Era una mañana invernal, fría y clara, y el aliento de Monza se condensaba en el aire.
Estaba fuera de la habitación donde habían matado a su hermano. En la terraza desde donde a ella la habían arrojado. Sus manos descansaban en el parapeto por encima del cual la habían lanzado al vacío. Por encima de la montaña en que su cuerpo se había roto. Aún sentía aquel dolor lacerante que le subía por las piernas, que recorría el dorso de la mano que mantenía enguantada, que le bajaba por una de las sienes. Sabía que la acuciante necesidad de fumarse una pipa nunca la abandonaría por completo. Estaba lejos de sentirse cómoda, contemplando el largo espacio que había hasta los arbolillos que contuvieron su caída. Por eso iba allí cada mañana.
El buen líder nunca debe sentirse cómodo, había dicho Stolicus.
El sol comenzaba a escalar el cielo, y el brillante orbe se llenaba de colorido. El cielo había perdido su color de sangre, adquiriendo otro azul intenso mientras unas nubes blancas se arrastraban en lo alto. Hacia el este, el bosque daba paso a un parcheado de campos de labranza… cuadrados de tierras verdes de barbecho, de rica tierra negra, de rastrojos amarillos dorados. Sus campos. Un poco más lejos, el río se encontraba con el mar gris para formar un amplio delta plagado de islas. Con la fuerza de la imaginación, Monza vislumbraba en ellas torres, edificios, puentes, murallas. La Gran Talins, no mucho mayor ante su vista que la uña de su pulgar. Su ciudad.
Aquella idea siempre le parecía el despropósito de un lunático.
—Excelencia —el chambelán de Monza se agazapaba bajo una de las arcadas, haciendo una reverencia tan marcada que casi podía lamer el suelo. Luego de servir a Orso durante quince años y de salir ileso del saqueo de Fontezarmo, vaya usted a saber cómo, había efectuado la transición de servir a un señor a hacer lo propio con una señora de manera más que admirable. A fin de cuentas, si Monza le había quitado a Orso la ciudad, el palacio e, incluso, algunas ropas que sólo precisaban unos pequeños arreglos, ¿por qué no podía quitarle el servicio? ¿Quién sabía mejor que los criados lo que había que hacer?
—¿Qué sucede?
—Vuestros ministros han llegado. El noble señor Rubine, el canciller Grulo, la canciller Scavier, el coronel Volfier y… la señora Vitari —carraspeó como si se sintiese apenado—. ¿Puedo preguntar si la señora Vitari ha recibido ya algún título específico?
—Se encarga de ciertas cosas que les están vedadas a las personas con un título específico.
—Por supuesto, Excelencia.
—Tráigalos hasta aquí.
Se abrieron las pesadas puertas, que estaban forradas con unos adornos de cobre batido con forma de serpientes retorcidas. No como los que Orso había tenido antes, con cabeza de león, sino mucho más impresionantes. Podía asegurarlo. Sus cinco visitantes comenzaron a entrar, pavoneándose, avanzando a zancadas o arrastrando los pies, de suerte que el sonido de sus pasos resonó en el frío mármol de la sala que Orso había dedicado a las audiencias privadas. Aunque ya hubiesen pasado dos meses, Monza aún seguía sin creer que le perteneciese.
Vitari fue la primera, ataviada con la misma ropa oscura y la misma sonrisa de satisfacción que cuando la había conocido en Sipani. Volfier fue el segundo, caminando muy tieso con su uniforme lleno de galones. Scavier y Grulo compitieron entre sí para ver quién entraba antes. El viejo Rubine avanzaba lentamente en la retaguardia, doblado por la cadena de su trabajo, tomándose su tiempo, como siempre.
—Veo que aún no os habéis librado de él —dijo Vitari, frunciendo el ceño al observar el gran retrato de Orso que la miraba desde la pared de enfrente.
—¿Por qué iba a quitarlo? Me recuerda mis victorias, también mis derrotas. Me recuerda de dónde vine. Y que no tengo intención de volver allí.
—Y, además, es un buen cuadro —observó Rubine con mirada triste—. Quedan muy pocos.
