Allí dentro, en el costoso comedor del duque Salier, la sala donde, ciertamente, Su Excelencia pasaba mucho tiempo, nadie hubiera pensado que aquella mañana no fuese una de tantas otras dominadas por la paz y la abundancia. Cuatro músicos tocaban una suave melodía desde un rincón bastante alejado, todos ellos con sonrisas radiantes, como si su único deseo, allí, en un palacio rodeado de enemigos, fuese el de darle una serenata al funesto desenlace que se cernía sobre él. La larga mesa estaba atestada con delicadezas: pescados y mariscos, panecillos y hojaldres, frutas y quesos, dulces, carnes y confites, todo tan bien dispuesto en sus correspondientes bandejas como las medallas que cubren el pecho de un general. Demasiada comida incluso para veinte personas, y eso que sólo había tres para almorzar, y dos de ellas estaban desganadas.
Monza no presentaba buen aspecto. Tenía los labios partidos, el rostro se le veía ceniciento en su parte media, porque a los lados lo tenía hinchado y lleno de arañazos; el blanco de un ojo estaba colorado, con motitas de sangre, y le temblaban los dedos. Aunque Cosca se sintiese incómodo al mirarla, se consolaba pensando que las cosas podían haber ido peor. Pero su amigo norteño no había tenido tanta suerte. Hubiera podido jurar que, durante toda aquella larga noche, había escuchado sus lamentos a través de las paredes.
Echó el tenedor hacia delante, dispuesto a clavarlo en la salchicha de la fuente, la cual, por las estrías negras que veía en ella, debía de estar perfectamente asada. Pero como la imagen de un Escalofríos asado al punto, con la cara surcada por estrías negras, se insinuó en su mente, luego de aclararse la garganta se decidió por un huevo duro. Y sucedió que, cuando su tenedor estaba a medio camino de la fuente donde reposaba, cayó en la cuenta de que se parecía muchísimo a un globo ocular. Por eso mismo, soltando enseguida el tenedor, lo dejó caer encima de su plato con un asomo de náusea y se contentó con un té, imaginándose en silencio que estaba bastante cargado de brandy.
El duque Salier estaba muy atareado recordando glorias pasadas, como los hombres suelen hacer cuando dichas glorias ya han quedado muy lejos. Aunque aquel tipo de comentarios, por aburrido que les pareciese a los demás, fuera uno de los pasatiempos favoritos de Cosca, éste decidió renunciar a él.
—¡Ah, qué banquetes he dado en esta misma habitación! ¡La gente tan importante que ha disfrutado de mi hospitalidad en esta mesa! Rogont, Cantain, Sotorius, incluso Orso. Jamás confié en ese mentiroso con cara de comadreja, ni siquiera entonces.
—El elegante baile del poder que tanto gusta en Styria —observó Cosca—. Los compañeros no suelen seguir juntos mucho tiempo.
—Así es la política —el rollo de grasa que Salier tenía alrededor de la mandíbula se movió ligeramente cuando él se encogió de hombros—. Flujo y reflujo. El héroe de ayer es el villano de mañana. La victoria del ayer… —enarcó las cejas al contemplar el plato vacío de Cosca—. Me temo que ustedes dos serán mis últimos invitados importantes, aunque, si me permiten decirlo, habrán conocido días mejores. ¡Pero, basta! ¡Uno tiene que tratar bien a sus invitados y hacer que se sientan lo más contentos posible! —Cosca hizo una mueca de cansancio. Monza ni siquiera se molestó en hacer nada—. ¿No están de humor para un poco de frivolidad? ¡Cualquiera podría pensar que mi ciudad arde por culpa de sus caras tan largas! Bueno, pues creo que no hacemos nada interesante siguiendo sentados en este sitio. Puedo jurarles que he comido el doble de lo que ustedes se han tomado entre los dos —Cosca dio en pensar que el duque también pesaba más del doble de lo que él y Monza pesaban entre los dos. Salier cogió un vaso de líquido blanco y se lo llevó a los labios.
