El hacha de Escalofríos golpeó nuevamente los tubos. No sabía qué diablos pintaban allí, sólo que hacían mucho ruido. Monza ya había hecho una finta, sopesaba su espada y le miraba a los ojos con los suyos entornados. Lo más seguro era que acabase clavándole el hacha en la base del cráneo y poniendo fin a la pelea. Pero quería saber quién le había incitado a hacerlo, y por qué. Necesitaba saberlo.
—No tienes que seguir con esto —dijo ella, hablando entre dientes—. Aún puedes dejarlo e irte.
—Siempre he pensado que los muertos son los únicos que pueden ser magnánimos —replicó él, moviéndose en círculo para dejarle menos espacio.
—Te estoy ofreciendo una salida, Escalofríos. Vuelve al Norte, donde nadie te perseguirá.
—Aunque los mangoneos no puedan llegar hasta allí, quiero quedarme un poco más en esta tierra. La gente tiene que sentir apego por algo, ¿verdad? Además, aún me queda el orgullo.
—¡A la mierda tu orgullo! ¡Si no hubiese sido por mí, habrías acabado vendiendo el culo por los callejones de Talins! —lo cual parecía bastante cierto—. Sabías a qué te arriesgabas. Y decidiste aceptar mi dinero —también era cierto—. ¡Y como nada te prometí, no he podido romper ninguna promesa! —completamente cierto—. ¡Esa zorra de Eider no te dará ni una escama!
Aunque fuera difícil argumentar algo en contra de todo lo expuesto, ya era demasiado tarde para echarse atrás, por no hablar de que un hacha clavada en la cabeza suele poner punto y final a cualquier discusión.
—Ya lo veremos —Escalofríos aflojó la presión que efectuaba sobre ella y adelantó el escudo—. Pero no se trata de dinero. Sino de… venganza. Pensé que lo comprenderías.
—¡A la mierda tu venganza! —decidida a jugar sucio, agarró la banqueta y se la tiró. Él levantó el escudo y la envió a dar vueltas por encima del balcón, momento que ella aprovechó para atacarle. Escalofríos intentó atrapar la espada con el asta de su hacha, para que su hoja resbalase hasta quedar encima del mango. Ella se acercó y le presionó, riendo de manera burlona cuando la punta de su espada llegó peligrosamente cerca de su ojo sano.
Le escupió en la cara, haciéndole retroceder, y lanzó un codazo que le acertó debajo de la mandíbula y que le echó la cabeza hacia un lado. Luego llevó la espada hacia atrás para tirarle una estocada, pero él se adelantó. Ella se apartó y el hacha mordió la barandilla, cortando un buen trozo de madera. Escalofríos se retorció, sabiendo que la espada no tardaría en llegar; pero no pudo evitar el acero que taladró su camisa y el doloroso corte que le hizo en la piel que tenía encima del estómago. Monza salió disparada hacia él, porque acababa de perder el equilibrio. Él aprovechó su mayor peso y gruñó al mover su escudo en redondo con toda la fuerza que podía y toda la rabia que le dominaba. La golpeó justo en la cara, echándole la cabeza a un lado y enviándola hacia los tubos del órgano, donde dejó una considerable abolladura al golpearlos, precisamente, con la cabeza. Monza rebotó y cayó boca abajo en el suelo de madera, soltando la espada, que chocó con el suelo con un tintineo de metal.
Escalofríos se la quedó mirando durante un instante, la sangre latiéndole en el cráneo, el sudor goteando de la cicatriz que era parte de su rostro. Podía ver uno de los músculos que sobresalían del cuello de Monza. Tenía el cuello muy estrecho. Hubiera podido acercarse más a ella para cortarle la cabeza. Le habría resultado tan fácil como cortar un madero. Mientras lo pensaba, sus dedos agarraron con fuerza la empuñadura del hacha. Ella escupió sangre, tosió y meneó la cabeza. Comenzó a rodar hacia un lado, los ojos vítreos, intentando levantarse con brazos y piernas. Alargó una mano para intentar coger a ciegas la empuñadura de su espada.
—No, no —Escalofríos se acercó más a ella y apartó la espada de un puntapié.
Monza retrocedió acobardada, volvió la cabeza y comenzó a arrastrarse lentamente hacia la espada, sin resuello, manchando el suelo de madera con las gotas de sangre que le caían de la nariz. Él la persiguió, caminando por encima de ella, decidido a hablar. Qué extraño. Siempre había intentado seguir el consejo que Nueve el Sanguinario le diera en cierta ocasión: que, cuando quisiese matar a alguien, lo matase y se dejara de chácharas. Pero, aunque hubiera podido matarla con la misma facilidad con que se aplasta a una cucaracha, no lo hizo. Y aunque no estuviese seguro de si quería hablar para retrasar el momento de matarla o para poner más énfasis en él, lo cierto es que tenía ganas de hablar. Y habló.
—¡No quieras hacerte la víctima de todo este asunto! ¡Has acabado con media Styria, y sólo para poder seguir adelante! Eres un coño andante que urde, miente, envenena, asesina, traiciona y se folla hasta a su hermano. ¡O no! Estoy haciendo lo correcto. Por eso estás ahí. No soy un monstruo. Aunque mis motivos no sean muy nobles. Pero todos siempre encontramos alguna excusa para hacer lo que hacemos. ¡El mundo será mejor sin ti! —No le gustó que se le quebrase la voz—. ¡Estoy haciendo lo debido! —de hecho, quería que ella lo admitiese. Al menos, se lo debía—. ¡Será mejor sin ti! —se inclinó sobre ella y echó los labios hacia atrás. Entonces escuchó unas fuertes pisadas que se acercaban a él, se volvió…
Amistoso se le echó encima a toda máquina, embistiéndole como un ariete que le hizo despegar los pies del suelo. Escalofríos gruñó y le pasó alrededor de la espalda el brazo con el que cogía el escudo, consiguiendo únicamente arrastrar consigo al presidiario. Con un chasquido seco de maderas rotas, ambos chocaron con la barandilla y el vacío los envolvió.
Nicomo Cosca acababa de entrar en el campo visual de Morveer, de suerte que éste podía ver cómo se quitaba el sombrero y, con un gesto teatral, lo enviaba a volar por la habitación, fallando su posible blanco, la percha, porque acabó en el suelo, no muy lejos de la puerta de la letrina donde él se escondía. Sumido en aquella tiniebla maloliente pudo ver la petaca que el viejo mercenario tenía en la mano. La misma que él le había tirado en Sipani para vejarle. Aquel viejo despojo debía de haberla cogido, sin duda para lamer hasta la última gota de grog que pudiese quedar en ella. Qué vana había sido su promesa de no volver a beber en adelante. Aquel hombre no podría cambiar nunca. Y como era evidente que Morveer se había esperado algo más del mayor experto mundial en bravatas, el lamentable estado de degradación de Cosca no dejó de sorprenderle.
Llegaba a sus oídos el ruido que hacía la puerta del aparador al abrirse.
—Hay que llenarlo hasta arriba —decía la voz de Cosca, a quien no podía ver. Ruido de metal.
Morveer sólo pudo ver la cara de comadreja del hombre que le acompañaba cuando preguntó:
—¿Cómo puedes beberte esa guarrería?
—Pues porque algo hay que beber, ¿no te parece? Me la recomendó un antiguo amigo que, desgraciadamente, ha fallecido.
—¿Te queda algún antiguo amigo que aún siga con vida?
—Sólo tú, Victus. Sólo tú.
Un tintineo de vidrio. Cosca se pavoneaba en el estrecho escenario al que se había reducido el campo visual de Morveer, la petaca en una mano y un vaso y una botella en la otra. Era el recipiente de color púrpura que Morveer recordaba de poco antes, cuando le había echado el veneno. Le pareció ser el artífice de otra ironía fatal. Cosca sería el responsable de su propia destrucción, como en tantas otras ocasiones. Pero aquélla sería la última. Escuchó el roce de las cartas al barajarlas alguien.
—¿A cinco escamas la mano? —era la voz de Cosca—, ¿o jugamos por el honor?
Los dos se echaron a reír.
—Que sea a diez —dijo Victus.
