un sonido metálico—. Me espera un día de trabajo honrado —la piedra de amolar chirrió—. La paz, la tranquilidad, el seguir sobrio —levantó la espada hacia la luz y observó el brillo del metal— son cosas que me aterran. En cambio, el peligro es lo único que me consuela desde hace mucho tiempo. Come algo. Necesitas hacer acopio de fuerzas.
—No tengo apetito —dijo ella con aire taciturno—. Jamás me había enfrentado a una muerte segura antes de ahora.
—Oh, vamos, vamos, no digas esas cosas —se detuvo para limpiar de las mangas de su uniforme robado la flor que delataba el grado de capitán—. Si algo he aprendido de mis últimas experiencias, que por otra parte han sido muchas, es que la muerte nunca es segura, sino… extremadamente probable.
—Esas palabras me parecen muy inspiradas.
—Intento que lo sean. De veras que lo intento —Cosca guardó su espada en la vaina, recogió la Calvez de Monza y se echó un trotecillo hasta la estatua de El Guerrero. Su Excelencia el duque Salier se encontraba bajo la sombra de su musculatura, vestido para una muerte noble con un inmaculado uniforme blanco adornado con galones de oro.
—¿Por qué ha terminado todo de esta manera? —parecía contento. Cosca se había hecho la misma pregunta muchas veces mientras lamía la última gota de una botella de vino barato. Cuando se despertaba desconcertado en un portal que no conocía. Cuando realizaba algún acto de violencia por el que apenas le habían pagado—. ¿Por qué ha terminado todo… de esta manera?
—Porque subestimasteis la ambición emponzoñada de Orso y la profesionalidad implacable de Murcatto. Pero no os sintáis demasiado mal, porque todos somos culpables.
Salier giró los ojos dentro de sus órbitas mientras decía:
—Era una pregunta retórica. Pero tiene razón, desde luego. Creo que he sido culpable de arrogancia, y la pena será muy dura. Será la máxima. ¿Quién podía suponer que una mujer tan joven fuese capaz de conseguir una victoria tras otra? Cómo me reí, Cosca, cuando usted la nombró su lugarteniente. Y cómo nos reímos todos cuando Orso le dio el mando. Cómo habíamos planeado nuestros triunfos y repartirnos sus tierras. Las bromas de antaño se han convertido en sollozos, ¿no le parece?
—Lo que me parece es que las bromas tienen esa fea costumbre.
—Supongo que eso la convierte a ella en un soldado magnífico y a mí en uno muy malo. Pero jamás quise convertirme en soldado, porque habría sido muy feliz siendo simplemente un gran duque.
—Ahora no sois nada, como yo. Así es la vida.
—Me parece que ha llegado la hora de la última actuación.
—La de los dos.
—Como una pareja de cisnes que se preparan para morir, ¿eh, Cosca?
—Más bien como una pareja de pavos viejos. Excelencia, ¿por qué no habéis huido?
—Debo confesarle que yo mismo me lo pregunto. Quizá no lo haya hecho por orgullo. He malgastado toda mi vida siendo el gran duque de Visserine y quiero morir siéndolo. Simplemente, me niego a ser el gordo maese Salier, que antaño fue un hombre importante.
—Orgullo, ¿eh? No puedo decir que yo tenga mucho de eso.
—Entonces, Cosca, ¿por qué no ha huido?
—Supongo que… —Tenía razón, ¿por qué no había huido? El viejo maese Cosca, que antaño fue un hombre importante, que lo primero en lo que pensaba era salvar su propio pellejo. ¿Por un amor loco? ¿Por una bravura desatinada? ¿Porque tenía que pagar viejas deudas? ¿O, simplemente, porque aquella muerte piadosa le evitaría más vergüenzas?— ¡Mirad! —y señaló la puerta—. Sólo con pensar en ella, aparece.
Llevaba un uniforme de Talins, se había recogido el pelo por debajo del yelmo y apretaba las mandíbulas. Igual que un joven oficial bastante serio que se hubiera afeitado aquella mañana para meterse de lleno en los complicados asuntos de la guerra. Cosca no la habría reconocido de no saber que se iba a disfrazar, o eso suponía Monza. Aunque quizá la hubiera delatado esa manera suya de caminar. O la forma de sus caderas. O lo largo que tenía el cuello. Otra mujer vestida de hombre. ¿Por qué le torturaban de esa manera?
—¡Monza! —dijo—. ¡Me preocupaba que no vinieras con nosotros!
—¿Y dejar que fueras el único que muriese de una manera gloriosa? —Escalofríos acababa de aparecer por detrás de ella, vestido con el peto, las grebas y el yelmo del cadáver de gran envergadura que habían encontrado cerca de la brecha. Los vendajes que tapaban su ojo vaciado le miraban fijamente con aspecto acusador—. Por lo que alcanzo a oír, ya han llegado a las puertas del palacio.
—¿Tan pronto? —la lengua de Salier asomó entre sus labios de color ciruela—. ¿Dónde está la capitán Langrier?
—Ha huido. No parecía que la gloria le atrajera mucho.
—¿Es que ya no queda lealtad en Styria?
—No lo sé, porque yo nunca me he encontrado con ella —Cosca lanzó al aire la envainada Calvez, y Monza la recogió al vuelo—. A menos que se refiera a la que, a título individual, puedan profesarle algunas personas. ¿Hay algún plan que no sea el de aguardar a que Ganmark nos llame?
—¡Day! —Monza señaló con el dedo las estrechas ventanas de la planta superior—. Te quiero ahí. Baja el rastrillo en cuanto tengamos a Ganmark. O en cuanto él nos tenga a nosotros.
La joven parecía muy aliviada por alejarse del peligro, aunque para Cosca aquello sólo fuese algo temporal.
—Sólo entonces bajaré el rastrillo. Entendido —dijo, y echó a correr hacia una de las puertas.
—Nos quedaremos aquí. Y cuando Ganmark llegue, le diremos que hemos capturado al gran duque Salier. Nos acercaremos con Su Excelencia, y entonces… ¿sois consciente de que todos podemos morir?
El duque sonrió sin ganas, y sus papadas temblaron.
—No soy un luchador, general Murcatto, pero tampoco un cobarde. Si tengo que morir, que pueda escupir desde mi tumba.
—Con eso me basta —dijo Monza.
—Pues a mí no —intervino Cosca—. Una tumba es una tumba, se pueda escupir desde ella o no. ¿Estás completamente segura de que vendrá?
—Vendrá.
—¿Y entonces?
—Lo mataremos —dijo Escalofríos con un gruñido. Alguien le había proporcionado un escudo y una pesada hacha que tenía un largo pincho en su extremo inferior. Tenía toda la pinta de haber practicado con ella de la manera más bestial.
—Creo que sólo nos queda esperar a ver qué pasa —el cuello de Monza se movió al tragar ella saliva.
—Ah, esperar a ver qué pasa —Cosca sonreía—. Mi plan favorito.
De algún lejano lugar del palacio les llegó un ruido estrepitoso, un grito distante, quizá incluso el débil sonido del chocar de los aceros. Monza acarició muy nerviosa la empuñadura de la Calvez que colgaba al lado de una de sus piernas.
—¿Lo han oído? —el blando rostro de Salier, que seguía a su lado, acababa de volverse tan pálido como la mantequilla. Sus guardias, que habían tomado posiciones en el jardín, empuñaban las armas robadas con el mismo entusiasmo que él acababa de mostrar. Era lo que sucedía al enfrentarse a la muerte, como Benna había puesto de manifiesto muchas veces. A medida que se le acerca a uno, parece más difícil de soportar. Pero eso no parecía afectarle a Escalofríos. Porque quizá el hierro al rojo también hubiera quemado las dudas que pudiese albergar al respecto. Tampoco a Cosca, cuya mueca de alegría se hacía más tremenda a cada momento. Amistoso seguía sentado con las piernas cruzadas, tirando los dados encima de los adoquines.
Con aquella cara suya tan inexpresiva como siempre, levantó la cabeza para mirar a Monza y comentó:
—Cinco y cuatro.
—¿Es algo bueno?
