Los dados sacaron dos y uno.
Hacía justo tres años que Sajaam había pagado la libertad de Amistoso, que así pudo salir de Seguridad. Hacía tres años que no tenía casa. Había seguido a tres personas, dos hombres y una mujer, por toda Styria. En aquel tiempo, el lugar donde se había encontrado más a gusto era el campamento de las Mil Espadas, y no precisamente porque tuviese un número encima, lo cual suponía un buen comienzo.
En aquel sitio existía el orden, hasta cierto punto. A los hombres les asignaban tareas que debían cumplir en el tiempo asignado, y todos ellos conocían el sitio que les correspondía en la gran maquinaria. La brigada estaba perfectamente consignada en los tres libros del notario. El número de hombres al mando de cada capitán, el tiempo de servicio, el importe de su paga, los reenganches, el equipo entregado. Todo era cuantificable. Había reglas hasta cierto punto, explícitas e implícitas. Reglas que concernían a la bebida, al juego y a las peleas. Reglas que tenían que ver con el modo de relacionarse con las putas. Reglas para sentarse. Respecto a quién podía salir y cuándo. Quién podía luchar y quién no. Y la más importante de todas, la regla de las cuartas partes, que controlaba la declaración y asignación del botín, la cual estaba controlada por una disciplina muy perspicaz.
Cuando las reglas se quebrantaban, se aplicaban las correspondientes sanciones fijadas de antemano que todos conocían. Por lo general, cierto número de latigazos. Amistoso había presenciado un día antes la flagelación de un soldado por orinar donde no debía. Aunque no pareciese un crimen digno de castigo, Victus había explicado a todos los presentes que si uno comienza por mear donde le da la gana, acabará por cagar donde le parezca, y los demás le imitarán, y todo el mundo morirá a causa de una plaga. Por eso se le administraron tres latigazos. Dos y uno.
El momento favorito de Amistoso era el del rancho. La rutina de acostumbrarse a comer a las horas indicadas le hacía acordarse de Seguridad. Los cocineros de cara agriada y mandiles sucios. El vapor de las perolas. El golpeteo metálico de cuchillos y tenedores. El ruido de labios, dientes y lenguas al sorber y masticar. La fila de los descontentos, que siempre pedían más de lo que les tocaba y nunca lo recibían.
Los hombres que aquella mañana subirían por las escalas recibieron como extras dos albóndigas más y un segundo cazo de sopa. Dos y uno. Cosca había dicho que una cosa era caerse de una escala por culpa de un lanzazo y otra muy diferente hacerlo por estar muerto de hambre.
—Atacaremos dentro de una hora —decía en aquel mismo momento.
Amistoso asintió.
Cosca inspiró profundamente, expulsó el aire por la nariz y miró a su alrededor con cara de preocupación, diciendo:
—A las escalas —Amistoso había estado viendo cómo las construían durante los últimos días. Veintiuna en total. Dos y uno. Cada una de ellas tenía treinta y un peldaños, excepto una que tenía treinta y dos. Uno, dos, tres—. Monza irá con ellos. Quiere ser la primera en llegar al lado de Orso. Está completamente decidida. Nada le impedirá vengarse.
Amistoso se encogió de hombros. Ella lo había deseado siempre.
—Para ser sincero, me preocupa.
Amistoso se encogió de hombros. A él no le preocupaba.
—La batalla es un sitio peligroso.
Amistoso se encogió de hombros. Eso resultaba una obviedad.
—Amigo mío, quiero que no te separes de ella durante la lucha. Asegúrate de que no reciba ningún daño.
—¿Y tú?
—¿Yo? —Cosca le dio una palmadita en el hombro—. El único escudo que necesito es la alta estima, universalmente reconocida, que me tienen nuestros hombres.
—¿Estás seguro?
—No, pero estaré donde siempre. Bastante detrás de donde se combate, acompañado por mi petaca. Algo me dice que ella te necesitará más que nunca. Ahí fuera aún quedan enemigos. Y, Amistoso…
—¿Sí?