—Pues a diez —más risas—. Me parece muy civilizado. Nada mejor que jugar a las cartas mientras los demás se matan, ¿no te parece? Como en los viejos tiempos.
—Sólo que sin Andiche, Sesaria y Sazine.
—Además de eso —concedió Cosca—. Bueno, ¿abres tú o lo hago yo?
Amistoso gruñía mientras intentaba salir de entre los escombros. Escalofríos se encontraba a pocos pasos de él, al otro lado del montón de maderas y marfiles rotos, latón retorcido y cables enmarañados que era todo lo que quedaba del clavicordio del duque Orso. El norteño se puso de rodillas con el escudo aún embrazado, el hacha aún sujeta en la otra mano, la sangre que le caía por un lado de la cara debido al corte recibido justo encima de su reluciente ojo de metal.
—¡Zorra calculadora! Intentaba arreglar nuestro asunto personalmente. Pero esto no me lo permite.
Se acercaron lentamente el uno al otro, estudiándose. Amistoso sacó su cuchillo de la vaina y su cuchilla del interior de la casaca, sintiendo en las palmas de ambas manos aquel tacto tan familiar que le producían sus respectivas empuñaduras. En aquel momento ya no se acordaba del caos de los jardines, de la locura que reinaba en el palacio. Uno contra otro, tal y como solía ser en Seguridad. Uno y uno. La aritmética más sencilla y la que más le gustaba.
—Entonces, preparados —dijo Amistoso, enseñando los dientes.
—Preparados —respondió Escalofríos, dejando escapar el aire por los suyos.
Escalofríos dio un salto por encima de los escombros e hizo describir a su hacha un arco cegador. Amistoso se echó hacia la derecha, agachándose y sintiendo en los cabellos el aire desplazado por el hacha. Su cuchilla chocó con el borde del escudo de Escalofríos y cantó en él para luego hundirse en su hombro, aunque sólo para hacerle un leve corte. Escalofríos se giró y bajó el hacha con la rapidez del relámpago. Amistoso se apartó y escuchó que su hoja se aplastaba entre los escombros que había a un lado. Lanzó una puñalada con el cuchillo, pero el norteño ya había interpuesto el escudo, de suerte que lo arrancó de las manos de Amistoso y lo envió hacia el pulimentado suelo, donde cayó con un estruendo metálico. Cuando Amistoso se preparaba para tirarle un tajo con la cuchilla, Escalofríos, que ya estaba muy cerca de él, le empujó con el hombro, de suerte que, al recibir Amistoso aquel golpe en el codo, su cuchilla fue a parar a las cicatrices que Escalofríos tenía cerca del ojo malo, dejándole un corte sangriento debajo de la oreja.
Amistoso retrocedió un paso y preparó la cuchilla para un tajo sesgado, con intención de que Escalofríos no pudiera servirse del hacha. Por eso mismo, el norteño cargó contra él con su escudo, interceptando la cuchilla y levantándole del suelo, mientras gritaba como un perro rabioso. Amistoso le lanzó un puñetazo en el costado, consiguiendo eludir la circunferencia de madera que era su escudo, pero Escalofríos no sólo pesaba más que él, sino que su impulso cinético era mayor. Debido a ello, Amistoso salió lanzado hacia la puerta, golpeándose un hombro con su marco mientras el escudo se hundía en su pecho y él iba cada vez más deprisa. Intentó hacer fuerza con las botas en el suelo, pero entonces descubrió que ya no había suelo y que caía. Su cabeza golpeó contra algo que era de piedra, saltó, rebotó y comenzó a dar vueltas, gruñendo y resollando mientras la luz y la tiniebla giraban con él. Las escaleras. Estaba cayendo por las escaleras, y lo peor de todo era que ni siquiera podía contar los escalones.
Volvió a gruñir mientras se ponía lentamente de pie. Había llegado a una cocina que era más larga que ancha, una pequeña habitación abovedada que recibía la luz por unas pequeñas ventanas situadas arriba del todo. La pierna izquierda, el hombro derecho y la parte posterior de la cabeza le latían; tenía sangre en una mejilla, una manga rota, por la que se veía la larga rozadura del antebrazo, y sangre en la pernera, una herida que quizá se hubiera hecho con la cuchilla que aún llevaba en la mano mientras caía. Pero todo seguía moviéndose.
Escalofríos se encontraba más arriba, en el descansillo de un tramo de catorce escalones, dos veces siete, una enorme forma negra en la que chispeaba un ojo. Amistoso le hizo una seña mientras decía:
—Baja hasta aquí.
Ella seguía arrastrándose por el suelo. Era lo único que podía hacer. Arrastrarse poco a poco. Mirar adelante, hacia la empuñadura de la Calvez que se encontraba en el rincón. Arrastrarse, escupir sangre y desear que la habitación no se moviese. Y mientras efectuaba aquel recorrido tan lento, la espalda le picaba y le quemaba, a la espera de que el hacha de Escalofríos se clavase en ella para darle el feo final que se merecía.
Al menos, aquel bastardo tuerto había dejado de hablar.
Cuando la mano de Monza se cerró sobre la empuñadura, ella se dio la vuelta, gruñendo, agitando su hoja a su alrededor como el cobarde que ondea en la oscuridad la antorcha que empuña. No había nadie. Sólo un enorme hueco en la barandilla situada al extremo de la galería.
Se secó la nariz ensangrentada con la mano cubierta por el guante y, muy despacio, se puso de rodillas. El aturdimiento comenzaba a abandonarla, y el rugido que escuchaba dentro de los oídos se iba convirtiendo en un zumbido constante. Su rostro era un amasijo de carne que latía, donde todo en él parecía abultar el doble de lo habitual. Arrastró los pies hasta la destrozada balaustrada y miró hacia abajo. Los tres mercenarios que se habían entretenido en destrozar la estancia aún seguían en ella, mirando fijamente el destrozado clavicordio que estaba debajo de la galería. Seguía sin ver a Escalofríos y sin descubrir una pista que le permitiese aclarar lo sucedido. Pero tenía otras cosas en la cabeza.
Orso.
Apretó la mandíbula, que no había dejado de dolerle, avanzó hasta la lejana puerta y la abrió. Mientras recorría un pasillo en penumbra, el ruido de la lucha fue haciéndose cada vez más fuerte. Salió a una gran balconada. El cielo de la gran cúpula que se encontraba encima de ella representaba un sol naciente y siete mujeres con alas que blandían espadas. Era el gran fresco pintado por Aropella, con los Hados entregando el destino que le corresponde a cada ser humano. Podía ver más abajo dos grandes escaleras, talladas en las tres variedades del mármol. Y, encima de ellas, las puertas de doble batiente que ostentaban los rostros de león, obradas en maderas exóticas. Allí, justo delante de aquellas puertas, había estado con Benna la última vez que le confesó su cariño.
Ni falta hará decir lo mucho que todo había cambiado desde entonces.
En el suelo de la entrada que se encontraba más abajo, de forma circular y cubierto con mosaicos, así como en los grandes escalones de mármol y en la balconada situada más arriba, acontecía una furiosa batalla. Los hombres de las Mil Espadas luchaban a muerte con los guardias de Orso, que eran más de sesenta, creando una caótica escena de muerte. Las espadas caían sobre los escudos, las mazas golpeaban las armaduras, las hachas subían y bajaban, las lanzas daban tajos y estocadas. Los combatientes rugían de furia, balbucían de dolor, luchaban y morían, siendo mutilados en el mismo sitio en que caían. Los mercenarios estaban enloquecidos por la perspectiva del saqueo, y los defensores no tenían ningún sitio adonde huir. La piedad escaseaba en ambos bandos. No lejos de donde se encontraba, justo en la balconada, un par de soldados con uniforme talinés se habían arrodillado para cargar sus ballestas. Uno de ellos recibió una flecha en el pecho mientras apuntaba con su arma y cayó de espaldas, tosiendo, los ojos como platos por la sorpresa, escupiendo sangre encima de la bonita estatua que se encontraba a su lado.
Como había dicho Verturio, nunca participes en las batallas hechas por ti si encuentras a alguien que quiera ocupar tu puesto. Con mucha precaución, Monza se agazapó entre las sombras.
