De noche, la Casa del Placer de Cardotti era un mundo diferente. Una tierra de fantasía, tan alejada de la monótona realidad como la Luna de nosotros. El salón de juego estaba iluminado por trescientas siete velas. Amistoso las había contado mientras izaban los lustres que las sujetaban, mientras las encajaban en los candelabros fijos de las paredes, mientras las retorcían para meterlas en los candelabros de mano.
Ya habían quitado las sábanas que cubrían las mesas de juego. Uno de los repartidores de cartas barajaba un mazo de las suyas, otro permanecía sentado, mirando a la nada, un tercero apilaba las fichas. Amistoso contaba en silencio al mismo tiempo que él. En el otro extremo de la habitación, un hombre mayor aceitaba la ruleta, la rueda de la fortuna. Aunque no les daría mucha suerte a los que jugasen, tal y como Amistoso acababa de comprobar tras hacer un cálculo de probabilidades. Eso era lo más extraño de los juegos de azar, que las probabilidades siempre están en contra del jugador. Podrás vencer a los números durante un día entero, pero al final ellos acabarán venciéndote.
Todo lo de aquel sitio brillaba como los tesoros escondidos, especialmente las mujeres. Para entonces todas estaban vestidas, maquilladas, transformadas por la cálida luz de las velas en cosas que apenas eran humanas. Sus largos miembros aceitados, maquillados y empolvados para que reluciesen; sus ojos, brillantes a través de los agujeros de las doradas máscaras; sus labios y uñas pintados de rojo oscuro, como la sangre que brota de una herida mortal.
El aire estaba lleno de aromas extraños y estremecedores. Como no había mujeres en Seguridad, Amistoso estaba nervioso. Se calmó tirando los dados una y otra vez y sumando los tantos una y otra vez. Ya llevaba anotados cuatro mil doscientos…
Una de las mujeres pasó a su lado con mucha prisa, y sus vestidos tocaron la alfombra gurka con ese sonido de roce que sólo hace la ropa, y fue como si una de sus largas piernas desnudas abandonase la negrura a cada paso que daba. Como los ojos de Amistoso parecían haberse quedado pegados a aquella pierna, su corazón latió muy deprisa. Doscientos… veintiséis. Apartó los ojos y volvió a los dados.
Tres y dos. Perfectamente normal, no había por qué preocuparse. Se enderezó y siguió a la espera. Al otro lado de la ventana, en el patio, los invitados comenzaban a llegar.
—¡Bienvenidos, amigos, bienvenidos al Cardotti! ¡Tenemos todo lo que un chico necesita para hacerse mayor! ¡Los dados y las cartas, los juegos de azar y de ingenio por aquí! ¡Los que ansíen el abrazo de la madre cáscara, por esa puerta! Los que quieran vino y licores, que los pidan. ¡No se priven de beber, amigos! ¡En el transcurso de la velada montaremos en el patio espectáculos muy variados! Danza, juegos malabares, música… ¡incluso algo de violencia para aquellos que gustan del sabor de la sangre! Y en lo que respecta a la compañía femenina…, bueno, ya la irán descubriendo dentro del edificio…
Como una marea de hombres empolvados y enmascarados, los invitados comenzaron a entrar en el patio. El lugar no tardó en llenarse a rebosar con trajes muy caros, y el aire en sofocarse por voces que parecían rebuznos. En uno de los rincones del patio, la banda destrozaba una cancioncilla alegre; en otro, los malabaristas creaban una corriente de objetos de vidrio que, reluciendo a causa de la luz, iban y venían por el aire. De vez en cuando, una de las mujeres entraba en el patio y, sin dejar de contonearse, le susurraba algo a alguien y se lo llevaba al interior del edificio. Escaleras arriba, eso era más que evidente. Cosca no dejaba de preguntarse si podría desaparecer durante unos instantes.
—Completamente encantado —musitó, ladeando el sombrero al ver que una esbelta rubia pasaba a su lado.
—¡Atiende a los invitados! —replicó ella con muy malos modos.
—Querida, sólo intentaba subirte el ánimo. Sólo intentaba ayudar.
—¡Si quieres ayudar, comienza a chupar pollas! ¡Ya estoy más que harta! —cuando alguien la tocó en el hombro, ella se volvió y, sonriendo de una manera radiante, le cogió del brazo y desapareció.
—¿Quiénes son todos esos bastardos? —era Escalofríos, que acababa de preguntárselo a Cosca en voz baja—. Nos dijeron que serían tres o cuatro docenas, unos cuantos con armas, pero no duchos en el combate. ¡Aquí debe haber por lo menos el doble!
Cosca enseñó los dientes mientras le daba al norteño una palmadita en la espalda.
—¡Ya lo comprendo! ¿No es emocionante comprobar que acude más gente a la fiesta que das que la que habías invitado? ¡Eso quiere decir que alguien es muy popular!
—¡No habíamos contado con eso! —Escalofríos no parecía muy contento—. ¿Cómo vamos a poder controlarlo?
—¿Qué te hace pensar que tengo todas las respuestas? Según mi propia experiencia, la vida transcurre muy pocas veces como uno se lo espera. Debemos doblegarnos a las circunstancias y, simplemente, hacer lo más que podamos.
—Quizá unos seis guardias, eso nos dijeron. ¿Quiénes serán? —el norteño señaló con la cabeza un puñado de hombres con pinta siniestra que se agazapaban en un rincón, todos ellos con petos de acero bruñido encima de sus negras casacas acolchadas, antifaces muy serios, fabricados en evidente acero, espadas igual de serias y cuchillos largos en las caderas, y mandíbulas muy marcadas, pero igual de serias. Sus ojos recorrían precavidamente el patio en busca de alguna posible amenaza.
—Hummm —dijo Cosca en voz baja—. Yo me estaba preguntando lo mismo que tú.
—¿Te lo estabas preguntando? —la enorme mano del norteño apretaba con fuerza el brazo de Cosca—. ¿No te estarías preguntando si acabarías por convertirte en una mierda?
—Eso suelo preguntármelo con frecuencia —Cosca se libró del apretón del norteño—. Pero me resulta divertido. Todo consiste en no asustarse —se adentró en la muchedumbre para ordenar que les sirvieran bebidas, para enumerar las atracciones, para esparcir buen humor por donde pasaba. En aquellos momentos estaba en su elemento. Vicio y nivel de vida alto, pero también peligro.
