Cuando Monza echó la espada hacia atrás, el hombre emitió un quejido ahogado, el rostro compungido por la sorpresa, mientras se tocaba la pequeña herida que acababa de recibir en el pecho. Luego retrocedió, sin saber casi qué hacía, y levantó la espada corla como si le pesara tanto como un yunque. Ella adelantó un pie hacia la izquierda y le alcanzó en el costado, justo debajo de las costillas, metiéndole un buen palmo de su bien manejado acero por el justillo guateado que llevaba. El hombre volvió la cabeza hacia ella, el tembloroso rostro sonrosado, las venas saliéndosele del cuello que tenía muy estirado. Cuando Monza sacó la espada de su cuerpo, él cayó al suelo, como si aquella hoja que le había atravesado fuese lo único que lo mantuviera en pie. Sus ojos fueron en su dirección cuando dijo con voz entrecortada:
—Dile a mi…
—¿Qué?
—Dile… a ella… —con media cara cubierta de polvo, intentó levantarse del suelo; luego tosió, expulsando un vómito de color negro por la boca, y ya no se movió.
Entonces Monza le reconoció. Se llamaba Baro, o Paro, o como fuese, pero con una «o» al final. Uno de los primos del viejo Swolle. Había estado en Musselia después del asedio, después de que saquearan la ciudad. Había reído uno de los chistes de Benna. Lo recordaba porque, después de que mataran a Hermon y le robaran el oro, no le había parecido el momento apropiado para hacer un chiste. Y recordaba que por entonces no tenía muchas ganas de reír.
—¿No sería Varo? —dijo para sí, mientras intentaba recordar el chiste. Escuchó un crujido de tablones y captó un movimiento justo a tiempo de tirarse al suelo, golpeándose en la cabeza al caer. Se levantó mientras la habitación daba vueltas a su alrededor y sacó un codo por la ventana, estando a punto de caerse al intentar salir por ella. Fuera, todo estaba dominado por los rugidos, el estruendo del metal y el ruido de los golpes de la batalla.
Como, a pesar de tener la cabeza llena de lucecitas, percibió que algo se acercaba a ella, se apartó de su trayectoria antes de escuchar el sonido que aquello, lo que fuese, hacía al estrellarse contra el yeso de la pared. Recibió una lluvia de astillas en el rostro. Gritó, recobró el equilibrio y lanzó un tajo con su Calvez a aquella sombra, descubriendo entonces que ya no la empuñaba. Debía de habérsele caído por cualquier sitio. Había un rostro en la ventana.
—¿Benna? —preguntó, mientras unas cuantas gotas de sangre le caían de la boca.
No había tiempo para bromas. Algo acababa de caerle encima de la espalda, haciendo mucho ruido y dejándola sin aliento. Distinguió una maza que relucía con un brillo apagado. Distinguió el rostro burlón de un hombre. Entonces, una cadena se enrolló en el cuello de él y tiró hacia arriba. La habitación comenzaba a asentarse mientras la sangre le latía con fuerza en la cabeza. Intentó no moverse y se quedó boca arriba.
Vitari seguía tirando del cuello de aquel hombre mientras forcejeaba con él dentro de la habitación en penumbra. Él la agarró por el codo con una mano, intentando coger la cadena con la otra; pero ella tiró con fuerza, sus ojos como dos rendijas dominadas por la furia. Monza se levantó con mucho esfuerzo y cayó hacia los dos. El hombre buscó el cuchillo que llevaba en el cinturón, pero Monza se le adelantó y, sujetando su brazo libre con la mano izquierda, cogió el arma con la derecha y comenzó a apuñalarle con ella.
—Uh, uh, uh —los ruidos de chapoteo, de roce, de algo que se hunde blandamente, de los graznidos, de los escupitajos que se lanzaban a la cara, de los quejidos entrecortados de ella, de los gruñidos agudos de él, de los aullidos en sordina de Vitan, se mezclaron en una confusión bestial que dominó toda la habitación. Curiosamente, algunos de aquellos sonidos eran los mismos que habrían hecho si, en vez de matarse, estuviesen follando. Chapoteo, roce, algo que se hunde blandamente—. Uh, ah, uh.