El corcho abandonó la botella con ese ruido de succión que para Cosca era el mejor del mundo. Se inclinó sobre la mesa con la botella en la mano y derramó un poco de su almibarado contenido en el vaso de Victus.
—Gracias —dijo él con un gruñido—. Estaba pensando.
En honor a la verdad, el licor gurko de uva no solía gustarle a todo el mundo. Cuando defendía Dagoska, Cosca consiguió desarrollar cierta tolerancia al mismo que nada tenía que ver con el afecto. De hecho, su tolerancia era enorme respecto a todo lo que tuviera alcohol, y aquel brebaje gurko contenía mucho, y a un precio bastante razonable. Sólo con pensar en aquel líquido que quemaba la garganta y daba ganas de vomitar, se le hizo la boca agua, porque, de repulsivo que era, le parecía glorioso. Un trago, un trago, un trago.
Desenroscó el tapón de su petaca, se acomodó en la silla de capitán general y acarició muy contento la gastada madera de uno de sus brazos.
—¿Y bien? —preguntó.
El estrecho rostro de Victus destilaba desconfianza por todos sus poros, haciéndole reflexionar a Cosca que ninguna de las personas a las que había conocido tenía una mirada tan huidiza como la suya. Dicha mirada fue a sus propias cartas, luego a las de Cosca, al dinero amontonado entre ambos y, finalmente, a Cosca.
—Muy bien. Dobles —y arrojó unas cuantas monedas al centro de la mesa, con ese tintineo tan agradable que nunca hace la calderilla—. ¿Qué llevas tú, viejo?
—¡Tierra! —muy ufano, Cosca le enseñó las cartas.
—¡La maldita Tierra! Siempre has tenido la suerte de un demonio —Victus dejó caer sus cartas.
—Y tú la lealtad de uno de ellos —Cosca enseñó los dientes mientras empujaba las monedas hacia sí—. No debería preocuparnos que nos quedemos sin dinero, porque los muchachos nos traerán mucha plata a su debido tiempo. La regla de la cuarta parte, y todo lo demás.
—A este ritmo, habré perdido mi parte antes de que me la traigan.
—Esperémoslo —Cosca se echó un trago de la petaca e hizo una mueca de dolor. Por alguna razón, le supo más amargo de lo usual. Retorció los labios y se chupó las encías. Como entonces le llegó a la boca otra oleada de ácido, enroscó el tapón a medias—. ¡Vaya! Me han entrado ganas de cagar —dio una palmada en la superficie de la mesa y se levantó—. No vayas a hacer trampas con el mazo mientras no estoy delante, ¿me has oído?
—¿Yo? —Victus puso cara de inocente, como si se sintiese ultrajado—. Puedes confiar en mí, general.
—Claro que sí —Cosca echó a caminar hacia el otro extremo del pasillo, con los ojos fijos en la negra hendidura que creaba la puerta de la letrina, calculando las distancias y sintiendo un hormigueo en la espalda mientras se imaginaba a Victus sentado junto a la mesa. Retorció una muñeca y sintió que el cuchillo arrojadizo que llevaba en la manga caía en su mano—. Como confié cuando lo de Afieri —entonces se volvió repentinamente y se quedó helado—. ¡Ah!
Victus acababa de sacar de la nada una ballesta muy pequeña y cargada, con la que le apuntaba directamente al corazón.
—¿Que Andiche recibió una estocada por ti? —Dijo con sorna—. ¿Que Sesaria se sacrificó por los demás? ¡Olvidas que conocía muy bien a esos dos bastardos! ¿Por qué tipo de gilipollas idiota me tomas?
Shenkt saltó por la destrozada ventana y cayó sin hacer ruido en el salón que había al otro lado. Aunque una hora antes hubiese sido un comedor muy espacioso, las Mil Espadas lo habían despojado de todo lo que pudiese valer un cobre. Sólo quedaban en él fragmentos de la cristalería y del menaje, lienzos rasgados, aún en sus destrozados marcos, y los cajones de algunos muebles, hechos añicos por ser demasiado grandes para llevárselos. Tres pequeñas moscas se perseguían unas a otras, creando varias trayectorias geométricas en el aire que rodeaba la destrozada mesa por encima de la que volaban. Dos mercenarios discutían cerca de ella, mientras un chico de unos catorce años los miraba muy nervioso.
—¡Te digo que cogí las jodidas cucharas! —decía el hombre de la cara picada de viruelas al otro que llevaba un peto deslucido—. ¡Pero esa zorra me empujó y se me cayeron! ¿Por qué no cogiste ninguna?
—Porque estaba vigilando la puerta mientras tú la fastidiabas…
El chico levantó en silencio un dedo para señalar a Shenkt. Los otros dos dejaron de discutir por un momento para quedársele mirando.
—¿Quién coño eres tú? —preguntó el de las cucharas.
—Dime, ¿la mujer que te hizo soltar la cubertería era Murcatto? —preguntó Shenkt.
—Te estoy preguntando que quién coño eres tú.
—No soy nadie. Sólo pasaba por aquí.
—Ah, ¿sí? —hizo una mueca a sus compinches mientras desenvainaba la espada—. Pues esta habitación es nuestra y hay que pagar un peaje para entrar en ella.
—Un peaje —repitió el del peto, con un tono a todas luces intimidatorio.
Los dos se apartaron mientras el chico, a regañadientes, seguía a uno de ellos. El de las cucharas preguntó:
—¿Qué tienes para nosotros?
—Nada que te interese —Shenkt le miró a los ojos mientras se le acercaba, dándole una oportunidad.
—Eso lo decidiré yo —su mirada fue a parar al anillo con el rubí que Shenkt llevaba en el dedo índice—. ¿Qué tal eso?
—No es mío, por eso no está en mi mano dártelo.
—Pero sí está en las nuestras el quitártelo —y se le acercaron, el picado de viruelas apuntándole con su espada—. Las manos detrás de la cabeza, bastardo, y ponte de rodillas.
—Yo no me pongo de rodillas —dijo Shenkt, que acababa de fruncir el ceño.
Las tres moscas que zumbaban volaron más despacio, desplazándose indolentemente y luego, lentamente, muy lentamente, se quedaron inmóviles.
Lentamente, muy lentamente, la sonrisa impúdica del ladrón de cucharas se convirtió en un gruñido.
Lentamente, muy lentamente, echó el brazo atrás para asestar una estocada.
Shenkt se apartó de la espada, hundió con fuerza el canto de su mano en el pecho del ladrón y luego la retiró de él. Junto con un enorme cuajarón de costilla y de esternón que salió volando por el aire para quedarse pegado en el techo.
Shenkt empujó la espada hacia un lado, agarró al siguiente mercenario por el peto y lo lanzó por la habitación, haciendo que su cabeza se estrellara contra la pared más alejada y que una lluvia de sangre brotase de su cráneo para formar una enorme salpicadura que llegó hasta el techo, pasando por encima del papel dorado de las paredes. El vacío creado por Shenkt aspiró a las moscas y las envió a volar en una trayectoria helicoidal, como si hubiesen enloquecido. Cuando el tiempo asumió su auténtica dimensión, la explosión del cráneo reventado del mercenario, tan sonora que hacía daño a los oídos, se juntó con el siseo de la sangre que brotaba apresurada del pecho abierto de su amigo, haciendo que el chico se quedara boquiabierto.
Shenkt sacudió la mano para quitarse de ella las escasas gotas de sangre que la manchaban, y preguntó:
—La mujer que hizo que tu amigo soltara la cubertería, ¿era Murcatto?
El chico asintió como atontado.
—¿Por dónde se fue?
Sus ojos vacíos fueron hacia la puerta que estaba al otro lado.
—Bien —aunque a Shenkt le hubiera gustado ser más amable, aquel muchacho podía salir corriendo para volver con más mercenarios, lo cual complicaría el asunto. En las situaciones en que debe tomarse una vida para salvar muchas otras, los sentimientos no ayudan en absoluto. Era una de las lecciones de su viejo maestro que Shenkt no había olvidado—. Lo lamento.
Y, con un chasquido agudo, su dedo índice entró por la nuca del chico hasta el segundo nudillo.