—Las Mil Espadas son gente muy minuciosa —la habitación había perdido todo lo que no hubiese estado clavado en el suelo o tallado en la roca. El vasto escritorio de Orso aún seguía agazapado de manera siniestra en el otro extremo, aunque con varias heridas de hacha, infligidas por alguien que intentaba encontrar algún compartimento oculto en su interior. La enorme chimenea, sostenida por las monstruosas figuras marmóreas de Juvens y de Kanedias, las cuales no habían podido llevarse, guardaba en su interior unos cuantos leños llameantes que apenas calentaban el cavernoso interior de la sala. La gran mesa circular seguía en su sitio, con el mismo mapa desplegado encima de ella. Tal y como había estado aquel día en que Benna lo miró por última vez, aunque manchado en una esquina con unos cuantos puntos oscuros, las gotas secas de la sangre de Orso.
Monza se acercó a la mesa, torciendo el gesto al sentir una punzada en la cadera, mientras sus ministros se sentaban en la circunferencia que la bordeaba, tal y como hacían los de Orso. Dicen que la historia se mueve en círculo.
—¿Qué noticias me traen?
—Buenas —dijo Vitari—, siempre que os agraden las malas. He oído que los de Baol han cruzado el río con una fuerza de diez mil hombres e invadido el territorio de Ospria. Muris ha declarado su independencia y la guerra a Sipani, otra vez, mientras que los hijos de Sotorius luchan entre sí por las calles de la ciudad —movió un dedo por encima del mapa, como queriendo extender el caos sobre todo el continente—. Visserine sigue sin jefe y, tras el saqueo, sólo es una sombra de lo que fue. Hay rumores de peste en Affoia, y de un gran incendio en Nicante. Puranti está dominada por los tumultos. Y en Musselia comienza a imperar el desorden.
—¡Ay de Styria! —Rubine se mesó la barba por lo incómodo que se sentía—. Dicen que Rogont tenía razón. Que los Años de Sangre habían terminado. Porque los Años de Fuego sólo acaban de comenzar. En Westport, los hombres santos predican el fin del mundo.
—Esos bastardos proclaman en fin del mundo siempre que se caga un pájaro —Monza se burlaba—. ¿Queda algún sitio libre de calamidades?
—¿Talins? —Vitari paseó su mirada por la habitación—. Aunque he oído que el palacio de Fontezarmo sufrió últimamente algunos saqueos. Y Borletta.
—¿Borletta? —apenas un año antes Monza le había referido a Orso en aquel mismo sitio los detalles del atroz saqueo al que ella misma acababa de someter a la ciudad. Por no hablar de la cabeza de su líder, que había clavado en una pica justo encima de sus puertas.
—La joven sobrina del duque Cantain frustró los planes que los nobles de la ciudad habían hecho para deponerla. Al parecer, hizo un discurso tan bueno que todos desenvainaron sus espadas, cayeron de rodillas y le juraron fidelidad hasta la muerte. O, al menos, eso es lo cuentan.
—Conseguir que unos hombres armados caigan de rodillas es un buen efecto, aunque ella lo haya preparado todo así —Monza recordó las palabras de Rogont antes de conseguir su gran victoria: Aunque las hojas aceradas puedan matar a la gente, sólo las palabras pueden conseguir que se pongan en marcha, y los buenos vecinos son el mejor refugio en una tormenta—. ¿Tenemos algo que se parezca a un embajador?
—Permitidme deciros que tendremos que sacarnos uno de la manga —Rubine miraba a todos los de la mesa.
—Pues sáquense uno y envíenlo a Borletta, junto con un regalo apropiado para la persuasiva duquesa… y el ofrecimiento de nuestro afecto fraternal.
—¿Afecto… fraternal? —era como si Vitari acabase de encontrar un excremento en la cama—. No conocía ese estilo vuestro.
—Mi estilo puede ser cualquiera, siempre que funcione. He oído que los buenos vecinos son el mejor refugio en una tormenta.
—Los buenos vecinos y las buenas espadas.
—Nadie discute lo de las buenas espadas.
Rubine la miró de una manera muy compungida y dijo:
—Excelencia, vuestra reputación no es… como debería ser.
—Nunca lo ha sido.
—Pero habéis sido muy vilipendiada por las muertes del rey Rogont, del canciller Sotorius y de sus camaradas de la Liga de los Nueve. Que sólo os libraseis vos fue…
—Algo terriblemente sospechoso —Vitari lo terminó por él.