—¡Ya basta! —exclamó Vitari—. ¡Se terminó!
—Uh —Monza dejó caer el cuchillo encima de las tablas. Tenía el brazo mojado hasta el codo por dentro de la casaca, y el guante de su mano encerraba una garra que le ardía. Se volvió hacia la puerta, entornó los ojos que le picaban para evitar la luz, y pasó de manera desmañada por encima del cadáver de un soldado de Ospria antes de franquear su destrozado umbral.
Un hombre que chorreaba sangre por una mejilla la agarró, estando a punto de arrastrarla al suelo en su caída, su guerrera cubierta de entrañas que brillaban al sol. Un mercenario, atravesado por detrás mientras intentaba huir del patio, acababa de caer boca abajo al suelo. En aquel momento, el soldado de Ospria que lo había alanceado recibió una coz en la cabeza, y su bonete de acero salió volando mientras él caía de lado como un árbol recién talado. Hombres y cabalgaduras daban vueltas, cansados…, una tormenta mortal de botas y de cascos que pataleaban, de metal chocando contra metal, de armas que giraban y de barro que volaba.
A menos de diez pasos de Monza, entre la confusión de los cuerpos que se retorcían, Fiel Carpi montaba su enorme caballo de guerra, rugiendo como un loco. No había cambiado mucho, la misma cara ancha y sincera, llena de cicatrices, la enorme calva, el espeso bigote blanco y la pelusilla blanca alrededor de él. Lucía un peto brillante y una larga capa roja que eran más propios de un duque que de un mercenario. Un cuadrillo de ballesta sobresalía por uno de sus hombros, el brazo derecho le colgaba inerte y el otro lo levantaba para apuntar hacia la casa con la enorme espada que sujetaba en un puño.
Le extrañó que, nada más verle, hubiera sentido una especie de calorcillo casero. La punzada de felicidad que uno siente al descubrir el rostro de un amigo en medio de mucha gente. Fiel Carpi, que había dirigido cinco cargas para ella. Que había luchado por ella bajo cualquier circunstancia y que nunca la había dejado tirada. Fiel Carpi, a quien hubiera podido confiarle la vida. Y a quien se la había confiado para que él la vendiera bien barata a cambio de sentarse en la vieja silla de Cosca. Y no sólo su vida, sino también la de su hermano.
Aquel calorcillo no duró. El mareo que sentía terminó por difuminarlo, dejando en su lugar cierta dosis de ira que le quemaba las tripas y un dolor pungente en la sien, justo donde las monedas mantenían unido su cráneo.
Aunque los mercenarios pudiesen ser unos combatientes muy duros cuando no les quedaba otra elección, antes preferían forrajear que luchar, y se sentían confundidos por aquella lluvia de flechas, y desconcertados por la aparición de aquellos hombres que no se esperaban. Tenían que vérselas con lanzas que se encontraban delante de ellos, con enemigos que estaban dentro de los edificios y con ballesteros situados en las ventanas y en el tejado plano del establo que les disparaban a placer. Un jinete gritó aterrorizado al caer de su silla, mientras su lanza caía dando vueltas de sus manos e iba a parar con un estruendo metálico a los pies de Monza.
Un par de camaradas suyos volvieron grupas para emprender la huida. Uno regresó al corral. El otro recibió un tajo que le hizo gemir y caer de la silla; pero como aún tenía un pie metido dentro del estribo, no pudo sacarlo mientras el caballo le arrastraba.
Aunque Fiel Carpi no fuese ningún cobarde, sus treinta años de mercenario le habían acostumbrado a aprovecharse de las circunstancias. Movió su caballo en círculo y alcanzó a un soldado de Ospria, dejándolo en medio del barro con el cráneo abierto. Luego rodeó uno de los lados de la casa.
