Escalofríos se sentaba en los escalones de la alquería, arrancando unas cuantas pielecillas sueltas de las numerosas desolladuras que le cubrían el antebrazo, y viendo a un hombre llorar al lado de un cadáver. Algún amigo, o quizá algún hermano. No intentaba ocultar el llanto, sólo seguía sentado cerca de él, con los hombros caídos y las lágrimas que resbalaban por debajo de su barbilla. Una escena conmovedora, la verdad, siempre que uno se sienta conmovido por ese género de cosas.
Como Escalofríos. De niño, su hermano le había llamado «cerdo seboso» por ser un blando. Había llorado ante la tumba de su hermano y de su padre. También cuando a su amigo Doblan lo atravesó una lanza y sólo tardó dos días en volver a la tierra húmeda. También la noche posterior a la batalla de Dunbrec, cuando enterraron a la mitad de los suyos con Tresárboles. Después de la batalla de los Sitios Altos partió a un lugar que sólo él conocía para soltar una buena cantidad de agua salada. Aunque en aquella ocasión quizá fuera de alegría, porque el combate había finalizado, y no de pena por las vidas que se habían perdido.
A pesar de que no ignorase sus llantos en todas aquellas ocasiones, e incluso sus causas, no podía recordar a aquellos por quienes había llorado. Se preguntó si aún quedaría alguien en el mundo por quien llorar, no estando muy seguro de que fuera a gustarle la respuesta.
Se echó un trago de agua amarga de la cantimplora y observó a los dos soldados de Ospria que examinaban los cadáveres. Uno le dio la vuelta a un muerto para quitarle una bota, haciendo que parte de las tripas se le salieran por la cuchillada que tenía en un costado. Ese mismo soldado, al ver que la bota tenía un agujero en la suela, la tiró a un lado. Escalofríos vio a otros dos soldados con las mangas remangadas. Uno de ellos llevaba una pala al hombro, porque afirmaba que había que cavar para encontrar algo que valiese la pena. Escalofríos se entretuvo observando las moscas que flotaban en aquel aire tan cargado y que ya comenzaban a congregarse alrededor de las bocas abiertas, los ojos abiertos, las heridas abiertas. Pasó revista a las cuchilladas en el cuello, los huesos rotos, los miembros cortados y las entrañas derramadas, la sangre que corría en regueros, los sitios donde ya se había secado, los charcos de rojo oscuro dispersos por el patio, y no sintió la alegría del trabajo bien hecho, pero tampoco asco, culpa o pena. Sólo el picor de las desolladuras, el molesto bochorno de un día caluroso, el cansancio de los miembros magullados y una pizca de hambre, porque se había saltado el desayuno.
Un hombre gritaba dentro de la alquería, que era el lugar donde habían instalado la enfermería. Gritaba y gritaba a voz en cuello, hasta desgañitarse. Pero como el pájaro que estaba en el alero del establo gorjeaba alegremente, Escalofríos descubrió que podía concentrarse en escuchar a uno y olvidar al otro. Sonrió y siguió los trinos del pájaro, volviéndose a apoyar en el marco de la puerta para estirar las piernas. Le pareció que, con el tiempo suficiente, cualquier persona podría llegar a acostumbrarse a lo que fuera. Si dejaba que unos cuantos gritos le impidiesen disfrutar de aquel sitio tan bueno, sería un completo idiota.
Escuchó el ruido de unos cascos de caballo y volvió la cabeza. Era Monza, negra silueta que se recortaba contra el brillante cielo azul mientras bajaba despacio la pendiente. Vio que conducía hasta el corral a su caballo cubierto de sudor y que arqueaba las cejas al descubrir tantos cadáveres. Tenía empapada la ropa, como si se hubiese metido en un río. Una de sus pálidas mejillas estaba manchada de sangre, que también se le pegaba al pelo de aquel lado.
