Arenas movedizas

Con el mayor de los cuidados, para no atraer una atención innecesaria, Morveer se insinuó al fondo de la gran sala de audiencias del duque Orso. Para ser tan grande e impresionante, apenas la ocupaban muy pocas personas, quizá debido a la difícil situación por la que estaba pasando aquel gran hombre. El hecho de perder de manera catastrófica la batalla más importante de la historia de Styria desanimaba a los visitantes. Pero Morveer siempre se había ofrecido a patrones que se encontraban en situaciones difíciles. Porque eran más proclives a pagar con mayor generosidad.

Nadie podía negar que el gran duque de Talins aún tenía una apariencia majestuosa. Se sentaba en una silla sobredorada, instalada encima de un estrado alto, todo vestido de sable orlado de oro, mientras, con el ceño fruncido y furia regia, miraba por encima de los relucientes yelmos de la media docena de sus no menos enfurecidos guardias. Lo flanqueaban dos hombres que no hubieran podido ser más diferentes. A la izquierda, un individuo muy mayor, rollizo y de rostro rubicundo, que, con mirada respetuosa aunque un tanto doliente, se pegaba a sus caderas, y cuya botonadura de oro, que llegaba hasta su rechoncho cuello, le apretaba tanto que debía resultarle de todo punto insoportable. Debido a algún malhadado consejo, había intentado ocultar su completa calvicie, por otro lado demasiado obvia, mediante el expediente de echarse hacia delante y hacia atrás las pocas y tristes hebras de pelo gris acerado que le quedaban, las cuales había dejado crecer hasta una longitud enorme para tal fin. Era el chambelán de Orso. A la derecha, un joven, vestido con ropas que aún no habían perdido el polvo del viaje, se apoyaba con insólito desahogo en lo que parecía ser un largo bastón. Tenía la mata de cabello castaño y rizado más grande que Morveer jamás hubiese visto. Por el momento, su relación con el duque parecía un completo misterio.

El otro ocupante de la sala, que le daba su bien vestida espalda a Morveer, doblaba una rodilla en el extremo de la alfombra carmesí mientras agarraba el sombrero con una mano. Incluso desde la entrada de aquella gran habitación, Morveer distinguía el brillo del sudor que corría por su calva.

—¿Qué refuerzos procedentes de la Unión va a enviarme mi yerno, el Alto Rey? —acababa de preguntar Orso con voz estentórea.

La voz del embajador, porque eso debía de ser, tenía ese tono de lamento propio del perro muy apaleado que aguarda un nuevo castigo:

—Vuestro yerno os envía sus más profundas condolencias…

—¿De veras? ¡Y ningún soldado! ¿Y qué quiere que haga? ¿Que les lance sus condolencias a mis enemigos?

—Todos sus ejércitos se hallan comprometidos en las desafortunadas guerras que mantenemos en el norte, y la revuelta acaecida en la ciudad de Rostov nos ha causado otras dificultades añadidas. Mientras tanto, los nobles se muestran incómodos. Los labriegos siguen sin calmarse. Los comerciantes…

—Los comerciantes esperan que les paguéis. Ya entiendo. Si las excusas pudieran convertirse en soldados, dispondría de un gran contingente…

—Está acosado por los problemas…

—¿Que está acosado? ¿Lo está? ¿Han asesinado a sus hijos? ¿Han masacrado a sus soldados? ¿Todas sus esperanzas se han visto arruinadas?

—¡Excelencia, se está quedando sin recursos! —el embajador se retorcía las manos—. Sus condolencias no tienen fin, pero…

—¡Pero su ayuda no tiene ni principio! ¡Su Augusta Majestad de la Unión! Un buen conversador y una sonrisa bonachona mientras el sol caliente, pero que, cuando se nubla, corre a guarecerse en Adua, ¿no? La ayuda que le di fue decisiva, ¿o no? ¡Cuando las hordas de los gurkos llamaban estrepitosamente a sus puertas! Pero ahora que yo necesito la suya… perdóname, padre, pero es que me estoy quedando sin recursos. ¡Fuera de mi vista, bastardo, antes de que las condolencias de su señor le cuesten la lengua! ¡Fuera de mi vista, y dígale al Lisiado que veo su mano en todo esto! ¡Dígale que voy a ponerle precio a su retorcido pellejo! —los gritos enfurecidos de Orso vencieron el ruido que hacían los apresurados pasos del embajador cuando éste retrocedió marcha atrás todo lo deprisa que podía, haciendo profundas reverencias y sudando muchísimo—. ¡Dígale que me vengaré!