Se abrían paso por la cocina aplastándolo todo a medida que avanzaban, cada uno haciendo todo lo que podía para matar al otro. Aunque, en un principio, aquello no entrase en los planes de Escalofríos, su sangre había comenzado a hervir. Amistoso acababa de entrometerse estúpidamente en su camino y, lisa y llanamente, tenía que quitárselo de encima. Se había convertido en una cuestión de orgullo. Escalofríos estaba mejor armado y mantenía la distancia, por no hablar del escudo que tenía. Pero Amistoso era tan escurridizo como una anguila y tan paciente como el invierno. Retrocediendo, haciendo fintas, sin apresurarse, sin abrir la guardia. Aunque sólo estuviese armado con una cuchilla, Escalofríos sabía que había matado a mucha gente con ella, y no quería añadir su nombre a la lista.
Otra vez llegaban al cuerpo a cuerpo, Amistoso parando un hachazo y atacando con su cuchilla. Escalofríos fue a su encuentro, la paró con el escudo y luego cargó, enviando a Amistoso contra una mesa, en la que cayó hacia atrás con un ruido de metal. Escalofríos enseñó los dientes, y entonces descubrió que la mesa estaba llena de cuchillos. Amistoso cogió uno de ellos y echó el brazo hacia atrás, listo para lanzárselo. Escalofríos se protegió con el escudo, sintiendo el impacto cuando el cuchillo se clavó en su armazón de madera. Echó un vistazo y vio que otro cuchillo se dirigía dando vueltas hacia él. Rebotó en el borde metálico y pasó como un relámpago junto a su cara, dejándole un arañazo en una mejilla que le escoció mucho. Amistoso lanzó otro cuchillo.
Escalofríos decidió que no quería estar todo el tiempo agachándose y sirviendo de blanco. Rugió mientras cargaba con el escudo por delante. Amistoso dio un salto hacia atrás, rodando por encima de la mesa y evitando por los pelos el hacha de Escalofríos, que dejó una gran hendidura en la madera y lanzó los cuchillos por el aire. Luego, cuando el presidiario intentaba recobrar el equilibrio, le lanzó un empellón con el borde del escudo, moviendo su hacha de forma salvaje, sintiendo que la piel le ardía, que el sudor se le pegaba, con el ojo postizo casi saliéndose de su órbita y rugiendo sin despegar los dientes. Los platos se hicieron añicos, las cazuelas salieron volando, las botellas se rompieron, las astillas volaron y un tarro de harina se abrió de repente, llenando el aire con una neblina cegadora.
Por toda la cocina, Escalofríos dejó un rastro de destrucción que ya le hubiera gustado dejar al Sanguinario, mientras el presidiario fintaba y bailaba, lanzaba puñaladas y tajos con el puñal y la cuchilla, siempre lejos de su alcance. Y lo único que Escalofríos acababa de conseguir con la ridícula danza que ambos habían decidido interpretar en aquella habitación era un corte en un brazo, a cambio del moratón que Amistoso tenía en la cara, justo donde le había alcanzado el escudo.
El presidiario se subía en el segundo peldaño de la escalera de salida, listo y en alerta, el puñal y la cuchilla a ambos costados de su cuerpo, su rechoncho rostro lleno de sudor, la piel ensangrentada por una docena de pequeños cortes y golpes, por no hablar de la caída del balcón y la abrupta bajada por la escalera que le habían dejado baldado. Pero Escalofríos no había conseguido nada a pesar del castigo. Amistoso aún parecía estar demasiado entero.
—¡Ven aquí, jodido tramposo! —dijo Escalofríos, siseando, con el brazo que le dolía desde el hombro hasta los dedos por agarrar fuerte el hacha—. Acércate para que pueda acabar contigo.
—Ven tú aquí —respondió Amistoso—, para que sea yo quien acabe contigo.
Escalofríos se encogió de hombros, estiró los brazos, se secó la sangre de la frente con una manga y torció el cuello a uno y a otro lado, diciendo:
—¡Qué… cabrón eres! —y fue contra él. No había que decírselo dos veces.
Cosca miró con aire preocupado el cuchillo que tenía en la mano y comentó:
—Si te dijera que me disponía a pelar una naranja con él, ¿te lo creerías?
Victus sonrió de manera aviesa, haciendo que Cosca reflexionase por el hecho de no haber visto nunca a nadie con una sonrisa tan taimada, y dijo:
—No creo que a estas alturas me crea nada de lo que digas. Pero no te preocupes. No vas a poder decir mucho más.
—¿Por qué será que la gente que apunta con ballestas cargadas siente la necesidad de fanfarronear en vez de disparar de una vez?
—Fanfarronear es divertido —Victus cogió su vaso sin dejar de mirar a Cosca con sus ojillos entornados, la reluciente punta del dardo lista para volar, y mató el gusanillo de un trago—. Aggg —sacó la lengua—. Maldición, qué amarga es esta mierda.
—Pero menos que la situación en la que me encuentro —musitó Cosca—. Ahora supongo que la silla de capitán general pasará a ti. —Era una pena, porque justamente acababa de acostumbrarse al hecho de volver a sentarse en ella.
—¿Por qué querría sentarme en esa maldita cosa? —Victus se burlaba de él—. No le ha hecho mucho bien a los culos que se han sentado en ella, ¿verdad? Sazine, tú, los Murcatto, Fiel Carpi y tú otra vez. Cada uno acabó muerto o a punto de morir, y, mientras tanto, yo he estado cerca de ella, mucho más rico de lo que se merece un asqueroso bastardo como yo —hizo una mueca de dolor y se llevó una mano al estómago—. No, creo que buscaré a algún idiota que quiera sentarse en ella y que me haga más rico que nunca —volvió a repetir la mueca—. ¡Ah!, que cosa tan asquerosa. ¡Ah! —Se levantó de la silla, tambaleándose, y se agarró al borde de la mesa, mientras se le hinchaba una de las venas de la frente—. ¿Qué me has hecho, viejo bastardo? —bizqueó y cayó hacia delante, agarrando la ballesta sin fuerza.
Cosca se abalanzó hacia él. El resorte se disparó, la cuerda cantó y el dardo se estrelló en el yeso que estaba justo a su izquierda. Rodó por encima de la mesa con un grito de triunfo y levantó el cuchillo.
—¡Ja, ja…! —Victus acababa de golpearle en la cara con la ballesta, justo encima de un ojo—. ¡Aggh! —el campo visual de Cosca se llenó de lucecitas mientras doblaba las rodillas. Se agarró a la mesa y blandió el cuchillo ante la nada—. ¡Uff! —unas manos acababan de cerrarse alrededor de su garganta. Unas manos llenas de sortijas muy grandes. El rostro amoratado de Victus ondeó por encima de él, chorreando babas por su boca torcida en una mueca.
Las botas de Cosca perdieron el contacto con el suelo, la habitación giró a su alrededor y su cabeza chocó contra la mesa. Y todo quedó a oscuras.
La batalla que ambos bandos habían mantenido bajo la cúpula había terminado, acabando también con la rotonda que tanto le gustaba a Orso. El deslumbrante suelo de mosaico y los majestuosos peldaños por los que se bajaba hasta ella, rotos y arañados, llenos de charcos de sangre oscura, estaban sembrados con los cadáveres y las armas de los caídos.
Los mercenarios habían ganado… siempre que la docena de ellos que aún quedaban en pie pudiese significar una victoria.
—¡Socorro! —decía con voz chillona uno de los heridos—. ¡Socorro!
Pero los vencedores tenían la mente ocupada en otras cosas.
—¡Sacad fuera esas cosas asquerosas! —el que los mandaba era Secco, el mismo cabo que estaba de guardia cuando Monza llegó al campamento de las Mil Espadas sólo para descubrir que Cosca se le había adelantado. Arrastró el cadáver de un soldado talinés fuera de la puerta adornada con cabezas de leones y lo dejó caer escaleras abajo—. ¡Tú! ¡Consígueme un hacha!
—Seguro que a Orso aún le quedan más hombres —Monza fruncía el ceño—. Deberíamos aguardar a los refuerzos.