—Vigila bien y pon mucho cuidado. El zorro es muy peligroso cuando está atrapado… Ese Orso seguro que aún guarda algunos trucos mortales, bueno… —vació el aire de sus mejillas— es inevitable. Sobre todo, vigila por si aparece… Morveer.
—De acuerdo —Murcatto contaría con su ayuda mientras Escalofríos vigilaba. Un grupo de tres, como cuando habían matado a Gobba. Dos para vigilar a otro. Envolvió los dados en su gamuza y se los guardó en un bolsillo. Vio cómo salía el vapor mientras repartían la comida. Escuchó cómo rezongaban los hombres. Y contó las quejas.
Cuando el gris deslavado de la aurora dio paso a la dorada luz de la mañana, el sol reptó por encima de las almenas de la muralla que debían escalar, arrojando una inquieta sombra con forma de dentadura mellada sobre los jardines en ruinas.
Estaban a punto de ponerse en marcha. Escalofríos cerró el ojo e hizo una mueca de dolor al sol. Agachó la cabeza y sacó la lengua. Hacía más frío a medida que el año finalizaba. Le pareció una de aquellas mañanas tan buenas del Norte. De aquellas mañanas en las que había participado en grandes batallas. De aquellas mañanas en las que había cumplido grandes proezas, y también otras que no lo eran tanto.
—Pareces demasiado feliz —decía Monza— para alguien que va a arriesgar la vida.
—Me he puesto en paz conmigo mismo —replicó Escalofríos después de abrir el ojo y de mirarla con la mueca que aún enarbolaba.
—Pues me alegro por ti. Esta batalla será la más dura de todas las que hayas ganado.
—No dije que ganara ninguna. Sólo que dejé de combatir.
—Creo que será la única victoria que valga la pena —dijo ella en voz baja, casi hablando consigo misma.
Delante de ellos, la primera oleada de mercenarios se preparaba para avanzar, inmóviles delante de las escalas, el gran escudo colgado al brazo, nerviosos e inquietos, lo que no era para sorprenderse. Escalofríos sabía que no se hacían muchas ilusiones respecto al desenlace. No se habían preocupado gran cosa de ocultar los preparativos de lo que iban a acometer. A ambos lados de la muralla, todo el mundo sabía lo que querían hacer.
Muy cerca de Escalofríos ya se estaba preparando la segunda oleada. Dando a sus espadas el último toque con la piedra de afilar, apretando las tiras de la armadura, diciendo el último par de chistes y esperando que no fueran los últimos que contasen en su vida. Escalofríos hizo una mueca lupina mientras los miraba. El ritual que antes ya había visto más de una docena de veces. Le hacía sentirse como en casa.
—¿Has tenido la sensación de estar en el lugar equivocado? —preguntó a Monza—. ¿De que si, simplemente, subías la siguiente colina, cruzabas el siguiente río, mirabas desde arriba el siguiente valle… todo se arreglaría? ¿Que todo ya estaría en su sitio?
—Casi la he tenido durante toda mi vida —entornó la mirada para observar las murallas interiores.
—Hemos malgastado la vida esperando a que todo se arreglara la próxima vez. He subido un montón de colinas. He cruzado un montón de ríos. Incluso el mar, dejando todo lo que tenía para llegar a Styria. Y ahí estaba yo, esperando encontrarme cuando salí del barco, el mismo hombre, la misma vida. El siguiente valle no será diferente de éste. No será mejor. Por eso he aprendido… a quedarme en el sitio donde me encuentro. A no dejar de ser como soy.
—¿Y qué eres?
Bajó la mirada al hacha que le cruzaba las rodillas y dijo:
—Supongo que un asesino.
—¿Y ya está?
—¿La verdad? Creo que soy mucho más que eso —se encogió de hombros—. Pero por eso fue por lo que me contrataste, ¿o no?
—¿Cómo has aprendido a ser tan optimista? —Monza miraba el suelo.
—¿Es que uno no puede ser un asesino optimista? En cierta ocasión, un hombre (da la casualidad que fue el que mató a mi hermano) me dijo que el bien y el mal sólo dependen de donde te encuentres. Todos tenemos nuestros motivos. Serán honrados o no según lo que les exijas, ¿qué te parece?
—¿Tú lo crees?