—A la orden, jefa. Me alegra verte —aunque aquellas palabras sonasen sinceras, a ella le parecieron lo contrario. Pero ya no le importaba—. Y Fiel, ¿ha muerto?
—Sí —se dejó caer del caballo, porque seguía sintiéndose rígida—. ¿Tuviste algún problema para traerlo hasta aquí?
—No fue difícil. Se empeñó en venir con más amigos de los que habíamos supuesto, y yo no pude hacer nada para impedirlo. Ya sabes lo que pasa cuando la gente se entera de que va a haber una fiesta. Los pobres bastardos parecían demasiado ansiosos. ¿Tuviste algún problema para matarlo?
—Se ahogó —Monza disentía con la cabeza.
—¿Sí? Vaya, porque pensé que le clavarías una lanza —levantó la Calvez y se la ofreció.
—Bueno, lo cierto es que sí se la clavé, pero poco —miró la hoja durante un instante, la cogió de su mano y la envainó—. Y después no hice nada para evitar que se ahogara.
—Bueno —Escalofríos se encogió de hombros—. El agua lo mató.
—Así fue.
—Entonces, cinco de siete.
—Cinco de siete. —Pero no parecía estar contenta. No mucho más que el soldado que lloraba encima de su amigo muerto. A nadie, ni siquiera del bando vencedor, le parecía que hubiese que celebrar algo. Suele pasar con la venganza.
—¿Quién grita?
—No lo sé. Nadie —Escalofríos se encogió de hombros—. Escucha al pájaro.
—¿Cómo dices?
—¡Murcatto! —Vitari estaba con los brazos cruzados delante de la puerta del granero, que seguía abierta—. Ven a ver esto.
Dentro hacía frío y se veía poco, porque la luz del sol entraba por el agujero irregular del rincón y las estrechas ventanas, formando unas brillantes tiras de luz que iban a morir en la paja en penumbra. Una de ellas caía, precisamente, encima del cadáver de Day, cuyo cabello amarillo en desorden le cubría la cara y cuyo cuerpo aparecía extrañamente retorcido. Ni sangre ni señales de violencia.
—Veneno —musitó Monza.
—Oh, qué ironía —Vitari asentía.
Encima de la mesa próxima al cadáver había un caos infernal de varillas de cobre, tubos de vidrio y botellas de formas raras. Aún ardían en ella, aunque con luz parpadeante, un par de mecheros que desprendían llamas de un amarillo azulado, mientras el conté nido de los recipientes que tenían encima hervía, borboteaba y se derramaba por sus bordes. La simple contemplación del instrumental del envenenador le gustó a Escalofríos aún menos que el cadáver de la envenenadora que acababa de ver. Aunque estuviera familiarizado con los cadáveres, la ciencia le parecía una tierra aún por descubrir.
—Maldita ciencia —musitó—. Es aún peor que la magia.
—¿Dónde está Morveer? —preguntó Monza.
—Ni rastro de él —los tres se miraron durante unos instantes.
—¿No está con los que han muerto?
—Es una pena, pero no lo he visto —dijo Escalofríos, moviendo despacio la cabeza.
—Lo mejor será no tocar nada —Monza retrocedió rápidamente.
—¿Tú crees? —Vitari parecía asustada—. ¿Qué habrá sucedido?
—Por lo que parece, una diferencia de opiniones entre maestro y ayudante.
—Una seria diferencia —recalcó Escalofríos.
—Hasta aquí he llegado. Voy a renunciar —Vitari movía lentamente su cabeza de erizo.
—¿Qué vas a hacer qué? —preguntó Monza.
—Renunciar. En este negocio hay que saber cuándo hay que dejarlo. Ahora estamos en guerra, y no quiero tener nada que ver con ella. No facilita el llevarse las ganancias —apuntó con la cabeza hacia fuera, hacia el corral, donde se amontonaban los cadáveres—. Si me parecía que Visserine ya estaba un poco lejos, este sitio aún lo está más. Por eso renuncio, y también porque no me gusta contemplar el lado malo de Morveer. No me gustaría tener que pasarme lo que me queda de vida mirando por detrás del hombro.
