Lo que pasó

Nicomo Cosca, infame soldado de fortuna, remoloneaba entre las sombras mientras vigilaba el almacén. Todo parecía tranquilo, las contraventanas seguían oscuras en sus marcos podridos. Ni turba con deseos de venganza, ni clamor de guardias. Sus instintos le dijeron que echara a andar en medio de la noche y que se despreocupara de Monzcarro Murcatto y de su loco deseo de venganza. Pero necesitaba dinero, y sus instintos nunca habían valido una mierda. Pasó por debajo de la arcada mientras una mujer enmascarada corría por el callejón, levantándose la falda con una risita. Un hombre iba tras ella, diciendo:

—¡Vuelve! ¡Bésame, zorra!

Sus pasos se perdieron a lo lejos.

Cosca se pavoneó por la calle como si le perteneciera, entró en el callejón que estaba detrás del almacén y se pegó a la pared. Luego se acercó cautelosamente a la puerta trasera. Con un chasquido metálico, sacó la espada que llevaba dentro del bastón y su hoja relució con frialdad en la noche. Giró el pomo y empujó la puerta. Se abrió fácilmente paso entre la oscuridad…

—Suficiente —algo metálico besó su cuello. Cosca abrió la mano y soltó la espada, que tintineó al golpear las baldosas.

—Estoy perdido.

—Cosca, ¿eres tú? —la hoja se apartó de su cuello. Vitari estaba entre las sombras, detrás de la puerta.

—Shylo, estás cambiada. Me gustaban más las ropas que tenías en el Cardotti. Te hacían parecer… más señora.

—Uh —le empujó para que pasara por el pasillo a oscuras—. Esa ropa interior era una tortura.

—Tendré que conformarme con verla en sueños.

—¿Qué sucedió en el Cardotti?

—¿Qué sucedió? —Cosca se agachó con dificultad y recogió su espada con dos dedos—. Creo que la expresión «baño de sangre» iría bien para expresarlo. Y luego el fuego. Debo confesar que…, hice un rápido mutis. —Realmente estaba muy disgustado consigo mismo por haber huido para salvar su despreciable pellejo. Pero los hábitos de toda una vida, sobre todo cuando dicha vida se ha malgastado, son muy difíciles de cambiar—. ¿Por qué no me cuentas tú lo que sucedió?

—Pues sucedió que el rey de la Unión estaba allí.

—¿Quién? —Cosca recordó al hombre de blanco que llevaba una máscara con forma de sol naciente. El hombre que no se parecía demasiado a Foscar—. ¡Aaaaaah! Eso explicaría lo de los guardias.

—¿Y qué les pasó a tus artistas?

—Completamente prescindibles. ¿Ninguno de ellos se ha dejado ver por aquí?

—Hasta ahora no —dijo Vitari, disintiendo con la cabeza.

—Entonces yo diría que prescindiremos de la mayoría de ellos. Eso es lo que siempre pasa con los mercenarios. Fáciles de contratar, fáciles de licenciar y nunca los echas de menos cuando se van.

Amistoso se sentaba en la oscura cocina, apoyando los codos encima de la mesa, tirando despacio los dados a la luz de una única lámpara. Una cuchilla grande y tremendamente amenazadora brillaba a su lado encima de la mesa.

Cosca se le acercó y señaló los dados.

—Tres y cuatro, ¿verdad?

—Tres y cuatro.

—Hacen siete. Una puntuación de lo más normal.

—Por lo general.

—¿Puedo?

Amistoso le miró inquieto antes de afirmar:

—Sí.

Cosca cogió los dados y los lanzó despacio.

—Seis. Tú ganas.

—Es el problema que tengo.

—¿De veras? El mío es perder. ¿Qué sucedió? ¿Hubo algún problema en el salón de jugadores?

—Alguno.

A la luz de la lámpara, Cosca observó que un largo reguero de sangre oscura y medio seca recorría el cuello del presidiario.

—Creo que te sucedió algo… en ese sitio —dijo.

Amistoso se pasó una mano por el cuello y luego, con la misma emoción que habría mostrado un fregadero vacío, se miró las yemas de los dedos, manchadas de color rojo oscuro.

—Sangre —comentó.

—Sí. Esta noche ha corrido un montón de sangre —Cosca volvía a sentir una extraña comezón, porque la vertiginosa sensación del peligro comenzaba a desaparecer, trayendo los antiguos pesares que había dejado apartados. Sus manos volvían a estar temblorosas. Un trago, un trago, un trago. Se aventuró por la puerta que daba a la trastienda.