Tenía miedo de la vejez, del fracaso, de la traición y de parecer un idiota. Pero jamás había tenido miedo de combatir. Los mejores momentos de Cosca siempre habían ocurrido la víspera de las batallas. Viendo cómo los innumerables gurkos se acercaban hasta las murallas de Dagoska. Viendo cómo las fuerzas de Sipani se desplegaban antes de la batalla de las Islas. Montando a toda prisa en su caballo bajo la luz de la luna cuando el enemigo efectuó una salida desde las murallas de Muris. El peligro era su mayor disfrute. Depuraba las preocupaciones del futuro y borraba los fracasos del pasado. Sólo quedaba el glorioso momento del ahora. Cerró los ojos y sorbió aire, sintiendo con agrado cómo se estremecía al llegar a sus pulmones y escuchando el parloteo de excitación de los invitados. Y fue como si la necesidad de tomarse un trago acabara de esfumarse.
Abrió desmesuradamente los ojos para observar a los dos hombres que acababan de entrar por la puerta, mientras otros les abrían paso servilmente. Su Alteza el príncipe Ario vestía una casaca escarlata. La manera en que sus puños de seda caían de sus mangas bordadas ponía en evidencia que nunca había dado golpe en su vida. Cada vez que movía la cabeza, un impresionante abanico de plumas multicolores dispuesto encima de su máscara dorada se agitaba de uno a otro lado como la cola de un pavo real.
—¡Alteza! —Cosca se quitó el sombrero e hizo una profunda reverencia—. Nos sentimos muy, pero que muy, honrados por vuestra presencia.
—Claro que lo estáis —dijo Ario—, y también por la presencia de mi hermano —movió con languidez una mano en dirección al hombre que estaba a su lado y que, ataviado con un traje blanco e inmaculado, se cubría el rostro con una máscara con forma de medio sol. A Cosca le pareció un tanto deforme y repulsiva. Sin duda tenía que ser Foscar, cuyo rostro aparecía cubierto con una barba que le favorecía—. Por no hablar de la presencia de nuestro común amigo maese Sulfur.
—Qué pena, no puedo quedarme —un tipo mediocre apareció entre los dos hermanos. Tenía un mechón de pelo rizado, un traje sencillo y una sonrisita en los labios—. Hay tanto que hacer. Ni un momento de reposo, ¿eh? —y obsequió a Cosca con una mueca. Los ojos que se insinuaban tras los agujeros de su sencillo antifaz eran de diferente color: uno azul, el otro verde—. Tengo que irme esta noche a Talins para hablar con vuestro padre. No podemos dejar sueltos a los gurkos.
—Claro que no. Malditos sean esos bastardos de gurkos. Sulfur, que tenga buen viaje —dijo Ario, obsequiándole con un leve ademán de cabeza.
—Buen viaje —repitió Foscar como rezongando, y Sulfur se dio la vuelta para irse hacia la puerta.
Cosca volvió a ponerse el sombrero en la cabeza.
—¡Vuestras señorías sean muy bienvenidas! ¡Por favor, disfrutad de las diversiones! ¡Todo se encuentra a vuestra disposición! —y, acercándose de una manera más que servil, añadió con una mueca llena de sobreentendidos—: La planta superior del edificio ha quedado reservada para vos y vuestro hermano. Creo que Su Alteza descubrirá en la suite real una diversión de lo más sorprendente.
—Vayamos allá, hermano. Y gentilmente comprobemos si podemos alejarte de tus preocupaciones.
La muchedumbre se apartó para dejar paso a los hermanos. Varios caballeros parlanchines siguieron su estela junto con cuatro de los tipos siniestros que llevaban espadas y armaduras. Cuando pasaron por la puerta y se dirigieron al salón de juego, el viejo mercenario frunció el ceño al distinguir las placas metálicas que les ceñían la espalda.
Aunque fuera evidente que Nicomo Cosca no estaba asustado, algo de respeto para con aquellos individuos tan bien armados no le parecía de más. A fin de cuentas, Monza había pedido control.
Se dirigió de un salto hacia la entrada y tocó en el brazo a uno de los guardias que permanecían fuera.
—Esta noche no puede entrar nadie más. Estamos al completo —cerró la puerta en la mismísima cara del sorprendido guardia, echó la llave y se la guardó en el bolsillo del chaleco. A maese Sulfur, el amigo del príncipe Ario, le había cabido el honor de ser el último hombre en pasar por la puerta aquella noche. Movió una mano en dirección a la banda y dijo—: Algo movidito, muchachos, ¡tocad alguna canción! ¡Estamos aquí para divertir a la gente!
Morveer seguía arrodillado en la oscuridad del ático, escudriñando por las rendijas del tejado el patio que se encontraba más lejos. Hombres con ropajes ostentosos formaban corrillos que se movían, se rompían, avanzaban y entraban por las dos puertas que conducían al edificio. Brillaban y relucían bajo la luz de las farolas. Exclamaciones indecentes y comentarios en voz baja, música pobre y risotadas alegres flotaban en la noche que Morveer no se sentía inclinado a compartir.
—¿Por qué tanta gente? —se preguntó en voz baja—. Suponíamos que ni siquiera llegaría a la mitad. Algo… anda mal.
Una erupción de llamas incandescentes atravesó la fría noche, seguida por otra de aplausos. El imbécil de Ronco, que ponía en peligro su propia existencia y la de todos los que se encontraban en el patio. Morveer movió lentamente la cabeza. Si ésa era una buena idea, entonces él era el emperador de…
Day le silbó y él volvió a su lado, caminando por las vigas y suscitando leves chasquidos en la madera vieja, para pegar un ojo a uno de los agujeros.
—Llega alguien.
Un grupo de ocho personas apareció por la escalera, todas enmascaradas. Si todo indicaba que cuatro eran guardias, protegidos con placas muy bruñidas, daba de ojo que otras dos eran mujeres, empleadas de la casa de Cardotti. Pero las dos últimas, hombres, eran las que más le interesaban a Morveer.
—Ario y Foscar —dijo Day, con un susurro.
—Sin duda lo son.
Los hijos de Orso intercambiaron un breve comentario mientras sus guardias tomaban posiciones a uno y otro lado de las puertas. Acto seguido, Ario se agachó y su risita resonó débilmente por todo el ático. Se pavoneó a lo largo del pasillo con una mujer en cada brazo hasta llegar a la segunda puerta, y dejó que su hermano se fuese a la suite real.
—Algo anda endiabladamente mal —dijo Morveer mientras fruncía el ceño.
Pensar que el dormitorio de un rey pudiera parecerse a aquella habitación era una idea idiota. Todo estaba recargado, atiborrado de oro e hilos de plata. La cama era como un cartel al que le hubiesen crecido cuatro patas, sofocado por capas de seda carmesí. La obesa vitrina se hallaba a rebosar por las botellas de licor de mil colores que la ocupaban. El cielo raso estaba atestado con molduras cubiertas de sombras y un enorme lustre colgado muy bajo que se movía. La chimenea de mármol verde adoptaba la forma de una pareja de mujeres desnudas que levantaban en alto una bandeja de frutas.