—Nueve —respondió, encogiéndose de hombros.
Monza enarcó las cejas. Aunque fuese innegable que su grupo era de lo más variopinto, los planes que son una locura sólo pueden llevarse a cabo con gente que esté medio loca.
Porque la gente cuerda puede tener la tentación de atajar por el camino fácil.
Más estrépitos y un débil grito, en aquella ocasión más cercano. Los soldados de Ganmark, que se abrían camino por el palacio para llegar al jardín situado en su parte central. Amistoso lanzó los dados y luego los recogió, levantándose espada en mano. Monza intentó mantener la calma mientras miraba fijamente hacia la abierta puerta, hacia la sala llena de pinturas, hacia la arcada por donde se accedía al resto del palacio. El único camino por el que se podía llegar a donde ellos se encontraban.
Una cabeza cubierta con un yelmo apareció al lado de la columna de uno de los arcos. La siguió un cuerpo vestido con una armadura. El de un sargento talinés, espada y escudo en alto y a punto. Monza vio cómo se deslizaba furtivamente por debajo del rastrillo, sobre las losetas del suelo. Salió a la luz del día y avanzó con mucha precaución, frunciendo el ceño al verlos.
—Sargento —dijo un Cosca que parecía muy contento.
—Capitán —se irguió y bajó la espada. Le seguían más hombres. Bien armados, soldados de Talins, veteranos barbudos y precavidos que entraban en la galería con las armas listas. En un principio, parecieron sorprendidos al descubrir en el jardín a varios de los suyos, sorprendidos pero contentos—. ¿Es él? —preguntó el sargento, señalando a Salier.
—Lo es —afirmó Cosca con una mueca.
—Bien, bien. ¿El jodido seboso?
—El mismo.
En aquel momento aparecieron más soldados y un grupo de oficiales de estado mayor enfundados en uniformes inmaculados, con espadas elegantes pero sin ninguna armadura. A su cabeza, dando zancadas con un aire de autoridad incuestionable, llegaba un hombre de rostro blando y ojos húmedos y tristes.
Ganmark.
Si no hubiera sido por la oleada de odio que la dominó nada más verlo, Monza habría sentido una pizca de satisfacción perversa por haber predicho sus movimientos con tanta facilidad. Llevaba una espada larga en la cadera izquierda y otra más corta en la derecha. Un acero largo y otro corto, según la costumbre de la Unión.
—¡Asegurad la galería! —exclamó mientras se dirigía al jardín, con aquel acento suyo que tendía a comerse las últimas letras de las palabras—. ¡Sobre todo, aseguraos de que las pinturas no sufran daño alguno!
—¡Sí, señor! —las botas resonaron mientras los soldados se ponían en marcha para cumplir sus órdenes. Eran muchos. Monza los observó mientras seguía apretando las mandíbulas. Quizá demasiados, pero de nada servía lamentarse. Lo único importante era matar a Ganmark.
—¡General! —Cosca le saludó enérgicamente—. Hemos capturado al duque Salier.
—Ya lo veo. Bien hecho, capitán. Ha sido el más rápido, y por eso será recompensado. Muy rápido —entonces hizo una reverencia burlona—. Excelencia, es un honor. El gran duque Orso os envía saludos fraternales.
—Me cago en sus saludos —dijo Salier de malos modos.
—Y sus pesares, por no haber podido venir en persona para presenciar vuestra completa derrota.
—Si hubiera venido, también le mandaría a cagar.
—Sin duda. ¿Estaba solo?
—Estaba esperando en este sitio —respondió Cosca, asintiendo—, mirando eso —y movió la cabeza hacia la gran estatua que se encontraba en medio del jardín.
—El Guerrero de Bonatine —Ganmark echó a andar despacio, sonriendo a la imponente estatua de Stolicus—. Es más bonita en persona que en los dibujos. Quedará muy bien en los jardines de Fontezarmo —casi estaba a cinco pasos. Monza intentó respirar despacio, pero el corazón martilleaba su pecho—. Debo felicitaros por vuestra maravillosa colección, Excelencia.
—Me cago en sus felicitaciones —dijo Salier, rezongando.
—Al parecer, os cagáis en demasiadas cosas excelsas. Aunque una persona de vuestro tamaño, seguro que genera una considerable cantidad de la materia involucrada. Traedme aquí a ese gordo.
Era el momento. Monza agarró con fuerza la empuñadura de la Calvez y avanzó al frente, cogiendo con su mano derecha, la del guante, el codo de Salier, mientras Cosca se situaba a su derecha. Los oficiales y guardias de Ganmark se habían dispersado. Miraban la estatua y a Salier, ya fuera desde el jardín o desde las ventanas de las galerías. Aunque dos de ellos permanecieran al lado de su general, uno con la espada desenvainada, no parecía que desconfiasen de nada. No parecían en tensión. Porque todos eran camaradas.
Amistoso seguía tan quieto como una estatua, con la espada en la mano. Aunque Escalofríos cogiera el escudo sin fuerza, Monza vio que los nudillos de la mano que empuñaba el hacha estaban blancos, por lo fuerte que la agarraba, y que su único ojo iba de un enemigo a otro, calculando el peligro. La sonrisa burlona de Ganmark aumentó a medida que Salier se acercaba a él.
—Bien, bien, Excelencia. Aún recuerdo las palabras del discurso que pronunciasteis al crear la Liga de los Ocho. ¿Cómo era? Ah, sí. Que antes moriríais que arrodillaros delante de un perro como Orso. Pues ahora me gustaría mucho veros de rodillas —hizo una mueca burlona a Monza, que apenas estaba ya a dos pasos de él—. Teniente, ¿podría…? —sus pálidos ojos se entornaron durante un instante y entonces la reconoció. Monza saltó hacia él, apartando al guardia que estaba más cerca mientras lanzaba una estocada hacia su corazón.
Escuchó el familiar sonido del acero contra el acero. De algún modo, Ganmark había tenido tiempo de desenvainar su espada a medias, lo suficiente para evitar por un pelo la estocada de Monza. Echó la cabeza hacia un lado y la punta de la Calvez le hizo un largo corte en la mejilla, mientras su espada cantaba al abandonar la vaina.
Entonces se hizo el caos en el jardín.
La hoja de Monza acababa de hacerle a Ganmark un largo corte en la cara.
—Pero… —el oficial que estaba más cerca miró aturdido a Amistoso mientras éste le hundía la espada en la cabeza. Como la hoja se le quedó clavada en el cráneo, Amistoso no se molestó en sacarla de él. Era un arma incómoda, y a él le gustaba luchar más de cerca. Sacó la cuchilla de carnicero y el cuchillo que llevaba al cinto, sintiendo el calorcillo que despertaba en sus puños el contacto con aquellos dos objetos tan familiares, la satisfacción abrumadora de saber que todo sería más sencillo. Matar a todos los que pudiera antes de que se dieran cuenta. Aun con la suerte en contra. Pues que once luchasen contra veintiséis era jugar contra la suerte.
Apuñaló a un oficial pelirrojo en el estómago antes de que pudiese desenvainar la espada, lo lanzó contra un tercero y describió un amplio arco con el brazo para luego acercarse a él y clavarle la cuchilla en un hombro, cortándole ropa y carne con su pesada hoja. Hizo una finta para esquivar un lanzazo, y el soldado que empuñaba la lanza perdió el equilibrio y cayó hacia delante. Amistoso le hundió el cuchillo en el sobaco y luego lo sacó, rascándole con la hoja el borde del peto.
Pudo oírse el chirrido metálico que hacía el rastrillo al caer. Había dos soldados en la arcada. El rastrillo cayó justamente detrás de uno, dejándole incomunicado en la galería con todos los demás. El otro se echó hacia atrás para no sufrir la misma suerte. Los pinchos le alcanzaron en el estómago, le aplastaron contra el suelo, le reventaron el peto y le doblaron una pierna por debajo del cuerpo, mientras él pataleaba atrozmente en el aire con la otra. Entonces comenzó a gritar. Pero nadie le hizo caso, porque para entonces ya gritaba todo el mundo.