—Creía que era lo que pensabas de la gente.
—Quizá eso fuera antes. Ahora ya no estoy tan segura. Quizá todo eso sólo sean las mentiras que nos contamos a nosotros mismos para poder seguir viviendo con lo que hemos hecho.
Escalofríos no pudo aguantarse y lanzó una risotada.
—¿Te parece divertido?
—Lo único que intento decirte, jefa, es que yo no necesito excusas. ¿Cómo se llama esa cosa que tiene que suceder? Seguro que hay una palabra para algo que no se puede impedir, que no puedes detener por más que lo intentes.
—Inevitable.
—Eso es. Lo inevitable —Escalofríos rumió la palabra con la misma fruición que si estuviese probando una comida excelente—. Yo me siento a gusto con lo que he hecho. Y también con lo que va a suceder.
El agudo sonido de un silbato cortó el aire. Entre el estruendo de sus armaduras, los mercenarios de la primera oleada, que se habían agrupado por docenas, agarraron al unísono sus respectivas escalas y las levantaron. Luego comenzaron a correr a paso ligero, un tanto desmañados según el parecer de Escalofríos, resbalándose al pisar en los jardines llenos de barro. Siguieron avanzando, aunque con poco entusiasmo, mientras los tiradores selectos intentaban mantener entretenidos a los arqueros de las almenas con los dardos que disparaban sus ballestas. Aunque se escucharan unos cuantos gruñidos, algunas órdenes de «preparados» y todo lo que es usual, el avance fue relativamente silencioso. Realmente, no conviene lanzar el grito de guerra cuando uno se acerca corriendo a la muralla, porque, al llegar a ella, uno ya no tiene nada que decir. Además, no se va a estar gritando todo el tiempo mientras se sube por una escala.
—Ya llegan —Escalofríos se irguió, levantó el hacha y la agitó por encima de su cabeza—. ¡Adelante! ¡Adelante, bastardos!
Cuando habían recorrido medio camino a través de los jardines, Escalofríos escuchó el penetrante alarido de «¡fuego!» por encima de sus cabezas. E, instantes después, los tañidos de muchos resortes de acero que sonaban en las almenas. Los dardos llovieron sobre los mercenarios que iban a la carga. Un par de gritos, sollozos, y unos cuantos chicos que caían, pero la mayoría siguió con la carga, incluso más deprisa que antes. Varios mercenarios armados con arcos devolvieron la rociada de flechas, que rebotaron en las almenas o las sobrepasaron.
Cuando volvió a sonar el silbato, la siguiente oleada se puso en marcha, formada por aquellos a quienes les había tocado la feliz tarea de subir por las escalas. La mayoría estaban cubiertos con armaduras livianas, para así desplazarse con mayor rapidez. El primer grupo ya había llegado al pie de las murallas y se disponía a apoyar las escalas. Aunque uno de los porteadores cayera al recibir un dardo en el cuello, los demás hicieron su parte, de suerte que Escalofríos pudo ver que la escala giraba en el aire y se apoyaba con un golpe en el parapeto. Otras escalas siguieron el ejemplo de la primera. Más movimiento en lo alto de las murallas, porque el enemigo llevaba rocas hasta el parapeto para luego arrojarlas sobre los atacantes. Aunque la segunda oleada recibiera los dardos que le lanzaban desde arriba, la mayoría de quienes la formaban pudieron acercarse a la muralla y, reuniéndose bajo ella, comenzaron a subir por las escalas. Ya había seis apoyadas en ella, luego diez. La undécima se rompió al chocar con las almenas, y sus trozos cayeron sobre los sobresaltados muchachos que la sostenían. Escalofríos no pudo evitar una sonrisa.
Seguían cayendo rocas. Uno de los mercenarios que se encontraba en mitad de la escala por la que subía cayó chillando y agitando las piernas en el vacío. Los gritos sonaban por doquier de manera inconfundible. Varios de los defensores que se encontraban en el tejado de una torre voltearon una cuba de agua hirviente por encima del pequeño grupo de mercenarios que, más abajo, intentaban apoyar una escala. Cuando el agua cayó sobre ellos, hicieron un griterío infernal, soltando la escala y agarrándose la cabeza como si se hubiesen vuelto locos.