En el bastidor iluminado que se encontraba en una de las paredes podía verse un enorme lienzo. Mostraba una mujer de busto improbable que se bañaba en un arroyo y que parecía disfrutar algo más de lo que hubiera sido normal. Monza jamás había comprendido por qué una o las dos tetas al aire pudiesen mejorar un cuadro. Pero como eso era lo que pensaban los pintores, pues adelante con las tetas.
—Esa maldita música me está dando dolor de cabeza —dijo Vitari, mientras se metía un dedo en el corsé para rascarse un costado. Monza ladeó la cabeza.
—Lo que a mí me da dolor de cabeza es esa maldita cama. Y sobre todo el papel de las paredes —se refería a la infame mezcla de azul oscuro y barras de color turquesa entre la que aparecían unas estrellas doradas.
—Será para que a cualquier mujer le dé por fumar —Vitari le dio un codazo para que se fijase en la pipa de marfil que descansaba sobre la mesita de mármol situada junto a la cama, así como en la bola de cáscaras metida en el tarro de cristal tallado que estaba a su lado. Monza apenas necesitó que se lo dijera, porque sus ojos apenas se habían apartado de ella durante la última hora.
—Céntrate en el trabajo —comentó un tanto molesta, mientras sus ojos iban y venían hacia el pasillo.
—Siempre lo hago —Vitari se arremangó la camisa—. Lo que no es fácil con estas malditas ropas. ¿Cómo es posible que alguien…?
—Shhh —los pasos procedían del pasillo situado al otro lado de la puerta.
—Nuestros invitados. ¿Estás preparada?
Las empuñaduras de los dos estiletes se le clavaron a Monza en las vértebras lumbares cuando estiró las caderas y dijo:
—Un poco tarde para cambiar de opinión, ¿no te parece?
—Pues sí, a menos que en vez de matar, prefieras follar.
—Mejor será centrarnos en el asesinato.
Monza pasó la mano derecha por el marco de la ventana, en lo que le parecía una postura provocativa. El corazón le latía con fuerza y la sangre sonaba muy fuerte en sus oídos.
La puerta se abrió lentamente con un chasquido y un hombre entró por ella. Era alto y vestido todo de blanco, y su máscara adoptaba la forma de medio sol naciente. Llevaba una barba impecablemente arreglada que no conseguía disimular la cicatriz que cruzaba la parte inferior de su barbilla. Monza parpadeó al verle. No era Ario. Ni siquiera Foscar.
—Mierda —dijo Vitari, casi sin resuello.
El hecho de reconocerle fue como si a Monza le escupiesen en el rostro. No era el hijo de Orso, sino su yerno. Nadie más que el propio pacificador en persona, Su Augusta Majestad de la Unión, el Alto Rey.
—¿Preparado? —preguntó Cosca.
Escalofríos se aclaró la garganta una vez más. Desde que había entrado en aquel maldito lugar, sentía como si algo se le hubiese pegado en ella.
—Un poco tarde para cambiar de opinión, ¿no te parece?
La mueca enloquecida del viejo mercenario se hizo todavía más evidente.
—Pues sí, a menos que en vez de matar prefieras follar. ¡Damas y caballeros! ¡Su atención, por favor! —la banda enmudeció mientras el violín seguía tocando de un modo desgarrador que a Escalofríos aún le puso más de los nervios. Cosca agitó el bastón para que los invitados abandonasen la circunferencia dibujada en medio del patio—. ¡Retrocedan, amigos, porque se encuentran ante el mayor de los peligros! ¡Uno de los grandes momentos de la Historia va a ser interpretado ante sus incrédulos ojos!
—¿Cuándo voy a poder echar un polvo? —preguntó alguien, suscitando a continuación un coro de risas.
Cosca dio un salto hacia delante y por poco no dejó tuerto a aquel tipo con el extremo del bastón.
—¡En cuanto muera alguien! —explicó.
El tambor había comenzado a tocar, tum, tum, tum. Bajo la parpadeante luz de las antorchas, la gente se apretujó alrededor del círculo. Un anillo de máscaras, aves y bestias, soldados y payasos, calaveras risueñas y diablos burlones. Y de los rostros de quienes se cubrían con ellas: borrachos aburridos, airados, curiosos. Detrás, Barti y Kummel apretaban los dientes mientras cada uno se apoyaba en los hombros del otro y subía hasta lo más alto para aplaudir al ritmo de los tambores.
—¡Para su educación, formación y disfrute… —Escalofríos no tenía ni idea de qué significaban todas aquellas palabras— la Casa del Placer de Cardotti les presenta… —aspiró profundamente, sopesó la espada y el escudo y entró en el círculo— el infame duelo acaecido entre Fenris el Temible… —Cosca apuntó a Rizos Grises con el bastón mientras entraba en el círculo por el lado opuesto— y Logen Nueve Dedos!
—¡Pero si tiene diez! —apuntó alguien, desatando una ola de risas de borracho.
Escalofríos no les imitó. Aunque Rizos Grises fuese mucho menos temible que el auténtico Fenris, su apariencia distaba mucho de ser tranquilizadora, menos aún con aquella máscara de negro hierro que le cubría el rostro y que le hacía parecer tan grande como una casa, y con la parte izquierda de la cabeza, afeitada y pintada de azul como su enorme brazo izquierdo. En aquellas manos enormes, su maza le parecía espantosa y muy de temer. Escalofríos tenía que decirse todo el tiempo que ambos estaban en el mismo bando. Sólo había que fingir. Sólo fingir.
—¡Caballeros, sigan mi consejo y hagan sitio! —exclamó Cosca, y las tres bailarinas gurkas salieron entre cabriolas hacia el perímetro del círculo, negras máscaras de gato en sus negros rostros, llevando a los invitados hacia las paredes—. ¡Puede haber derramamiento de sangre!
—¡Pues mejor! —una nueva oleada de risas—. ¡No hemos venido hasta aquí para ver bailar a un par de idiotas!
Los espectadores gritaron, silbaron o berrearon. Sobre todo, esto último. En cierto modo, Escalofríos dudó de que su plan (dar vueltas por el perímetro del círculo durante varios minutos mientras olfateaba el aire, y luego herir a Rizos Grises entre el brazo y el costado, mientras el grandullón reventaba una vejiga de sangre de cerdo) consiguiera arrancar los aplausos de todos aquellos cabrones. Recordaba el duelo auténtico, acaecido fuera de las murallas de Carleon, del que había dependido el destino de todo el Norte. El frío de la mañana, el aliento que se condensaba en el aire, la sangre en el perímetro del círculo. Los carls apiñados alrededor del círculo, agitando los escudos, gritando y rugiendo. Se preguntó qué habrían hecho al contemplar un disparate como el que se disponían a escenificar. Cuán extraños son los caminos por los que a uno acaba llevándole la vida.
