El nuevo y antiguo capitán general

Monza había visto innumerables heridas, las había visto en toda su sorprendente variedad. Infligirlas formaba parte de su profesión. Había visto cuerpos mutilados de todas las maneras imaginables. Hombres aplastados, machacados, acuchillados, quemados, ahorcados, despellejados, destripados, troceados. Pero la cicatriz de Caul Escalofríos quizá fuera la más fea que jamás hubiese visto en el rostro de un hombre con vida.

Nacía cerca de una de las comisuras de la boca, con un color rosado, y se convertía por debajo del pómulo en un surco tan ancho como un dedo, de bordes desiguales, y luego se ensanchaba en un torrente de carne fundida y surcada de motas que le llegaba hasta el ojo. Estrías y manchas diminutas de un rojo muy fuerte salían de él para dispersarse por la mejilla, justo por debajo y a un lado de la nariz. Para igualar aquella parte, una marca muy delgada le cruzaba oblicuamente la frente y le comía la mitad de la ceja. Luego se encontraba el ojo, propiamente dicho. Era más grande que el otro. Sin pestañas y con los párpados marchitos, sobre todo el inferior, que estaba muy caído. Cuando intentaba parpadear, el derecho era el único que respondía, porque el izquierdo se crispaba y permanecía abierto. Poco antes, al estornudar Escalofríos, aquel ojo había subido y bajado como suele hacer la nuez cuando se deglute algo, pero su muerta pupila de esmalte no había dejado de mirarla por su agujero de color rosado. Aunque Monza tuviera que controlarse para no vomitar, la espantosa fascinación que le hacía sentir aquel ojo, aún sabiendo que su dueño no podría verla por aquel lado, la llevó a mirar a hurtadillas para ver si el fenómeno volvía a repetirse.

Hubiera debido sentirse culpable por ser la causante de aquel desastre. Hubiera debido sentir simpatía por él. A fin de cuentas, también ella tenía cicatrices, y bastante feas. Pero lo único que sentía eran náuseas. Le habría gustado que hubiese decidido cabalgar al otro lado, pero ya era tarde para eso. Le habría gustado que nunca se hubiese quitado las vendas, pero ya no podía decirle que se las volviera a poner. Se dijo a sí misma que aquellas cicatrices acabarían por curar e ir a mejor. Lo deseó intensamente.

Pero la mejoría no sería mucha, y lo sabía.

Él se volvió de repente, y entonces comprendió por qué había estado mirando fijamente su propia silla de montar. La miraba con el ojo derecho. El izquierdo, plantado en medio de aquella cicatriz, seguía mirando hacia abajo. Como el esmalte debía de haberse desplazado, en aquel momento sus ojos apuntaban a sitios distintos y le daban cierto aire de confusión y aturdimiento.

—¿Pasa algo?

—Tu, hum… —señaló su cara—. Se ha movido… un poco.

—¿Otra vez? Maldita cosa —se metió un dedo en el ojo y se lo subió—. ¿Mejor? —el falso miraba hacia delante sin moverse, mientras que el de verdad la escudriñaba. Casi era peor que antes.

—Mucho mejor —respondió ella, intentando sonreír de la mejor manera.

Escalofríos masculló algo en norteño:

—Resultados sorprendentes, fue lo que dijo ese individuo. Si vuelvo a pasar por Puranti, iré a hacer una visita al fabricante de ojos. Maldito bastardo…

La primera patrulla de mercenarios apareció al doblar una curva del camino, un grupito de individuos de fea catadura que se cubrían con partes de diferentes armaduras. Monza conocía de vista al que los mandaba. Se había preocupado de conocer por su nombre a todos los veteranos de las Mil Espadas, algo que siempre se le daba bien. Se llamaba Secco, un viejo lobo que era cabo desde hacía seis años, por lo menos.

Le apuntó a ella con la lanza cuando pusieron los caballos al paso, mientras sus hombres los rodeaban, con ballestas, espadas y hachas listas para atacar, y preguntó:

—¿Quién anda…?

—¿Quién crees que anda por aquí, Secco? —dijo ella, echándose la capucha hacia atrás.