—¿Aguardar? ¿Para repartir las ganancias? —Secco lanzó una sonrisa llena de desprecio—. ¡Que te jodan, Murcatto, aquí ya no mandas! ¡Lárgate! —Dos hombres habían comenzado a dar hachazos en las puertas, arrancando astillas barnizadas. El resto de los sobrevivientes se apretujaba de manera muy peligrosa tras ellos, conteniendo la respiración a causa de su avaricia. Las puertas debían de haber sido construidas para impresionar a los invitados, pero no para contener a un ejército, porque se movieron y se soltaron de sus goznes. Unos cuantos golpes más y una de las hachas las taladró, desprendiendo una astilla de gran tamaño. Secco rugió triunfalmente mientras metía su lanza por el hueco, haciendo palanca para levantar la barra que la mantenía cerrada al otro lado. Luego subió torpemente su punta ya mellada y abrió las puertas de par en par.
Chillando como niños en un día de fiesta, tropezándose los unos con los otros, ebrios de sangre y de avaricia, los mercenarios entraron en tromba por la iluminada sala donde Benna había fallecido. Monza se imaginó lo que iba a pasar. Aunque no supiera a ciencia cierta si Orso estaba dentro, podía asegurar que, en caso de estar, se encontraría preparado.
Pero hay momentos en que uno tiene que hacer de tripas corazón.
Entró detrás de ellos, manteniéndose todo lo agachada que podía. Un instante después escuchaba el tañido de las ballestas. Como el mercenario que iba delante de ella acababa de caer al suelo, tuvo que saltar por encima de él para esquivarlo. Otro cayó de espaldas, agarrándose con las manos el dardo que tenía en el pecho. Ruido de botas y de rugidos. Mientras corría, la gran sala, sus enormes ventanales y sus cuadros que representaban a todos los vencedores de la historia se movieron a su alrededor. Vio siluetas vestidas con la armadura completa y atisbó metales que brillaban. La guardia personal de Orso.
Vio a Secco intentando alancear a uno de sus miembros, pero sin conseguirlo, porque su punta sólo consiguió arañar su fuerte armadura. Escuchó un fuerte ruido de herrería cuando un mercenario aplastó un yelmo con su pesada maza, y luego un grito, el del mercenario al recibir el golpe de un mandoble que le hizo lanzar un chorro de sangre y quedarse casi cortado en dos. Otro dardo levantó por el aire a uno de los mercenarios que cargaba y lo tiró boca arriba. Monza se agachó, metiendo los hombros debajo de una mesa de mármol y tirando la maceta que estaba encima. Luego se acuclilló al ver que un dardo rebotaba en la piedra y salía disparado hacia otro sitio.
—¡No! —decía alguien a voz en grito—. ¡No! —un mercenario pasó a su lado, corriendo hacia la puerta por la que se había precipitado con tanto entusiasmo instantes antes. Entonces cantó un arco y él se tambaleó con una flecha clavada en la espalda, dio otro paso tembloroso y cayó, deslizándose en el suelo con la cara por delante. Intentó levantarse, tosió sangre y se derrumbó. Murió mirándola a los ojos.
Así suelen acabar aquellos a los que les domina la avaricia. Y ahí estaba ella, acurrucada detrás de una mesa y sin amigos, esperando a que le llegase el turno.
—Hacer de tripas corazón —comentó para sí, maldiciéndose.
Amistoso se volvió apenas llegar al peldaño superior, de suerte que el chirrido de las suelas de sus botas retumbó en el espacio vacío que se encontraba tras él. Una gran habitación abovedada, cubierta por una cúpula en la que habían pintado unas mujeres con alas y que estaba circundada por un claustro de siete esbeltos arcos. Las esculturas en relieve le miraron desde las alturas, cientos de pares de ojos que seguían todos sus movimientos. Los defensores debían de haberse hecho fuertes en aquel lugar, porque había varios cadáveres tirados por el suelo y encima de dos escaleras que se curvaban. De los mercenarios y de los guardias de Orso. La muerte los había reconciliado. Aunque a Amistoso le pareciese oír ruidos de lucha que llegaban de algún sitio situado más arriba, no les prestó atención, porque su combate aún estaba por terminar.
Escalofríos salió por debajo de uno de los arcos, los cabellos pegados por la oscura sangre a uno de los lados de la cara, las cicatrices salpicadas de rojo. Estaba cubierto de golpes y arañazos, la manga derecha hecha jirones, la sangre corriéndole hacia abajo del brazo. Pero Amistoso no había podido asestarle el golpe final. El norteño aún agarraba su hacha con un puño, listo para luchar, el escudo surcado de estrías. Asintió con la cabeza mientras su único ojo recorría lentamente la sala.
—Montones de cadáveres —dijo con un susurro.
—Cuarenta y nueve —certificó Amistoso—. Siete veces siete.
—Fíjate, si añadimos el tuyo, serán cincuenta.
Y se echó hacia delante, dando a entender que iba a descargar un hachazo desde arriba, que, gracias a su rápido juego de tobillos, se convirtió en un tajo horizontal y mucho más bajo. Amistoso lo evitó con un salto y bajó su cuchilla hacia la cabeza del norteño. Pero Escalofríos levantó su escudo justo a tiempo, de suerte que la cuchilla se estrelló con un ruido de herrería en su mellado umbo, enviando una sacudida a Amistoso que le subió por el brazo derecho y le llegó hasta el hombro. Tiró una cuchillada hacia el costado de Escalofríos mientras éste pasaba a su lado, la cual, a pesar de que el brazo del presidiario se enredase con el asta del hacha, consiguió hacerle un largo corte en las costillas. Amistoso se volvió y levantó la cuchilla para rematar la faena, pero recibió un codazo en la garganta que le hizo tambalearse y estar a punto de tropezarse con un cadáver.
Volvieron a mirarse a la cara. Escalofríos encima de él, enseñando los dientes, apretándose la herida con una mano. Amistoso tosiendo, mientras intentaba recobrar el aliento y el equilibrio.
—¿Otra vez? —preguntó Escalofríos con un susurro.
—Otra más —le contestó Amistoso con voz cascada.
Así que volvieron a enfrentarse una vez más, los dos sin resuello, con botas que chirriaban y se escurrían en el suelo, gruñendo y rugiendo, con el ruido metálico que hacían sus armas al trabarse y golpear en el suelo, que reverberaba en las paredes de mármol y en el techo pintado como si los que combatiesen a muerte no sólo fuesen dos hombres, sino muchos. Tajaban, acuchillaban, escupían, propinaban puntapiés, se herían el uno al otro, saltaban por encima de los cadáveres, tropezaban con las armas caídas, resbalaban en la negra sangre que cubría el pulimentado suelo, intentando frenar su impulso con botas que chirriaban.
Amistoso evitó un hachazo desmañado que acabó estrellándose en la pared y desprendiendo una lluvia de partículas de mármol, por lo que subió varios escalones. Los dos comenzaban a sentirse cansados y a aflojar el ritmo de la pelea. Nadie puede luchar, sudar y sangrar durante tanto tiempo. Escalofríos se le acercó, respirando dificultosamente y con el escudo por delante.
Subir de espaldas unos cuantos escalones no está mal, siempre que no estén llenos de cadáveres. Amistoso estaba tan concentrado, vigilando a Escalofríos, que pisó la mano de un cadáver y se torció un tobillo. Escalofríos, que lo vio, le propinó un hachazo. Como Amistoso no pudo apartar la pierna a tiempo, la hoja le abrió una raja en la pantorrilla que estuvo a punto de hacerle caer. Escalofríos lanzó un gruñido mientras levantaba el hacha. Amistoso se lanzó hacia delante, alcanzando el antebrazo de Escalofríos con su cuchillo y ocasionándole un corte rojo oscuro por el que brotó la sangre. El norteño rugió y soltó el hacha, que cayó entre ambos con un ruido de chatarra. Amistoso le tiró un tajo al cráneo con su cuchilla, pero Escalofríos interpuso el escudo, de suerte que, al trabarse escudo y cuchilla, la hoja de esta última sólo le hizo un arañazo en el cuero cabelludo, aunque la sangre que brotó de él les manchó a los dos. El norteño agarró el hombro de Amistoso con su mano ensangrentada para llevarlo hasta sí, su ojo bueno a punto de salirse de su órbita por la rabia que sentía, su ojo de acero salpicado de rojo brillante, los labios retorcidos en una mueca enloquecida mientras le echaba la cabeza hacia atrás.