Monza levantó la lanza con su mano enguantada, cogió con la otra las bridas del caballo que se había quedado sin jinete y se subió a su silla, porque la súbita y amarga necesidad que tenía de matar a Carpi acababa de devolver a sus pesadas piernas un poco de la vitalidad de antaño. Hizo que el caballo se volviera hacia la pared del patio y le clavó las espuelas. El corcel saltó al galope, haciendo que un soldado de Ospria soltara la ballesta que empuñaba, lanzara un grito y se apartase de su trayectoria. Monza llegó al otro lado del muro, rebotando en la silla y a punto de clavarse la lanza en la cara, y entró en el trigal, con las espigas enmarañándose alrededor de las patas de su caballo robado cuando éste atacó la larga pendiente. Luego colocó la lanza bajo su mano izquierda, tomó las riendas con la derecha, se agachó y logró avanzar a medio galope, azuzando a su montura con los talones. Cuando vio que Carpi se había detenido justo en la cresta de la pendiente, negra silueta que se recortaba contra el brillante cielo del este, hizo dar media vuelta a su caballo y avanzó.
Salió del trigal como una exhalación y cruzó el campo salpicado de arbustos espinosos colina abajo, lanzando por el aire terrones de barro del blando suelo cuando su montura se puso al galope. No muy lejos de su trayectoria, Carpi saltaba por encima de un seto, entre la lluvia de hojas arrancadas por los cascos de su caballo, cayendo muy mal y tambaleándose en la silla para intentar recuperar el equilibrio. Monza escogió un lugar mejor para saltar y dejó atrás el seto con suma facilidad, comiéndole terreno. No dejaba de mirar hacia delante, siempre hacia delante. Sin pensar en la velocidad, en el peligro o en el dolor que sentía en la mano. Porque sólo pensaba en Fiel Carpi, en su caballo y en la acuciante necesidad de acertar con su lanza a uno o a otro.
Pasaron como truenos por un campo baldío, los cascos de sus caballos resonando al golpear el denso barro, hacia una línea situada en dicho campo que más bien parecía una corriente de agua. Bajo el resplandeciente sol matutino, un edificio enjalbegado de blanco brillaba cerca de ella. Aunque el universo se agitara, se tambalease a su alrededor y se precipitara a su encuentro, Monza tuvo tiempo para deducir que debía tratarse de un molino. Luego se inclinó hacia delante, por encima del cuello de su caballo, y empuñó con fuerza la lanza que había llevado debajo del brazo, mientras el viento golpeaba con fuerza sus ojos entornados. Quería estar más cerca de Fiel Carpi. Quería estar más cerca de la venganza. Y como la montura del mercenario parecía asustada por el salto que acababa de dar, la de Monza se le fue acercando cada vez más.
Estaban a una distancia de tres cuerpos de caballo, y luego a dos, de suerte que ella recibía en la cara parte del barro levantado por los cascos del caballo de guerra de Carpi. Se irguió en la silla y echó la lanza hacia atrás, porque su punta, al brillar un instante el sol en ella, la había deslumbrado. Cuando Fiel volvió la cabeza hacia atrás, Monza pudo atisbar su familiar rostro durante un instante: una de sus cejas grises estaba llena de sangre, y unos hilillos rojos caían mejilla abajo por su frente herida. Le oyó rezongar mientras clavaba espuelas, pero de nada le valió, porque su caballo era un animal enorme, más apropiado para la carga que para la huida. La agitada cabeza de su montura comenzó a acercarse lentamente a la ondeante cola del caballo de Carpi, mientras el terreno situado entre ambos animales se convertía en una mancha marrón.
Monza gritó al clavar la punta de su lanza en los cuartos traseros del caballo. El animal se encabritó, se retorció, echó la cabeza hacia un lado, giró un ojo como si acabara de volverse loco, y sus dientes se llenaron de espuma. Aún así, prosiguió su trayectoria durante un instante vertiginoso, tras el cual torció la pata herida y cayó hacia delante, para luego doblar la cabeza a causa del enorme impacto y agitar las patas con una lluvia de barro. Al adelantarlo ella como una exhalación, pudo escuchar el gemido de Carpi y el ruido del caballo que se deslizaba por el campo embarrado.