—¿Qué estáis tomando?
—Leche de cabra. Un poco amarga, pero maravillosa para la digestión. Vengan, amigos (y enemigos, por supuesto, porque nada hay más valioso para un hombre poderoso que un buen enemigo), y den una vuelta conmigo —dejó el vaso a un lado, se levantó aparatosamente de su silla con un gruñido y les condujo con paso enérgico por el suelo embaldosado, moviendo una mano regordeta en dirección a los músicos—. ¿Cómo está su compañero, el norteño?
—Aún con muchos dolores —murmuró Monza, pensando quizá más en sí misma.
—Sí… bueno…, un asunto terrible. Así es la guerra, así es la guerra. La capitán Langrier me ha dicho que ustedes eran siete. La mujer rubia con cara de niña está con nosotros, y también uno de sus hombres, ese tan callado que recogía los uniformes de los talineses y que, al parecer, se ha puesto a contar todos los artículos de mi despensa en cuanto ha amanecido. Uno no necesita su facilidad pasmosa con los números para darse cuenta de que dos miembros de su banda aún siguen… en libertad.
—Nuestro envenenador y nuestra torturadora —dijo Cosca—. Una pena, porque nos será muy difícil encontrar a gente tan buena como ellos.
—Bonita compañía la que han montado.
—Los trabajos difíciles necesitan gente difícil. Me atrevo a afirmar que ya se habrán ido de Visserine —si tenían algo de sentido común, estarían a punto de salir de Styria, y Cosca se encontraba muy lejos de reprochárselo.
—Abandonados, ¿eh? —Salier emitió un gruñido—. Conozco la sensación. Me han abandonado mis aliados, mis soldados, mi pueblo. Estoy muy turbado. El único consuelo que me queda son mis pinturas —y señaló con un dedo regordete una arcada muy larga por cuyas pesadas puertas, abiertas de par en par, se derramaba la brillante luz del sol.
La entrenada mirada de Cosca observó una acanaladura profunda en la piedra y unas puntas de metal que relucían más arriba, en el techo. Si sus ojos no le engañaban, era un rastrillo.
—Veo que vuestra colección se encuentra bien protegida —comentó.
—Naturalmente. Es la más valiosa de Styria, porque llevó muchos años el completarla. Mi bisabuelo la comenzó —Salier los llevó por un largo pasillo cuya parte central estaba cubierta con una alfombra bordada en oro, y cuyas paredes, recubiertas con mármol de muchos colores, brillaban bajo la luz que penetraba por los altos ventanales. En una larga procesión, muchas pinturas de gran tamaño se agolpaban en la pared del otro lado, rodeadas por marcos sobredorados que brillaban.
—Como pueden ver, esta sala está dedicada a los maestros de Midderland —comentó Salier. Podían ver un desagradable retrato del calvo Zoller, así como una sucesión de reyes de la Unión… Harod, Arnault, Casimir y otros más. Ni que hubiesen sido de oro fundido, por lo altaneros que parecían. Salier se detuvo un momento ante un monumental lienzo que representaba la muerte de Juvens. Una pequeña figura ensangrentada que, bajo la luz resplandeciente del cielo, parecía perdida en la inmensidad de un bosque—. Qué maestría con el pincel. Qué colorido, ¿eh, Cosca?
—Impresionantes —dijo él, aunque todas aquellas pinturas le parecieran simples pintarrajos.
—Los días tan felices que he pasado contemplando con recogimiento estas obras. Buscando el significado oculto que residía en las mentes de los maestros —Cosca enarcó una ceja y miró a Monza. Si hubiese dedicado más tiempo a contemplar con recogimiento el mapa de la campaña y menos a buscar el significado oculto de las obras de los pintores muertos, quizá Styria no se hubiese encontrado en su actual aprieto.