—Aunque tuvo como resultado que en Talins os quisieran mucho más. Pero en los demás sitios… Si Styria no estuviese tan poco unida, es evidente que todos se unirían contra vos.
—Necesitamos a alguien a quien echarle la culpa —dijo Grulo, mirando de soslayo a Scavier.
—En esta ocasión, la culpa debe recaer en el culpable —dijo Monza—. Estoy segura de que Castor Morveer envenenó la corona siguiendo instrucciones de Orso. Que se sepa. Que esta noticia se difunda todo lo que sea posible.
—Pero, Excelencia… —Rubine acababa de pasar de la compunción a la objeción—. Nadie conoce ese nombre. En los crímenes de importancia, a la gente le gusta tener a gente importante a la que vilipendiar.
Monza alzó la mirada. El duque Orso le sonreía triunfante desde lo alto de la batalla pintada en el lienzo, en la que nunca había participado. Apenas fue consciente de devolverle la sonrisa. Las mentiras bien urdidas siempre gustan más que las verdades aburridas.
—Entonces, hinchad su expediente. Castor Morveer, muerto sin que nadie conozca su rostro, el más infame de los maestros envenenadores. El asesino más grande y sutil de la historia. Un envenenador que también era poeta. Un hombre que podía infiltrarse en los edificios mejor guardados de Styria, asesinar a su monarca y a cuatro de sus líderes más importantes y huir sin ser detectado, como la brisa nocturna. ¿Quién está a salvo del auténtico rey de los venenos? Bueno, al menos yo tuve la suerte de salir con vida.
—Sois una pobre inocente —Vitari movía la cabeza lentamente—. Me molesta muchísimo pensar que un individuo tan infame pueda conseguir tanta fama.
—Pues, permíteme que te diga que te han pasado cosas peores.
—Los muertos no quedan muy bien como chivos expiatorios.
—Por favor, bastará con insuflarle algo de vida. Con poner en todas las esquinas pasquines que le delaten como el responsable de tan odioso crimen y que ofrezcan, digamos, cien mil escamas por su muerte.
—Pero… ¿no está muerto? —Volfier parecía muy preocupado.
—Sí que lo está, lo enterramos con todos los demás al volver a cerrar las trincheras. Lo que significa que nunca tendremos que pagar esa recompensa. Demonios, ofrezcamos doscientas mil y dará la impresión de que también somos ricos.
—Y parecer ricos es casi tan importante como serlo —dijo Scavier, mirando a Grulo con desconfianza.
—Con tal de que la patraña se difunda, el nombre de Morveer se pronunciará en voz baja aún después de que todos los presentes hayamos muerto —Vitari sonreía—. Las madres se servirán de él para asustar a sus pequeños.
—Seguro que ahora sonríe burlón en su tumba sólo con pensarlo —dijo Monza—. Por cierto, he oído que sofocaste una pequeña revolución.
—No me gustaría degradar esa palabra para referirme a unos cuantos aficionados. ¡Los muy idiotas pusieron pasquines informando de sus reuniones! Ya lo sabíamos, pero ¿poner pasquines? ¿A la vista de todo el mundo? Creo que una necedad tan grande sólo se paga con la muerte.
—Mejor el exilio —apuntó Rubine—. Una pizca de piedad siempre le hace parecer a uno virtuoso, justo y poderoso.
—Y, de paso, doy la impresión de ser esas tres cosas —deliberó consigo misma durante unos instantes y añadió—: Que reciban una fuerte multa, que se publiquen sus nombres, que desfilen desnudos ante el edificio del Senado y, finalmente, que… los liberen.
—¿Liberarlos? —Rubine arqueaba sus bien pobladas y canosas cejas.
—¿Liberarlos? —Vitari arqueaba las suyas, de color naranja.
—¿Acaso eso no me convertiría en virtuosa, justa y poderosa? Castiguémosles duramente, y daremos a sus amigos una razón para vengarse. Perdonémosles, y haremos que la resistencia parezca algo absurdo. Vigílalos, Vitari. Acabas de decir que son idiotas. Si planean alguna traición seria, nos enteraremos por ellos mismos. Y entonces podremos ahorcarlos.
—Se hará tal y como ordena Vuestra Excelencia —dijo Rubine luego de aclararse la garganta—. Imprimiré pasquines en los que se mencione la clemencia que habéis mostrado con esa gente. La Serpiente de Talins la prefiere antes que servirse de sus colmillos.