Tiró de las riendas con la mano derecha y llevó a una andadura más cómoda su montura, que no tardó en relinchar cuando avanzó lentamente para relajar sus cansadas extremidades de tan dura cabalgada. Vio que Carpi se levantaba del suelo como un borracho, enredado con su larga capa roja, manchado y salpicado de barro. Aunque se sorprendiera al verlo aún con vida, no se sintió molesta en absoluto. Gobba, Mauthis, Ario, Ganmark, todos habían tomado parte en lo que Orso les hiciera a ella y a su hermano, y pagado por su crimen. Pero ninguno de ellos había sido amigo suyo. Fiel había cabalgado a su lado. Comido con ella. Bebido de su cantimplora. Sonrió, sonrió y luego la apuñaló cuando le convino y le quitó el sitio.
Acababa de decidir que la venganza sería larga.
Carpi dio un paso incierto, el rostro ensangrentado, la boca completamente abierta, los ojos tan grandes como platos. Entonces la vio. Ella le saludó con una mueca, levantando su arma y lanzando un alarido. Como hace el cazador al descubrir al zorro en un claro. Él intentó desesperadamente llegar a la linde del campo, el brazo herido apretado contra el pecho, el astil del cuadrillo de ballesta asomando por su hombro.
Su mueca creció al acercársele lo suficiente para escuchar su resuello, mientras él intentaba llegar a la corriente. La sola contemplación de aquel bastardo traidor que se arrastraba para salvar la vida la recompensó por todo lo que había tenido que aguardar. Carpi desenvainó la espada con la mano izquierda y se sirvió de ella como una muleta para seguir avanzando.
—¡Se tarda bastante tiempo en aprender a usar la otra mano! —dijo ella—. ¡Bien lo sé yo! ¡Pero tú no has tenido el mismo cochino tiempo que yo, Carpi! —aunque ya estuviese muy cerca del arroyo, caería sobre él antes de que llegase, y lo sabía.
Se volvió y levantó la espada de manera muy desmañada. Ella tiró de las riendas y llevó su montura hacia un lado, de suerte que Carpi sólo pudo golpear el vacío. Monza se apoyó en los estribos y tiró un lanzazo hacia abajo, dándole en un hombro, arrancándole la armadura, haciéndole un buen agujero en la capa y obligándole a caer de rodillas mientras su espada se quedaba clavada en la tierra. Él gimió y apretó los dientes, la sangre derramándose por debajo de su peto mientras intentaba ponerse de pie. Monza sacó una bota del estribo, acercó más su caballo y le atizó un puntapié en la cara que le lanzó la cabeza hacia atrás y a él le envió, rodando, hasta el arroyo.
Clavó la punta de la lanza en el suelo, pasó la otra pierna por encima de la silla y descabalgó. Se detuvo un momento para observar que Carpi intentaba hacer todo lo posible para que la vida regresase a sus piernas entumecidas. Luego levantó la lanza, respiró larga y profundamente, y comenzó a bajar hacia el borde del agua.
El molino no estaba lejos, con su noria impulsada lenta y estruendosamente por el agua que a ella llegaba. La orilla de enfrente estaba protegida por una piedra de aspecto áspero que se hallaba cubierta de moho. Carpi maldecía mientras la manoseaba al intentar subir hasta la tierra situada más arriba. Pero como su armadura pesaba mucho, por no hablar de la capa, completamente empapada de agua, del cuadrillo que tenía clavado en un hombro y del lanzazo que había recibido en el otro, no podía. Por eso avanzó tenazmente a lo largo de la orilla con el agua a la cintura, mientras ella le seguía como una sombra, la lanza alta, una mueca burlona en el rostro.