Las palabras que Secco iba a pronunciar enmudecieron en sus labios mientras aflojaba la mano con que sostenía la lanza y Monza pasaba a su lado en dirección al campamento, donde los soldados cumplían sus rituales matutinos, desayunándose y preparándose para la marcha. Algunos levantaron la mirada cuando ella y Escalofríos pasaron por el camino o, para ser más exactos, por la ancha extensión de barro que se encontraba entre las tiendas. Unos cuantos se la quedaron mirando, anonadados. Luego fueron más los que miraban y los seguían de lejos, para acabar reuniéndose alrededor del camino.

—Es ella.

—Murcatto.

—¿Está viva?

Cabalgó entre ellos de la manera que solía, con los hombros hacia atrás, la barbilla alta, la sonrisa de desprecio en la boca, sin mirar a nadie. Como si no fueran nada para ella. Como si ella perteneciese a alguna especie animal mejor que la suya. Y, mientras tanto, rogaba en silencio que no descubrieran aquello que hasta entonces no habían visto y que a ella le producía un pinchazo en el estómago sólo con pensarlo: que no tenía ni idea de lo que estaba haciendo y que cualquier cuchillo podía matarla igual que a cualquier otra persona.

Pero ninguno le habló, ni nadie intentó detenerla. Por lo general, los mercenarios suelen ser cobardes, incluso más que la mayoría de la gente corriente. Gente que mata porque les parece la manera más cómoda de seguir tirando. Por definición, los mercenarios no suelen tener ninguna lealtad. Bastante poca con sus jefes y aún menos con quienes los contratan.

Ella contaba con eso.

La tienda del capitán general se levantaba en el claro de gran tamaño situado al lado de una pendiente, su gallardete rojo colgando flácido del poste más alto, muy por encima de la confusión de tiendas mal plantadas que la rodeaban. Monza azuzó su caballo, haciendo que dos soldados se apartaran de su camino mientras ella intentaba que los nervios que ya le subían por la garganta se quedaran en ella. Era una jugada bastante difícil. Si mostraba una pizca de miedo, estaría acabada.

Descabalgó de un salto y ató someramente las riendas en el tronco de un árbol joven. Evitó la cabra que alguien había atado en él y luego se dirigió a grandes pasos hacia el gallardete. Nocau, el proscrito gurko que vigilaba de día la tienda desde los tiempos de Sazine, se la quedó mirando sin siquiera desenvainar su enorme cimitarra.

—Nocau, ya puedes cerrar la boca —Monza se acercó a él y, cogiéndole con un dedo enguantado la mandíbula inferior, se la subió con tanta fuerza que los dientes le castañetearon—. No queremos que se te llene de moscas, ¿verdad? —y, levantando el faldón de la entrada, penetró en la tienda.

La misma mesa, aunque los mapas fueran de territorios diferentes. Las mismas banderas colgadas por dentro de las paredes, entre ellas las que Monza había conseguido tras ganar las batallas de Dulces Pinos, la Margen Alta, Musselia y Caprile. Y, cómo no, la misma silla que Sazine había robado supuestamente al duque de Cesale de su comedor el día que fundó las Mil Espadas. Levantada encima de un par de cajas de embalaje, seguía vacía, aguardando el trasero del nuevo capitán general. El suyo, si el destino decidía mostrarse amable con ella.

Aunque tenía que admitir que eso no solía ser lo usual.

Los tres capitanes más antiguos de la brigada estaban cerca del improvisado estrado, murmurando entre sí. Sesaria, Victus y Andiche. Los tres a los que Benna persuadiera para que la nombrasen capitán general. Los tres que persuadieron a Fiel Carpi para que le quitara el sitio. Los tres a los que tenía que persuadir para que volvieran a dárselo. Cuando levantaron la mirada y la vieron, se mostraron preocupados.

—Vaya, vaya —dijo Sesaria con fuerte voz.

—Vaya, vaya, vaya —murmuró Andiche—. No me digas que es la Serpiente de Talins.

—La mismísima Carnicera de Caprile —dijo Victus, casi gimiendo—. ¿Dónde está Fiel?

Ella le miró de frente y dijo:

—No vendrá. Chicos, necesitáis un nuevo capitán general.