Los dardos y las flechas subían y bajaban, siseando. Las piedras caían y rebotaban. Los hombres caían desde las escalas o mientras intentaban llegar a ellas. Otros se arrastraban por el barro, siendo recogidos por camaradas que aprovechaban gustosos la excusa de llevárselos. Nada más llegar al extremo de la escala, los mercenarios lanzaban a su alrededor furiosos golpes, siendo más de uno empujado por los piqueros que los aguardaban, para regresar al punto de partida por el camino más rápido.
Escalofríos vio que alguien de las almenas volcaba una cuba encima de una escala y de los hombres que subían por ella. Luego llegó otro soldado y aplicó una antorcha, de suerte que su parte superior estalló en llamas. El líquido era aceite. Vio cómo ardía junto con dos de los hombres que casi habían llegado hasta arriba. Instantes después caían, arrastrando consigo a otros que se unieron a su coro de gritos. Metió el hacha por la trincha que le cruzaba el hombro. Era el mejor sitio para llevarla cuando uno tiene que subir por una escala. Siempre, claro está, que no se suelte y acabe cortándote la cabeza. Sólo con pensarlo, le entró la risa. Al verlo, un par de mercenarios que estaban a su lado le miraron con cara de pocos amigos, pero él ni se inmutó, porque su corazón ya había comenzado a bombear sangre muy deprisa. Incluso rió con más ganas.
Le pareció que un puñado de mercenarios había conseguido llegar hasta el parapeto situado un poco a su derecha, porque vio un refulgir de espadas. Más hombres subían por allí. Una escala llena de soldados acababa de desplomarse, empujada por varias pértigas. Durante un instante, antes de caer, había guardado un equilibrio muy precario, como si formase parte de una representación circense. Los pobres bastardos, que casi habían conseguido llegar hasta arriba, se retorcieron, intentando agarrarse a lo que fuese, y luego cayeron lentamente para estrellarse contra los adoquines del suelo.
Otro puñado de mercenarios que se encontraba a su izquierda también había logrado llegar al parapeto situado justo al lado de la puerta. Escalofríos vio cómo daban unos cuantos pasos por el tejado. Aunque cinco o seis escalas hubieran sido apartadas y tiradas al suelo, y dos aún ardiesen apoyadas a la muralla, soltando penachos de humo oscuro, las demás estaban llenas de mercenarios que subían por ellas. Como no debía de haber suficientes defensores para enfrentarse a todos, la superioridad numérica comenzaba a ser evidente.
Otro toque de silbato, y la tercera oleada comenzó a ponerse en marcha, hombres mejor armados que los que les habían precedido y que debían atacar la fortaleza.
—Adelante —dijo Monza.
—Ahí vamos, jefa —Escalofríos tomó aliento y echó a correr.
Para entonces los arcos habían sido silenciados en su mayoría, porque sólo caían los pocos dardos procedentes de las saeteras practicadas en las torres. Por eso, el recorrido fue menos arriesgado que el seguido por quienes les habían precedido, apenas un rápido paseo matutino antes de llegar a una de las escalas situadas en medio de las demás, aunque eso sí, entre los cadáveres esparcidos en los chamuscados jardines. Un par de hombres y un sargento estaban al pie de ella, las botas apoyadas en el primer peldaño para sujetarla. El sargento daba una palmada a cada uno de los hombres a medida que comenzaban a subir.
—¡Vamos, chicos, arriba, arriba! ¡Deprisa, pero pisando bien! ¡Subid y matad a esos cabrones! Tú también, bastardo… ¡oh!, lo siento, Excelencia.
—Tú sólo mantenla bien agarrada para que no se mueva —replicó Monza, y comenzó a subir.