—Nunca cejas en tu empeño, Carpi. Eso te lo concedo. Nadie podrá llamarte cobarde. Sólo idiota y estúpido —lanzó una risotada forzada—. No puedo creer que te hayas metido en la mierda donde ahora te encuentras. Hubieras debido conocerme mejor tras tantos años a mis órdenes. ¿Acaso creías que me limitaría a esperar sentada, llorando por todos mis infortunios?
Sin perder de vista la punta de su lanza, Carpi se adentró en el agua. Su respiración se hizo más fatigosa cuando respondió:
—Ese maldito norteño me engañó.
—Como si en los tiempos que corren pudieses confiar en alguien. Deberías haberme apuñalado en el corazón, y no en las tripas.
—¿En el corazón? —Carpi se burlaba—. ¡Pero si no tienes corazón! —avanzó hacia ella con una daga. Luego, chapoteando en el agua con las manos, le envió una lluvia de gotas que brillaron al sol. Ella lo alanceó, sintiendo que el asta de su arma brincaba en su mano derecha, siempre con dolor, al tocarle en la cadera y hacerle caer de espaldas. Carpi se levantó a duras penas y, mientras apretaba los dientes con mucha fuerza, exclamó—: ¡Al final resulto ser mejor que tú, escoria asesina!
—Si eres mucho mejor que yo, ¿cómo es posible que estés en medio del río y yo sea la que tiene la lanza, so cabrón? —describió pequeños círculos con la punta de la lanza, viéndola brillar por estar mojada—. Nunca cejas en tu empeño, Carpi, eso te lo concedo. Nadie podrá llamarte cobarde. Sólo jodido mentiroso. Y traidor.
—¿Yo, traidor? —se apoyaba en la pared para llegar hasta la noria, que seguía moviéndose tan despacio como antes—. ¿Yo? ¿Después de todos los años que estuve a tu lado? ¡Quise ser leal a Cosca! ¡Y demostrarle fidelidad! ¡Me llaman Fiel! —golpeó su peto mojado con la mano que tenía llena de sangre—. Y eso es lo que soy. Eso es lo que era. ¡Porque tú me lo robaste! ¡Tú y el mierda de tu hermano!
—¡Yo no arrojé a Cosca montaña abajo, bastardo!
—¿Crees que quería hacerlo? ¿Crees que he querido hacer todo esto? —podía ver que el viejo mercenario lloraba mientras intentaba alejarse de ella—. ¡No soy de plomo! ¡Ario fue a verme y me dijo que Orso había decidido que ya no se podía confiar en ti! ¡Que había que echarte! Que tú eras el pasado y yo el futuro, y que la mayoría de los capitanes estaban de acuerdo. Así que tomé el camino fácil. ¿Qué otra cosa hubiera podido hacer?
Monza ya no disfrutaba con la situación. Pero Cosca es el pasado, y yo he decidido que usted sea el futuro. Benna sonreía a su lado. Es mejor así. Tú tienes que mandar. Recordó que ella también había tomado el camino fácil. ¿Qué otra cosa hubiera podido hacer?
—Hubieras podido avisarme, ofrecerme la posibilidad de…
—¿Como tú avisaste a Cosca? ¿Cómo tú me has avisado a mí? ¡Que te jodan, Murcatto! ¡Tú indicabas el camino con un dedo y yo lo seguía, eso es todo! ¡Tú sembrabas semillas de sangre y recogías una cosecha de sangre, para luego esparcir esas semillas por toda Styria, y vuelta a empezar! ¡Sólo tú eres la responsable de tu desgracia! ¡Sólo tú… ah! —echó los hombros hacia atrás y se llevó una mano al cuello. Su elegante capa acababa de ondear al viento para meterse entre las palas de la noria. La tela de color rojo, cada vez más tirante, le arrastraba hacia la lenta rueda de madera—. Joder… —metió el brazo que tenía en mejor estado entre las palas llenas de moho, tocó los pernos oxidados de la enorme rueda, pero no pudo detenerlas.