El embajador salió haciendo genuflexiones, luego dejó atrás a Morveer y las puertas dobles se cerraron estruendosamente tras de él.

—¿Quién es ese que remolonea al fondo de la sala? —aunque la voz de Orso se hubiese calmado, no era, precisamente, tranquilizadora. Sino todo lo contrario.

Morveer tragó saliva al avanzar hacia el extremo listado de rojo de la alfombra. La avasalladora mirada de Orso era del más profundo desprecio. Todo aquello le recordó a Morveer su encuentro con el director del orfanato, cuando le llamaron para explicar el asunto de los pájaros muertos. Mientras iba a su encuentro, las orejas le ardían, por la vergüenza y el horror, más que las piernas, que eran las que habían sufrido el castigo. Hizo la reverencia más rastrera y aduladora que conocía y, desafortunadamente, al hacerla se lastimó los nudillos con el suelo, malogrando de tal suerte su efecto.

—Este individuo se llama Castor Morveer, Excelencia —dijo el chambelán con voz monocorde, mientras miraba por debajo de su nariz con forma de bulbo.

—Y el tal Castor Morveer, ¿a qué se dedica? —Orso acababa de inclinarse hacia él.

—Es envenenador.

Maestro envenenador —corrigió Morveer. Cuando era necesario, podía ser tan permisivo como cualquiera, pero nunca pasaba por alto su título. ¿Acaso no se lo merecía después de tantos sudores, peligros, profundas heridas en lo físico y en lo psíquico, muchos estudios, pocas satisfacciones y muchas, muchas, vicisitudes?

—Maestro, ¿verdad? —Orso se burlaba—. ¿Y quiénes son los personajes notables a los que envenenó para merecer el título?

Morveer se concedió una sonrisa y replicó:

—La gran duquesa Sefeline de Ospria, Excelencia. El conde Binardi de Etrea y sus dos hijos, aunque su barca se hundió después de morir ellos y nunca fueron encontrados. Gassan Maz, sátrapa de Kadir, y después, cuando surgieron más problemas, su sucesor Souvon-yin-Saul. El viejo señor Isher, de Midderland, que era uno de los míos. El príncipe Anrit, que debía haber heredado el trono de Muris…

—Bien sé que todos los que ha nombrado murieron por causas naturales.

—¿Qué muerte puede ser más natural para un hombre poderoso que una dosis de flor de leopardo administrada en la oreja con una hebra de hilo sujeta desde arriba? Y también el almirante Brant, que antaño mandó la flota de Muris, y su esposa. Y también el chico que le atendía; fue una pena que su vida se terminara tan pronto. Pero no me gustaría que Vuestra Excelencia perdiese el tiempo por mi culpa, porque la lista es muy larga y está formada por gente muy distinguida… ya fallecida. Con vuestro permiso, sólo añadiré el nombre que la concluye.

Orso asintió ligeramente con la cabeza y dejó de sonreír. Al verlo, Morveer se sintió complacido.

—Un tal Mauthis, director de la sucursal en Westport de la Banca de Valint y Balk.

El rostro del duque estaba tan blanco como una losa cuando preguntó:

—¿Quién le contrató para ese trabajo?

—Para mí siempre ha sido una cuestión de profesionalidad no revelar los nombres de quienes me contratan…, pero, como creo que la presente es una circunstancia excepcional, le diré que fue Monzcarro Murcatto, la Carnicera de Caprile —y puesto que ya había recobrado todo su aplomo, no pudo resistirse a un último florilegio—. Creo que ustedes se conocen.

—Algo… parecido —dijo Orso con un susurro. La media docena de guardias que cuidaban del duque se agitaron siniestramente, como si sintieran lo mismo que su señor. Y mientras Morveer sentía que se le aflojaba la vejiga, al punto de no tener más remedio que apretar juntas las dos piernas, fue consciente de haber llevado demasiado lejos su florilegio—. ¿Fue usted quien se infiltró en las oficinas que Valint y Balk tienen en Westport?