Escalofríos la siguió, deslizando las manos por los ásperos lados de la escala, pisando fuerte los peldaños de madera, respirando con fuerza por la boca aún dominada por la sonrisa, mientras los músculos comenzaban a dolerle. Sin apartar los ojos de la pared que tenía delante. De nada servía mirar a otro sitio. ¿Qué te alcanzaba una flecha? Pues a fastidiarse. ¿Qué algún bastardo te arrojaba una roca o el contenido de una cuba de agua hirviendo? Pues a fastidiarse. ¿Qué empujaban la escala mientras estabas en ella? Pues una suerte asquerosa. Pero, si te ponías a mirar hacia todos lados, sólo conseguirías subir más despacio y exponerte a lo que fuese durante más tiempo. Así que siguió subiendo, resollando entre los dientes que no había dejado de apretar.
No tardó en llegar al parapeto, que franqueó para quedarse mirando el patio interior. Oía ruido de lucha, pero no cerca. Había varios cadáveres de ambos bandos en el sendero que recorría las almenas. El mercenario que se apoyaba en la obra de fábrica y que, después de que le cortaran un antebrazo se había hecho un torniquete a la altura del hombro para detener la hemorragia, repetía incansable: «Cayó desde el parapeto, cayó desde el parapeto». A Escalofríos no le pareció que pudiera resistir hasta la hora de la comida, lo cual supondría que tocarían a más. Siempre hay que mirar el lado bueno, ¿o no? En eso consiste ser optimista.
Se quitó el escudo de la espalda y lo embrazó. Sacó el hacha y apretó con fuerza su empuñadura. Su contacto le gustó. Era como el herrero que saca el martillo para comenzar a trabajar con la maestría que le caracteriza. Abajo había más jardines, en aquella ocasión dispuestos en terrazas, ninguno de ellos tan destrozado como los que se encontraban en el recinto exterior. Los edificios dominaban los tres lados de aquel verdor. Un conjunto de ventanas entreabiertas y de mampostería fantasiosa, de cúpulas y torrecillas salían de la parte superior, llenas de esculturas y saledizos relucientes. No había que tener una mente muy brillante para saber dónde estaba el palacio de Orso, lo cual complació a Escalofríos, consciente de que la suya no era brillante, sino sanguinaria.
—Adelante —dijo Monza.
—Detrás de ti, jefa —replicó Escalofríos con su consabida mueca.
Las trincheras que surcaban las polvorientas laderas de la montaña ya estaban vacías. Los soldados que las habían ocupado acababan de regresar a sus casas, siempre que no hubiesen decidido intervenir en las variadas luchas por el poder que acababan de desatarse tras las recientes muertes del rey Rogont y de sus aliados. Sólo quedaban los que pertenecían a las Mil Espadas, dando hambrientas vueltas alrededor del palacio del duque Orso como gusanos alrededor de un cadáver. Shenkt ya lo había visto antes. Cuando las cosas van bien, la lealtad, el deber y el orgullo suelen proporcionar una coartada de felicidad a la gente, pero, cuando van mal, no tardan en desaparecer. ¿Quizá la avaricia? Con la avaricia siempre se puede contar.
Subió por el serpenteante camino, cruzó el terreno situado delante de las murallas, cubierto por las cicatrices de la batalla, franqueó el puente y, entonces, la alta barbacana de la fortaleza de Fontezarmo apareció muy cerca de él. Un único mercenario se sentaba de manera desgarbada en una silla de tijera dispuesta al lado de la abierta puerta, con la lanza apoyada en la pared situada a su espalda.
—¿Qué asuntos te traen aquí? —preguntó, casi con desgana.
—El duque Orso me encargó matar a Monzcarro Murcatto, ahora gran duquesa de Talins.
—¡Qué chistoso! —el guardia se subió hasta las orejas los collares que llevaba al cuello y apoyó la espalda en la pared.
Suele ser muy frecuente que la gente no reconozca la verdad cuando la tiene delante. Eso fue lo que Shenkt pensó mientras atravesaba el largo túnel para salir al recinto exterior de la fortaleza. La encorsetada belleza de los jardines del duque Orso había desaparecido por completo, junto con la mitad de la muralla norte. Los mercenarios acababan de convertir aquel lugar en una enorme confusión. Pero así es la guerra. La guerra y la confusión siempre van juntas.