Monza se había quedado callada, casi boquiabierta, sin saber qué decir, con la lanza baja entre las manos mientras él era arrastrado por debajo de la rueda. Comenzaba a sumergirse más y más en aquella agua negra. Ya le llegaba con un borboteo al pecho, y lo cubría, a los hombros, al cuello. Entonces la miró con ojos a punto de salírsele de las órbitas y dijo:
—¡No soy peor que tú, Murcatto! ¡Sólo hice lo que había que hacer! —intentaba mantener la boca por encima del agua cubierta de espuma—. No… soy… peor… que…
Y su rostro desapareció.
Fiel Carpi, que había dirigido cinco cargas para ella. Que había luchado por ella bajo cualquier circunstancia y que nunca la había dejado tirada. Fiel Carpi, a quien hubiera podido confiarle la vida.
Monza entró en el río, y la fría agua rodeó sus piernas. Agarró la mano de Fiel y sintió que sus dedos cogían los suyos. Apretó los dientes y tiró de él, gruñendo por el esfuerzo. Levantó la lanza y la introdujo entre las palas todo lo que pudo, sintiendo que su asta las detenía. Con el agua hasta el cuello, metió su mano enguantada bajo la axila de él para sacarle, haciendo fuerza con todos los músculos de su cuerpo. Sintió que comenzaba a sacarlo, primero un brazo, luego el codo, después el hombro. Con la mano enguantada, comenzó a soltar la fíbula de su capa, pero los dedos no le respondían. Demasiado helados, demasiado entumecidos, demasiado fracturados. Sonó un chasquido, y el asta de la lanza se rompió. La noria comenzó a girar poco a poco, lentamente, con el chirrido metálico que hacían sus engranajes, y devolvió a Carpi al agua.
El agua seguía corriendo. Carpi se soltó de su mano y así terminó todo.
Cinco muertos, quedaban dos.
Monza respiró profundamente. Mientras veía cómo los pálidos dedos de él se deslizaban bajo el agua, vadeó la corriente y subió cojeando hasta una de las márgenes, completamente empapada. Se había quedado sin fuerzas, las piernas le dolían hasta el tuétano, los latidos de dolor de la mano derecha le subían por el brazo y le llegaban hasta el hombro, la herida que tenía en una sien le escocía, los latidos que sentía en la cabeza eran tan fuertes como mazazos. Así que lo único que pudo hacer fue meter un pie en el estribo y hacer acopio de fuerzas para subirse a la silla.
Miró hacia atrás. Sintió un retortijón que le hizo doblarse. Lanzó un escupitajo asqueroso, por lo caliente que estaba, en el barro, y luego otro. La noria, que hasta entonces había estado manteniendo a Fiel por debajo del agua, acababa de dejarle salir a la superficie para girar con ella. Monza pudo ver sus miembros que bailoteaban, su cabeza que iba de un lado para otro, sus ojos abiertos como platos y su lengua que colgaba, así como las escasas algas que rodeaban su cuello. Poco a poco, lentamente, la noria lo levantó por el aire como a uno de esos traidores que se ejecutan en público para ejemplo de todos.
Se limpió la boca con un brazo, sintió que su cabeza dolorida le daba vueltas, se rozó los dientes con la lengua e intentó escupir la amargura que la dominaba. Si hubiera terminado por matarle en medio del río, al menos hubiese muerto con cierta dignidad. ¿Acaso no había sido amigo suyo? Aunque quizá no hubiese sido ningún héroe, ¿quién podía serlo en aquellos tiempos? Sólo había sido un hombre que se mostró todo lo leal que pudo en un asunto turbio, en un mundo de traición. Un hombre que quiso ser leal y que descubrió que la lealtad era algo anticuado. Quizá hubiera debido sacarlo del río y subirlo a la ribera, dejándolo en algún sitio donde descansara en paz. Pero no lo hizo, limitándose a dar media vuelta a su caballo para regresar a la granja.
La dignidad no era de gran ayuda para los vivos, y aún lo era menos para los muertos. Había llegado a aquel lugar para matar a Fiel, y él ya estaba muerto.
No iba a echarse a llorar por eso.