—Por ahora. ¿Cómo andan los mercados?
—Atareados, muy atareados desde la mañana hasta la noche —una sonrisa aviesa cruzó el blando rostro de Scavier—. Han llegado muchos comerciantes huidos del caos de Sipani, Ospria, Affoia y otros lugares, todos muy contentos de pagar nuestras tasas con tal de que no toquemos su mercancía.
—¿Y los graneros?
—La cosecha ha sido lo bastante buena como para pasar el invierno sin ninguna revuelta, o eso espero —Grulo chasqueó la lengua—. Pero gran parte de las tierras que lindan con Musselia aún siguen en barbecho. Los granjeros se marcharon cuando el ejército de Rogont pasó por ellas y las devastó. Luego las Mil Espadas extendieron la devastación a todo lo largo del recorrido que les llevó hasta las riberas del Etris. Cuando las circunstancias empeoran, los granjeros son los primeros en sufrir las consecuencias.
Una lección que Monza no necesitaba aprender. Por eso pasó a otro asunto:
—La ciudad está llena de mendigos, ¿no es así?
—De mendigos y de refugiados —Rubine volvía a mesarse la barba. Si seguía contando más cosas tristes, no tardaría en parecer el más inútil de todos los presentes—. Es un signo de los tiempos…
—Pues entonces deles tierras a los que puedan sacar adelante una cosecha, y que luego nos paguen el correspondiente tributo. Una tierra de campos sin labriegos no es más que barro.
—Así lo haré —dijo Grulo, asintiendo con la cabeza.
—Le veo muy callado, Volfier —el viejo veterano no había abierto la boca porque no hacía más que mirar el mapa y apretar los dientes.
—¡Esos cabrones de Etrisani! —exclamó aliviado, empuñando con fuerza el pomo de su espada—. Lo siento, Excelencia, pero es que… esos bastardos…
—¿Más problemas en la frontera? —Monza sonreía de manera perversa.
—Han quemado tres granjas —Monza dejó de sonreír—. Los granjeros han desaparecido. La patrulla que los buscaba recibió una emboscada, sufriendo un muerto y dos heridos. Los persiguieron, pero, obedeciendo vuestras órdenes, sólo llegaron a la frontera.
—Os están poniendo a prueba —dijo Vitari—. Y están muy enfadados porque eran los aliados más importantes de Orso.
—Lo dieron todo por su causa —Grulo asentía—, porque esperaban aprovecharse cuando le nombrasen rey.
—¡Esos bastardos creen que somos demasiado débiles para contenerlos! —Volfier acababa de dar un manotazo en el borde de la mesa.
—¿Y lo somos? —preguntó Monza.
—Tenemos tres mil infantes y mil jinetes, bien armados y disciplinados, todos ellos veteranos que conocen el combate.
—¿Listos para luchar?
—¡Si dais la orden, os lo demostrarán!
—¿Y los de Etrisani?
—Sólo fanfarronean —dijo Vitari, como burlándose de ellos—. Antes apenas era una potencia de segundo orden, y ahora ni siquiera eso.
—Los superamos en número y en calidad —afirmó Volfier con un gruñido.
—Es evidente que nuestra causa es justa —dijo Rubine—. Una breve incursión en la frontera para darles una lección que comprendan…
—Disponemos de los fondos necesarios para realizar una campaña más importante —dijo Scavier—. Tengo algunas ideas respecto a ciertas demandas financieras que podrían suponernos bastante dinero…
—El pueblo estará de vuestra parte —Grulo no la dejó terminar—. ¡Y las indemnizaciones superarán a los gastos!
Monza miró el mapa, enarcando las cejas al ver las pequeñas manchas de sangre que tenía en una esquina. Benna le habría aconsejado ser precavida. Le habría pedido tiempo para preparar un plan; pero Benna llevaba muerto mucho tiempo, y a Monza siempre le había gustado moverse deprisa, golpear con contundencia y preocuparse después por los planes. Por eso dijo:
—Coronel Volfier, que sus hombres se preparen. He decidido asediar Etrisani.
—¿Asediarla? —balbució Rubine.
—Consiste en rodear una ciudad y hacer que se rinda —Vitari sonreía de oreja a oreja.