—El mismo —contestó Morveer con voz cascada.

Orso lanzó una mirada de soslayo al hombre de cabello rizado. Tenía los ojos de diferente color, como Morveer descubría en aquellos momentos, uno verde y otro azul. Entonces recordó que ya lo había visto en Westport, con Mauthis.

—Le felicito por la hazaña. Aunque supusiera una desazón bastante considerable para mí y mis socios. Le ruego que me explique por qué no debería matarle ahora mismo.

Morveer intentó librarse de la amenaza chasqueando la lengua, pero su intento se disipó en la helada vastedad de la sala.

—Por supuesto que… no tenía… ni idea de que eso pudiese causaros ninguna desazón. Realmente se debió a un defecto lamentable, o a un equívoco premeditado y deliberadamente deshonesto, incluso a una mentira, por parte de la maldita ayudante a la que contraté para aquel trabajo. Jamás hubiera debido confiar en aquella zorra avariciosa… —comprendió que no le hacía ningún bien hablar mal de los muertos. Los grandes hombres quieren que los responsables sigan vivos, para torturarlos, colgarlos, descabezarlos y cosas parecidas. Los cadáveres no suponen ninguna recompensa. Así que cambió rápidamente de táctica—. Yo sólo fui el instrumento, Excelencia. Simplemente, el arma. Un arma que ahora os ofrezco para que la empuñéis, si así os parece —volvió a hacer una reverencia que superó a la primera y que estuvo a punto de partirle los músculos del trasero, ya muy fatigados por haber subido a pie la condenada montaña que conducía a Fontezarmo, a causa del esfuerzo que hizo para no caerse de bruces.

—¿Está buscando un nuevo patrón?

—Murcatto demostró comportarse conmigo de la misma manera traicionera que se comportó con Vuestra Señoría. Esa mujer es una auténtica serpiente. Se retuerce, es venenosa y… tiene escamas —acabó de un modo servil—. Tuve la fortuna de salir con vida de su abrazo tóxico, y ahora intento resarcirme. ¡No negaré que estoy dispuesto a buscarla con todas mis fuerzas!

—Eso de resarcirse es algo que a todos nos vendría muy bien —murmuró el hombre de cabellos rizados—. Las noticias del regreso de Murcatto se propagan como el fuego por toda Talins. Hay pasquines con su rostro en todas las paredes —de hecho, Morveer los había visto al pasar por la ciudad—. En ellos se afirma que Vuestra Excelencia la apuñaló en el corazón y que ella consiguió salir con vida.

—Si yo la hubiese apuñalado —dijo el duque con sorna—, jamás habría sido en el corazón, pues no creo que sea su órgano más vulnerable.

—Dicen que la quemasteis, que la ahogasteis, que la descuartizasteis y que la arrojasteis por el balcón, pero que ella consiguió sobrevivir. Dicen que mató a doscientos hombres en los vados del Sulva. Que cargó en solitario contra vuestras tropas y que las dispersó como el viento a las hojas secas.

—Ese toque tan histriónico es propio de Rogont —dijo el duque mientras apretaba los dientes—. Ese maldito bastardo nació para escribir fantasías baratas antes que para gobernar a los hombres. ¡Lo siguiente que oiremos es que a Murcatto le han salido alas y que representa la segunda llegada de Euz!

—No me extrañaría. En todas las esquinas de las calles han pegado proclamas que la convierten en el instrumento con que el Hado librará a Styria de vuestra tiranía.

—¿Ahora soy un tirano? —el duque rió de manera siniestra—. ¡Qué deprisa cambia el viento en estos tiempos tan modernos!

—Dicen que nada la puede matar.

—¿De… veras? —los ojos enrojecidos de Orso fueron hacia Morveer—. ¿Qué dice usted, envenenador?

—Excelencia —dijo él mientras se zambullía para hacer una profunda reverencia—. Me he labrado una carrera llena de éxitos a partir del principio de que no existe ningún ser vivo al que no se le pueda quitar la vida. Lo que siempre me ha maravillado es lo fácil que resulta matar a cualquiera, y no lo contrario.