El combate se generalizó por el jardín y ocupó los cuatro lados del atrio que lo rodeaba. Cosca había tirado al suelo a un guardia después de desjarretarle los muslos por detrás. Escalofríos casi había partido a un hombre en dos al principio del combate, y en aquel momento estaba rodeado por otros tres y retrocedía hacia la sala llena de esculturas, mientras asestaba unos hachazos desmesurados y hacía un extraño sonido que estaba a medio camino de la risa y del rugido.
El oficial pelirrojo al que Amistoso acababa de apuñalar salió cojeando y gimiendo por la puerta que conducía a la primera sala, dejando un rastro de gotas de sangre en el brillante suelo. Amistoso le siguió, se agachó para evitar el desabrido molinete que hacía con la espada, se acercó a él y le alcanzó en la nuca con su cuchilla. El soldado que había quedado atrapado debajo del rastrillo gimió, balbució y se agarró a los barrotes. El otro, que en aquel momento comprendía todo lo que estaba sucediendo, apuntó a Amistoso con su alabarda. Un oficial de mirada confusa que tenía un antojo en una mejilla dejó de contemplar una de las setenta y ocho pinturas de la sala y desenvainó la espada.
Ya eran dos. Uno y uno. Amistoso estuvo a punto de sonreír. Ya lo comprendía.
Monza lanzó otro tajo a Ganmark, pero uno de sus soldados interpuso su escudo entre ambos. Ella resbaló, cayó rodando hacia un lado y se levantó a gatas mientras el combate seguía a su alrededor.
Vio que Salier lanzaba un alarido, sacaba por detrás de su espalda una espada muy pequeña y estrecha, y tajaba con ella el rostro de un oficial pasmado. Luego lanzó una cuchillada a Ganmark que resultó sorprendentemente ágil para un hombre de su tamaño, aunque no lo suficiente para tener éxito. El general se echó a un lado y, con toda la parsimonia del mundo, alcanzó al gran duque de Visserine en su enorme barriga. Monza observó que un palmo de metal lleno de sangre asomaba por detrás de su uniforme blanco. Igual que lo había hecho por detrás de la blanca camisa de Benna.
—Uf —dijo Salier.
Ganmark levantó una bota y lo empujó con ella, haciéndole caer de espaldas en medio de los adoquines y llegar hasta el pedestal de mármol de El Guerrero. El duque se deslizó por debajo de la escultura y apretó la herida con sus manos regordetas, mientras el suave tejido blanco de su uniforme se empapaba con su sangre.
—¡Matadlos a todos! —exclamó Ganmark a voz en cuello—. ¡Pero no estropeéis las pinturas!
Dos soldados se acercaron a Monza. Ella se deslizó hacia un lado para que ambos se estorbaran mutuamente, se giró para evitar el desmañado tajo que uno le lanzaba desde arriba, se echó hacia delante y le alcanzó en la ingle, justo debajo del peto. El soldado lanzó un gran alarido y cayó de rodillas; pero antes de que Monza pudiese recobrar el equilibrio, el otro giraba hacia ella. Sólo pudo parar su golpe, tan fuerte que estuvo a punto de arrancarle la Calvez de la mano. Luego la golpeó en el pecho con su escudo, consiguiendo que el borde del peto se le clavara en el estómago y que ella se quedara sin aliento y a su merced. El soldado volvió a levantar la espada, balbució algo y cayó hacia un lado. Las plumas de un cuadrillo de ballesta sobresalían por su nuca. Monza vio a Day, que se asomaba por una de las ventanas situadas más arriba con la ballesta entre las manos.
Ganmark movió una mano hacia ella y exclamó:
—¡Matad a la rubia! —Day desaparecía al otro lado de la ventana mientras hasta el último de los soldados de Talins obedecía la orden e iba a por ella.
Sin poder enfocar bien la mirada, Salier observó la sangre que se escapaba por sus manos regordetas y comentó:
—¿Quién habría pensado… que moriría luchando? —y su cabeza cayó hacia atrás, chocando con el pedestal de la escultura.
—¿Es que no terminarán nunca las sorpresas que el mundo nos vomita encima? —Ganmark se desabrochó el botón superior de la guerrera y sacó un pañuelo. Se lo llevó al corte de la cara, que sangraba, y luego, con mucho cuidado, se sirvió de él para limpiar de la hoja de su espada la sangre de Salier que la manchaba—. Así que era cierto. Aún sigues viva.
—Lo es, chupapollas —Monza, que había recobrado el aliento, mantenía en alto la espada de su hermano.
—Siempre admiré esa retórica tuya tan sutil. —El individuo al que Monza había herido en la axila gemía, mientras intentaba llegar a rastras hasta la entrada. Ganmark fue hacia Monza, pasando con cuidado por encima de él, guardándose el pañuelo ensangrentado en un bolsillo y abrochándose el botón superior de la guerrera con la mano que tenía libre. Aunque la barahúnda, el chocar de los aceros y los gritos del combate aún pudieran oírse en las salas situadas al otro lado de las columnas, ellos dos eran los únicos que estaban en el jardín. A menos de tener en cuenta los cadáveres dispersos por la entrada—. Sólo estamos los dos. Como apenas he tenido tiempo de tirar unas cuantas estocadas buenas, espero que te satisfagan las que ahora voy a darte.
—No te molestes. Tu muerte me satisfará por completo.
—¿Con la mano izquierda? —sonreía mientras sus ojos acuosos miraban su espada.
—Suponía que querrías aprovecharte de la ventaja.
—Lo menos que puedo hacer es corresponder a tu cortesía —pasó su espada de una mano a la otra con suma maestría, agarró con fuerza la empuñadura y apuntó su hoja hacia Monza—. Debe…
Como Monza jamás había esperado a que le dijeran lo que debía hacer, le lanzó inmediatamente una estocada. Pero él, que ya se había puesto en guardia, la paró, echándose a un lado. Luego le lanzó dos tajos muy rápidos, de arriba abajo y de abajo arriba. Sus dos hojas se encontraron, deslizándose una por encima de la otra con un ruido metálico, para luego moverse de atrás adelante y relucir en los retazos de luz que había entre los árboles. Las botas de caballería de Ganmark, exageradamente brillantes, se deslizaban por encima de los adoquines con la ligereza de un bailarín. La atacó con la rapidez del relámpago. Ella paró una vez, dos veces, estuvo a punto de que la hiriera y pudo librarse haciendo una finta. Dio unos cuantos pasos apresurados, tomó aliento y se recuperó.
Aunque huir del enemigo sea algo deplorable, la alternativa que a uno le queda suele ser peor, había dicho Farans.
Mientras avanzaba hacia delante, observó que Ganmark, por otra parte muy tranquilo, describía pequeños círculos con la reluciente punta de su espada.
—Me temo que mantienes una guardia muy baja. Te domina la pasión. Pero la pasión sin disciplina sólo es una rabieta infantil.
—¿Por qué no cierras la maldita boca y luchas?
—Oh, puedo hablar y sacarte unas cuantas rodajas al mismo tiempo —se acercó rápidamente a ella y la acorraló hasta uno de los extremos del jardín y luego hasta el otro, mientras la desesperada Monza paraba sus acometidas y se las devolvía cuando podía, pero siempre de una manera desmañada e inefectiva.
Se decía de Ganmark que era uno de los mejores espadachines del mundo, lo cual no era difícil de creer, vista su maestría con la mano izquierda. El acuerdo de luchar con aquella mano la beneficiaba, porque su maestría de antaño con la derecha había quedado aplastada por la bota de Gobba, para luego hacerse pedazos en la ladera de la montaña en la que se levantaba Fontezarmo. Ganmark era más rápido, más fuerte, más preciso. Lo que sólo le dejaba a ella la posibilidad de ser más astuta, más tramposa, más sucia en la pelea. Y de sentirse más enfadada.
Se acercó a él lanzando un grito, fingió que atacaba por la derecha y le lanzó una estocada por la izquierda. Cuando Ganmark retrocedió de un salto, Monza se quitó el yelmo y se lo lanzó a la cara. Él lo vio justo a tiempo de apartarse a un lado, aunque no lo suficientemente deprisa para evitar que rebotase en su coronilla y le hiciese gruñir. Monza volvió contra él. Ganmark giró hacia un lado y ella sólo arañó la charretera dorada de una de las hombreras de su guerrera. Monza atacaba y Ganmark paraba, nuevamente en forma.