—Esculturas del Viejo Imperio —murmuró el duque mientras pasaban por una puerta muy ancha y entraban en una segunda galería bien ventilada, flanqueada a ambos lados por estatuas antiguas—. No se creerían lo que costó traerlas en barco desde Calcis. —Héroes, emperadores, dioses. Sus narices y brazos amputados, sus cuerpos llenos de cicatrices y oquedades les produjeron una sensación de dolor. Los vencedores de diez siglos antes, reducidos a la condición de tullidos desorientados. ¿Dónde estoy? Y, por caridad, ¿adónde han ido a parar mis brazos?— Como me he estado preguntando lo que debía hacer —dijo Salier, de repente—, valoraría positivamente su opinión, general Murcatto. Usted es famosa en toda Styria y en otros sitios por su rudeza, su decisión y su compromiso. La decisión nunca fue mi mejor virtud. Soy demasiado proclive a pensar en los resultados nefastos de cualquier acción. A lamentarme por las puertas que se cierran, en vez de pensar en las posibilidades que me ofrece la que debo abrir.
—En un soldado, eso es una debilidad —dijo Monza.
—Lo sé. Quizá sea un hombre débil y un mal soldado. Siempre he confiado en las buenas intenciones, en las bellas palabras y en las buenas causas, y ahora mi pueblo va a pagar por ello —quizá por todo eso y también por su avaricia, sus traiciones y los interminables incendios que había perpetrado—. Podría abandonar la ciudad en un pequeño barco cuando fuese de noche. Ir río abajo para ponerme bajo los pies y la piedad de mi aliado el gran duque Rogont.
—Un refugio bastante precario —dijo Monza con un gruñido—, porque Rogont será el siguiente.
—Muy cierto. Además, ¿un hombre, de mis considerables dimensiones, salir huyendo? Terriblemente indigno. ¿Y si me entrego a mi buen amigo el general Ganmark?
—Ya sabe lo que sucederá después.
El blando rostro de Salier se endureció repentinamente cuando dijo:
—¿Cree que Ganmark carece de piedad, como los demás perros de Orso? —cuando la cara se le metió en el rollo de grasa que rodeaba su barbilla, fue como si se hundiera hacia atrás—. Pero creo que tiene razón —miró significativamente de soslayo una estatua que había perdido la cabeza en el transcurso de los últimos siglos—. Lo mejor que puedo esperar es mi gorda cabeza clavada en una pica. Igual que el duque Cantain y sus hijos, ¿no le parece, Murcatto?
—Igual que Cantain y sus hijos —dijo ella sin inmutarse, mientras Cosca se decía que la costumbre de poner las cabezas en el extremo de una pica seguía estando de moda más que nunca.
Doblaron una esquina y entraron en otra sala aún mayor que la primera, cuyas paredes estaban llenas de lienzos. Salier aplaudió, diciendo:
—¡Aquí están colgados los de Styria! ¡Nuestros conciudadanos más ilustres! Su legado perdurará mucho tiempo después de que hayamos muerto —se detuvo delante del cuadro que representaba un mercado bullicioso—. ¿Qué tal si pactase con Orso, ganándome su favor a cambio de entregarle a una mortal enemiga? La mujer que ordenó la muerte de su primogénito y heredero…
Monza no se amilanó. No era de las personas que se acobardan por amenazas inciertas. Por eso se limitó a decir:
—Que tengáis mucha suerte.
—Bah. La suerte ha abandonado Visserine. Orso no negociaría ni aunque pudiese devolverle con vida a su hijo, y usted habría pagado con su vida esa posibilidad. Sólo nos queda el suicidio —sonrió con un esfuerzo y un rostro repentinamente siniestro al soldado medio desnudo que ofrecía su espada al general derrotado. Presumiblemente, para que hiciese el sacrificio final que le exigía el honor. Como si el honor pudiese exigirle algo a quien fuese—. ¡Hundir la poderosa hoja en mi desnudo pecho como hicieron los héroes caídos de antaño!