—¿Le importaría demostrarlo?

—Excelencia, sólo ansió con toda humildad tener la oportunidad de demostrarlo —Morveer hizo otra reverencia. Aun sabiendo que las personas con un ego muy grande se cansan de ver a gente servil, seguía pensando que había que humillarse mucho para convertirse en uno de los hombres de Orso.

—Pues aquí la tiene. Mate a Monzcarro Murcatto. A Nicomo Cosca. A la condesa Cotarda de Affoia. Al duque Lirozio de Puranti. A Patine, el primer ciudadano de Nicante. Al canciller Sotorius de Sipani. Al gran duque Rogont antes de que sea coronado. Aunque no consiga Styria, conseguiré la venganza. Puede estar seguro.

En cuanto Orso comenzó a desgranar la lista, Morveer sonrió de oreja a oreja. Pero no sonreía cuando aquélla terminó, a menos de considerar como sonrisa el rictus inmutable que sólo se mantenía en su tembloroso rostro a costa de un considerable esfuerzo. Le pareció que su arriesgado gambito se había vuelto espectacularmente contra él. Entonces recordó aquella vez en que, para fastidiar a los cuatro chicos del orfanato que se portaban mal con él, echó sales de Lankam en el agua, consiguiendo que aquel suceso se saldara con las muertes imprevistas de todos los directivos del establecimiento y de la mayoría de los chicos.

—Excelencia —dijo, quejándose—, esa lista vuestra supone matar a mucha gente.

—Pero en ella aparecen varios nombres que le gustan, ¿no es así? Y la recompensa será igual de atractiva. ¿Podría confirmármelo, maese Sulfur?

—En efecto —los singulares ojos de Sulfur dejaron de mirar las uñas de su dueño para dirigirse a la cara de Morveer—. Sepa que represento a la Banca de Valint y Balk.

—Ah —Morveer hizo una mueca—, sepa usted que no tenía ni idea… —Cuánto deseaba no haber matado a Day. Si no lo hubiese hecho, habría podido echarle la culpa y disponer de algo tangible que ofrecer al duque. Afortunadamente, le pareció que maese Sulfur no buscaba ningún chivo expiatorio. Por el momento.

—Oh, usted sólo fue el arma, tal y como nos contó. Si demuestra la misma franqueza con nosotros, no tendrá nada de lo que preocuparse. Además, Mauthis era un individuo muy aburrido. Si tiene éxito, ¿qué tal, digamos, un millón de escamas?

—¿Un… millón? —Morveer casi no podía hablar.

—Así que no existe ningún ser vivo al que no se le pueda quitar la vida… —Orso se inclinó hacia delante, mirando fijamente el rostro de Morveer—. ¡Pues a demostrarlo!

Caía la noche cuando llegaron al lugar, mientras las lámparas inundaban con su luz las siniestras ventanas y las estrellas resplandecían en el tranquilo cielo nocturno como los diamantes dispuestos encima del paño de un joyero. A Shenkt jamás le había gustado Affoia. Allí había estudiado de joven, antes de que se arrodillara ante su maestro y antes de que jurase que jamás volvería a arrodillarse ante nadie. Allí se había enamorado de una mujer demasiado rica, demasiado mayor y demasiado hermosa para él, que le había convertido en un idiota. Las calles no sólo le ofrecían sus viejas columnas y sus sedientas palmeras, sino los amargos recuerdos de su vergüenza de juventud, de sus celos, de la injusticia que le había hecho llorar. Era extraño comprobar que, por muy dura que uno tenga la piel, las heridas de juventud nunca cicatrizan.

Aunque a Shenkt no le gustase Affoia, la pista le había conducido hasta ella. Haría falta algo más que unos feos recuerdos para dejar aquel trabajo a medias.

—¿Es la casa? —estaba enterrada entre los retorcidos callejones del barrio más viejo de la ciudad, lejos de las calles donde los nombres de la gente que buscaba un trabajo público estaban pintarrajeados en las paredes, junto con sus currículos y otras cualidades y dibujos menos distinguidos. Era un pequeño edificio, con el tejado y los dinteles caídos, que se apretujaba entre un almacén y un cobertizo ladeado.