—Tramposa.
—Que te den por el culo.
—Quizá eso me apetezca cuando acabe contigo —lanzó una cuchillada a Monza que ella evitó, para después, en vez de retroceder, acercarse más y trabar su espada con la de él en un chirrido de empuñaduras. Aunque intentase echarle la zancadilla, él no dejaba de dar vueltas alrededor de ella para no perder el equilibrio. Le dio una patada en una rodilla mientras seguía intentando echarle la zancadilla. Luego le lanzó una cuchillada con toda la fuerza que podía, pero Ganmark se echó hacia un lado y ella sólo alcanzó uno de los setos, que meneó todas sus verdes hojas.
—Hay maneras más cómodas de arreglar los setos, si eso es lo que quieres —comentó Ganmark, y antes de que se diera cuenta le lanzó una serie de tajos que la obligaron a retroceder. Saltó por encima del ensangrentado cadáver de uno de los guardias y se situó detrás de las grandes piernas de la escultura, protegiéndose con ellas mientras pensaba en cómo podría alcanzar a Ganmark. Desató las correas de uno de los costados del peto, se lo quitó y lo dejó caer al suelo con un ruido metálico. No sólo no le protegía ante un espadachín de su maestría, sino que el lastre de su peso la cansaba—. Murcatto, ¿sin trampas?
—¡Estoy pensando, bastardo!
—Pues piensa deprisa —la espada de Ganmark entró con furia por entre las piernas de la escultura. La habría alcanzado si ella no se hubiese apartado de su trayectoria con un salto—. Sabes que no puedes vencer, simplemente porque te sientes agraviada. Porque sabes que así te justificas. El espadachín que vence es siempre el mejor, no el que está más enfadado.
Aunque hiciera como si fuese a rodear la enorme pierna derecha de El Guerrero, Ganmark apareció por la otra, saltando por encima del cadáver de Salier, que seguía echado encima del pedestal. Pero como ella lo había visto venir, paró su espada y le dio un golpe muy poco elegante con la cabeza, aunque tremendamente contundente. Él se apartó en el preciso momento. La hoja de la Calvez tintineó contra la musculosa rodilla de Stolicus y desprendió pequeños fragmentos de mármol que salieron volando. Mientras se echaba hacia un lado, tuvo que concentrarse en agarrar con fuerza la empuñadura que vibraba y le causaba un tremendo dolor en la mano izquierda.
Mientras con su mano izquierda tocaba cuidadosamente la hendidura producida en la pierna izquierda de la escultura, Ganmark frunció el ceño y comentó:
—Puro vandalismo —luego saltó hacia ella, enganchó su espada con la suya y la obligó a retroceder una vez, luego otra más, mientras las botas de Monza resbalaban en los adoquines y llegaban hasta el césped, sin que ella, ya fuera mediante sutilezas, argucias o la fuerza bruta, cejase en su intento de encontrar algún hueco que le permitiese atacar a Ganmark. Pero él veía las situaciones antes que ella las pusiese en práctica, aprovechándolas con la eficiencia de un maestro de esgrima. Apenas resollaba. Cuanto más tiempo siguieran luchando, antes encontraría él sus puntos flacos y los aprovecharía.
—Deberías recapacitar en el tajo que acabas de tirar hacia atrás —dijo—. Demasiado alto. Limita tus opciones y abre tu guardia —Monza le atacó una y otra vez, pero él se limitó a apartar su espada, como no dándole importancia—. Tienes la costumbre de ladear el acero hacia la derecha cuando alargas el brazo —le lanzó una estocada que él paró con la espada, trabando la suya con un chirrido de metal para luego contenerla dentro de los círculos que describió con su arma. Entonces, con un simple giro de muñeca, arrancó la Calvez de su mano y la mandó a volar por encima de los adoquines—. ¿Ves a qué me refiero?
Aturdida, Monza dio un paso atrás, mientras veía que la luz reflejada en la espada de Ganmark salía disparada hacia delante. La hoja atravesó limpiamente la palma de su mano izquierda, pasó entre sus huesos y llegó hasta su hombro, dejándole la mano cosida a él como si fuera una de las brochetas de carne y cebolla que los gurkos suelen preparar. El dolor le llegó un instante después, haciéndole gritar cuando Ganmark retorció la espada y ella se arrodilló indefensa y cayó hacia atrás.
—Si esto te parece indigno de mí, consuélate pensando que es un regalo de los ciudadanos de Caprile —giró la espada en sentido contrario y ella sintió que la punta no sólo chirriaba contra su hombro sino contra los huesecillos de su mano, mientras la sangre le bajaba por el antebrazo y manchaba su guerrera.
—¡Te voy a joder! —exclamó mientras le escupía, porque la única opción que le quedaba era gritar.
—Una oferta muy interesante —torció la boca para expresar una sonrisa llena de tristeza—, pero tu hermano era más de mi tipo. —Sacó la espada de un tirón y ella cayó hacia delante y se puso a gatas, jadeando. Cerró los ojos y esperó a la hoja que no tardaría en deslizarse a través de sus omóplatos para taladrarle el corazón, tal y como le había sucedido a Benna.
Se preguntó si le dolería mucho y durante mucho tiempo. Seguro que dolería mucho, pero no por mucho tiempo.
Escuchó unas pisadas que se alejaban de ella y levantó poco a poco la cabeza. Ganmark puso una bota debajo de la Calvez y la levantó del suelo, cogiéndola luego con una mano.
—Estoy por asegurar que el punto ha sido para mí —lanzó la espada como si fuese una flecha, dejándola clavada en la parte del césped situada al lado de Monza, donde se quedó oscilando lentamente—. ¿Qué me dices? ¿Vemos si consigues superarlo en las dos partidas siguientes?
El salón que albergaba las obras maestras realizadas en Styria se veía realzado por cinco cadáveres. La decoración definitiva para cualquier palacio, aunque el dictador perspicaz tenga la obligación de reemplazarlas con regularidad para evitar el mal olor. Dos de los soldados de Salier que se habían disfrazado de talineses y uno de los oficiales de Ganmark yacían en actitudes poco dignas, aunque uno de los guardias del general hubiera logrado morir en una postura bastante cómoda, acurrucado alrededor de una mesa de circunstancias que tenía encima un vaso ornamental.
Otro guardia se arrastraba hacia la alejada puerta, dejando tras de sí un rastro de grasiento color rojo. Como Cosca le había herido en el estómago, justo debajo del peto, tenía que arrastrarse y cogerse las tripas al mismo tiempo.
Eso dejaba sólo a dos jóvenes oficiales de estado mayor, con sus brillantes espadas desenvainadas y sus brillantes ojos llenos de justo odio, y a Cosca. De encontrarse en otras circunstancias más agradables, posiblemente hubieran sido personas amables. Posiblemente sus madres los amasen y ellos les correspondiesen. Seguro que no merecían morir en aquel templo tan recargado por estar en un bando y no en otro. Pero a Cosca no le quedaba otra opción que matarlos como mejor supiera. ¿Por qué uno de los mercenarios más infames de Styria hubiera tenido que obrar de otra manera?
Los dos oficiales se separaron, yendo uno hacia los ventanales y el otro hacia las pinturas, para llevar a Cosca hasta el extremo de la sala y, lo más seguro, hasta el fin de su existencia. Bajo el uniforme talinés, estaba empapado de sudor, y el aire le quemaba los pulmones. Era evidente que luchar contra la muerte era un juego para hombres jóvenes.
—Vamos, vamos, amigos —musitó él, sopesando la espada—. ¿Por qué no me atacáis uno a uno? ¿No tenéis honor?
—¿Honor? —dijo uno, rezongando—. ¿Nosotros?
—¡Vosotros os disfrazasteis para lanzar un ataque cobarde y a traición contra nuestro general! —exclamó el otro entre dientes, el rostro colorado por la afrenta.