—¡Comenzad! —exclamó Cosca mientras se metía entre el gentío.
Rizos Grises lanzó un poderoso rugido y cargó, agitando con fuerza la maza. A Escalofríos estuvo a punto de darle algo. Aunque levantó el escudo a tiempo, la energía del golpe le dejó adormecido el brazo izquierdo y le hizo caer al suelo, que recorrió deslizándose sobre su propio trasero. Se quedó desmadejado, haciéndose un lío con la espada e hiriéndose con su filo en una ceja. Qué suerte no haberse sacado un ojo con la punta. Giró y la maza se aplastó contra el sitio en el que había estado un instante antes, lanzando esquirlas de piedra. Mientras intentaba ponerse a gatas, Rizos Grises fue a por él, mirándole como si fuera a matarle, y Escalofríos tuvo que salir a gatas con la dignidad del gato que acaba de meterse en el redil de un lobo. No le pareció que el grandullón estuviera haciendo lo que se le había dicho sino, más bien, que quería ofrecer a aquellos bastardos un espectáculo que jamás podrían olvidar.
—¡Mátale! —dijo alguien entre risas.
—¡Queremos ver sangre, idiotas!
Escalofríos empuñó la espada con fuerza. Acababa de tener un mal presagio. Mucho peor que el que nunca hubiese tenido.
Aunque jugar a los dados soliese calmar a Amistoso, eso no sucedía aquella noche. Tenía un mal presagio. Mucho peor que el que nunca hubiese tenido. Veía cómo caían, sonaban en el suelo, daban vueltas mientras su tintineo se le metía bajo la sudorosa piel, y se quedaban quietos.
—Dos y cuatro —comentó.
—¡Ya hemos visto la puntuación! —dijo con brusquedad el individuo que se cubría con una máscara en forma de media luna—. ¡Los malditos dados me odian! —los tiró enfurecido y los dados rebotaron en la madera pulimentada.
Amistoso frunció el ceño mientras los recogía y volvía a lanzarlos con delicadeza.
—Cinco y tres. La casa gana.
—Esto va a convertirse en una costumbre —rezongó el que tenía una máscara con forma de barco, y varios de sus amigos le imitaron. Todos estaban bebidos. Estaban bebidos y eran estúpidos. Como la casa siempre tenía la costumbre de ganar, el salón dedicado a los juegos de azar era el primero con el que se encontraban los invitados nada más entrar. Y la difícil tarea de Amistoso era hacer que entrasen en él. Al otro extremo de la sala alguien chilló de alegría porque en la ruleta acababa de salir su número. Algunos de los que jugaban a las cartas aplaudieron con desgana.
—¡Malditos dados! —el de la luna en cuarto creciente se terminó de un trago el vino que le quedaba en la copa mientras Amistoso recogía cuidadosamente las fichas y las añadía al enorme montón que formaban las suyas. Tenía dificultad para respirar porque el aire estaba cargado con aromas extraños…, de perfume y sudor, de vino y humo. Cuando se dio cuenta de que tenía la boca abierta, la cerró de golpe.
El rey de la Unión…, guapo, regio y en absoluto bienvenido, paseó su mirada de Monza a Vitari y la posó en Monza. Cuando ésta se dio cuenta de que tenía la boca abierta, la cerró de golpe.
—No quiero ser irrespetuoso, pero una de ustedes me gusta más que la otra; siempre he tenido debilidad por los cabellos negros —señaló hacia la puerta—. Espero que no se ofenda si le pido que nos deje solos. Puedo asegurarle que será bien pagada.
—Qué generoso —Vitari miró a Monza de soslayo, que se encogió subrepticiamente de hombros mientras su mente se agitaba con el frenesí de una rana atrapada en agua caliente, buscando desesperadamente el modo de salir de la trampa en la que ella misma se había metido. Vitari se apartó de la pared y se dirigió hacia la puerta. Al salir, rozó la pechera de la casaca del rey con el dorso de una mano y dijo, rezongando—: La culpa es de mi madre pelirroja. —Luego cerró la puerta.
—Una habitación… —el rey se aclaró la garganta— muy agradable.
—Veo que es fácil agradarle.
—Mi esposa no diría lo mismo —dijo él, riendo.
—Son muy pocas las esposas que dicen cosas agradables a sus maridos. Por eso vienen a vernos.
—Se confunde. Me ha dado su bendición. Mi esposa está esperando nuestro tercer hijo y…, pero creo que eso no es asunto suyo.
—Debo mostrar interés por todo lo que usted diga. Para eso me pagan.
—Por supuesto —el rey se frotó las manos con algo de nerviosismo—. ¿Qué tal un trago?
—Ahí están las bebidas —dijo Monza, señalando la vitrina.
—¿Usted no bebe?
—No.
—No, claro, ¿por qué tendría que beber? —el vino abandonó la botella con un borboteo—. Supongo que esto no es nuevo para usted.
—Pues no —pero se le hacía difícil recordar cuándo se había vestido como una puta y compartido habitación con un rey. Tenía dos opciones: irse a la cama con él o matarle. Ninguna de las dos le atraía especialmente. Matar a Ario ya habría supuesto un problema enorme. Pero matar a un rey (aunque fuese el yerno de Orso) habría sido otro muchísimo más complicado.
Cuando se enfrenta a dos caminos oscuros, el general siempre debe elegir el más iluminado, había dicho Stolicus. Como Monza no estaba segura de que la cita pudiera aplicarse a sus presentes circunstancias, le pareció que nada le iba a servir. Deslizó una mano alrededor de la pata de la cama que tenía más cerca y se agachó hasta quedarse sentada encima de aquellas colchas tan chillonas. Entonces vio la pipa.
Cuando se enfrenta a dos caminos oscuros, el general siempre debe buscar un tercero, había dicho Farans.
—Parece nervioso —murmuró.
El rey se había alejado hasta los pies de la cama.
—Debo confesarle que ha pasado mucho tiempo desde que visité… un establecimiento como éste.
—Entonces necesita algo para calmarse —le dio la espalda antes de que él pudiera llevarle la contraria y comenzó a cargar la pipa. No le llevó mucho tiempo prepararla. A fin de cuentas, era algo que hacía todas las noches.