—Lo harás, si quieres librarte de Orso —dijo Monza.
—Ya lo sabía al aceptar este trabajo. Necesitaba el dinero —Vitari alargó la palma de la mano—. Por cierto, hablando de eso…
Monza frunció el ceño al ver la mano y luego la cara de ella, y dijo:
—Sólo hemos recorrido la mitad del camino. Por tanto, recibirás media paga, como convinimos.
—Me parece justo. Recibir todo el dinero a cambio de morir sería un mal negocio. Prefiero cobrar la mitad y seguir con vida.
—No tardaré en localizarte. Para contratar nuevamente tus servicios. No estarás a salvo mientras Orso siga vivo…
—Entonces, lo mejor que puedes hacer es seguir adelante y matar a ese bastardo. Pero sin mí.
—Como quieras —Monza se llevó una mano a la casaca y sacó una bolsa plana de piel con manchas de humedad. La desplegó por dos veces y extrajo de ella un trozo de papel que se había mojado en una esquina y en el que aparecía una caligrafía muy florida—. Más de la mitad de lo que habíamos acordado. De hecho, cinco mil doscientas veinte escamas Escalofríos miró con desagrado aquel papel. Aún no podía comprender cómo era posible que semejante suma de dinero acabara convertida en un trozo de papel. Por eso murmuró:
—Malditos bancos. Son aún peores que la ciencia.
—¿Valint y Balk? —Vitari acababa de coger el cheque que Monza tenía en su mano enguantada y le echaba un rápido vistazo. Sus ojos estaban aún más entornados de lo acostumbrado, lo cual ya era en sí una proeza—. Espero que me paguen por este papel. De lo contrario, no habrá ningún lugar del Círculo del Mundo donde puedas estar a salvo de…
—Te pagarán por él. Si hay algo que no necesito son nuevos enemigos.
—Despidámonos, entonces, como amigas —Vitari dobló el papel y se lo metió por dentro de la camisa—. Quizá volvamos a trabajar juntas dentro de algún tiempo.
—Contaré los minutos —Monza la miraba a los ojos de la manera que acostumbraba.
Vitari retrocedió unos cuantos pasos y se volvió hacia la luz que entraba por la puerta, a tiempo de escuchar que Escalofríos decía:
—¡Me caí en un río!
—¿Cómo dices?
—Cuando era joven. La primera vez que salía de incursión. Me emborraché, salí a orinar y me caí al río. La corriente me quitó los pantalones y me arrastró más de setecientos pasos. Cuando regresé al campamento, estaba casi de color azul por el frío, y tan escalofriado que casi se me caían los dedos por la tiritona.
—¿Y?
—Pues que por eso me pusieron el nombre de Escalofríos. Me lo preguntaste. En Sipani —e hizo una mueca. Era como si acabara de descubrir el lado alegre de aquellos días. Vitari siguió convertida en una silueta negra y delgada hasta que instantes después desapareció por la puerta—. Bueno, jefa, creo que tú y yo…
—¡Y yo!
Escalofríos se volvió en redondo para coger su hacha. Monza se había agachado a su lado, con la espada medio desenvainada mientras ambos tensionaban los músculos en la oscuridad. El rostro burlón de Ishri, medio caído hacia un lado, asomaba por la puerta que llevaba al pajar.
—He venido para desear a mis dos héroes una feliz tarde —bajó por la escalera con la cara por delante, tan elástica como si su cuerpo cubierto de vendas careciese de huesos. Luego se puso de pie, increíblemente delgada sin su casaca, y caminó tranquilamente por la paja hasta llegar al cadáver de Day—. Uno de tus asesinos mató al otro. Tienes unos cuantos asesinos —cuando miró a Escalofríos con ojos tan negros como el carbón, él agarró con fuerza su hacha.