—Es cierto. Es cierto —Cosca bajó la espada—. Y la vergüenza que se me clava en el corazón no me deja vivir. Me rindo.
El que estaba a la izquierda no se lo creyó ni durante un instante. Pero sí el que estaba a la derecha, que, un tanto perplejo, bajó la espada. El cuchillo que Cosca acababa de lanzar fue hacia él.
Cantó en el aire y alcanzó al joven en un costado, obligándole a doblarse en dos. Cosca cargó hacia él, apuntándole al pecho. Quizá fuera porque aquel muchacho se había echado hacia delante, o porque Cosca no había andado muy fino, lo cierto es que la hoja encontró el cuello del oficial y, como si quisiese demostrar lo afilada que estaba, le rebanó por completo la cabeza. Cayó dando vueltas, lanzando sangre por todos los lados, y rebotó en una de las pinturas con un sonido hueco y un estremecimiento del lienzo.
El cuerpo se inclinó hacia delante mientras la sangre que salía a chorros de su cuello cortado, tanta como de un surtidor, reptaba por el suelo.
Pero mientras Cosca lanzaba un grito de sorpresa y de triunfo, el otro oficial llegó hasta él y le sacudió como si fuera una alfombra. Cosca se agachó, se retorció, paró, retrocedió espasmódicamente ante un tajo feroz, tropezó con el cadáver decapitado y cayó despatarrado encima del charco de sangre.
El oficial lanzó un grito tremendo al dar un salto para rematar la faena. La desfallecida mano de Cosca se acercó a lo que tenía más cerca, lo cogió y lo lanzó. La cabeza cortada. Le alcanzó en la cabeza y le hizo perder el equilibrio. Cosca se restregó por el suelo mientras buscaba la espada. Finalmente la cogió y se levantó, con la mano, la espada, la cara, las ropas y todo manchado de rojo. Un color que, curiosamente, iba a tono con la vida que había llevado.
El oficial, que ya había llegado a su lado, le propinó una serie de feroces tajos. Cosca retrocedió todo lo deprisa que pudo, evitando caerse y apuntando con su espada hacia abajo, como queriendo dar a entender que estaba completamente agotado, lo que por otra parte era cierto. Chocó con la mesa, estuvo a punto de caer y, al agarrarse con la mano que tenía libre, encontró el borde del vaso ornamental. El oficial se echó hacia delante y levantó la espada con un berrido de triunfo, que se convirtió en un gorgoteo de sorpresa cuando el vaso llegó volando hasta él. Al intentar desviarlo con la empuñadura de la espada, formó una lluvia de fragmentos de cerámica que cayó en uno de sus costados, pero a cambio de bajar la guardia. Cosca lanzó una estocada desesperada, sintiendo una débil resistencia en la punta de su espada cuando la hoja taladró la mejilla del oficial y le salió por la nuca, todo ello con la meticulosidad propia de un libro de texto.
—¡Oh! —el oficial se tambaleó ligeramente cuando Cosca sacó la espada de su cabeza y la sacudió durante un instante—. Es eso… —miraba como si lo viese todo borroso, como quien se despierta borracho y descubre que, además de robarle, le han atado desnudo a un poste. Cosca no podía recordar cuándo le había sucedido lo mismo a él, si había sido en Etrisani o en Westport, porque todos aquellos años se confundían en su mente.
—¿Quázuceddido? —como el oficial tiraba tajos con una lentitud pasmosa, Cosca se alejó de él. Luego se movió en círculos y cayó de costado. Giró hacia un lado y se levantó gateando, mientras la sangre corría lentamente por la limpia hendidura, por otra parte muy pequeña, que tenía cerca de la nariz. El ojo parpadeaba encima de una carne tan floja como el cuero viejo—. ¿Matasthe-matheastealotro? —preguntó, babeando.
—¿Perdón? —dijo Cosca.
—¡Argghhh! —Y levantó su titubeante espada, cargando directamente contra una de las paredes. Se estrelló contra la pintura de la joven que se estaba bañando, abrió con su espada una hendidura enorme en ella, arrastró al caer el enorme lienzo, que quedó encima de él, y sacó una bota por debajo de su marco dorado. Y ya no volvió a moverse.
—Vaya con el hijoputa —dijo Cosca, susurrando. Morir debajo de una mujer desnuda. Él llevaba intentándolo toda la vida.
A Monza le ardía la herida del hombro. Pero la que tenía en la mano izquierda le ardía mucho más. La palma y los dedos estaban pegajosos por la sangre. Apenas podía cerrar el puño, y menos aún empuñar la espada. No le quedaba otra elección. Se quitó con los dientes el guante de la mano derecha, estiró el brazo y cogió con ella la empuñadura de la Calvez, sintiendo que sus huesos deformes se movían al cerrar sus engarabitados dedos sobre ella y viendo que el dedo meñique seguía saliéndose hacia fuera.
—¡Ah! ¿Con la derecha? —Ganmark lanzó su propia espada para que diese vueltas por el aire y la recogió con la mano derecha, haciendo gala de la maestría que es propia de un malabarista de circo—. Siempre admiré tu determinación, aunque no las metas que te propusiste. Venganza, ¿verdad?
—Venganza —repitió ella entre dientes.
—Venganza, pues. Recapacita. Aunque pudieses conseguirla, ¿qué conseguirías? ¿Para qué todo este derroche de esfuerzo, dolor, dinero y sangre? ¿A quiénes beneficia? —sus ojos tristes la vigilaban mientras ella se ponía lentamente de pie—. No a quienes se venga, evidentemente. A pesar de todo, siguen pudriéndose. No a aquellos de quienes uno se venga, por supuesto. Son cadáveres. ¿Quizá a aquellos que se vengan? ¿Crees que duermen mejor después de acumular asesinato tras asesinato? ¿No estarán sembrando las semillas de otras cien venganzas que les seguirán? —ella daba vueltas a su alrededor, pensando en algún truco para matarle—. Supongo que todas aquellas muertes acaecidas en el banco de Westport fueron obra tuya, algo que tenías derecho a hacer. ¿Y la carnicería en el Cardotti? ¿También fue una réplica justa y proporcionada al daño que se te hizo?
—¡Había que hacerlo!
—¡Ah, había que hacerlo! La excusa favorita del mal que se hace sin pensar resuena a través de las eras para escapar balbuciente por tu boca retorcida —salió bailando a su encuentro, y sus espadas resonaron juntas una y otra vez. Lanzó una estocada que ella paró y devolvió. Cada uno de aquellos encuentros le enviaba por arriba del brazo un dolor inenarrable. Apretaba los dientes para que la expresión de desprecio no se borrase de su rostro, aunque apenas lograse disimular todo lo que le dolía, o lo torpe que se sentía. Si apenas le quedaba alguna esperanza con la mano izquierda, con la derecha no tenía ninguna, y lo sabía.
—Nunca sabré por qué el Hado quiso salvarte, pero deberías haberle dado las gracias en silencio y eclipsarte en la oscuridad. No pretendamos ahora que, precisamente, tú y tu hermano no os merecíais lo que se os hizo.
—¡Eres un cabrón! ¡Yo no me lo merecía! —pero, aunque lo negase, no estaba muy segura—. ¡Ni mi hermano tampoco!
—Nadie más dispuesto que yo a perdonar a un hombre hermoso —dijo Ganmark con voz burlona—, pero resulta que tu hermano era un cobarde vengativo. Un parásito encantador, avaricioso, despiadado y sin carácter. Lo único que le eximía de la más completa indignidad y de la total intrascendencia eras tú —saltó hacia delante con velocidad letal y ella se echó hacia atrás, chocó contra un cerezo, lanzó un gruñido y cayó entre una lluvia de flores blancas. Aunque Ganmark hubiera podido atravesar a Monza, se quedó tan inmóvil como una estatua, la espada en guardia, sonriendo tranquilamente mientras veía cómo se ponía en pie—. Enfrentémonos a los hechos, general Murcatto. A pesar de todos tus talentos innegables, nunca has sido un dechado de virtudes. Por eso debía de haber más de cien mil personas con motivos más que suficientes para arrojar tu odiosa carcasa desde lo alto de aquella terraza.