Amistoso desplazó su cuchillo hacia el muslo de Escalofríos y sintió que se lo clavaba en él hasta la empuñadura. Escalofríos emitió una especie de chillido en el que se mezclaban el dolor y la furia. Su frente se aplastó contra la boca de Amistoso con un crujido espantoso de oír. La sala osciló alrededor del presidiario, que cayó hacia atrás, golpeándose contra los escalones espalda y cráneo, para luego estrellar este último contra el mármol. Vio a Escalofríos encima de él y pensó que sería buena idea levantar la cuchilla. Pero antes de que pudiese hacerlo, Escalofríos bajó su escudo, golpeando el mármol con su borde inferior. Amistoso sintió cómo se le rompían los dos huesos largos del antebrazo mientras la cuchilla caía de sus dedos insensibles y bajaba los escalones con unos golpeteos de metal.
Escalofríos se agachó. A cada uno de los gemidos que eran su respiración, unas gotitas de saliva rosada salían por entre los dientes, que no había dejado de apretar con fuerza. Su puño agarró con fuerza el mango del hacha. Amistoso le miraba, movido simplemente por la simple curiosidad. Todo brillaba sin contornos definidos. Vio la cicatriz que el norteño tenía en una de sus gruesas muñecas, con forma de siete. Aquel día, el siete había sido un buen número, lo mismo que el día en que se conocieron. Siempre lo era.
—Un momento —Escalofríos se quedó inmóvil durante un instante, mientras miraba con el rabillo de un ojo. Se echó hacia un lado y el hacha siguió su movimiento. Un hombre estaba de pie detrás de él. Un hombre de cabellos claros.
No es fácil decir lo que sucedió. El hacha erró su blanco. El escudo de Escalofríos reventó, convirtiéndose en una confusión de astillas. Algo levantó a Escalofríos y lo mandó al otro lado de la sala. Se estrelló contra la pared más alejada con un ruido como de gorgoteo, rebotó y rodó hasta los escalones situados enfrente, cayendo descansillo a descansillo, una, dos, tres veces, hasta que llegó abajo del todo y se detuvo.
—Tres veces —balbució Amistoso, que tenía los labios partidos.
—Quédate ahí —dijo el hombre pálido, para luego pasar a su lado y subir por la escalera. No le resultó difícil obedecerle, porque no tenía otros planes. Escupió un trozo de diente, casi sin sentir la boca, y eso fue todo. Se quedó echado, bizqueando y mirando a las mujeres con alas del techo.
Siete mujeres, con otras tantas espadas.
Durante los últimos minutos, el ánimo de Morveer se había visto recorrido por un amplio espectro de emociones. La complacencia del triunfo, al ver cómo Cosca bebía de su petaca sin ser consciente de que se estaba condenando a sí mismo. El horror y la apresurada búsqueda de un escondite, cuando el viejo mercenario había expresado su intención de visitar la letrina. La curiosidad, al ver cómo Victus sacaba una ballesta cargada de debajo de la mesa y la apuntaba hacia la espalda de su general. Nuevamente el triunfo, al ver que Victus apuraba aquella dosis de licor que iba a resultarle fatal. Finalmente, había tenido que taparse la boca con una mano para contener la hilaridad que suponía el hecho de que Cosca, ya envenenado, agarrase a su oponente, igualmente envenenado, y de que ambos luchasen, cayeran al suelo y quedasen inmóviles en un abrazo final.
Las ironías se amontonaban positivamente una encima de otra. Lo más seguro es que ambos hubiesen terminado por matarse entre sí, sin ser conscientes de que Morveer ya lo había hecho por ellos.
Con la sonrisa aún en el rostro, sacó la aguja envenenada del bolsillo oculto en el forro de su justillo de mercenario. La precaución primero, y siempre. En el caso de que a aquellos viejos mercenarios tan sangrientos les quedase un hálito de vida, un pinchacito con aquella brillante astilla de metal, previamente mojada con cierto preparado de su invención, el n° 12, sería suficiente para extinguirlo en aras del general beneficio del mundo entero. Morveer abrió sigilosamente la puerta de la letrina y entró de puntillas en la habitación.
La mesa estaba volcada de lado, con todas las cartas y monedas caídas. Cosca estaba junto a ella, tumbado boca arriba en el suelo, la mano izquierda caída, la petaca no muy lejos de su mano. Victus estaba encima de él, la pequeña ballesta aún en la mano, la manija de su extremo manchada de sangre roja. Morveer se arrodilló al lado de los muertos, metió la mano que tenía libre por debajo del cadáver de Victus y, gruñendo por el esfuerzo, le dio media vuelta.
Cosca tenía los ojos cerrados, la boca abierta, una mejilla llena con los hilillos de sangre que manaban de la herida que tenía en la frente. La piel había tomado ese color de cera que delata la inconfundible condición de ser un cadáver.
—Así que la gente puede cambiar, ¿eh? —dijo Morveer con voz burlona—. ¡Demasiada palabrería!
Entonces Cosca abrió los ojos y le dio un susto tremendo.
Cuando aún no se había repuesto de aquel tremendo susto, sintió un dolor indescriptible que le subía por el estómago. Tragó una boqueada de aire y lanzó un aullido que no parecía de este mundo. Luego bajó la mirada y vio que el viejo mercenario acababa de meterle un cuchillo por la ingle. Volvió a tragar aire y, lleno de desesperación, levantó el brazo.
Hubo un tenue crujido cuando Cosca agarró por la muñeca a Morveer y se la retorció, haciendo que la aguja que tenía en la mano fuese a parar a su propio cuello. Siguió una pausa preñada de significado. Los dos se habían quedado inmóviles, como un grupo escultórico viviente en el que pudiera apreciarse el cuchillo y la aguja que Morveer tenía clavados en la ingle y en el cuello, respectivamente. Cosca alzó la mirada. Morveer bajó la suya. Los ojos se le salían de las órbitas. El cuerpo le temblaba. Pero no dijo nada, pues ¿qué hubiese podido decir? Las implicaciones eran abrumadoramente obvias. El veneno más potente que conocía comenzaba a subirle rápidamente por el cuello. Ya debía de haberle llegado al cerebro, porque no sentía las extremidades.
—Envenenaste el licor de uva, ¿eh? —dijo Cosca, siseando.
—Fuh —farfulló Morveer, que ya no podía articular las palabras.
—¿Habías olvidado que te prometí no volver a beber jamás? —el viejo mercenario soltó la empuñadura de su cuchillo y, con la mano ensangrentada, buscó su petaca por el suelo hasta encontrarla. Luego desenroscó su tapón con un movimiento harto conocido y la dejó boca abajo. El líquido blanco que salió por ella chapoteó al caer al suelo—. Leche de cabra. Me dijeron que era buena para la digestión. El líquido más fuerte que he bebido desde que salimos de Sipani. Me cuidé muy bien de que nadie supiese que lo bebía. Tengo una reputación que mantener. Por eso puse ahí tantas botellas.
Cosca levantó a Morveer del suelo. Como la fuerza se desvanecía rápidamente de sus miembros, no pudo hacer nada. Cayó de través encima del cadáver de Victus. Apenas sentía el cuello. La agonía que le producía el cuchillo en la ingle comenzaba a convertirse en un vago latido. Cosca le miró.
—¿Acaso no te prometí que dejaría de beber? ¿Por quién me tomaste, quizá por una de esas personas que no cumplen sus promesas?
Morveer ya no tenía fuerzas para hablar, sino sólo para gritar. De cualquier modo, ya no sentía dolor. Entonces, como solía hacer, se preguntó cómo habría sido su vida de no haber envenenado a su madre y de no haberse condenado a sí mismo a vivir en el orfanato. Su visión se hizo brumosa, difusa, cada vez más oscura.
—Debo darte las gracias. Como ves, Morveer, un hombre puede cambiar si se siente suficientemente motivado. Tu sorna fue el acicate que necesitaba.