El asalto final había sido muy bien dirigido. Las escalas se apoyaban en la muralla interior, los cadáveres se apilaban bajo ellas. Los sanitarios iban y venían entre ellos, ofreciendo agua, rebuscando entre maderas de entablillar y vendas, subiéndolos en camillas. Los que no pudieran valerse por sí mismos, apenas sobrevivirían, y Shenkt lo sabía. Aún así, los hombres siempre se aferran a la menor esperanza de seguir con vida. Era una de las pocas cosas que suscitaban su admiración.
Se detuvo en silencio junto a una fuente en ruinas y observó los esfuerzos de los heridos por evitar lo inevitable. Entonces, un individuo apareció de entre los restos de la muralla y casi se dirigió corriendo hacia él. Un hombre calvo de lo más corriente, que llevaba un justillo muy desgastado de cuero guateado.
—¡Ah! ¡Mis disculpas más profundas!
Shenkt no hizo comentario alguno.
—¿Usted… es decir…, está aquí para participar en el asalto?
—En cierta manera.
—Yo también. Yo también. En cierta manera —aunque nada hubiese sido más natural que un mercenario escaqueándose del combate, algo no cuadraba. Porque, aunque aquel hombre vistiese como un asesino, hablaba como un mal escritor. Movió una mano para llamar la atención, mientras llevaba claramente la otra hacia alguna arma oculta. Shenkt frunció el ceño. No quería llamar la atención. Por eso, como siempre y dentro de la medida de lo posible, dio una oportunidad a aquel hombre.
—Creo que ambos tenemos un trabajo que cumplir. No nos entretengamos el uno al otro.
—Muy cierto —al desconocido se le iluminó el rostro—. A trabajar.
Morveer sonrió como el falso que era y entonces fue consciente de que acababa de hablar sin fingir la voz; por eso repitió:
—A trabajar —pero hablando como un aldeano al que, de repente, se le hubiese puesto voz de barítono.
—A trabajar —repitió el otro hombre sin apartar los ojos de su cara.
—De acuerdo. Bien —Morveer se alejó un paso del desconocido y echó a andar, soltando la aguja envenenada que escondía en una mano, que cayó al suelo sin que nadie lo notara. Aún siendo evidente que aquel hombre se comportaba de manera inusual, Morveer no habría podido terminar su misión si ésta hubiese consistido en envenenar a todas las personas que se comportaban como él. Afortunadamente, su misión de envenenar a siete de las personas más relevantes de la nación, la había cumplido con un éxito más que espectacular.
Aún se sentía sonrojado por la consumada magnitud de su trabajo, por la consumada audacia mostrada en su ejecución, por el éxito sin parangón de su plan. Había sobrepasado a los mayores envenenadores, convirtiéndose de manera indiscutible en uno de los grandes hombres de la Historia. Cuánto le mortificaba no poder compartir jamás aquel gran logro suyo con el mundo, no poder disfrutar jamás de la adulación que, sin duda, se merecía su triunfo. ¡Oh!, si el escéptico director del orfanato hubiera podido ser testigo de aquel día tan feliz, ¡habría tenido que aceptar que Castor Morveer se merecía un premio! Si su mujer hubiera podido verlo, ¡habría terminado finalmente por comprenderle, y ya no se habría quejado de sus costumbres tan inusuales! Si su infame maestro de antaño, Moumah-yin-Bek, hubiera podido estar presente, ¡habría terminado por reconocer de una vez y para siempre que su pupilo le había eclipsado! Si Day hubiese estado viva, sin duda le habría obsequiado con aquella risita ahogada suya, plateada, en reconocimiento de su genio; luego habría esbozado su sonrisa inocente y quizás le hubiese rozado, e incluso… Pero no era el momento de perderse en ensoñaciones. Como la necesidad le había obligado a envenenarles a los cuatro, Morveer tendría que felicitarse en solitario.
Le pareció que el asesinato de Rogont y de sus aliados había eliminado la presión que sufría Fontezarmo. No era exagerado decir que el recinto exterior de la fortaleza apenas estaba defendido. Aunque Nicomo Cosca fuese un globo hinchado de fanfarronería, un borracho confeso y también un militar incompetente, seguro que había preparado algún plan de contingencia. Pero no le serviría de nada.