—¡Conozco el concepto! —el anciano parecía muy enfadado—. Excelencia, os recomiendo ser precavida, porque Talins acaba de salir del más doloroso de los cataclismos…
—Tengo el mayor de los respetos por vuestro conocimiento de la ley, Rubine —dijo Monza—, pero la guerra es un asunto que compete a mi cartera, y puedo asegurarle que, cuando uno se mete en ella, nada hay peor que las medias tintas.
—Pero si queréis conseguir aliados…
—A nadie le gusta un aliado que no pueda proteger lo que es suyo. Necesitamos demostrar que somos gente decidida, o los lobos no tardarán en dar vueltas alrededor de nosotros, olisqueando nuestro cadáver. Necesitamos que esos perros de Etrisani tengan miedo de nosotros.
—Hagamos que paguen —dijo Scavier entre dientes.
—Aplastémoslos —añadió Grulo con un gruñido.
—Tendré a los hombres acuartelados y preparados antes de una semana —Volfier exhibió una sonrisa siniestra cuando saludó militarmente a Monza.
—Sacaré brillo a mi armadura —dijo ella, aun sabiendo que siempre estaba muy brillante—. ¿Algo más? —los cinco guardaron silencio—. Pues, gracias a todos.
—Excelencia —todos hicieron una reverencia, cada uno a su manera. Rubine muy preocupado, Vitari con una sonrisa ligeramente burlona.
Monza los observó mientras se marchaban. Le habría gustado dejar la espada para siempre y hacer que todo fuera prosperando.
Como había intentado hacía tantos años, tras la muerte de su padre, antes de la llegada de los Años de Sangre. Pero había visto lo suficiente para saber que las batallas nunca se acaban, aunque la gente quiera creer lo contrario. La vida sigue. Y como cada batalla lleva en sí las semillas de la siguiente, ella estaba dispuesta para cosecharlas lo más rápido y mejor que supiera.
Saca el arado, si es lo que quieres, pero ten un puñal a mano, por si acaso, había dicho Farans.
Miró el mapa mientras se llevaba la mano izquierda al estómago. Lo sentía dilatado. Llevaba tres meses sin tener la regla. Eso quería decir que el hijo debía ser de Rogont. O quizá de Escalofríos. El hijo de un muerto o de un asesino, de un rey o de un mendigo. Lo único importante es que era suyo.
Se acercó lentamente hacia el escritorio, dejándose caer encima de la silla; cogió la cadena que llevaba metida entre la camisa e introdujo la llave en la cerradura. Sacó la corona de Orso, sintiendo su reconfortante peso en las manos, el reconfortante dolor de su mano derecha mientras la levantaba y la dejaba con mucho cuidado encima de los documentos que cubrían la superficie de cuero gastado. El oro centelleó bajo el sol invernal. Igual que las gemas que aún quedaban en ella, porque Monza había tenido que vender las demás para comprar armas. Oro para comprar acero, acero para conseguir más oro, como Orso solía decirle. Y en ese momento supo que ya no podría desprenderse de la corona.
Como Rogont nunca se había casado, no tenía herederos al morir. Su hijo, aunque fuese bastardo, podría reclamar sus títulos, el de gran duque de Ospria; incluso el de rey de Styria. A fin de cuentas, Rogont había llevado la corona, aunque ésta hubiese estado impregnada de veneno, aunque sólo se la hubiese puesto encima un instante. Sintió que una sonrisa nacía en las comisuras de sus labios. Cuando uno pierde todo lo que tiene, siempre puede buscar venganza. Pero si no, ¿cómo justificarla? Orso tenía mucha razón. La vida sigue. Y hay que encontrar nuevos sueños por cumplir.
Se estremeció, levantó la corona y volvió a guardarla en el escritorio. Quedarse mirándola no era mucho mejor que quedarse mirando su pipa y preguntarse si debía encenderla o no. Justo cuando giraba la llave en la cerradura, las puertas se abrieron de par en par y su chambelán rozó el suelo con la cara.
—¿Quién es ahora?
—Un representante de la Banca de Valint y Balk, Excelencia.
Aunque Monza sabía que antes o temprano acabaría por aparecer aquel representante, su llegada no le agradaba.
—Que pase.
