Una jalea asquerosa

La cara de Escalofríos se curaba muy deprisa. Una banda de color rosa pálido le cruzaba la parte izquierda de la frente para, luego de pasar por la correspondiente ceja, terminar debajo de la mejilla. Aunque el ojo sano le doliera un poco, ya podía ver bastante bien con él. Monza estaba en la cama, con una sábana alrededor de la cintura y la espalda morena vuelta hacia él. La miró durante un momento con su mueca de lobo y observó cómo sus costillas bajaban y subían lentamente al ritmo de su respiración. Luego dejó el espejo sin hacer ruido y se acercó a la ventana, que estaba abierta, para mirar hacia fuera. La ciudad ardía y los incendios iluminaban la noche. Le extrañó no estar seguro de qué ciudad podía tratarse ni del motivo por el que se encontraba en ella. Su mente trabajaba despacio. Arqueó las cejas y se frotó la mejilla.

—Duele —dijo con un gruñido—. Por los muertos, que duele.

—Oh, ¿te duele?

Se volvió de repente, tropezando con la pared. Fenris el Temible estaba encima de él, rozando con su cabeza calva el techo, medio cuerpo tatuado con letras minúsculas y el otro medio enfundado en un metal negro, el rostro tan retorcido como las gachas al hervir.

—¡Estás… estás muerto, cabronazo!

—No dejo de decírmelo a mí mismo —el gigante reía a pesar de tener clavada en el cuerpo una espada que lo atravesaba de parte a parte, la empuñadura en una cadera y la punta saliéndole por debajo del brazo contrario. Taponó con un pulgar enorme la sangre que salía por la empuñadura y que manchaba la alfombra—. Me refiero a que duele de verdad. ¿Te has cortado el pelo? Me gustaba más como lo tenías antes.

Bethod señaló su cabeza destrozada, un revoltijo de sangre, sesos, piel y huesos, mientras decía:

—Que ezos dozh shicos ze callen —no pronunciaba bien porque le habían aplastado la boca—. ¡Veg eze thipoo de cozas me pgoduze dolog! —dio un empujón al Temible—. ¿Pog qué no pudizte vencel a tu túppido y magdito hegmanaztro?

—Estoy soñando —Escalofríos no dejaba de decírselo mientras intentaba salir de aquella situación, pero la cabeza no dejaba de latirle—. Debo de estar soñando.

—¡Estoy… hecho… de muerte! —era la voz de alguien que cantaba.

—¡Soy la Gran Niveladora! —el sonido de un martillo contra un clavo. Bang, bang, bang. Y a cada golpe, la cara de Escalofríos sentía un ramalazo de dolor.

—¡Soy la tormenta que se abate sobre los Sitios Altos! —el Sanguinario cantaba para sí mientras cortaba en trocitos el cadáver del hermano de Escalofríos, rajándolo hasta la cintura mientras su propio cuerpo, una masa de cicatrices y de músculos retorcidos, quedaba bañado en sangre—. Así que eres una buena persona, ¿eh? —apuntó con su cuchillo a Escalofríos y sonrió de manera siniestra—. Chaval, tienes que endurecerte de cojones. Tendrías que haberme matado. Anda, optimista, ayúdame a cortarle los brazos.

—Bien saben los muertos que este bastardo sigue sin gustarme, pero tiene razón —la cabeza del hermano de Escalofríos le miraba desde lo alto del estandarte de Bethod, donde la habían clavado—. Tienes que hacerte más duro. La piedad y la cobardía son lo mismo. ¿Crees que podrás sacarme este clavo?

—¡Eres una molestia muy jodida! —su padre, con su inexpresivo rostro surcado de lágrimas, daba vueltas a una jarra—. ¿Por qué no sigues muerto y dejas que tu hermano viva tranquilo? ¡Eres un jodido mierdica inútil! ¡Un pedazo de mierda, molesto y acojonado, que no sirve para nada!

—Es un disparate —dijo Escalofríos mientras apretaba los dientes y se sentaba junto a la chimenea con las piernas cruzadas. Le latía toda la cabeza—. ¡Un disparate! ¡Eso es lo que es!

—¿Qué es un disparate? —preguntó Tul Duru entre borboteos, porque, al hablar, la sangre le salía a chorros por el corte que tenía en la garganta.

—Todo esto. Los rostros que llegan del pasado, chorradas sin sentido. Es jodidamente obvio, ¿o no? ¿No podéis hacer algo mejor que toda esta mierda?