Muerto por el agente que había inventado. De la misma manera que los grandes facultativos de su profesión terminaban con sus vidas. Y a punto de retirarse, como ellos. Le pareció que todo aquello encerraba una tremenda ironía…
—¿Y sabes que es lo mejor de todo esto? —la voz de Cosca retumbaba en sus oídos mientras le miraba con una sonrisa burlona—. Pues que ahora puedo volver a beber.
Uno de los mercenarios gemía, implorando con voz balbuciente por su vida. Monza seguía apoyada en la fría losa de mármol de la mesa mientras le escuchaba, resollando, sudando una enormidad y agarrando la Calvez con una mano. Aunque se hubiese encariñado con ella, sabía que apenas le serviría de nada contra las gruesas armaduras de los guardias de Orso. Cuando escuchó el débil chapoteo que hace la hoja al entrar en la carne, los gemidos se convirtieron en un grito prolongado que súbitamente se mudó en un gorgoteo.
Aquel sonido no parecía el más indicado para animar a nadie.
Echó un vistazo por encima de la mesa. Contó siete guardias. Uno que acababa de sacar la lanza del cuerpo de un mercenario muerto; otros dos que ya se volvían hacia ella, sus grandes espadas listas; otro que intentaba sacar su hacha del cráneo de Secco; tres que estaban de rodillas, montando las ballestas. A sus espaldas se encontraba la enorme mesa circular que cubría el mapa de Styria dispuesto sobre ella. Encima del mapa había una corona con una diadema de rutilante oro y muchas gemas insertadas en sus doradas hojas de roble; muy parecida a la que había acabado con Rogont y su sueño de una Styria unida. Al lado de la corona, vestido de negro, con su cabellera y su barba negra matizadas de color gris acero, tan atildado como siempre, se encontraba el gran duque Orso.
Él la vio y ella a él, y la ira creció en su interior, cálida y confortable. Uno de los guardias introdujo un dardo en la ballesta que acababa de montar y la apuntó hacia ella. Estaba a punto de acurrucarse bajo la placa de mármol cuando Orso levantó una mano.
—¡Alto! ¡Detente! —era la misma voz que ella había obedecido durante ocho largos años—. ¿Eres tú, Monzcarro?
—¡Pues claro, maldición! —le respondió ella—. ¡Lista para que mueras de una jodida vez! —como si ya lo hubiese intentado varias veces.
—Lo llevo esperando desde hace bastante tiempo —dijo muy tranquilo—. Ya lo ves. ¡Buen trabajo! Gracias a ti, todos mis proyectos han quedado en nada.
—¡No tienes que darme las gracias! —exclamó ella—. ¡Lo he hecho por Benna!
—Ario ha muerto.
—¡Ja! —se burlaba de él—. ¡Suele suceder cuando apuñalas a un tío mierda en el cuello y lo tiras por una ventana! —Las mejillas de Orso se contrajeron por la ira—. Pero ¿por qué hablar sólo de él? Gobba, Mauthis, Ganmark y Fiel… ¡acabé con todos ellos! ¡Con todos los que se encontraban en aquella habitación cuando asesinaste a mi hermano!
—¿Y Foscar? No he sabido nada de él desde la derrota en los vados.
—¡Ni lo sabrás! —dijo ella con una alegría que realmente no sentía—. ¡Su cráneo quedó hecho papilla en el suelo de una alquería!
—Estarás contenta —el odio acababa de abandonar el rostro de Orso, dejándole una expresión de cansancio.
—¡Sólo te diré que no estoy muy triste!
—Gran duquesa Monzcarro de Talins —a modo de aplauso, Orso llevó varias veces dos dedos de una mano a la palma de la otra. Aquel sonido, aunque tenue, reverberó en el techo de la alta bóveda—, te felicito por tu victoria. A fin de cuentas, ¡has conseguido lo que siempre quisiste!
—¿Lo que yo quería? —Por un instante, no estuvo segura de haber escuchado realmente aquellas palabras—. ¿Crees que yo quería esto? ¿Después de todas las batallas que combatí por ti? ¿De todas las victorias que gané por ti? —casi chillaba, movida por la furia. Se quitó el guante de la mano derecha con los dientes y le enseñó su mutilada mano—. ¿Tienes los cojones de creer que yo quería esto? ¿Qué motivo te dimos para que nos traicionaras? ¡Te fuimos leales! ¡Siempre!
—¿Leales? —Orso tragó saliva, como si no creyera nada de lo que le decía—. ¡Si lo quieres, remata tu victoria con la corona, pero esa corona no quieras ponerla encima de tu inocencia! ¡Ambos nos conocemos demasiado bien!
Las tres ballestas ya estaban cargadas y apuntaban a Monza.
—¡Te fuimos leales! —repitió, pero con voz desfallecida.
—¿Acaso vas a negar que Benna se reunió con mis súbditos más desagradecidos, los más descontentos, revolucionarios y traidores? ¿Que les prometió armas? ¿Que les prometió que tú les llevarías a la victoria? ¿Que reclamarías mi puesto? ¿Que lo usurparías? ¿Crees que no lo sabía? ¿Pensaste que me quedaría mano sobre mano?
—Pero qué… ¡eres un maldito mentiroso!
—¿Sigues negándolo? ¡Yo no me lo creí cuando me lo contaron! ¿Mi Monza? ¿A la que quería más que mis propios hijos? ¿Mi Monza, traicionarme? ¡Y entonces, con estos ojos, vi cómo hablaba con esa gente! ¡Lo vi con estos ojos! —los ecos de su voz se desvanecieron lentamente, dejando la sala en el más completo silencio. Excepto por el lento tintineo metálico de los cuatro hombres con armaduras que se acercaban despacio hacia ella. Permaneció completamente inmóvil mientras la comprensión de todo lo sucedido se abría paso poco a poco por su mente.
Podríamos tener una ciudad para nosotros, había sugerido Benna, tú podrías ser la duquesa Monzcarro de… donde fuese… Pero estaba pensando en Talins. Merecemos que nos recuerden. Él lo había planeado solo, sin dejarle opinar a ella. Igual que cuando había traicionado a Cosca. Es mejor así. Igual que cuando le había quitado el dinero a Hermon. Es para nosotros.
Siempre había sido único para hacer grandes planes.
—Benna —musitó—. Eras un necio.
—No lo sabías —dijo Orso muy despacio—. No lo sabías y ahora acabas de enterarte. Tu hermano se condenó a sí mismo, y a ti con él, junto con media Styria —y rió entre dientes—. Justo cuando pienso estar al cabo de todo, la vida siempre acaba por sorprenderme. Llega tarde, Shenkt —su mirada se desvió hacia un lado—. Mátela.
Monza sintió que una sombra se cernía sobre ella, y se estremeció. Mientras hablaban, un hombre había llegado con mucho sigilo, sin que las suelas de sus flexibles botas hiciesen ruido. En aquel momento estaba justo encima de ella, tan cerca que hubiera podido tocarlo. Extendió una mano. Llevaba una sortija en ella. La de Benna, porque tenía un rubí.
—Creo que esto es suyo —dijo.
Su rostro era delgado y pálido. Aunque no fuera el de un hombre mayor, tenía muchas arrugas, con pómulos muy marcados y ojos que miraban con brillo feroz desde unas cuencas hundidas. Monza abrió unos ojos como platos al reconocerle, sintiendo un sobresalto tan grande como si acabase de recibir una lluvia de agua helada.
—¡Mátela! —exclamó Orso.
El recién llegado sonrió, pero como hubiese podido hacerlo una calavera, sin que la sonrisa se insinuase en su mirada, y dijo:
—¿Matarla? ¿Después de todo lo que me costó salvarle la vida?
El color había abandonado su rostro. De hecho, parecía casi tan pálida como cuando se la había encontrado rota entre los desperdicios tirados por las laderas de Fontezarmo. O como cuando, después de que él le quitara los puntos, se había despertado, para contemplar horrorizada su cuerpo lleno de cicatrices.
—¿Matarla? —repitió—. ¿Después de bajar con ella por la montaña? ¿Después de juntarle los huesos y de dejárselos bien? ¿Después de haberla protegido de los sicarios que enviasteis a Puranti?
Shenkt bajó la mano y dejó caer la sortija, que tintineó en el suelo para dar vueltas al lado de la retorcida mano derecha de Monza. Ella no le dio las gracias, pero ni falta que hacía. Él no lo había hecho para que le diera las gracias.