Para formar parte de una institución capaz de comprar y vender naciones enteras, no parecía gran cosa. Era más joven de lo que se había esperado, con una gran mata de cabellos rizados, unas maneras elegantes y una sonrisa fácil. Eso fue lo que más le molestó de él.
Los enemigos más amargos se presentan con las sonrisas más dulces, había dicho Verturio. ¿Quién si no él hubiera podido decirlo?
—Excelencia —su reverencia, tan marcada como la del chambelán, le costó algo de trabajo.
—¿Maese…?
—Sulfur. Yoru Sulfur, a vuestro servicio —al acercarse al escritorio, Monza descubrió que tenía los ojos de diferente color… uno azul y otro verde.
—De la Banca de Valint y Balk.
—Tengo el honor de representar a tan noble institución.
—Pues mejor para usted —echó un vistazo al interior de la sala—. Me temo que hicieron muchos destrozos durante el asalto. Este espacio ha quedado… más funcional que cuando lo ocupaba Orso.
—Mientras venía hacia aquí, observé algunos pequeños desperfectos en las paredes —la sonrisa casi le llegaba de oreja a oreja—. Pero lo funcional me agrada, Excelencia. He venido a hablar de negocios. De hecho, a ofreceros el completo apoyo de aquellos a quienes represento.
—Sé que usted solía venir con frecuencia a ver a mi predecesor, el gran duque Orso, para ofrecerle el completo apoyo de sus jefes.
—Así es.
—Y ahora que le he asesinado y le he robado el sitio, acude a mí.
—Así es —Sulfur ni se inmutó.
—Parece ser que su apoyo se amolda perfectamente a cada nueva situación.
—Somos un banco. Hay que aprovechar cada situación nueva que se presente.
—¿Y qué me ofrecen?
—Dinero —respondió él, sin andarse con rodeos—. Dinero para el ejército. Dinero para obras públicas. Dinero para devolverle la gloria a Talins y a Styria. Quizá incluso dinero para que vuestro palacio sea menos… funcional.
Monza tenía una fortuna en oro, enterrada cerca de la granja donde había nacido. Pero prefería no tocarla. A menos que fuese necesario. Por eso preguntó:
—¿Y si no lo necesitase?
—Pues supongo que también podríamos prestaros alguna asistencia de carácter político. Como bien sabéis, los buenos vecinos son el mejor refugio en una tormenta —no le gustó que emplease las mismas palabras que había dicho muy poco antes. Sulfur seguía hablando—: Valint y Balk han echado raíces en la Unión. Muy profundas. Puedo aseguraros que podríamos preparar una alianza entre vos y su Alto Rey.
—¿Una alianza? —le faltó muy poco para decirle que había estado a punto de consumar una alianza, aunque de un tipo muy diferente, con el rey de la Unión, precisamente en uno de los recargados dormitorios de la Casa del Placer de Cardotti—. ¿Aunque esté casado con la hija de Orso? ¿Aunque sus hijos puedan reclamar mi ducado? Según algunos, con más derecho que yo.
—Siempre intentamos trabajar con lo que tenemos antes de intentar cambiarlo. Para el líder apropiado, que tenga el apoyo apropiado, Styria puede encontrarse al alcance de la mano. Valint y Balk siempre quieren estar al lado del vencedor.
—¿A pesar de que violara sus oficinas de Westport y asesinase a su agente, Mauthis?
—Vuestro éxito en aquella aventura sólo demostró que teníais muchos recursos —Sulfur se encogió de hombros—. La gente puede reemplazarse. Queda mucha en este mundo.
Para ganar tiempo, Monza dio unos golpecitos encima de la mesa del escritorio. Luego, después de reflexionar, dijo:
—Me parece extraño que haya venido hasta aquí para hacerme esta oferta.
—¿Por qué?
—Pues porque ayer mismo tuve una visita muy parecida de cierto representante del profeta de Gurkhul, que me ofreció su… apoyo.
—¿A quién os enviaron? —preguntó Sulfur tras hacer una pausa.
—A una mujer llamada Ishri.
—No debéis confiar en ella.
—Pero sí en usted, ¿quizá por esa sonrisa suya tan dulce? Ya confié demasiado en mi hermano, que mentía cada vez que respiraba.
—Entonces os diré la verdad —la sonrisa de Sulfur se hizo mayor—. Supongo que sabréis que el profeta y mis jefes se enfrentan en un gran conflicto.