—Pero Orso no era una de ellas. ¡No lo era! —se agachó, atacando sus caderas de manera desmañada, haciendo una mueca cada vez que movía la espada hacia uno de sus costados y agarraba su empuñadura con la palma retorcida.
—Si es una broma, no resulta divertida. ¿Sofismas con el juez, cuando es más que evidente que la sentencia es justa? —asentó con cuidado los dos pies, como el artista que pinta un lienzo, y llevó a Monza hasta los adoquines—. ¿En cuántas muertes has participado? ¿En cuánta destrucción? ¡Eres una bandida! ¡Una acaparadora glorificada! ¡Un gusano que ha engordado con el cadáver podrido de Styria! —tres golpes más, tan rápidos como el martillo del escultor en el escoplo, y la espada castañeteó en su mano—. Dices que no te lo merecías. ¿No te lo merecías? Esa excusa de tu mano derecha es muy embarazosa. Una excusa para no hacer bien las cosas.
Monza lanzó una estocada llena de dolor, de cansancio, desmañada. Él la desvió con desdén, moviéndose alrededor de ella y dejando que retrocediese. Esperó que le clavara la espada en la espalda, y en su lugar se encontró con una patada en el trasero que la envió a rodar por los adoquines, mientras la espada de Benna saltaba una vez más de sus adormecidos dedos. Descansó durante un momento, sin resuello, y luego se volvió lentamente y se puso de rodillas. No parecía que pudiese hacer nada más. Volvería a caer al suelo en cuanto la atacase. La mano derecha le latía y le temblaba. La hombrera de su uniforme robado estaba negra por la sangre, lo mismo que los dedos de su mano izquierda.
Ganmark giró la muñeca y cortó una flor que fue a parar a la palma de la mano que tenía libre. Se la llevó al rostro y aspiró profundamente su aroma, diciendo:
—Es un hermoso día, y un buen sitio para morir. Hubiéramos debido acabar contigo en lo alto de Fontezarmo como hicimos con tu hermano. Ahora lo subsanaré.
Como a ella no se le ocurría ninguna palabra que pronunciar a título final, echó la cabeza hacia atrás y escupió. Le escupió en el cuello, en el cuello de la guerrera y en su inmaculada pechera. Aunque no fuese una gran venganza, algo de venganza sí que era. Ganmark observó los escupitajos y comentó:
—Toda una dama hasta el final.
Sus ojos parpadearon mientras se echaba hacia un lado y algo pasaba como un relámpago cerca de él, cayendo en el lecho de flores situado detrás. Un cuchillo arrojadizo. Con un gruñido, Cosca llegó hasta el general, aullando como un perro rabioso para acosarle entre los adoquines.
—¡Cosca! —Monza levantaba de manera desmañada su espada—. Tarde, como siempre.
—Estaba ligeramente entretenido en la puerta de al lado —dijo rezongando el viejo mercenario, mientras recobraba el aliento.
—¿Nicomo Cosca? —Ganmark le miró preocupado—. Pensaba que había muerto.
—Siempre han circulado informes falsos acerca de mi muerte. Eso es lo que querían…
—Sus muchos enemigos —Monza seguía de pie para que sus miembros dejasen de estar entumecidos—. Si aún sigues queriendo matarme, deberías hacer algo en vez de tanto parlotear.
Ganmark se retiró lentamente, desenvainando con la mano izquierda el acero corto que llevaba al costado y apuntándolo hacia Monza, mientras que con el largo mantenía a raya a Cosca, todo ello sin dejar de mirar a uno y a otra.
—Oh, aún queda tiempo.
Escalofríos no era el de siempre. Aunque quizá fuese la persona que siempre hubiera querido ser. El dolor le había vuelto loco. O quizá fuese que no veía bien con el ojo que le habían dejado. O quizá que se le hubiera roto por dentro por culpa de las cáscaras que se había estado fumando durante los últimos días. Fueran las que fuesen las razones, había ido a parar al infierno.
Y le gustaba.
La larga sala latía, relucía, se estremecía como la superficie de una piscina. La luz del sol entraba por las ventanas, clavándose en él y deslumbrándole como hubiesen hecho cientos y más cientos de cristalinas facetas. Las esculturas brillaban, sonreían, sudaban, le animaban. El dolor había despejado todas sus dudas, sus miedos, sus preguntas, sus opciones. Toda aquella mierda había supuesto un peso para él. Toda aquella mierda era debilidad, mentiras y una pérdida de esfuerzo. Había convertido en complicadas cosas que eran hermosas y espantosamente simples. Su hacha tenía todas las respuestas que necesitaba.
La hoja de su hacha atrapó la luz del sol y cayó siseando con un gran reguero blanco sobre el brazo de un contrario, que a su vez despidió unas largas tiras negras. Trozos de ropa. Carne arrancada. Hueso astillado. Metal doblado y retorcido. Una lanza entró por el escudo de Escalofríos, que pudo sentir en la boca el dulzor de un rugido al volver a girar el hacha. Se aplastó contra el peto del contrario, dejando en él una enorme abolladura y metiendo su cuerpo estremecido en una urna labrada que reventó y dejó en el suelo un montón de restos de cerámica.
El mundo estaba vuelto del revés, como las brillantes entrañas del oficial al que había destripado poco antes. Solía cansarse mientras luchaba. Pero en aquellos momentos se sentía más fuerte. La rabia hervía en su interior, salía de él, le quemaba la piel. Y todo aquello empeoraba a cada golpe que daba, y los músculos le dolían hasta que no tenía más remedio que gritar, reír, llorar, cantar, zurrar a alguien, bailar o chillar.
Apartó una espada con su escudo, la quitó de una mano, la del soldado que estaba detrás de él; le rodeó con los brazos, besó su cara y se la lamió. Rugió mientras corría a trompicones, acorralándole hasta una de las esculturas y volcándola, para luego volcar otra y otra y formar una confusión de pétreos miembros mutilados, cubiertos por una nube de polvo.
El guardia gimió, tirado entre aquellas ruinas, e intentó darse la vuelta. El hacha de Escalofríos abolló el extremo de su yelmo, que sonó hueco por el golpe, se lo bajó hasta que su borde le quedó encima de los ojos y le aplastó la nariz, haciendo que la sangre brotase por ella.
—¡Muere, cabrón! —Escalofríos le atizó en la parte inferior del yelmo y desplazó su cabeza hacia un lado—. ¡Muere! —luego le trabajó el otro lado del cuello, golpeando en él como si se tratase de un calcetín lleno de gravilla—. ¡Muere! ¡Muere! —Clonc, clonc. Sonaba como las cazuelas y cacharros que se lavan en el río después de la comida. Una escultura le miró con aire de reprobación—. ¿Me estás mirando? —Escalofríos le aplastó la cabeza con el hacha. Luego se encontró encima de algo, sin saber cómo había llegado hasta allí, golpeando una cara con el borde del escudo hasta convertirla en un estropicio informe de color rojo. Podía oír que alguien le susurraba, le susurraba al oído. Era una voz enloquecida, sibilante, cascada.
—Estoy hecho de muerte. Soy la Gran Niveladora. Soy la tormenta en los Altos Lugares —la voz del Sanguinario, pero saliendo por su garganta. La sala estaba sembrada de hombres caídos y de esculturas caídas; también de partes de unos y de otras—. Tú —Escalofríos apuntó con su hacha ensangrentada al último que quedaba en pie, agachado al otro extremo de la galería cubierta de polvo—. Te estoy viendo, cabrón. No te muevas. —Fue consciente de que hablaba en norteño. Aquel hombre no podía comprender ni una palabra de lo que decía. Poco importaba.
Ahí estaba el meollo de la cuestión.
Monza hizo un esfuerzo para pasar por debajo de la arcada, aprovechando la última energía que quedaba en sus doloridas piernas, gruñendo mientras tiraba tajos y estocadas de manera desmañada, pero sin parar. Ganmark retrocedía, penetrando en las zonas iluminadas y en las que estaban a oscuras, para luego volver a recibir la luz del sol, pero todo ello sin perder la concentración. Sus ojos iban de uno a otro lado, parando la hoja de Monza y la de Cosca, que le atacaba desde las columnas situadas a su derecha, entre los jadeos, las rápidas pisadas y los chirridos del metal que resonaban bajo el techo abovedado.