—¡Ah, el jefe de pista del circo nocturno de los asesinos! —Morveer se apoyaba en la barandilla de la escalera, mirándole con sonrisa burlona. Day no estaba lejos de él, pelando tranquilamente con sus manos caídas una naranja.

—¡Vaya, pero si son nuestros envenenadores! Lamento comprobar que lograsteis salir con vida. ¿Qué sucedió?

La mueca de Morveer se hizo más evidente.

—Se nos encomendó la misión de neutralizar a los guardias de la planta superior del edificio. La cual cumplimos con la velocidad y discreción más absolutas. No se nos ordenó que después nos quedásemos en el edificio, sino lo contrario. Nuestra patrona esperaba que cumpliéramos sus órdenes. Para evitar una matanza indiscriminada.

Cosca se encogió de hombros antes de decir:

—La matanza, por definición, nunca es discriminada.

—Sea como fuere, tu responsabilidad ha terminado. Dudo que alguien pueda recriminarte ahora por echarte un trago.

Morveer movió la muñeca y algo brilló en la oscuridad. Cosca lo recogió instintivamente. Una petaca de metal que contenía algún líquido, a juzgar por cómo sonaba. Igual que la que él solía llevar. La que había vendido… ¿Por dónde andaría en aquellos momentos? Aquella dulce unión de metal frío y licor fuerte le produjo unos recuerdos que inundaron su boca reseca. Un trago, un trago, un trago…

Cuando estaba a punto de desenroscar el tapón, se lo pensó mejor y dijo:

—Creo que la vida me ha enseñado la lección, por otra parte, lógica, de no beber de lo que me ofrece un envenenador.

—El único veneno de esa petaca es el que has estado bebiendo todos estos años. El que nunca dejarás de beber.

Cosca levantó la petaca y dijo:

—A tu salud —la puso boca abajo, para que su contenido cayese al suelo del almacén, y la arrojó a un rincón, donde rebotó con un sonido metálico. Pero antes se aseguró de que Morveer viese que la vaciaba completamente, para que no pensara que le engañaba—. ¿Alguna pista de nuestra patrona o de su cachorrillo norteño?

—Ninguna. Deberíamos considerar seriamente la posibilidad de que nunca regresen.

—Tiene razón —Vitari era una silueta oscura que se recortaba contra la puerta iluminada de la cocina—. La probabilidad de que hayan muerto es muy grande. ¿Qué vamos a hacer?

—En lo que a mí respecta, derramaré un río de lágrimas —Day se miraba las uñas.

—Deberíamos pensar en cómo repartirnos el dinero de Murcatto… —Morveer tenía otros planes.

—No —dijo Cosca, molesto por la sugerencia—. Yo digo que esperemos.

—Este lugar no es seguro. Las autoridades han podido capturar a alguno de los artistas que quizá ahora mismo esté cantando nuestra posición.

—¿Excitante, verdad? Yo digo que esperemos.

—Tú quédate, si quieres, pero yo…

Con un movimiento imperceptible de una mano, Cosca sacó su cuchillo. La hoja relució al cruzar la oscuridad del almacén y clavarse en la madera que estaba muy cerca del rostro de Morveer, para quedarse vibrando durante unos segundos.

—Un pequeño regalo de mi parte.

El envenenador enarcó una ceja.

—No me gustan los borrachos que me lanzan cuchillos. ¿Y si te hubiese fallado la puntería?

—La verdad es que me ha fallado —dijo Cosca con una mueca—. Esperaremos.

—Para ser un hombre con lealtades notoriamente huidizas, la fidelidad que muestras por la mujer que antaño te traicionó me supone cierta… perplejidad.

—Así soy yo. Pero siempre he sido un bastardo impredecible. ¿Estaré cambiando de manera de ser? Quizá haya hecho un voto solemne para estar sobrio y ser leal y diligente en todo lo que haga a partir de ahora.

—Ese día está por ver —dijo Vitari con una risotada.

—¿Y durante cuánto tiempo vamos a esperar? —preguntó Morveer.

—Supongo que lo sabréis cuando os diga que podéis marcharos.

—Supongamos que… yo decido… irme antes.

—Aunque no seas tan listo como te crees —dijo Cosca, mirándole a los ojos—, sí que lo eres más que todo eso.

—Que todo el mundo se tranquilice —dijo Vitari con la voz menos tranquila que uno pueda imaginarse.

—¡Yo no recibo órdenes de ti, desecho encurtido!

—Quizá tenga que enseñarte cómo…

La puerta del almacén se abrió de golpe y dos figuras entraron por ella. Cosca desenvainó la espada que llevaba en el bastón, Vitari agitó su cadena, Day sacó una pequeña ballesta de algún sitio y apuntó con ella hacia la puerta. Pero los recién llegados no representaban a la autoridad. Sólo eran Escalofríos y Monza, empapados hasta los huesos, llenos de porquería y de cieno, sin resuello, como si los hubieran perseguido por las calles de media Sipani. Y quizá así había sido.