La siguiente pintura era la de un comerciante de vinos que sonreía con afectación mientras se apoyaba en un barril y levantaba hacia la luz una copa de vino. Oh, un trago, un trago, un trago.
—O envenenarme. Echar algún polvo mortal en mi vino. O meter un escorpión entre mis sábanas. O un áspid en mi ropa interior —Salier hizo una mueca mientras la miraba—. ¿Qué tal? ¿Y ahorcarme? Sé que los hombres suelen derramar sus fluidos cuando los ahorcan —se dio unas palmaditas en la ingle, como si no quisiera que les quedaran dudas respecto al significado de sus palabras—. De cualquier modo, parece más divertido que el veneno. —El duque suspiró y se quedó mirando enfadado la pintura de una mujer a la que acababan de sorprender mientras se bañaba—. Pero no pretendo tener el valor sufriente para hacer todas esas hazañas. Me refiero al suicidio, no a lo otro. Lo otro consigo hacerlo una vez al día, a pesar de mi tamaño. ¿Usted lo consigue, Cosca?
—Como si fuese una jodida fuente —dijo él, arrastrando las palabras, porque no quería que le derrotasen ni siquiera en vulgaridad.
—¿Qué hacer, entonces? —dijo Salier con voz distraída—. ¿Qué hacer…?
—Ayudarme a matar a Ganmark —le respondió Monza mientras daba un paso hacia él. Cosca sintió que las cejas se le subían por sí solas. Incluso golpeada, magullada y con el enemigo a las puertas, no se tomaba ni un respiro para dejar tranquila la espada. Rudeza, decisión y compromiso, sin lugar a dudas.
—¿Y por qué iba yo a querer ayudarla?
—Porque viene a quitaros vuestra colección —siempre había tenido el don de hacerle cosquillas a la gente donde más las tenían. Cosca había tenido muchas veces la ocasión de comprobarlo. En carne propia y en la de otras personas—. Viene para embalar todas vuestras pinturas y todas vuestras esculturas, y toda vuestra cerámica, y enviarlas por barco a Fontezarmo, con el propósito de adornar las letrinas de Orso —buen toque, lo de las letrinas—. Ganmark es un entendido como vos.
—¡Ese chupapollas de la Unión ni se me parece! —de repente, la más roja de las iras atenazó la nuca de Salier—. ¡Ese delincuente común, ese cabrón degenerado que ha llenado de sangre la buena tierra de Styria, como si no quisiera que las botas se le mancharan de barro! ¡Podrá hacerse con mi vida, pero jamás con mis pinturas! ¡Ya lo veremos!
—Pues yo sí que puedo verlo —dijo Monza, hablando entre dientes mientras se acercaba más al duque—. Cuando la ciudad haya caído, vendrá aquí. Llegará a toda prisa para que no se le escape vuestra colección. Nosotros podemos esperarle, disfrazados de soldados suyos. Y cuando entre… —chasqueó los dedos—, bajaremos el rastrillo ¡y lo atraparemos! ¡Lo tendréis a vuestra merced! Ayudadnos.
Pero el momento había pasado. El disfraz de despreocupación y de ojos adormilados ya había caído nuevamente encima de Salier cuando él comentó:
—Estas dos son mis favoritas, o eso creo —y señaló con indiferencia dos pinturas impresionantes—. Parteo Gavra y sus estudios de mujer. Siempre los pintaba a pares. Son de su madre y de su puta favorita.
—Madres y putas —dijo una enfadada Monza—. Qué peste, esos malditos artistas. Estábamos hablando de Ganmark. ¡Ayudadme!