Los tres se miraron y Andiche se chupó sonoramente sus dientes amarillos. Un hábito que a Monza siempre le había parecido más que desagradable. Una de las muchas cosas desagradables de aquel individuo con pelos de rata.

—Pues da la casualidad de que los tres habíamos llegado a esa misma conclusión —comentó Andiche.

—Fiel era un buen amigo —la voz de Sesaria retumbaba.

—Demasiado bueno para este trabajo —dijo Victus.

—Un capitán general que se precie tiene que ser lo más malvado y mierda que le sea posible.

—Creo que cualquiera de vosotros ya es bastante malvado en sí mismo —Monza enseñaba los dientes—. Y nunca he visto juntas tres mierdas más grandes en toda Styria —no lo decía en broma, porque hubiera debido matar a aquellos tres antes que a Fiel—. Demasiado grandes para que cada una de ellas trabaje para las demás.

—Es cierto —dijo un malhumorado Victus.

—Necesitamos a alguien nuevo —Sesaria echaba la cabeza hacia atrás para mirar a Monza por debajo de su nariz aplastada.

—O a alguien antiguo —sugirió Monza.

—Pues da la casualidad de que los tres habíamos llegado a esa misma conclusión —repetía Andiche, haciendo una mueca a sus dos compañeros.

—Bien para vosotros —las cosas iban saliendo mejor que lo que ella había esperado. Después de ocho años al mando de las Mil Espadas, sabía cómo manejar a los que se parecían a aquellos tres. Lisa y llanamente, con la avaricia—. No soy de esas personas que dejan que un poco de sangre les impida conseguir mucho dinero, y sé condenadamente bien que vosotros tampoco lo sois —enseñó la moneda de oro que le había entregado Ishri, una moneda gurka con dos caras, la del emperador por un lado y la del profeta por el otro. Se la tiró a Andiche—. Si os ponéis al lado de Rogont, tendréis muchas como ésta.

—¿Luchar al lado de Rogont y en contra de Orso? —Sesaria la miraba fijamente bajo sus espesas cejas grises.

—¿Luchar como antes por todo el territorio de Styria? —las cadenas que rodeaban el cuello de Victus tintinearon cuando disintió con la cabeza—. ¿Por toda la tierra por la que llevamos guerreando los últimos ocho años?

—Creo que habrá que combatir una barbaridad —Andiche la miró por encima de la moneda y expulsó el aire de sus mofletes, llenos de cicatrices por la viruela.

—Cosas más extrañas cumplisteis bajo mi mando.

—Oh, es cierto —Sesaria señaló las banderas hechas jirones—. Cuando ocupabas esa silla, ganamos toda suerte de gloria y de orgullo.

—Pero intenta pagarle a una puta con eso —Victus sonreía sarcástico, y eso que aquella comadreja nunca sonreía. Algo no iba bien por la manera en que sonreían de aquella manera tan burlona.

—Mira —Andiche posó una mano displicente en uno de los brazos de la silla del capitán general, mientras quitaba el polvo de su asiento con la otra—. No dudamos ni por un momento de que, cuando se trata de combatir, seas acojonante, la mejor capitán general que nadie pueda pedir.

—¿Y cuál es el problema?

—¡Pues que no queremos combatir! —el rostro de Victus se había convertido en pura burla—. ¡Lo que queremos es… conseguir el puto dinero!

—¿Y quién ha conseguido para vosotros más dinero que yo?

—Ejem —la voz le llegaba directamente al oído. Se volvió y se quedó helada, con la mano a medio camino de la empuñadura de su espada. Justo detrás de ella, con una sonrisa que delataba cierto embarazo, se encontraba Nicomo Cosca.

Se había afeitado el bigote y casi todas sus pilosidades, dejando sólo una especie de rastrojos encima de su cráneo protuberante y de su barbilla alargada. El afeitado había convertido la erupción de su cuello en una débil mancha rosada. Sus ojos estaban menos apagados, y su rostro ya no temblaba ni estaba bañado en sudor. Pero la sonrisa era la misma. Aquel esbozo de sonrisa y el brillo divertido de sus ojos oscuros eran los de antes. Igual que la primera vez que se había encontrado con él.