—¡Matadlos a ambos! —exclamó Orso.
A Shenkt siempre le sorprendía lo traicionera que puede ser la gente en las adversidades y lo leal que suele mostrarse cuando su vida está en peligro. Aquellos últimos guardias de Orso lucharían hasta la muerte por él, aun sabiendo que su hora estaba a punto de llegar. Quizá fuera porque no pudiesen comprender que un hombre tan importante como el gran duque de Talins podía morir como cualquier otro y que todo su poder iba a acabar por convertirse en polvo. Quizá porque, para algunas personas, la obediencia llega a convertirse en un hábito que nunca se cuestiona. O quizá porque el servicio hecho a su señor les había servido para afirmarse ante sí mismos, y por eso decidían dar ese paso tan breve que lleva a la muerte, pensando formar parte de algo grandioso antes que acometer el largo trayecto que supone una vida sin significado alguno.
Fuera por lo que fuese, Shenkt no iba a defraudarles. Lentamente, tomó aire en dos tiempos y lo retuvo.
El tañido de la cuerda de la ballesta resonó muy fuerte en sus oídos. Se apartó de la trayectoria del primer dardo, dejándolo pasar bajo el brazo que acababa de levantar. La trayectoria del segundo era perfecta, pues terminaba en la garganta de Murcatto. Mientras nadaba por el aire lo agarró con el índice y el pulgar y, mientras cruzaba la habitación, lo depositó cuidadosamente encima de una mesa barnizada. Luego cogió el busto idealizado de uno de los antepasados de Orso que estaba encima de ella…, posiblemente el de su abuelo, que había sido un mercenario. Se lo lanzó al ballestero que estaba más cerca justo cuando él, perplejo, bajaba su ballesta. Lo recibió en el estómago, porque el busto rebotó en su peto haciendo una enorme abolladura en él, se dobló en dos, en medio de una nube de partículas de piedra, y salió lanzado hacia la pared que se encontraba más lejos, donde cayó con brazos y piernas por delante, mientras su ballesta le seguía, dando vueltas por el aire.
Shenkt golpeó en el yelmo al guardia que estaba más cerca y se lo clavó en los hombros, haciendo que un chorro de sangre brotase por su arrugado visal y el hacha cayese lentamente de su retorcida mano. Como el otro guardia no se había subido el visal, cualquiera habría podido ver su cara de sorpresa al recibir el puñetazo de Shenkt que le metía el peto por el pecho. Tan fuerte fue aquel golpe, que el espaldar, con un gemido de metal retorcido, le salió por detrás. Luego saltó encima de la mesa, rajando el suelo de mármol al caer encima de ella. De los ballesteros que quedaban, el más cercano levantó lentamente su arma, como si pensara emplearla de escudo. La mano de Shenkt la partió en dos, dejando suelta su cuerda, sacándole el yelmo de la cabeza y enviándolo al techo, mientras su cuerpo caía de lado chorreando sangre, para estrellarse contra la pared con una lluvia de yeso. Luego agarró al ballestero que quedaba y lo lanzó hacia uno de los altos ventanales, de suerte que los fragmentos del vidrio, al romperse, caer y rebotar en el suelo, llenaron el aire de zumbidos.
El penúltimo que quedaba levantó la espada y lanzó un grito de guerra, echando al mismo tiempo hilillos de saliva por los labios, hasta entonces prietos. Shenkt lo agarró por una muñeca, poniéndolo boca abajo, y lo lanzó hacia el último de sus camaradas que seguía en pie. Ambos se confundieron en una maraña de armaduras melladas que se estrelló contra varias estanterías, vomitando libros encuadernados en oro que se rompieron por el impacto y documentos que comenzaron a caer lentamente cuando Shenkt, liberando el aire retenido, permitió que el tiempo volviese a su ser.
La ballesta que daba vueltas por el aire cayó, rebotó en las baldosas y se estrelló contra un rincón. El gran duque Orso no se había movido del sitio que ocupaba, al lado de la mesa circular donde seguían el mapa de Styria y la reluciente corona. Se había quedado boquiabierto.
—Nunca dejé un trabajo a medias —dijo Shenkt—. Pero eso fue antes de trabajar para vos.
Monza se puso de pie, mirando los cadáveres enmarañados, dispersos, retorcidos en el otro extremo de la sala. De la estantería contra la que se habían estrellado un montón de armaduras ensangrentadas, muchas hojas de documentos caían lentamente como hojas otoñales. Las paredes de mármol que estaban a su lado se habían cubierto de grietas.
Se acercó a la mesa volcada. Dejó atrás los cadáveres de mercenarios y de guardias. Pasó por encima del cadáver de Secco, cuyos sesos desparramados por el suelo brillaron al recibir la luz del sol que se filtraba por los altos ventanales de más arriba.
Orso la vio llegar en silencio, mientras la gran pintura que hablaba de su victoria en la batalla de Etrea le dominaba a más de diez pasos por encima de él. El hombre normal y el hombre convertido en un mito desmesurado.
El ladrón de huesos había vuelto, manchado con sangre de manos a codos, y los vigilaba a ambos. Aún no sabía qué había hecho, ni cómo, ni por qué. Pero poco importaba.
Sus botas crujieron al pisar vidrios, astillas, papel arrancado de las paredes, cerámica rota. Había manchas negras de sangre por todas partes, que él pisaba con las suelas de sus botas, ensuciándolas y dejando una pista sangrienta a su paso. Como el reguero de sangre que ella había dejado por toda Styria antes de llegar a aquel sitio. Para regresar a donde habían matado a su hermano.
Se detuvo, quedándose a una distancia de Orso que era igual a lo que mide la hoja de una espada. Esperando, pero sin saber qué. Ya había llegado el momento, el momento por el que había entrenado todos sus músculos, por el que había encajado tantos golpes dolorosos, por el que había gastado tanto dinero, por el que había malgastado tantas vidas, y descubría que casi no podía moverse. ¿Qué iba a pasar?
Orso arqueó las cejas. Levantó la corona de encima de la mesa, empleando en dicha operación el mismo cuidado igual de exagerado que el de la madre al levantar a su hijo recién nacido. Luego dijo:
—Iba a ser para mí. Ya casi lo era. Es aquello por lo que has luchado durante tantos años. Y también lo último que me arrebatas —le dio vueltas muy despacio sin que abandonase sus manos, mientras relucían las joyas que la adornaban—. Cuando construyes tu vida alrededor de una sola cosa, cuando sólo amas a una persona, cuando sólo tienes un sueño que alcanzar, te arriesgas a perderlo todo de golpe. Tú construiste tu vida alrededor de tu hermano. Yo construí la mía alrededor de una corona —suspiró profundamente, hinchó los labios y echó hacia un lado la diadema de oro, mirando cómo rodaba y rodaba encima del mapa de Styria—. Fíjate en nosotros dos. Somos igual de desgraciados.
—No iguales —levantó la hoja de la Calvez, arañada, mellada, muy gastada. La hoja que había mandado hacer para Benna—. Yo aún te tengo a ti.
—Entonces, cuando me hayas matado, ¿qué sentido tendrá tu vida? —sus ojos fueron de su espada a los suyos—. Monza, Monza… ¿qué harás tú sin mí?
—Ya se me ocurrirá algo.
La punta de la espada taladró su guerrera con un sonido casi imperceptible, para luego deslizarse sin resistencia por su pecho y salirle por la espalda. Orso emitió un leve gruñido y abrió los ojos desmesuradamente cuando Monza sacó la hoja de su cuerpo. Ambos se quedaron mirándose durante un instante.
—¡Oh! —se llevó un dedo a la guerrera oscura y observó que se teñía de rojo—. ¿Ya está? —la miró perplejo—. Me esperaba… más.
Y entonces se derrumbó, doblando las rodillas en el pulimentado suelo y cayendo con la cara hacia delante, de suerte que una de sus mejillas fue a parar con un sonido seco al mármol que se encontraba cerca de una de las botas de Monza. El ojo de aquel lado de su cara se movió despacio hacia ella mientras la comisura de su boca esbozaba una sonrisa. Luego se quedó inmóvil.
Siete de siete. Ya había terminado todo.