—Algo he oído.
—Creedme si os digo que no os gustaría estar en el bando equivocado.
—No estoy segura de que quiera encontrarme en alguno de los dos —se echó hacia atrás, haciendo como si se repantigase en la silla, a pesar de que aún se sintiera como el fraude viviente que se sentaba ante un escritorio robado—. Pero no tema. Le dije a Ishri que el precio de su ayuda era demasiado elevado. Dígame, maese Sulfur, ¿qué precio me exigirían Valint y Balk por su ayuda?
—Sólo el usual. El interés que devenga el préstamo. Una posición preferente para ellos y sus filiales y asociados en cualquier asunto de índole económica. Que no trataréis con Gurkhul y sus aliados. Que actuaseis, cuando mis jefes os lo pidieran, de común acuerdo con las fuerzas de la Unión…
—¿Sólo cuando sus jefes me lo pidieran?
—Quizá sólo en una o dos ocasiones durante el transcurso de vuestra vida.
—O quizá en más, si les viniera bien. Usted quiere que les venda Talins y que les dé las gracias por tal privilegio. Quiere que me arrodille delante de su cámara acorazada y que les pida favores.
—Estáis dramatizando en exceso…
—Yo no me arrodillo, maese Sulfur.
Después de lo que Monza acababa de decir, a Sulfur le llegó el turno de hacer una pausa. Pero no fue muy larga, porque, acto seguido, preguntó:
—¿Vuestra Excelencia me permitiría hablar con franqueza?
—Me gustaría ver cómo lo intenta.
—Sois nueva en las maneras del poder. Todo el mundo se arrodilla ante alguien. Si sois demasiado orgullosa para aceptar nuestra mano amiga, otros lo harán.
Monza sonrió de manera burlona, aunque, bajo aquel desprecio, su corazón latiese muy fuerte, y dijo:
—Pues les deseo buena suerte a ellos y a usted. Quizá su mano amiga les ofrezca a ellos mejores resultados que a Orso. Me parece que Ishri había pensado comenzar por Puranti en su búsqueda de nuevos amigos. Por eso le aconsejo que se dirija a Ospria, a Sipani o a Affoia. Estoy segura de que en Styria encontrará a alguien que acepte su dinero. Somos famosos por nuestras putas.
—Talins tiene una elevada deuda con mis jefes —la sonrisa retorcida de Sulfur se hizo mayor.
—La tenía Orso, así que pídanle el dinero a él. Aunque creo que lo tiramos con los desperdicios de la cocina. Si excava en la base de la montaña, seguro que lo encontrará. Le dejaré con gusto una toalla para que se limpie las manos.
—Sería una vergüenza —aunque sonriese, su amenaza era más que evidente— que tuviéramos que aprovecharnos de la rabia de la reina Terez para que se vengase de quienes mataron a su padre.
—¡Ah, venganza, venganza! —Monza le dedicó una de sus sonrisas—. Yo no me asusto de las sombras, maese Sulfur. Aunque pueda asegurarme que Terez quiera provocar una gran guerra, la Unión se está quedando en los huesos. Tienen enemigos al norte y al sur, y también dentro de sus fronteras. Si la esposa del Alto Rey quiere mi pequeño trono, bueno, pues que venga y que me lo dispute. Pero creo que Su Augusta Majestad tiene otras preocupaciones.
—Creo que no sois consciente de los peligros que anidan en los sombríos rincones de este mundo —la enorme mueca que Sulfur exhibía en aquel momento estaba exenta de cualquier sentido del humor—. Incluso ahora, mientras hablamos, vos estáis sentada aquí… sola —la mueca se había convertido en una sonrisa impúdica y airada, llena de dientes blancos y aguzados—. Sola, demasiado sola.
—¿Sola? —Monza parpadeaba, como burlándose de él.
—Estás equivocado —Shenkt acababa de llegar al lado de Sulfur sin que éste se diese cuenta, caminando silenciosamente, justo para quedarse cerca de su hombro derecho, tan cerca como su sombra. El representante de Valint y Balk se volvió en redondo, retrocedió un paso, espantado, y se quedó helado, como si, al volverse, descubriera que la Muerte le había estado echando el aliento en el cogote.
—Tú —dijo con un susurro.
—Sí.
—Creía…
—No.