—Lo es —el mendigo hablaba en voz baja, como si quisiera evitar el aliento que salía por su boca, tan apestoso como la fruta podrida.

—Bien —Shenkt dejó cinco escamas en su palma llena de costras—. Esto es para ti —cerró con la palma de su mano el puño del hombre al que acababa de dar el dinero—. No vuelvas más por aquí —se acercó más a él y apretó con más fuerza—. Nunca.

Recorrió la calle llena de guijarros y escaló la pared que estaba delante de la casa. El corazón le latía con una fuerza inusual y el sudor le mojaba el cuero cabelludo. Se movió silenciosamente por el jardín delantero, que estaba muy crecido, colocando las botas en los espacios libres que había entre los hierbajos mientras se dirigía hacia la ventana iluminada. A regañadientes, casi temeroso, fisgó por ella. Tres niños se sentaban en una alfombra roja, muy gastada, junto a un pequeño fuego. Dos chicas y un niño, todos igual de pelirrojos. Jugaban con un caballito de madera provisto de ruedas, pintado con colores chillones. Subiéndose en él, persiguiéndose alrededor de él, quitándose el sitio unos a otros mientras lanzaban chillidos de alegría. Se acuclilló delante de la ventana y los miró, fascinado.

Inocentes. Sin moldear. Llenos de posibilidades. Antes de que comenzaran a tomar decisiones o de que las decisiones decidieran por ellos. Antes de que las puertas comenzaran a cerrarse y a enviarles hacia un único camino. Antes de que se arrodillaran. En aquellos momentos, mientras durase la magia de aquel instante tan breve, ellos podrían ser lo que quisieran.

—Bueno, bueno. ¿Qué tenemos aquí?

Ella estaba un poco más arriba que él, sentada en cuclillas en el tejado del cobertizo, la cabeza hacia un lado, recibiendo en el rostro el estrecho rayo de luz que salía por una ventana y que cortaba su roja cabellera peinada como un erizo, una de sus cejas pelirrojas, el ojo que ella guiñaba, su piel pecosa y una comisura de la boca que fruncía. Una reluciente cadena colgaba de uno de sus puños, rematada por una cruz muy puntiaguda de metal, que ella movía acompasadamente de atrás adelante.

—Creo que te llevaste lo mejor que había en mí —dijo Shenkt con un suspiro.

Ella se deslizó por la pared, cayó en el suelo a cuatro patas, hizo tintinear la cadena, y se levantó. Era alta y delgada. Dio un paso hacia él y levantó una mano.

Él casi contuvo el aliento.

Veía todos los rasgos de su rostro: las arrugas, las pecas, los pelillos que tenía encima del labio superior, las pestañas del color de la arena, que bajaban cada vez que ella parpadeaba.

Podía escuchar el corazón de ella, golpeando con tanta fuerza en su pecho como el ariete contra una puerta.

Tump… tump… tump…

Ella le pasó una mano alrededor del cuello y ambos se besaron. Él la rodeó con sus brazos y estrechó su cuerpo menudo contra el suyo; ella le pasó los dedos por el pelo, mientras la cadena rozaba sus hombros y el metal que colgaba le golpeaba suavemente por detrás de las piernas. Fue un beso largo, delicado y persistente que hizo que el cuerpo de él se estremeciera de pies a cabeza.

—Cas, ha sido mucho tiempo —ella rompió el silencio.

—Lo sé.

—Demasiado tiempo.

—Lo sé.

—Te han echado de menos —dijo ella, mirando hacia la ventana.

—¿Puedo…?

—Pues claro que sí.

Le llevó hasta la puerta, pasó con él el estrecho porche, se quitó la cadena que llevaba sujeta a la muñeca y la colgó en una percha, de suerte que su extremo en forma de cruz osciló como un péndulo. La chica de mayor edad salió corriendo de la habitación y se le quedó mirando.

—Soy yo —se acercó lentamente a ella y repitió con voz rota—: Soy yo —los otros dos niños salieron de la habitación y se escondieron detrás de su hermana. Y Shenkt, que no temía a hombre alguno, se acobardó ante aquellos niños—. Tengo unas cosas para vosotros —y metió una mano temblorosa dentro de su casaca.