Monza le tiró un tajo y luego otro en sentido contrario, ignorando el ardiente dolor que sintió en la muñeca al arrancarle de la mano la espada corta y enviarla a las sombras con un ruido de herrería. Ganmark se tambaleó mientras desviaba con su espada larga una de las estocadas de Cosca y dejaba un hueco en su guardia para que le atacase Monza. Ésta apretaba los dientes y echaba el brazo hacia atrás para lanzarle una estocada, cuando la ventana que quedaba a su izquierda reventó, lanzando fragmentos de vidrio a su cara. Le pareció escuchar la voz de Escalofríos, que hablaba en norteño desde el otro lado. Ganmark se deslizó entre dos columnas mientras Cosca le lanzaba una cuchillada desde el césped, alejándose hasta el centro del jardín.
—¿No puedes ir más deprisa y matar a ese bastardo? —preguntó Cosca, casi sin resuello.
—Hago lo que puedo. Déjalo.
—Dejado está.
Se alejaron el uno de la otra para llevar a Ganmark hacia la escultura. Parecía agotado por cómo resoplaba y por sus mejillas, antes pálidas y para entonces muy coloradas y perladas de sudor. Cuando ella le atacó sonriente, porque presentía la victoria, él saltó de repente a su encuentro, viendo cómo desaparecía su sonrisa. Monza evitó su primera estocada y le lanzó un tajo al cuello, pero él lo paró y la empujó hacia un lado. No estaba tan cansado como parecía, pero ella sí que lo estaba. Acababa de plantar mal un pie al girar hacia un lado. Ganmark se echó encima de ella como un rayo y le hizo un corte en un muslo. Intentó volverse, chilló cuando se le doblaba la pierna, cayó y rodó, mientras la Calvez se escapaba de sus dedos sin fuerza y rebotaba en el suelo.
Cosca se echó hacia delante con un grito ronco y comenzó a agitar su espada de una manera salvaje. Ganmark se agachó, tiró una estocada desde abajo y le atravesó el estómago. La espada de Cosca alcanzó la espinilla de El Guerrero y salió volando de su mano después de arrancar varias esquirlas de mármol. El general liberó su espada y Cosca cayó de rodillas, deslizándose después hacia un lado con un gemido.
—Se acabó —Ganmark se volvió hacia Monza, con la excelsa obra de Bonatine dominándole desde arriba. Unas cuantas esquirlas de mármol caían del tobillo de la escultura, que presentaba una hendidura donde antes cayera la espada de Monza—. Me has obligado a hacer un poco de ejercicio, eso te lo reconozco. Eres una mujer (o lo fuiste) con una determinación muy notable —Cosca se arrastraba por el suelo adoquinado, dejando unas manchas de sangre tras de sí—. Pero, por estar mirando siempre hacia delante, no viste lo que te rodeaba. La naturaleza de la gran guerra en la que luchabas. La naturaleza de las personas que estaban cerca de ti —Ganmark volvió a sacar el pañuelo, se enjugó el sudor de la frente y luego limpió con mucho cuidado la sangre de su acero—. Si el duque Orso y su estado de Talins no eran más que la espada que empuñaban Valint y Balk, tú sólo eras la despiadada punta de dicha espada —dio un capirotazo con el dedo índice a la reluciente punta de su arma—. Siempre tirando estocadas, siempre matando, pero sin preguntarte nunca por qué —se escuchó un leve crujido y la enorme espada de El Guerrero se movió ligeramente por encima de los hombros de Ganmark—. Pero basta. Ahora ya no tiene importancia. La lucha ha terminado para ti —Ganmark aún exhibía su sonrisa triste cuando se detuvo a un paso de ella—. ¿Algunas palabras finales a modo de conclusión?
—Detrás de ti —dijo Monza entre dientes, mientras El Guerrero se desplazaba ligeramente hacia delante.
—Me tomas por… —se escuchó un sonido muy grave. La pierna de la escultura se partió en dos, y el enorme peso de la piedra de que estaba hecha obligó a la escultura a caer inexorablemente hacia delante.
Cuando Ganmark apenas había comenzado a volverse, la punta de la gigantesca espada tallada por Stolicus pasó por entre sus omóplatos, le hizo ponerse de rodillas, le reventó el estómago y le aplastó contra los adoquines, salpicando de sangre y de esquirlas de mármol el arañado rostro de Monza. Las piernas de la escultura se partieron al tocar el suelo, quedando los nobles pies encima del pedestal mientras lo demás se convertía en fragmentos de músculos tallados y en una nube de polvo blanco. De caderas hacia arriba, la gallarda imagen del mayor soldado de la historia había quedado intacta en una única pieza que miraba muy seria al general de Orso, para entonces empalado en la monstruosa espada que estaba bajo ella.
Ganmark hizo un ruido de succión muy parecido al del agua que se escapa por una bañera rota y se manchó la pechera de la guerrera con la sangre que escupía al toser. Su cabeza cayó hacia delante, y el acero que se soltó de su mano sin fuerza resonó en el suelo.
Entonces se hizo la calma.
—Vaya —dijo Cosca con voz cascada—, eso es lo que yo llamaría un afortunado accidente.
Cuatro muertos, quedaban tres. Cuando Monza observó que algo se deslizaba por una de las columnatas del claustro hizo una mueca, cogió su espada y la levantó por tercera vez en aquel día, muy segura de que su mano destrozada aún podría con ella. Era Day, que mantenía en alto la ballesta aún cargada. Amistoso avanzaba trabajosamente a su lado, con el puñal y la cuchilla en ambas manos.
—¿Le venciste? —preguntó la joven.
—Stolicus lo hizo por mí —respondió Monza, mirando el cadáver de Ganmark que estaba de rodillas en el suelo, completamente atravesado por el enorme bronce.
Cosca acababa de llegar al lado de uno de los cerezos, para sentarse en el suelo y apoyar la espalda en su tronco. Era como si disfrutase de un día veraniego. Sin tener en cuenta, ciertamente, la mano ensangrentada con la que se agarraba el estómago. Monza llegó cojeando hasta él, clavó la punta de la Calvez en el césped y se arrodilló a su lado.
—Déjame ver —y comenzó a desabrochar los botones de la guerrera de Cosca. Pero antes de llegar al segundo, él, con mucha delicadeza, cogió sus manos, la que tenía llena de sangre y la que estaba destrozada, con una de las suyas.
—Aunque me haya pasado muchos años deseando que me quitases la ropa, creo que ahora debo decirte con la mayor educación posible que no servirá de nada. Estoy acabado.
—¿Tú? Jamás.
—Monza, me la ha metido por las tripas —apretó las manos con más fuerza—. Se ha terminado —cuando sus ojos fueron hacia la puerta, ella escuchó el ruido de metal que los soldados atrapados al otro lado hacían al querer abrirla—. Y vas a tener que enfrentarte a nuevos problemas. Piensa, chica, cuatro de siete —hizo una mueca—. Jamás creí que pudieras lograr cuatro de siete.
—Cuatro de siete —repitió Amistoso, que estaba junto a Monza.
—Me habría gustado que Orso fuese uno de ellos.
—Bueno —Cosca enarcó las cejas—. Es un noble empeño, pero ya no creo que consigas matar a ninguno más.
Escalofríos acababa de salir de la galería y caminaba despacio. Apenas le prestó atención al cuerpo empalado de Ganmark cuando pasó a su lado.
—¿No queda nadie? —preguntó.
—Aquí no —Amistoso miró hacia la puerta—. Creo que allí aún quedan unos cuantos.
—Eso me parecía —el norteño había estado bastante atareado. Su hacha, que llevaba colgando, su escudo mellado y las vendas que le cubrían media cara estaban manchados de sangre seca.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó Monza.
—No sé muy bien cómo me encuentro.
—Me refiero a si estás herido.