—¿Cáscaras? No estoy seguro de que…
—¿También necesita la bendición de su esposa para esto? —y se la tendió.
—Claro que no.
Ella levantó la lamparilla y acercó la llama a la cazoleta, pero sin perderle de vista. A la primera calada comenzó a toser. A la segunda hizo lo mismo. A la tercera logró resistir y exhaló una bocanada de humo blanco.
—Su turno —dijo, apretando la pipa con fuerza contra la mano de ella, mientras se hundía en la cama y el humo salía de la cazoleta para cosquillear la nariz de Monza.
—Yo… —¡Oh, cuánto lo había estado deseando! Temblaba por todo lo que lo necesitaba—. Yo… —perfecto, perfecto, la tenía entre las manos. Pero no podía abandonarse. Necesitaba tener el control. Torció la boca en una mueca inexpresiva—. ¿Qué tipo de bendiciones necesita? —le preguntó con voz cascada—. Prometo que no diré… ¡oh! —Aplicó nuevamente la llama a las briznas de color gris tostado y aspiró profundamente el humo, sintiendo que le quemaba los pulmones.
—Malditas botas —decía el rey, mientras intentaba quitarse aquel calzado suyo tan reluciente—. Me están chicas. Cuando pagas… cien marcos… por unas botas…, supones que… —una de las botas salió volando y se estrelló contra la pared, dejando a su paso una estela brillante. A Monza comenzaba a costarle seguir de pie.
—Otra calada —y le ofreció la pipa.
—Bueno…, no creo que me haga daño.
Monza se quedó mirando la llama de la lamparilla mientras prendía en las cáscaras. Brillando, resplandeciendo, adoptando todos los colores de una joya con muchas piedras preciosas, las briznas adoptaron un tono naranja, pasaron del marrón claro al rojo intenso y luego al gris de las cenizas. El rey le lanzó al rostro un largo penacho de humo dulzón que ella aspiró con los ojos cerrados. Tenía la cabeza llena de humo, tanto que le pareció que no iba a tardar mucho en hinchársele y reventar.
—¡Oh!
—¿Eh?
Él miró a su alrededor y dijo:
—Suficiente.
—Sí. Sí, lo es.
Era como si la habitación ardiese. Los dolores de sus piernas se habían convertido en cosquilleos placenteros. Su piel desnuda siseaba y le picaba. Cuando se hundió en la cama, el colchón gimió bajo su trasero. A solas con el rey de la Unión, los dos encima de una cama estrafalaria, en una casa de putas. ¿Qué otra cosa hubiera podido ser más confortable?
El rey se lamió los labios con indolencia.
—Mi esposa. La reina. Ya sabe. ¿Ya se lo había dicho? La reina…, ella no siempre…
—A su esposa le gustan las mujeres —Monza lo dijo sin pensar. Luego se echó a reír, tosió y se quitó un pequeño moco de los labios—. Le gustan mucho.
Los ojos del rey se veían de color rosa tras los agujeros de la máscara. La miraban indolentes.
—¿Las mujeres? ¿De qué estábamos hablando? —se echó hacia delante—. Ya no me siento… nervioso —deslizó una mano torpe por una de las piernas de ella—. Creo… —dijo con la lengua como de trapo—. Creo… —giró los ojos dentro de sus órbitas y cayó de espaldas en la cama con los brazos abiertos. La cabeza se le fue lentamente hacia un lado, la máscara se le ladeó en la cara y él se quedó quieto, roncándole a Monza en una oreja.
Parecía tan feliz en aquella postura… Ella intentó echarse. Siempre estaba pensando, pensando, preocupándose, pensando. Necesitaba descansar. Se lo merecía. Pero algo le molestaba, algo que tenía que hacer antes de descansar. ¿Qué podría ser? Se puso de pie, oscilando de atrás adelante.
Ario.
—Uh, eso era.
Dejó a Su Majestad tumbado encima de la cama y se dirigió hacia la puerta, mientras la habitación oscilaba de uno a otro lado como si quisiera pillarla desprevenida. Qué tramposa. Se agachó y se quitó uno de los zapatos de tacón, se ladeó y estuvo a punto de caerse. Se quitó el otro y lo lanzó, que flotó delicadamente en el aire como el ancla que se hunde en el agua. Tuvo que esforzarse para mantener los ojos abiertos mientras enfocaba la puerta, porque había un mosaico de cristal azul entre ella y el mundo. Pero antes de poder salir por ella, la luz de las velas cegó su visión.
Morveer asintió con la cabeza a Day, que le imitó, una forma oscura agazapada en la tiniebla del ático, de la que sólo podía ver la tira alargada de luz azul que cruzaba la mueca de su rostro. Detrás de ella, las viguetas, los tirantes, las traviesas sólo eran siluetas negras con bordes teñidos por una débil luz.
—Yo me encargaré de los dos que están junto a la suite real —dijo entre susurros—. Tú encárgate de los demás.
—Hecho, ¿cuándo?
El cuándo era una cuestión de suprema importancia. Pegó un ojo al agujero, con la cerbatana en una mano y las yemas de los dedos de la otra en el pulgar, al que rascaban con nerviosismo. La puerta de la suite real se abrió y Vitari apareció entre los guardias. Miró hacia arriba y se fue por el pasillo. No había ni rastro de Murcatto y de Foscar, no había rastro de nadie. Eso no formaba parte del plan, Morveer estaba seguro. Aún tenía que matar a los guardias, claro que sí, porque le habían pagado para hacerlo y él siempre cumplía lo pactado. Ésa era una de las cosas que le diferenciaban de tipos obscenos como Nicomo Cosca. Pero cuándo, cuándo, cuándo…
Morveer enarcó una ceja. Estaba seguro de oír a alguien masticar.
—¿Estás comiendo algo?
—Sólo un bollo.
—¡Para! ¡Por caridad, estamos trabajando y yo estoy intentando pensar! ¿Acaso es pedir mucho una pizca de profesionalidad?
El tiempo fue pasando en compañía de la tenue música que los incompetentes músicos tocaban en el patio, mientras que dentro no había más movimiento que el que hacían los guardias apostados a ambos lados de la puerta cuando descargaban su peso de un pie a otro. Morveer movió lentamente la cabeza. Visto lo visto, lo mismo daba un momento que otro. Respiró profundamente, se llevó la cerbatana a los labios, apuntó al guardia que estaba más cerca…
La puerta de la habitación de Ario se abrió violentamente. Las dos mujeres salieron por ella, una aún ajustándose la camisa. Morveer retuvo el aliento y comenzó a hinchar los mofletes. Las dos mujeres cerraron la puerta y se fueron por el pasillo. Uno de los guardias dijo algo al otro y se rió. Cuando Morveer sopló por la cerbatana se produjo un siseo casi inaudible. La risa se paró en seco.