—¡Sólo con mencionar su nombre, ella aparece! —dijo Cosca con una mueca—. Morveer estaba discutiendo ahora mismo la manera de repartirnos tu dinero, siempre que el incendio del Cardotti te hubiese reducido a cenizas.

—Lamento desilusionaros —dijo Monza con voz cascada.

Morveer fulminó a Cosca con la mirada.

—Puedo asegurarle que no estoy desilusionado en absoluto. Su supervivencia me asegura el importe de muchos miles de escamas. Sólo estaba considerando… una contingencia.

—Lo mejor es estar preparado —dijo Day mientras bajaba la ballesta y sorbía el jugo de la naranja.

—La precaución primero, y siempre.

Monza cruzó tambaleándose el suelo del almacén, arrastrando un pie sin zapato, los músculos de la mandíbula muy prietos, como muestra evidente de dolor. Sus ropas, que al primer vistazo no dejaban demasiado a la imaginación, estaban hechas jirones. Cosca pudo apreciar una larga cicatriz roja en uno de sus delgados muslos, y otras más que cruzaban uno de sus hombros y bajaban por un antebrazo, pálido y con la carne de gallina. La mano derecha, una garra huesuda y llena de cicatrices, la apretaba contra la cadera, como si quisiera que nadie la viese.

Cosca sintió un inesperado pinchazo de desánimo al contemplar aquellas señales de violencia. Como la que se siente al ver que alguien ha desfigurado de manera consciente el cuadro que tanto admiraba. El cuadro que quizá hubiera deseado en secreto poseer. ¿Qué era todo aquello? Se quitó la casaca y se la ofreció cuando pasó a su lado. Ella la ignoró.

—¿Podemos suponer que no está satisfecha con nuestra tentativa de esta noche? —preguntó Morveer.

—Cogimos a Ario. Hubiera podido ser peor. Necesito ropa seca. Nos vamos de Sipani. —Subió cojeando los escalones, arrastrando por el polvo los jirones de la falda y golpeando a Morveer con el hombro al pasar. Escalofríos cerró de golpe la puerta del almacén y se apoyó en ella con la cabeza gacha.

—La muy zorra tiene el corazón de piedra —murmuró Vitari mientras veía cómo se iba.

—Siempre dije que tenía el diablo en el cuerpo. Pero su hermano era el más despiadado de los dos —dijo Cosca, frunciendo los labios.

—¡Uh! —Vitari volvía a la cocina—. Menudo cumplido.

Monza consiguió cerrar la puerta y dio unos pasos por la habitación antes de sentir un retortijón en las tripas, como si acabase de recibir un puñetazo en el estómago. Las ganas de vomitar eran tan grandes que apenas podía respirar, y la larga baba amarga que le colgaba del labio inferior manchó las baldosas.

Sintió un escalofrío de asco al quitarse aquellas ropas putescas. Se le puso carne de gallina al sentir su roce, y las tripas le dieron un calambre sólo con oler la peste al agua podrida del canal que emanaba de ellas. Sus dedos entumecidos se pelearon con presillas y ojales, agarraron los botones y los cierres. Entre jadeos y gruñidos, se quitó aquellas ropas empapadas y las tiró lejos.

Iluminada por la única lámpara de la estancia, se miró al espejo. Agachada como un mendigo, estremecida como un borracho, las rojas cicatrices que resaltaban en su piel blanca, la negra cabellera lacia y despeinada. Era como el cadáver de un ahogado. Sólo eso.

Eres un sueño. Una visión. ¡La mismísima diosa de la guerra!

Se dobló en dos al sentir otro ataque de cansancio, tropezó con su arcón y comenzó a sacar ropa limpia con manos temblorosas. La camisa era de Benna. Por un instante fue como si sintiera sus brazos alrededor de ella. Tan cerca de él como nunca había estado antes.

Se sentó en la cama, rodeó su propio cuerpo con ambos brazos, juntó con fuerza los pies para darse calor y luego se acunó de atrás adelante. Otra arcada le hizo levantarse y escupir bilis. Ya recuperada, se puso la camisa, se agachó para ponerse las botas e hizo una mueca al sentir los pinchazos que le recorrían las piernas.

Metió las manos en la jofaina y se echó agua fría por la cara, comenzando a quitarse los restos de maquillaje y de lápiz de labios, de sangre y de cieno, escarbando en orejas, cabello y nariz.