—Maldita magia —murmuró—. Es aún peor que los bancos.
Ella se levantó, enseñando sus dientes de color blanco con una mueca de ira, y tocó con un dedo el filo del hacha, bajándola lentamente hasta el suelo. Luego preguntó:
—¿Puedo suponer que el asesinato de tu viejo amigo Carpi te resultó placentero?
—Fiel ha muerto —dijo Monza, mientras envainaba de golpe su espada—, por si lo que querías con tu jodida actuación era saber si le había matado.
—Tienes una extraña manera de celebrar las cosas —levantó sus largos brazos hacia el cielo—. ¡La venganza es tuya! ¡Agradécesela a Dios!
—Orso sigue vivo.
—¡Ah, claro! —Ishri abrió tanto los ojos que Escalofríos se preguntó si podría volver a cerrarlos—. Cuando Orso muera, entonces sonreirás.
—¿Y a ti qué te importa si sonrío o no?
—¿Importarme? En absoluto. Vosotros, los de Styria, tenéis el hábito de fanfarronear y fanfarronear, pero sin mover un dedo. Me gusta encontrar a alguien capaz de terminar un trabajo. Termínalo y frunce el ceño todo lo que quieras —pasó los dedos por encima de la mesa y, como accidentalmente, apagó los mecheros con la palma de la mano—. Por cierto, hablando del trabajo, ¿puedo recordarte que le dijiste a nuestro común amigo el duque Rogont que las Mil Espadas se pondrían de su parte?
—Si el oro del emperador comienza a llegar…
—Mira en el bolsillo de tu camisa.
Monza frunció una ceja mientras sacaba algo de su bolsillo y lo acercaba a la luz. Una enorme moneda de oro rojo, que relucía con esa sensación tan cálida que el oro suele proporcionar a la persona que lo toca.
—Es muy bonita, pero necesitare unas cuantas más.
—Oh, habrá más. Por lo que me dijeron, las montañas de Gurkhul están hechas de oro —observó los bordes chamuscados del agujero practicado en el rincón del granero y chasqueó la lengua, muy contenta—. No lo he perdido. —Entonces retorció su cuerpo por el hueco como hubiese hecho un zorro al meterse entre las maderas de una empalizada y desapareció.
Escalofríos aguardó durante un momento y luego se acercó a Monza, diciendo:
—Aunque no lo lamente, creo que a ella le pasa algo extraño.
—No me digas. Tienes un gran talento para calar a la gente —Monza se volvió sin sonreír y salió del granero.
Escalofríos se quedó durante un buen rato, observando preocupado el cuerpo de Day, mirando a todas partes, sintiendo cómo le picaban las cicatrices del lado izquierdo de la cara. Cosca muerto, Day muerta, Vitari había desertado, lo mismo que Amistoso, y Morveer había huido; tal y como pintaban las cosas, debía de haberse vuelto contra ellos. Demasiado para tan alegre compañía. Hubiera debido sentirse lleno de nostalgia por los amigos tan alegres que había tenido hacía tantos años, por las bandas de hermanos de las que había formado parte. Unidos en una causa común, aunque ésta sólo fuera la de seguir con vida. El Sabueso, Hosco Harding y Tul Duru. Incluso Dow el Negro, todos ellos, hombres que seguían un código. Pero todos se habían desvanecido para dejarle solo. Allí abajo, en Styria, donde nadie seguía un código que valiese un carajo.
Entonces, a su ojo derecho le entraron las mismas ganas de llorar que al izquierdo.
Se rascó la cicatriz de la mejilla. Muy despacio, sólo con las yemas de los dedos. Hizo una mueca y se rascó con más fuerza. Y luego con mucha más. Entonces se detuvo y expulsó el aire a través de los dientes. Le picaba más que lo que nunca se hubiera imaginado. Tenía que encontrar una manera de rascarse para que el picor no fuese a más.
Tenía que vengarse.