—Es un placer ver que los dos estáis bien.

—Uh —era el gruñido de Escalofríos. Monza fue consciente de que acababa de toser sin fuerzas y de que las palabras no salían de su boca.

—Yo resplandezco de salud, gracias; vuestra preocupación por mi bienestar es de lo más conmovedora —Cosca avanzó por detrás de Monza y dio una palmadita en la espalda al anonadado Escalofríos, mientras otros capitanes de las Mil Espadas levantaban el faldón de la tienda y entraban en ella, quedándose junto a la entrada. Hombres cuyos nombres, rostros, cualidades, o la carencia de estas últimas, Monza conocía bien. Un hombre corpulento que casi no tenía cuello, aunque sí una chepa y una casaca gastada, entró con ellos. Al pasar y ver a Monza, enarcó sus espesas cejas.

—¿Amistoso? —preguntó ella, casi siseando—. ¡Creía que habías vuelto a Talins!

Él se encogió como si aquello no tuviese importancia y dijo:

—No hice todo el camino.

—¡Joder, ya lo veo!

Cosca se subió encima de las cajas y se volvió hacia la asamblea con una reverencia muy florida y divertida. Llevaba, a saber de dónde habría cogido todo aquello, un enorme peto negro con adornos dorados, una espada con empuñadura sobredorada y unas botas de hebilla resplandeciente que eran muy elegantes. Se sentó en la silla del capitán general con la misma pompa que un emperador en su trono, y Amistoso cruzó los brazos y montó guardia al lado de las cajas. Cuando el trasero de Cosca apenas tocaba la madera del asiento, toda la tienda estalló en un aplauso muy elegante, que consistió en que cada uno de aquellos oficiales tamborileó con los dedos de una mano la palma de la otra, tal y como las damas finas suelen hacer en el teatro. Igual que habían aplaudido a Monza cuando le quitó el sillón. Si no se hubiera sentido de repente tan asqueada, incluso habría reído.

Cosca agitó una mano para que finalizase el aplauso, lo que tuvo el lógico efecto de avivarlo, y dijo:

—No, no, de veras que no me lo merezco. Pero cuánto me agrada volver con vosotros.

—¿Cómo demonios…?

—¿Pude sobrevivir? Al parecer, la herida no era tan fatal como todos supusimos. Debido a mi uniforme, los talineses me tomaron por uno de los suyos y me llevaron directamente a un cirujano muy bueno que pudo detener la hemorragia. Tras dos semanas en la cama, me escapé por una ventana. En Puranti contacté con mi viejo amigo Andiche, a quien suponía con ganas de hacer algún cambio en el mando. Y así era, pues le pasaba lo mismo que a sus nobles amigos —señaló con un gesto a los oficiales que llenaban toda la tienda y luego se señaló a sí mismo—. Y aquí estoy.

Monza cerró la boca de golpe. No había previsto aquel resultado. Nicomo Cosca, la auténtica definición de a dónde pueden llegar las cosas cuando no es posible predecirlas. Pero cualquier plan que no pueda plegarse a las circunstancias es mucho peor que su carencia.

—Mis felicitaciones, general Cosca —consiguió decir—. Pero mantengo mi oferta. El oro gurko a cambio de que paséis al servicio del duque Rogont…

—Ah —Cosca hizo una mueca de dolor y sorbió aire por los dientes—. Desgraciadamente, me temo que eso será un poquito difícil. Acabo de firmar un nuevo contrato con el gran duque Orso. O, para ser preciso, con su heredero, el príncipe Foscar. Un joven muy prometedor. Pronto nos moveremos contra Ospria tal y como Fiel Carpi planeó antes de su reciente fallecimiento —clavó su dedo índice en el aire—. ¡Para dar su merecido a la Liga de los Ocho! ¡Para llevar el combate hasta el Duque de la Dilación! Ospria está llena de cosas que se pueden saquear. Era un buen plan —murmullos de aprobación de los oficiales—. ¿Por qué iba a querer trabajar para otro?

—¡Pero si odias a Orso!