—Ah, Monzcarro, Monzcarro —el gemido de Salier era de cansancio—. Si me hubiese pedido ayuda hace cinco años, antes de Dulces Pinos. Antes de Caprile. Incluso antes de la primavera pasada, antes de que clavara la cabeza de Cantain en una pica y la dejase delante de la puerta de su ciudad. Incluso entonces, qué cosas tan buenas habríamos hecho juntos, qué golpes tan fuertes habríamos infligido en defensa de la libertad. Incluso…
—Excelencia, disculpadme si me siento algo torpe, pero es que anoche me infligieron tantos golpes como los que se le dan a un saco de carne —Monza puso un énfasis especial en la última palabra—. Me habéis pedido mi opinión. Y yo os diré que habéis perdido por ser demasiado débil, demasiado blando y demasiado lento, no por tener demasiada bondad. No os importó luchar al lado de Orso cuando ambos teníais las mismas metas, y os agradaron sus métodos mientras os servían para haceros con más tierras. Vuestros hombres propagaron el fuego, la violación y el asesinato cuando os convino. No en defensa de la libertad. La única mano abierta que por entonces ofrecíais a los granjeros de Puranti era una que luego se cerraba sobre ellos y los aplastaba. Jugad al mártir si queréis, Salier, pero sin mí. Ya tengo demasiadas ganas de vomitar.
Cosca hizo una mueca de dolor. Nada hay más peligroso que decir la verdad, sobre todo a los hombres poderosos.
—¿Torpe, dice usted? Si le habló a Orso de esa manera, no me extraña que la tirase montaña abajo. Casi me gustaría disponer de algo que tuviese una larga pendiente hasta abajo. Dígame, puesto que el candor parece estar de moda, ¿por se enfadó Orso tanto con usted? Yo pensé que la quería como a una hija. Mucho más que a sus pequeños, aunque ninguno de ellos (zorra, musaraña y ratón) fuesen muy de querer.
La mejilla que tenía herida se contrajo involuntariamente cuando contestó:
—Porque había llegado a ser muy popular entre la gente.
—Sí. ¿Y?
—Porque tenía miedo de que pudiese quitarle su silla.
—¿De veras? Y supongo que usted nunca se preocupó de esa silla.
—Sólo me preocupé de que siguiera sentado en ella.
—¿De veras? —Salier miró de soslayo a Cosca mientras le hacía un guiño—. No sería la primera silla que esas manos suyas, tan leales, le quitaban a su propietario, ¿verdad que no?
—¡No hice nada! —dijo ella con un berrido—. Excepto ganar las batallas por él y convertirle en el hombre más grande de Styria. ¡Nada más!
—Monzcarro —dijo el duque de Visserine luego de suspirar—, la grasa la tengo en el cuerpo, no en el cerebro; pero seguiré su razonamiento. Usted es completamente inocente. Nadie duda de que lo que usted repartió en Caprile fueron pastelillos y no muerte. Guárdese los secretos si así lo desea. Y que le aprovechen.
Mientras bajaban por unos escalones y atravesaban la arcada que resonaba con los ecos de sus pasos, Cosca volvió a cerrar los ojos para protegerse del resplandor del sol. Acto seguido llegaron al prístino jardín situado en el centro de la galería de Salier. El agua formaba pozas en sus rincones. Una agradable brisa inclinaba las flores recién nacidas, agitaba las hojas de los setos, arrancaba trocitos de flores de los cerezos de Seljuk, sin duda robados de su suelo nativo y llevados por barco para solaz del duque de Visserine.
Una escultura magnífica los dominaba desde la parte central de un lugar cubierto de adoquines, realizada a una escala por lo menos el doble de la natural, esculpida en un mármol completamente blanco y casi traslúcido. Un hombre desnudo, tan delgado como un bailarín y tan musculoso como un luchador, alargaba un brazo rematado por una espada de bronce que se había vuelto oscura y estaba manchada de verde. Como si dirigiese un poderoso ejército al asalto del comedor donde habían estado. El yelmo de su cabeza, que mantenía echado hacia atrás, concordaba con el austero gesto de mando que remataba sus rasgos perfectos.