—Entonces… ¿todo esto es obra tuya?
—Mi mano ha estado por medio —Shenkt se encogió de hombros—. Pero el caos es el estado natural de las cosas, porque la gente siempre tira por donde quiere. Sólo los que quieren que el mundo marche junto por el mismo camino son los que lanzan el desafío.
—A nuestro maestro no… —los ojos de diferente color miraron a Monza y luego a Shenkt.
—A tu maestro —dijo Shenkt—. Yo ya no tengo ninguno, ¿no lo recuerdas? Le dije que había terminado con él. Siempre que puedo, advierto a la gente, y ahora te toca a ti. Vete. Si vuelves, no me encontrarás de tan buen humor. Vete y habla con aquel a quien sirves. Dile que yo solía ser útil a aquellos a quienes servía. Ni ella ni yo nos arrodillamos.
Sulfur asintió lentamente con la cabeza. Luego, mientras su boca volvía a exhibir la sonrisa que tenía al entrar, dijo:
—Pues, entonces, morid de pie —luego se volvió hacia Monza y repitió la misma reverencia de antes—. Tendréis noticias nuestras —y salió con paso firme y presuroso de la habitación.
—Se lo ha tomado bien —Shenkt enarcó las cejas después de que Sulfur se hubiese ido.
—Hay un montón de cosas que no me has contado —Monza acababa de darse cuenta de que reía.
—Sí.
—¿Quién eres, realmente?
—He sido muchas cosas. Aprendiz, embajador, el que resuelve problemas que se les resisten a otros. Por lo que parece, hoy he sido el que zanja las cuentas de otros.
—Parece mierda ocultista. Cuando quiero oír un acertijo, me voy a ver a una echadora de cartas.
—Eres una gran duquesa. Seguro que alguna viene a visitarte.
—Le conocías —dijo, señalando las puertas con la cabeza.
—Le conocía.
—¿Teníais el mismo maestro?
—El mismo. Antaño. Hace mucho tiempo.
—¿Trabajaste para un banco?
—En cierta manera, sí —su sonrisa era triste—. Suelen hacer algo más que contar monedas.
—Ya lo estoy viendo. ¿Y ahora?
—Ahora, ya no me arrodillo.
—¿Por qué me has ayudado?
—Porque ellos hicieron a Orso, y yo acabo con todo lo que ellos hacen.
—Por venganza.
—Aunque no sea el mejor móvil, de lo malo siempre puede salir algo bueno.
—Pero había algo más.
—Claro que sí. Como eras la responsable de todas las victorias de Orso, te vigilaba, pensando que él perdería parte de su fuerza cuando yo te matase. Pero sucedió que Orso se me adelantó. Por eso te curé, sin dejar de pensar que podría convencerte para matar a Orso y ocupar su lugar. Pero subestimé tu determinación, y entonces te escapaste. Y, como había supuesto, proseguiste con tu empeño de matar a Orso…
—Y ocupé su sitio —Monza se agitó en la silla que había pertenecido a su antiguo jefe, sintiéndose un tanto incómoda en ella.
—¿Por qué alterar el curso de un río que ya ha decidido seguir un camino? Digamos que nos hemos ayudado el uno al otro —y entonces puso de nuevo su extraña sonrisa de calavera—. Los dos teníamos asuntos que zanjar.
—Al zanjar los tuyos, creo que me he hecho con unos cuantos enemigos muy poderosos.
—Y tú, al zanjar los tuyos, has sumergido a Styria en el caos.
—No era mi intención —pero él tenía razón.
—Cuando se abre la caja de los truenos, las intenciones ya no significan nada. Y ahora la caja ha quedado tan abierta como una tumba recién excavada. Me pregunto qué saldrá de ella. ¿Unos buenos líderes capaces de llevarnos a todos por el buen camino, para que una Styria más luminosa se convierta en el faro que debe seguir todo el mundo? ¿Las sombras despiadadas de los tiranos de antaño, condenadas a seguir las huellas del pasado? —los brillantes ojos de Shenkt no se apartaban de los suyos—. ¿Cuál de las dos cosas serás tú?
—Supongo que no tardaremos en saberlo.
—Eso digo yo.
Se dio media vuelta, sin hacer ruido al andar, y con el mismo sigilo cerró las puertas tras de sí, dejándola sola.