—Oh, pues claro que le desprecio profundamente, eso lo sabe todo el mundo; pero no tengo nada en contra de su dinero. Tiene el mismo color que el de cualquiera. Tú deberías saberlo. Te pagó bastante.

—Eres un coño resabiado —dijo Monza.

—No deberías hablarme así —Cosca proyectó los labios hacia delante—. Soy un hombre maduro de cuarenta y ocho años. Además, ¡di la vida por ti!

—¡Joder, pero si no te moriste! —Monza estaba muy enfadada.

—Bueno. Los rumores acerca de mi muerte suelen ser exagerados. Eso es lo que les gustaría a mis numerosos enemigos.

—Estoy comenzando a saber lo que sienten.

—Oh, vamos, vamos, ¿en qué estabas pensando? ¿Una noble muerte? ¿Yo? Ya sabes que no es mi estilo. Quiero irme sin tener puestas las botas, con una botella en la mano y una mujer encima de la polla —arqueó las cejas—. Pero supongo que no habrás venido para eso.

Monza apretó los dientes y dijo:

—Si es por el dinero…

—Orso tiene todo el apoyo de la Banca de Valint y Balk, que es quien tiene el bolsillo más forrado. Paga bien, mejor que bien. Pero ahora no se trata del dinero. He firmado un contrato. He dado solemnemente mi palabra.

—¿Desde cuándo te importa algo tu palabra? —ella le miraba fijamente.

—Soy otro hombre —Cosca sacó una petaca de uno de sus bolsillos traseros, desenroscó su tapón y tomó un largo trago de su contenido, todo ello sin apartar sus ojos risueños del rostro de Monza—. Y debo admitir que te lo debo. He dejado atrás el pasado. He vuelto a encontrar los principios por los que me regía —hizo una mueca a sus oficiales y ellos se la devolvieron—. Aunque aún estén un poco enmohecidos, espero poder sacarles brillo dentro de poco. Forjaste una buena relación con Orso. Lealtad. Honestidad. Estabilidad. No sabes cuánto siento tener que tirar por el retrete todo el trabajo que hiciste. Porque lo que vale es la primera regla del soldado. ¿Cuál es, muchachos?

Antes de que Monza se sentase, Victus y Andiche contestaron al unísono, tal y como solían hacer:

—¡Jamás luches para el bando perdedor!

—Orso tiene las cartas —la mueca de Cosca había crecido—. Así que debes conseguir una buena mano; mis oídos están siempre dispuestos. Pero, por ahora, estamos al lado de Orso.

—Lo que tú digas, general —dijo Andiche.

—Lo que tú digas —repitió Victus como un eco—. Nos alegramos de tu regreso.

Sesaria se agachó para decirle algo al oído. El nuevo capitán general retrocedió como si le hubiese picado y comentó:

—¿Entregársela al duque Orso? ¡Absolutamente no! ¡Hoy es un día de contento! ¡Una feliz circunstancia para todos y cada uno de nosotros! Aquí no morirá nadie, al menos hoy —agitó una mano como si estuviese echando a un gato de la cocina—. Ahora puedes irte. Pero mejor será que mañana no vuelvas. Quizá no estemos tan contentos como hoy.

Monza dio un paso hacia él, a punto de soltar una palabrota. Hubo un leve chirrido de metales cuando los oficiales que estaban cerca comenzaron a desenvainar sus espadas. Amistoso le bloqueó el camino, los brazos a ambos lados del cuerpo, las manos caídas, el inexpresivo rostro hacia ella. Monza se detuvo y, apretando con fuerza los dientes, exclamó:

—¡Pero yo tengo que matar a Orso!

—Y, si lo consigues, tu hermano volverá a vivir. ¿Eso es lo que crees? —Cosca echó la cabeza hacia un lado—. ¿Volverás a tener bien esa mano? ¿Es eso?

—Se merece todo lo que le suceda —estaba helada y le picaba todo el cuerpo.

—Ah, lo mismo que todos nosotros. Todos haremos nuestro trabajo sin pensar en las consecuencias. Pero, antes de que acabes con él, ¿a cuántos más se tragará ese miserable ciclón que es tu venganza?