—No más que cuando comenzamos… —se llevó una mano a las vendas—. Creo que, como dicen los montañeses, hoy me ha querido la luna —con el ojo que le quedaba, enfocó el hombro y la mano de ella, que estaban cubiertos de sangre—. Estás sangrando.
—Mi lección de esgrima se complicó.
—¿Necesitas una venda?
Ella asintió mientras miraba hacia la puerta, porque los gritos de los soldados talineses que se encontraban al otro lado eran cada vez más numerosos.
—Tendremos suerte si morimos desangrados.
—¿Y qué hacemos ahora?
Abrió la boca, pero no dijo nada. No tenía sentido combatir, aunque aún le quedasen fuerzas para hacerlo. El palacio no tardaría en llenarse con los hombres de Orso. No tenía sentido rendirse, aunque ella tampoco fuese de las que lo hacían. Tendrían suerte si llegaban vivos a Fontezarmo para ser ajusticiados. Benna siempre le había advertido de que no pensaba las cosas con la antelación suficiente, y estaba en lo cierto…
—Se me ocurre una idea…
Day rompió a reír sin que viniera a cuento. Monza siguió su dedo hasta donde señalaba con él, hasta el tejado situado encima del jardín, bizqueando por la luz del sol. Una figura de negro se sentaba en el tejado, recortándose contra la claridad del cielo.
—¡Muy buenas tardes! —Monza jamás habría pensado que pudiese alegrarse de escuchar la voz burlona y ronca de Castor Morveer—. ¡Quería contemplar la famosa colección del duque de Visserine, pero, al parecer, se ha perdido por completo! ¿Alguna de ustedes, personas de lo más amables, podría decirme dónde se encuentra? ¡Había oído decir que tenía la obra más célebre de Bonatine!
Monza señaló con un pulgar ensangrentado la escultura en ruinas y dijo:
—¡Casi toda la colección está hecha pedazos!
Vitari, que acababa de aparecer al lado del envenenador, tiraba despacio de una cuerda.
—Acaban de rescatarnos —dijo Amistoso con un gruñido, pero casi con el mismo tono de voz con el que podía haber dicho: «Acaban de matarnos».
Monza apenas tenía fuerzas para alegrarse. Aunque no estaba muy segura de si debía hacerlo.
—Day, Escalofríos, por aquí.
—Al momento —Day tiró la ballesta y echó a correr. El norteño miró durante un instante a Monza como si estuviese preocupado y la siguió.
—¿Y él? —dijo Amistoso, que aún seguía mirando a Cosca. El viejo mercenario parecía haberse quedado dormido, porque movía los ojos por debajo de los párpados—. Tenemos que levantarlo. Echadme una mano —y le pasó un brazo por debajo de la espalda para levantarlo.
Pero Cosca despertó con un sobresalto y dijo con una mueca:
—¡Ah! No, no, no, no, no —Amistoso volvió a dejarlo con mucho cuidado en el suelo y Cosca meneó su cabeza llena de costras, respirando con mucha dificultad—. No voy a subir por una cuerda para caerme muerto en un tejado. Este lugar es tan bueno como cualquiera, y además hace muy buen tiempo. Llevaba muchos años intentando morirme. Permitidme que ahora lo consiga.
Monza se agachó a su lado y dijo:
—Más bien creo que estás mintiendo una vez más y que quieres cubrirme la retaguardia.
—Bueno, quizá quiera que me dejes aquí… porque me gusta mirarte el trasero —enseñó los dientes, hizo una mueca y rezongó. El ruido del metal contra la puerta era cada vez más fuerte.
—No tardarán en llegar —Amistoso le acercó su espada—. ¿La necesitas?
—¿Para qué? Andar con esas cosas es lo que me ha hecho meterme en este lío —intentó moverse, pero su mueca se hizo mayor y terminó por volver a apoyarse en el tronco. Su piel comenzaba a adoptar el color de cera que tienen los cadáveres.
Vitari y Morveer acababan de subir a Escalofríos hasta el tejado. Monza hizo una seña con la cabeza a Amistoso y dijo:
—Tu turno.
Siguió acuclillado durante un instante, sin moverse, y miró a Cosca.
—¿Quieres que me quede?
El viejo mercenario cogió la enorme mano de Amistoso y sonrió mientras la estrechaba.
—Tu ofrecimiento me conmueve más de lo que pueda expresar con palabras. Pero no, amigo mío. Tira los dados por mí.
—Así lo haré —Amistoso se levantó para dirigirse a donde había caído la cuerda, y no miró hacia atrás. Monza le observó mientras se iba. Le dolían las manos, el hombro, la pierna, todo el cuerpo. Miró furtivamente los cadáveres dispersos por el jardín. La dulzura de la victoria. La dulzura de la venganza. Hombres convertidos en carne.
—Hazme un favor —Cosca sonreía con tristeza, como si adivinase sus pensamientos.
—¿Quieres venir con nosotros, verdad? Puedo tirar de la cuerda.
—Quiero que me perdones.
—Creía que yo era la traidora —dijo con una entonación que estaba a medio camino entre la burla y la náusea.
—¿Y eso qué importa ahora? La traición es algo muy corriente. El perdón es todo lo contrario. Quiero irme sin dejar ninguna deuda atrás. Excepto todo el dinero que me llevé de Ospria. Y de Adua. Y de Dagoska —movió lentamente una mano ensangrentada—. Me refería a que no quiero irme debiéndote nada.
—Pues te perdono. Estamos en paz.
—De acuerdo. He vivido de una manera asquerosa. Me agrada ver que al menos muero como debe ser. Vete.
Una parte de ella quería quedarse con él, estar presente cuando los hombres de Orso entraran en tromba por la puerta, para asegurarse de que no le quedaban cuentas por saldar. Pero aquella parte no era muy grande. Jamás había sido amiga de sentimentalismos. Orso tenía que morir y, si a ella la mataban en aquel lugar, ¿quién le mataría a él? Levantó la Calvez del suelo, la devolvió a su vaina y dio media vuelta sin añadir nada más. En aquel tipo de situaciones, las palabras eran unas herramientas bastante pobres. Caminó cojeando hacia la cuerda, la echó alrededor de sus caderas lo mejor que pudo y la enrolló en su muñeca.
—¡Vámonos!
Desde el tejado, Monza podía ver toda la ciudad. Toda la amplia curva que formaba el Visser, junto con sus bonitos puentes. Las numerosas torres que llegaban al cielo, empequeñecidas por las columnas de humo que aún subían de los incendios dispersos. Day había conseguido una pera y la mordía con gusto, los rizos amarillos ondeando bajo la brisa, el jugo resbalándole por la barbilla.
Morveer arqueó una ceja al ver la carnicería del jardín y dijo:
—Me consuela comprobar que, en mi ausencia, ha logrado mantener la carnicería bajo el control más estricto.
—Algunas cosas nunca cambian —le replicó ella.
—¿Y Cosca? —preguntó Vitari.
—No viene con nosotros.
Morveer hizo una mueca que reflejaba cierta tristeza y comentó:
—¿No ha logrado salvar la piel en esta ocasión? Vaya, después de todo, hasta un borracho puede cambiar.
Aunque hubiese acudido a su rescate, Monza le habría pegado una cuchillada si la mano que tenía libre hubiese sido la buena. Vitari debía de estar sintiendo lo mismo que ella, por la manera en que acababa de mirar al envenenador. Aún así, movió hacia el río su cabeza de erizo y dijo:
—Tendremos que hacer el funeral en el bote. La ciudad está llena hasta los topes con las tropas de Orso. Ya deberíamos haber salido a mar abierto.
Monza echó una última mirada. En el jardín todo seguía en calma. Salier se había deslizado del pedestal de la escultura caída para quedar tendido de espaldas, los brazos abiertos, como para dar la bienvenida a un antiguo amigo. Ganmark seguía arrodillado encima de un enorme charco de sangre, empalado en la enorme espada de El Guerrero, con la cabeza colgando. Cosca seguía con los ojos cerrados, las manos en el regazo y una leve sonrisa en los labios. Las flores del cerezo acariciaban su uniforme robado para quedarse encima de él.
—Cosca, Cosca —murmuró—, ¿qué haré yo sin ti?