—El Guerrero —musitó Cosca cuando la sombra de la enorme hoja cayó encima de sus ojos y el resplandor del sol se silueteó en su filo.
—Sí, de Bonatine, el más grande de todos los escultores de Styria, y quizá ésta sea su obra más excelsa, esculpida durante el esplendor del Nuevo Imperio. Originariamente se encontraba en Borletta, en la escalera por la que se llegaba al Senado. Mi padre se la trajo como indemnización después de la Guerra del Verano.
—¿Hizo una guerra? —Monza curvaba sus labios partidos—. ¿Para conseguirla?
—Sólo fue una guerra a pequeña escala. Pero valía la pena. ¿No le parece hermosa?
—Preciosa —Cosca mentía. Para el que se muere de hambre, el pan es hermoso. Para el que vive a la intemperie, un techo es hermoso. Para el borracho, el vino es hermoso. Pero un trozo de piedra sólo puede parecerles hermoso a los que lo tienen todo.
—Creo que se inspiró en Stolicus, cuando éste dirigía la famosa carga en la batalla de Darmium.
—Así que dirigió una carga, ¿eh? —Monza arqueó una ceja—. ¿No se os ha ocurrido que un trabajo como ése tuvo que hacerlo con los pantalones puestos?
—Se llama «licencia artística» —dijo Salier—. Es una fantasía, uno puede esculpir como le apetezca.
—¿De veras? —Cosca fruncía el ceño—. Pues siempre había pensado que un hombre consigue más puntos si lo que hace se acerca siempre a la verdad…
Le interrumpió un ruido de botas que atravesaba el jardín. Un militar muy nervioso, con el rostro manchado de sudor y una mancha de barro negro que le recorría el lado izquierdo de la guerrera, plantó una rodilla en los adoquines e hizo una reverencia.
—Excelencia.
Salier ni siquiera le miró cuando dijo:
—Habla, si es tan importante.
—Ha habido otro asalto.
—¿Tan cerca de la hora de comer? —el duque hizo una mueca mientras se llevaba una mano a la barriga—. Este Ganmark es un típico hombre de la Unión que respeta la comida menos que usted, Murcatto. ¿Y cuál ha sido el resultado?
—Los talineses han abierto una segunda brecha cerca del puerto. Los rechazamos a costa de sufrir cuantiosas bajas. Nos sobrepasaban mucho en número…
—Por supuesto. Ordene a sus hombres que mantengan la posición todo lo que puedan.
El coronel se lamió los labios antes de preguntar:
—¿Y luego…?
—Eso es todo —Salier no había apartado la mirada de la imponente escultura.
—Excelencia —el militar se dirigió hacia la puerta. Y, sin lugar a dudas, hacia una muerte heroica e inútil, ya fuese en aquella brecha o en otra. A Cosca siempre le había parecido que las muertes más heroicas eran las más inútiles.
—Visserine no tardará en caer —Salier chasqueó la lengua mientras seguía mirando la estatua de Stolicus—. Qué cosa tan profundamente… deprimente. Si al menos me hubiera parecido a ése.
—¿Os referís a tener menos cintura?
—Me refiero a hacer bien la guerra. Pero, ya que hablamos de deseos, ¿por qué no tener una cintura más estrecha? General Murcatto, le agradezco su… sugerencia tan sincera, aunque me haga sentirme muy incómodo. Me llevará algunos días decidirme —mejor hubiera dicho que para retrasar lo inevitable al precio de cientos de vidas—. Mientras tanto, espero que sigan con nosotros. Ustedes dos y sus tres amigos.
—¿Como invitados o como prisioneros? —preguntó Monza.
—Ya han podido ver cómo se trata a mis prisioneros. Dejo la elección en sus manos.
Cosca respiró profundamente y se rascó el cuello con disimulo. La elección era más que evidente.