—Lo hago por Benna…

—No. Lo haces por ti. Y lo sé, no lo olvides. Yo he estado en el sitio donde ahora te encuentras, apaleado, traicionado, caído en desgracia, y he salido de él. ¡Mientras puedas seguir matando a la gente, seguirás siendo la grande y temida Monzcarro Murcatto! Sin eso, ¿qué eres? —Cosca frunció los labios—. Una tullida solitaria con un pasado sangriento.

Las palabras se entrecortaban en su garganta cuando replicó:

—Por favor, Cosca, tienes que…

—Yo no tengo que hacer nada. Estamos en paz, ¿recuerdas? Más que en paz, diría yo. Fuera de mi vista, serpiente, antes de que te envíe al duque Orso metida en una tinaja. Norteño, ¿buscas trabajo?

El ojo natural de Escalofríos miró a Monza, que estuvo segura durante un instante de que diría que sí. Pero él movió despacio la cabeza y contestó:

—Seguiré al lado de mi jefa.

—Vaya, la lealtad —Cosca se burlaba—. ¡Cuidado con esa tontería, porque te puede matar! —risas surtidas entre la asamblea—. Las Mil Espadas no entienden de lealtad, ¿eh, muchachos? ¡Aquí no tenemos nada de esas cosas infantiles! —más risas y una veintena o más de muecas feroces dedicadas a Monza.

Se sentía aturdida. Era como si la tienda brillase y, al mismo tiempo, se oscureciese. Su nariz captó el olor de algo… de cuerpos sudorosos, o de bebidas fuertes, o de algo cocinado de manera asquerosa, o de alguna letrina que estaba demasiado cerca del cuartel general, y su estómago lo acusó, lanzando unas agüillas hacia su boca. Una pipa, por favor, una pipa. Dio media vuelta, casi a punto de perder el equilibrio, se abrió paso entre una pareja de tipos burlones y los faldones de la entrada, y salió de la tienda para encontrarse con la radiante mañana.

Pero entonces se sintió peor. La luz del sol la apuñalaba. Rostros, docenas de ellos, se fundían en una masa indistinta de ojos que la miraban fijamente. Una chusma convertida en jurado. Intentó mirar hacia delante, siempre hacia delante, pero no pudo evitar el temblor de sus labios. Intentó caminar como antes, con la cabeza hacia atrás, pero las rodillas le temblaban tanto que tuvo miedo de que aquella gente pudiese escuchar el roce que hacían al moverse incontroladamente dentro de sus pantalones. Fue como si todo el miedo, la debilidad y el dolor los hubiese estado guardando hasta entonces y, en ese momento, se escapasen como una ola enorme que la anegaba y de la que no podía escapar. Su piel estaba llena de sudor frío. La mano le dolía de la manera acostumbrada, llevando aquel dolor hasta su cuello. Ellos habían visto cómo era realmente. Habían visto lo que ella había perdido. Una tullida solitaria con un pasado sangriento, como había dicho Cosca. Sintió un retortijón y luego náuseas, y un sabor ácido se insinuó debajo de su garganta. El mundo se tambaleaba.

Sólo el odio te permite seguir en pie durante tanto tiempo.

—No puedo —dijo con un susurro—. No puedo —con tal de seguir activa, no le había importado lo que pudiera pasar. Dobló la pierna y comenzó a caer, pero Escalofríos la agarró con fuerza del brazo y la levantó.

—Camina —le dijo al oído.

—No puedo…

Le pasó un puño por debajo de una axila, y el dolor que sintió hizo que, al menos durante un momento, el orbe entero dejase de girar.

—Sigue caminando o estaremos acabados.

Con la ayuda de Escalofríos ya tenía la fuerza suficiente para llegar hasta los caballos. La suficiente para pasar una bota por el estribo. La suficiente para, con un gemido de dolor, subirse a la silla, hacer que su caballo se volviese y pusiera su cabeza en la dirección correcta. Cuando salieron del campamento apenas podía ver. La que debía convertirse en capitán general para tomar cumplida venganza de Orso, se sentaba en la silla de montar como si fuese carne muerta.

Si te conviertes en algo demasiado duro, acabarás siendo demasiado frágil. Porque, si algo de ti se rompe, se romperá todo lo demás.