—¡Monza! —era la voz de Cosca al otro lado de la puerta—. Tenemos una visita importante.

Se puso el guante de piel en su retorcido remedo de mano y dobló los dedos. Respiró profunda y estremecidamente, sacó la Calvez de debajo del colchón y se la puso al cinto. Se sentía mejor con ella encima. Luego abrió la puerta.

Carlot dan Eider estaba en el centro del almacén, ataviada con una casaca roja surcada de hebras de oro y viendo cómo bajaba por la escalera delante de Cosca, intentando no cojear.

—¿Qué diablos ha sucedido? ¡El Cardotti aún sigue en llamas! ¡La ciudad está alborotada!

—¿Que qué ha sucedido? —dijo Monza, casi como si ladrara—. ¿Por qué no me dices tú lo que tuvo que suceder para que Su Augusta y Jodida Majestad estuviese donde se suponía que Foscar tenía que estar?

La costra oscura de la herida que Eider tenía en el cuello subió y bajó al tragar ella saliva.

—Foscar no fue al Cardotti. Dijo que tenía jaqueca. Así que Ario se llevó a su cuñado en su lugar.

—Y dio la casualidad que también se llevó una docena de caballeros de la Guardia —dijo Cosca—. Los guardaespaldas del rey. Junto con muchos más invitados de los que habíamos supuesto. El resultado no fue bueno. Para nadie.

—¿Y Ario? —musitó Eider, que se había quedado muy pálida.

Monza la miró a los ojos cuando dijo:

—Todo lo muerto que se puede estar.

—¿Y el rey? —su voz casi era un susurro.

—Vivo. Al menos cuando yo le dejé. Pero al edificio le dio después por arder. Supongo que acabarían sacándole de allí.

Eider miró al suelo, llevó una mano enguantada a una de sus sienes y dijo:

—Esperaba tu fracaso.

—No ha habido suerte.

—Pues entonces habrá consecuencias. Cuando se hace algo como lo que acabas de hacer, hay consecuencias. Algunas las verás venir, otras no —alargó una mano—. Mi antídoto.

—No lo hay.

—¡He cumplido mi parte del trato!

—No había veneno. Sólo se te clavó una simple aguja. Eres libre.

—¿Libre? —la risa de Eider ocultaba su desesperación—. ¡Orso no parará hasta que me dé de comer a sus perros! Quizá pueda llevarle la delantera, pero nunca iré por delante del Lisiado. Le traicioné y arriesgué la vida de su preciado rey. No lo pasará por alto. Jamás pasa nada por alto. ¿Estás contenta?

—Hablas como si hubiese tenido otra opción. O bien mueren Orso y los demás, o bien muero yo. Eso es todo. Estar contento o no, nada tiene que ver con todo esto —Monza se encogió de hombros mientras se volvía para irse—. Mejor harías en salir corriendo.

—He mandado una carta.

—¿Una carta? —Monza se detuvo y se volvió para mirarla.

—Hoy, a primera hora. Al gran duque Orso. Como la escribí de una manera un tanto apasionada, no recuerdo exactamente todo lo que dije en ella. Creo haber mencionado el nombre de Shylo Vitari. Y el de Nicomo Cosca.

Cosca movió una mano, como no dándole importancia, y dijo:

—Siempre he tenido un montón de enemigos poderosos. Lo considero una cuestión de orgullo. Enumerarlos se convierte en un excelente tema de conversación a la hora de comer.

Eider dejó de mirar con sorna al viejo mercenario y se enfrentó a Monza.

—Esos dos nombres, y también el de Murcatto.

—Murcatto —Monza acababa de fruncir el ceño.

—¿Acaso me habíais tomado por una idiota? Sé quiénes sois, y ahora también lo sabrá Orso. Que estás viva, que has matado a su hijo y que ellos te han ayudado. Quizá sea una venganza insignificante, pero era la única que me quedaba.

—¿Venganza? —Monza asintió lentamente—. Bueno. Todos estamos en esto. Las cosas habrían salido mejor si no hubieras hecho esa tontería —la Calvez se estremeció cuando Monza puso una mano encima de su empuñadura.

—Vaya, ¿quieres matarme por eso? ¡Bah! ¡Si ya estoy muerta!

—Entonces, ¿para qué molestarme? No estás en mi lista. Puedes irte —Eider se la quedó mirando durante un momento con la boca entreabierta, como si fuese a decir algo; luego la cerró y se volvió hacia la puerta—. ¿No vas a desearme buena suerte?

—¿Cómo?

—Vista la situación, tu única esperanza es que mate a Orso.

La que fuera amante de Ario se detuvo en el umbral y dijo:

—¡Pues que tengas una suerte bestial! —y se fue.