—¡Ah! —el guardia que estaba más cerca se llevó una mano al cuero cabelludo.
—¿Qué?
—Algo…, no sé qué, me ha picado.
—¿Te ha picado? Qué… —el otro guardia comenzó a hurgarse entre los cabellos—. ¡Por todos los infiernos!
El primero acababa de encontrar la aguja clavada en su cuero cabelludo y la levantaba hacia la luz.
—Una aguja —buscó la espada con mano temblorosa, se apoyó en la pared y, deslizándose de costado, cayó al suelo—. Siento que todo…
El segundo guardia echó a correr por el pasillo sin encontrar a nadie y luego levantó la cabeza y los brazos hacia arriba. Morveer se permitió mover ligeramente la cabeza en signo de asentimiento y reptó hacia Day, que estaba agachada junto a dos de los agujeros con la cerbatana en una mano.
—¿Éxito? —preguntó.
—Desde luego —en la otra mano seguía teniendo el bollo, al que dio un pequeño mordisco. Al mirar por uno de los agujeros, Morveer vio que los dos guardias que estaban junto a la suite real descansaban en el suelo, inmóviles.
—Excelente trabajo, querida. Pero, ¡ay!, es todo lo que nos encargaron —y comenzó a recoger el equipo.
—¿Por qué no nos quedamos para ver cómo salen las cosas?
—No veo ningún motivo para hacer tal cosa. Lo único que podremos ver es cómo mueren esos hombres, algo que ya hemos visto antes. Con frecuencia. Hazme caso. Cualquier muerte se parece mucho a las demás. ¿Tienes la cuerda?
—Por supuesto.
—Nunca es demasiado pronto para comprobar los medios de fuga.
—La precaución primero, y siempre.
—Precisamente eso.
Day desenrolló la cuerda que llevaba y ató uno de sus extremos en una vigueta bastante resistente. Levantó un pie y, de una patada, soltó de su marco la pequeña ventana. Morveer escuchó el chapoteo que hacía al caer en el canal situado detrás del edificio.
—Lo has hecho con suma pulcritud. ¿Qué haría yo sin ti?
—¡Muere! —y Rizos Grises cruzó a la carga el interior del círculo, enarbolando aquel enorme pedazo de madera por encima de su cabeza. Al igual que todo el gentío, Escalofríos tragó saliva y se desplazó hacia un lado, sintiendo en la cara el aire que desplazaba la maza. Agarró al hombretón con un abrazo poco convincente que los llevó a ambos hasta el perímetro del círculo.
—¿Qué puñetas viene ahora? —le decía Escalofríos al oído.
—¡La venganza! —Rizos Grises le puso una rodilla en un costado y le echó fuera.
Escalofríos se tambaleó mientras recuperaba el equilibrio y hacía memoria para recordar si le había hecho algo a aquel hombre.
—¿La venganza? ¿Por qué, bastardo loco?
—¡Por Uffrith! —su enorme pie bajó para darle un pisotón, que él evitó echándose a un lado para luego mirar por encima del escudo.
—¿Eh? ¡Ahí no hemos matado a nadie!
—¿Estás seguro?
—Matamos a dos hombres en los muelles, pero…
—¡Mi hermano! ¡Sólo tenía doce años!
—¡Yo no tomé parte en aquello, pedazo de retrasado! ¡Dow el Negro se encargó de las muertes!
—Dow el Negro no está ahora delante de mí, y yo le juré a mi madre que se lo haría pagar a alguien. ¡Tu parte fue lo suficientemente importante para que ahora te elimine, cabrón!
Escalofríos lanzó un chillido poco viril mientras retrocedía para evitar otro golpe demoledor y escuchaba los vítores de la gente pidiendo sangre, como si lo que veían fuese un duelo de verdad.
Pues entonces, venganza. Pero la venganza es un arma de doble filo. No podía saber cuándo podría matarle aquel bastardo. Escalofríos se quedó quieto mientras la sangre le caía por el lado de la cara donde antes le había alcanzado, mientras se daba cuenta de lo injusto y desagradable que era todo aquel asunto. Había intentado ser mejor persona. ¿O no? Y todas aquellas buenas intenciones sólo habían servido para meterle más dentro de la mierda.
—¡Hice todo lo que podía! —exclamó en norteño.
Rizos Grises echaba espuma por el agujero de la máscara que caía encima de su boca cuando dijo:
—¡Lo mismo que mi hermano! —y se le acercó, y su maza fue una mancha borrosa. Escalofríos la evitó y levantó con fuerza su escudo hacia arriba, alcanzando con su borde la mandíbula inferior del grandullón, que retrocedió escupiendo sangre.
A Escalofríos aún le quedaba orgullo. Había guardado mucho para sí. Si aquel bastardo lerdo, que no era capaz de distinguir a un hombre bueno de otro malo, le hacía morder el polvo, estaría condenado. Y tal y como le sucediera tantas veces en el Norte, cuando la batalla había comenzado y él se encontraba en lo más hondo de la misma, sintió que la furia le hervía en la garganta.
—¿Quieres venganza? —exclamó—. ¡Pues yo te enseñaré lo jodida que es la venganza!
Cosca hizo una mueca cuando Escalofríos recibió un golpe en el escudo y se tambaleó hacia un lado. Exclamó en norteño algo que revelaba mucha ira contenida, rasgó el aire con su espada y no alcanzó a Rizos Grises por la anchura de un dedo, estando a punto de herir a los espectadores al final del recorrido de su arma, que se apartaron muy nerviosos.
—¡Qué combate tan sorprendente! —el comentario era una frivolidad—. ¡Si casi parece real! Creo que voy a contratarlos para la boda de mi hija…
Y tenía razón, porque los dos norteños estaban montando un buen espectáculo. Mejor que bueno. Se movían lentamente en círculo, los ojos fijos en el contrario, lanzando ocasionalmente una patada o un golpe hacia el otro. La precaución, llena de furia y concentración, de hombres que saben que el más ligero desliz puede causarles la muerte. A causa de la sangre, Escalofríos tenía el cabello de un lado pegado a la cara. Rizos Grises tenía un largo corte bajo el cuero que cubría su pecho, y otro por debajo de la barbilla, donde le había alcanzado el borde del escudo.
Los espectadores habían dejado de proferir obscenidades para animarles en voz baja y tragar saliva, mirando ansiosos a los luchadores, atrapados entre las ganas de dar empujones hacia delante para ver mejor, y las de echarse hacia atrás cuando las armas se acercaban a ellos. Sentían algo incierto en el aire que ocupaba el patio. Como la presión de la atmósfera antes de una gran tormenta. Una rabia genuinamente asesina.