—Cas —sacó el perro que había tallado, y el muchachito que respondía a aquel nombre se lo quitó de la mano con una sonrisa—. Kande —depositó el pájaro en las manos de la niña más pequeña, que las había puesto juntas mientras le miraba sin decir palabra—. Tee —y ofreció el gato a la chica mayor.

—Nadie me llama ahora con ese nombre —dijo ella mientras lo cogía.

—Lamento haber tardado tanto —tocó el cabello de la chica y ella se apartó hacia un lado, de suerte que Shenkt echó su mano hacia atrás, como asustado. Como, al moverse, había sentido que la cuchilla de carnicero se desplazaba dentro de su casaca, se paró en seco y retrocedió. Los tres niños le miraban fijamente, aunque sin soltar las tallas de animales que les había regalado.

—Y ahora, a la cama —dijo Shylo—. Mañana podréis hablar con él —le miraba fijamente con ojos entornados que eran como sendas puñaladas a ambos lados de su pecosa nariz—. ¿Verdad, Cas?

—Sí.

Ella cortó en seco sus protestas y señaló la escalera, diciendo:

—A la cama —los niños subieron por ella pasito a pasito, el chico bostezando, la niña más pequeña agachando la cabeza, la otra quejándose por no tener sueño—. Dentro de muy poco subiré para cantaros. Si guardáis silencio hasta entonces, a lo mejor vuestro padre tararea la música —la chica más pequeña metió la cabeza por los barrotes situados en la parte superior de la escalera y sonrió a Shenkt hasta que Shylo condujo a éste al cuarto de estar y cerró la puerta.

—Se han hecho tan grandes —musitó él.

—Como debe ser. ¿Por qué has venido?

—¿No podría…?

—Sabes que puedes y también que no tienes que preguntarlo. ¿Por qué has venido? —descubrió el rubí que llevaba en el dedo índice y frunció el ceño—. Es la sortija de Murcatto.

—La perdió en Puranti. Estuve a punto de atraparla allí.

—¿Atraparla? ¿Por qué?

—Está involucrada… en mi venganza —dijo él, después de hacer una pausa.

—Tú y tu venganza. ¿Has pensado alguna vez en lo feliz que serías si te olvidases de ella?

—Una roca sería más feliz si fuese un pájaro y pudiera volar, para así abandonar la tierra y ser libre. Pero una roca no es un pájaro. ¿Estuviste trabajando para Murcatto?

—Sí. ¿Por qué me lo preguntas?

—¿Dónde está?

—¿Por eso has venido?

—Por eso —y miró hacia el techo—. Y por ellos —la miró a los ojos—. Y por ti.

Ella sonrió, y unas patas de gallo se insinuaron en las comisuras de sus ojos. Él se sorprendió de descubrir lo mucho que amaba aquellas tenues arrugas.

—Cas, Cas. Para ser un bastardo tan inteligente, a veces resultas estúpido. Siempre buscas lo que no debes en los sitios equivocados. Murcatto está en Ospria, con Rogont. Combatió en la batalla que tuvo lugar allí. Cualquiera con las orejas bien plantadas lo sabe.

—Pues no me había enterado.

—Porque no escuchas. Ahora es muy amiga del Duque de la Dilación. Creo que quiere ponerla en lugar de Orso, para contar con la ayuda de la gente de Talins mientras se hace con la corona.

—Entonces ella le seguirá. A Talins.

—Así es.

—Entonces yo los seguiré hasta Talins —Shenkt frunció el ceño—. Hubiera debido quedarme allí durante estas últimas semanas para esperarla.

—Eso es lo que suele ocurrir cuando uno persigue las cosas, que salen mejor si, en vez de perseguirlas, uno espera que vayan a él.

—Creía que a estas alturas ya te habrías buscado otro hombre.

—Encontré a dos que no estaban mal. Pero no me duraron —le ofreció una de sus manos—. ¿Listo para tararear?

—Eso siempre —tomó su mano y ella lo llevó fuera de la habitación, fuera de la puerta, hacia la escalera.