—Uh —dijo Hosco.

Dow el Negro parecía un poco fuera de lugar cuando dijo:

—No lo pagues con nosotros, chaval. Estás soñando, ¿o no? ¿Te has cortado el pelo?

—Si fueses más avispado, quizá tuvieras sueños más inteligentes —apuntó el Sabueso, encogiéndose de hombros.

Sintió que le agarraban por detrás y torció el rostro. El Sanguinario estaba a su lado, los cabellos pegados a la cara a causa de la sangre, el rostro surcado de cicatrices y manchado de negro, y le decía:

—Si fueses más inteligente, quizá no te hubieran quemado ese ojo —y entonces le metió el pulgar en él y apretó. Escalofríos arqueó el cuerpo, se retorció y gritó, pero sin poder soltarse. Ya casi había terminado todo.

Se despertó gritando, cómo no. Siempre lo hacía. Aunque apenas hubiera podido llamarse a eso un grito, porque su voz le rascaba la garganta que tenía en carne viva y se convertía en un silbido.

Estaba oscuro. El dolor le mordía en el rostro como el lobo los restos de un cadáver. Se quitó las mantas sin darse cuenta de dónde estaba. Como si aún tuviesen el hierro apretado contra él y le quemase. Chocó con una pared y cayó de rodillas. Se dobló en dos mientras se apretaba las sienes con las manos, como si así pudiera detener la sensación de que su cráneo iba a estallar. Se movió de un lado a otro mientras todos los músculos de su cuerpo se tensionaban, a punto de romperse. Gimió y se quejó, lloriqueó y gruñó, escupió y lloró, babeó y farfulló, loco de dolor, sin saber qué hacer. Tocó la parte que le dolía, la apretó. Mantuvo sus dedos estremecidos encima de las vendas.

—Shhhh —sintió una mano. La de Monza, que le acariciaba el rostro y le echaba el pelo hacia atrás.

El dolor alcanzó la parte de la cabeza donde estaba su ojo como el hacha al golpear un leño, alcanzando también su mente y abriéndosela, de suerte que sus pensamientos salieron por ella en loca confusión.

—Haz que pare… por los muertos… mierda, mierda —le agarró la mano, ella se asustó y tragó saliva. Pero a él ni le importó—. ¡Mátame! ¡Mátame! Haz que pare. —Ni siquiera sabía en qué idioma hablaba—. Mátame. Por los… —gemía, y las lágrimas le escocían en el ojo que le quedaba. Ella apartó la mano y él volvió a moverse de un lado para otro, mientras el dolor le rajaba el rostro como la sierra a un tronco de árbol. ¿No había intentado ser buena persona?

—Lo intenté, joder si lo intenté. Haz que pare… por favor, por favor, por favor, por favor…

—Toma.

Él agarró la pipa y aspiró su humo con la misma fruición que el borracho al beber de su botella. Sin apenas notar el mordisco del humo, aspiró profundamente hasta que se llenó los pulmones con él, mientras ella no le soltaba, acunándole entre sus brazos de atrás adelante. La oscuridad se llenó de colores. Se cubría con unas manchas brillantes. El dolor había retrocedido, porque ya no lo sentía como una quemadura que se apretase contra él. Su respiración acababa de convertirse en un quejido, y el dolor que sentía en todo el cuerpo había desaparecido.

Le ayudó a levantarse, tirando de él para que se pusiera de pie, y la pipa se estrelló contra el suelo al caer de su blanda mano. La abierta ventana se desdibujó como si fuera una pintura de otro mundo. Quizá el infierno, por los sitios dominados por fuegos rojos y amarillos que daban como largos brochazos en medio de la noche. La cama fue a su encuentro y se lo tragó, metiéndoselo hasta bien dentro. La cara aún le latía, pero más despacio. Recordaba, recordaba a qué se debía todo aquello.

—Los muertos… —susurró, mientras las lágrimas le caían por la otra mejilla—. Mi ojo. Me quemaron el ojo.

—Shhhh —dijo ella también con un susurro, acariciando con suavidad el lado bueno de su rostro—. Tranquilo, Caul, tranquilo.

La oscuridad estaba llegando hasta él y le envolvía. Antes de que se lo llevase, agarró el pelo de Monza con sus dedos engarabitados y acercó su rostro al suyo, de suerte que casi podía besar sus vendajes.

—Debería haberte tocado a ti —dijo con un susurro—. Debería haberte tocado a ti.