La banda ponía música al combate: el violín tocaba una canción aguda cada vez que Escalofríos acuchillaba el aire con su espada, y el tambor sonaba atronador cuando Rizos Grises bajaba su gran maza, dando significado a aquella tensión insoportable.
Era evidente que cada uno intentaba matar al otro, y Cosca no tenía ni la menor idea de cómo detenerlos. Torció el rostro cuando la maza volvió a estrellarse contra el escudo de Escalofríos y estuvo a punto de hacerle caer al suelo. Lanzó una mirada de preocupación hacia las vidrieras emplomadas de las ventanas que estaban al otro lado del patio.
Algo le dijo que aquella noche dejarían más de dos cadáveres tras de sí.
Los cadáveres de los dos guardias seguían al lado de la puerta. Uno se había quedado sentado en el suelo, mirando hacia el techo. El otro estaba tendido de lado. Apenas parecían muertos. Sólo dormidos. Monza se abofeteó la cara para quitarse los efectos del humo. La puerta se tambaleó hacia ella y una mano enguantada de negro la sujetó para luego empuñar su pomo. Maldición. Tenía que hacerlo. Se quedó quieta, oscilando, esperando que aquella mano se apartara.
Pero ¡si era la suya! Giró el pomo y la puerta se abrió de repente. Pasó por ella casi golpeándose en la cara. La habitación dio vueltas a su alrededor, las paredes fluctuaron y se fundieron para convertirse en cascadas. Las llamas crepitaron y la chimenea se llenó con un cristal que chispeaba. Por una ventaba abierta entraban la música y los gritos de los que estaban abajo. Podía ver los sonidos, manchas de felicidad que se enroscaban alrededor del cristal de la ventana y que cruzaban el espacio cambiante que la separaba de él, tintineando en sus oídos.
El príncipe Ario estaba echado en la cama, totalmente desnudo, su blanco cuerpo sobre la abigarrada colcha, sus brazos y piernas completamente desmadejados. Giró la cabeza hacia ella y las exuberantes plumas de su máscara se convirtieron en sombras alargadas que reptaron por la pared de enfrente, apenas iluminada.
—¿Más? —preguntó con voz desvanecida mientras, de manera indolente, se echaba un trago de la botella de vino.
—Espero que aún… no os hayamos… agotado —dijo Monza, con voz tan profunda que era como si saliese de algún caldero muy distante, mientras avanzaba despacio hacia la cama como un barco que se adentrase a trompicones en el mar, pero un mar tan rojo como la sangre de una carnicería, pues eso parecía la mullida alfombra.
—Me atrevo a decir que puedo estar a la altura de las circunstancias —dijo Ario, y comenzó a meneársela—. Pero creo que me llevas ventaja —y apuntó un dedo hacia ella—. Tienes mucha ropa.
—Uh —Monza se quitó las pieles que llevaba encima de los hombros y las dejó caer al suelo.
—Guantes fuera —dijo él, moviendo la mano—. No te importará, ¿verdad?
—En absoluto —y se los quitó, sintiendo un cosquilleo en los antebrazos. Ario se quedó mirando su mano derecha. Ella la levantó hasta dejarla delante de sus ojos. Él parpadeó al mirarla. Tenía una cicatriz larga y rosada bajo el antebrazo, y la mano era una garra manchada, con la palma aplastada y los dedos retorcidos, aunque el meñique se empeñara en salir tieso hacia fuera.
—Ah —había vuelto a recordar cómo tenía la mano.
—Una mano lisiada… —Ario se movió en la cama para acercarse a ella, y su polla y las plumas que le salían de la cabeza siguieron de un lado para otro el movimiento de sus caderas—. Qué cosa tan… tremendamente exótica.
—¿Eso creéis? —el recuerdo de la bota de Gobba mientras se la aplastaba recorrió su mente como si fuera un relámpago y le devolvió la frialdad que necesitaba. Sonrió sin darse cuenta—. No necesitamos esto —agarró las plumas y le quitó la máscara de la cabeza, arrojándola a un rincón.
Ario la miró con una mueca mientras ella observaba las marcas rosadas que la máscara le había dejado alrededor de los ojos. Mientras le miraba a la cara sintió que la ofuscación del humo de las cáscaras abandonaba su mente. Volvió a verle apuñalando a su hermano en el cuello, tirándolo por encima de la terraza, quejándose por haberse cortado. Y allí estaba de nuevo ante ella. El heredero de Orso.
—Vaya maneras —gateó por encima de la cama—. Voy a darte una lección.
—Quizá te la dé yo.
Se le acercó mucho, tanto que Monza pudo oler su sudor.
—Qué atrevida eres por replicarme. Muy atrevida —la cogió y recorrió su brazo con un dedo—. Pocas mujeres son tan atrevidas —se le acercó aún más y metió la otra mano por la hendidura de su falda, hasta el muslo. Luego le dio un apretón en el trasero—. Me parece que te conozco.
Monza sujetó uno de los extremos de su máscara con la mano mala mientras Ario la atraía hacia sí.
—¿Que me conoces? —deslizó lentamente la otra mano por detrás de su espalda hasta tocar la empuñadura de uno de los estiletes—. Pues claro que me conoces.
Se quitó la máscara. La sonrisa de Ario persistió durante un largo instante cuando sus ojos parpadearon al verle el rostro, antes de abrirlos como platos.
—¡Que alguien…!
—¡Cien escamas a la próxima tirada! —exclamó Cuarto Creciente mientras levantaba los dados en alto. La habitación quedó en silencio cuando la gente se volvió para mirar.
—Cien escamas —Amistoso no tenía nada que perder, porque el dinero no era suyo y porque, además, sólo le interesaba para poder contarlo. Lo mismo le daba ganarlo que perderlo.
Cuarto Creciente agitó los dados dentro de su mano cerrada.
—¡Vamos, so mierdas! —exclamó, antes de lanzarlos encima de la mesa y de que tintinearan al rebotar en ella.
—Cinco y seis.
—¡Ah! —los amigos de Cuarto Creciente gritaron, hicieron bromas y le dieron palmaditas en la espalda, como si el hecho de sacar unos números y no otros fuese alguna rara proeza.
El que se cubría con la máscara en forma de barco levantó los brazos en alto y exclamó:
—¡Toma ya!
El que se cubría con la máscara de zorro hizo un gesto obsceno.
Le pareció que las velas daban más luz que antes, tanta que resultaba molesta. Era demasiada luz para poder contar. La habitación estaba cerrada, atestada de gente y hacía mucho calor dentro de ella. Amistoso sintió que la camisa se le pegaba cuando recogió los dados con una paleta y volvió a lanzarlos. Hubo jadeos alrededor de la mesa.
—Cinco y seis. La casa gana —la gente suele olvidar que cualquier tirada sólo es una tirada, aunque obtenga la misma puntuación que otra. Por eso, Amistoso no se sorprendió al ver que Cuarto Creciente perdía la perspectiva.
—¡Bastardo tramposo!
Amistoso frunció el ceño. En Seguridad habría rajado a cualquiera que le hubiese dicho aquellas palabras. Lo habría hecho para que a los demás no se les ocurriera repetirlo. Habría comenzado a rajarlo y no se habría detenido. Pero ya no estaba en Seguridad, sino fuera. Le habían dicho que mantuviese el control. Intentó olvidar el reconfortante contacto de la cuchilla de carnicero que tenía en uno de sus costados. Así que se limitó a encogerse de hombros y a repetir:
—Cinco y seis. Los dados no mienten.
Cuarto Creciente agarró por la muñeca a Amistoso cuando éste comenzaba a recoger las fichas. Luego se echó hacia delante y le clavó un dedo acusador en el pecho.
—Creo que tus dados están cargados —dijo.
Amistoso sintió que el rostro se le quedaba como en blanco y que apenas podía respirar por el nudo que se le acababa de formar en la garganta. Podía sentir las gotas de sudor que perlaban su frente, su espalda y su cuero cabelludo. Una calma tan fría como absolutamente intolerable se apoderó de la menor parcela de su ser.
—¿Que crees que mis dados están… qué? —pudo decir con un susurro.
Un golpecito, otro y otro.
—Tus dados son unos mentirosos.
—¿Qué mis dados son… qué? —la cuchilla de Amistoso partió en dos la máscara con forma de media luna y abrió el cráneo que estaba debajo. Su cuchillo entró por la boca del hombre que llevaba la máscara con forma de barco y su punta salió por su nuca. Amistoso le apuñaló una y otra vez, sacándole los sesos hasta que la empuñadura se volvió resbaladiza. Una mujer lanzó un chillido muy prolongado.
Amistoso apenas fue consciente de que toda la gente de la sala le miraba boquiabierta, cuatro por tres por cuatro personas, más o menos. Volcó la mesa, haciendo volar vasos, fichas y monedas. El hombre de la máscara de zorro se le había quedado mirando, y sus ojos, enmarcados por los agujeros de su máscara, eran tan grandes como platos, y una de sus pálidas mejillas estaba manchada de oscuro por los sesos salpicados.
Amistoso se inclinó para mirarle a la cara.
—¡Discúlpate! —exclamó con toda la fuerza de sus pulmones—. ¡Discúlpate con mis jodidos dados!
—¡Que alguien…!
El grito de Ario se convirtió en una respiración sin resuello. Miró abajo, lo mismo que ella. El estilete de Monza había ido a parar a la oquedad donde el muslo se junta con el cuerpo, justo al lado de su polla repentinamente flácida, enterrándose en ella hasta la empuñadura, de suerte que un chorro de sangre salía por encima de su puño cerrado.
Ario se quedó inmóvil, con los ojos a punto de salírsele de las órbitas, y agarró uno de los desnudos hombros de ella con una mano sin fuerza. La otra, temblorosa, había bajado hasta la empuñadura del estilete y la toqueteaba. La sangre se escapaba por ella, espesa y negra, rezumando por entre sus dedos, borboteando por sus piernas, corriéndole pecho abajo con regatos del color de la melaza oscura, dejando su pálida piel manchada y salpicada de rojo. Abrió la boca y su grito se convirtió en un débil eructo, porque su aliento se condensaba en el acero húmedo que tenía en la garganta. Cayó hacia atrás, intentando pescar algo en el aire con el otro brazo, mientras Monza le miraba fascinada al comprobar que la blancura de aquel rostro dejaba un rastro luminoso en su campo visual.
—Tres muertos —susurró—. Quedan cuatro.
Sus muslos ensangrentados rozaron la ventana mientras caía, rompiendo sus emplomados cristales con la cabeza y golpeando el marco. Luego pasó por ella y fue hacia la noche.
La maza cayó con un impacto capaz de cascar el cráneo de Escalofríos como si de un huevo se tratara. Pero el golpe fue impreciso y sin energía, dejando sin protección el flanco izquierdo de Rizos Grises. Escalofríos se agachó, casi se giró, gruñendo mientras movía a su alrededor su pesada espada. Cortó el antebrazo pintado de azul de aquel hombretón con un golpe seco, separándolo del brazo, que fue a parar a uno de los lados de su estómago. La sangre brotó a chorros del muñón y alcanzó las caras de los espectadores. La maza suscitó un sonido metálico en los adoquines, aún con la mano y la muñeca agarrados a ella. Uno de los espectadores lanzó un chillido muy agudo. Otro una risotada.
—¿Cómo habrán podido hacer eso?
Entonces Rizos Grises comenzó a chillar como si se hubiese pillado un pie con una puerta.
—¡Joder! ¡Cómo duele! ¡Ah! ¡Ah! ¿Dónde está mi…? ¡Por los…!
Alargó el brazo que le quedaba y hurgó en la herida que tenía en el costado, de donde le salían unas cosas oscuras que parecían gachas. Movió una rodilla hacia delante, echó la cabeza hacia atrás y comenzó a gritar. Hasta que la espada de Escalofríos cayó en su máscara, justo encima de la frente, y detuvo en seco sus gritos, dejando una enorme abolladura entre los agujeros por los que podían verse sus ojos. El hombretón cayó de espaldas, levantó las botas en el aire y quedó inmóvil.
Y así terminó una de las atracciones de aquella tarde.
La banda farfulló unas cuantas notas imprecisas y entonces cesó la música. Aparte de algún alarido aislado que salía del salón de juego, el patio estaba en silencio. Escalofríos se quedó mirando el cadáver de Rizos Grises mientras la sangre seguía borboteando por debajo de su máscara, que parecía una estufa abollada. Su furia había desaparecido de repente, dejándole sólo un brazo dolorido, un cuero cabelludo empapado en sudor frío y un saludable sentimiento de horror por todo el cuerpo.
—¿Por qué siempre me sucederán estas cosas?
—Porque eres malo, un hombre malo —dijo Cosca, que acababa de aparecer junto a uno de sus hombros.
Escalofríos sintió que una sombra pasaba por delante de su cara. Apenas acababa de mirar hacia arriba, cuando un cuerpo desnudo cayó de cabeza en el círculo, regando a la muchedumbre boquiabierta con una ducha de sangre.