Y aunque el combate en lo alto de la muralla pareciese haber terminado desde hacía un buen rato (la puerta que conducía al recinto interior se encontraba en poder de los mercenarios, que la habían abierto), el sonido de las armas aún salía de los jardines situados al otro lado. Una circunstancia que le desagradaba sobremanera, porque no le apetecía tener que ver con ella. Aunque, finalmente, acabase de darse cuenta de que las Mil Espadas terminaban de capturar la ciudadela y que la caída del duque Orso era inminente, ni le importó. Porque, a fin de cuentas, los grandes hombres van y vienen. La Banca de Valint y Balk le había hecho una oferta verbal de pago, y eso prevalecía sobre cualquier hombre y nación. Incluso sobre la muerte.
Habían acomodado a varios heridos bajo la sombra de un árbol, encima de una pequeña extensión de césped que ya estaba medio pelado, porque la cabra acababa de comérselo. Morveer hizo una mueca y pasó entre ellos casi de puntillas, apretando los labios al ver las vendas ensangrentadas, las ropas arrancadas y hechas jirones, la carne desgarrada…
—Agua… —dijo uno de ellos, agarrándole por un tobillo.
—¡Siempre es lo mismo, agua! —exclamó, para, luego de soltarse, añadir—: ¡Anda y vete a buscarla! —Echó a correr y entró por una puerta que estaba abierta, con intención de llegar a la torre más grande del recinto exterior, donde, según sus informaciones, el condestable de la fortaleza había tenido sus aposentos antes de que Nicomo Cosca se los apropiase.
Se deslizó por el estrecho pasadizo, apenas iluminado por la luz que entraba por unas saeteras. Subió por una escalera de caracol, rozando con la espalda el áspero muro de piedra y apretando la lengua contra el paladar. Aunque los soldados de las Mil Espadas fueran tan despreocupados y fáciles de engañar como su comandante, la fortuna podía cambiar en cualquier momento. La precaución primero, y siempre.
La primera planta se había convertido en un almacén, lleno de cajas en la penumbra. Morveer siguió subiendo. La segunda planta estaba llena de camastros, sin duda antes utilizados por los defensores de la fortaleza. Al llegar dos plantas más arriba, siempre subiendo por la escalera de caracol, tocó cuidadosamente una puerta con un dedo y la abrió ligerísimamente, aplicando luego un ojo a la rendija que acababa de crear.
Vio una habitación redonda que contenía un lecho bastante grande y cubierto con un baldaquín, unas estanterías llenas de libros que le parecieron impresionantes, un escritorio y varias cómodas para la ropa, un armario de madera contrachapada, un armero con varias espadas, una mesa con cuatro sillas y un mazo de cartas, así como un aparador bastante grande con copas en la parte superior. De la percha que estaba al lado de la cama colgaban varios sombreros, esperpénticos por los alfileres de reluciente vidrio, los galones dorados y las plumas que los adornaban, las cuales creaban un arco iris al recibir la brisa que entraba por una ventana abierta. Era evidente que acababa de descubrir la habitación de Cosca, porque nadie más se hubiera atrevido a disfrutar de tan absurdos tocados. Aunque, por el momento, no viese signo alguno de la presencia del gran borracho, Morveer se deslizó en la habitación y cerró despacio la puerta tras de sí. La cruzó de puntillas hasta llegar al aparador de las copas, evitando con gran agilidad tropezar con el cubo de ordeñar situado junto a él. Entonces, sirviéndose de sus ágiles dedos, lo abrió.
Se puso los guantes y, con mucho cuidado, sacó la disolución de semillas verdes de un bolsillo interior. Sólo era letal al ser ingerida, y la duración de su efecto dependía muchísimo de la víctima. Por otra parte, desprendía un ligerísimo olor afrutado imposible de detectar al mezclarse con el vino o los licores. Anotó mentalmente la posición de cada botella y de la profundidad de los correspondientes corchos, y luego las descorchó todas, echando por el gollete de cada una de ellas una gota de la pipeta que empuñaba, para luego dejar corchos y botellas igual que antes. Sonrió mientras envenenaba botellas de diferentes tamaños, formas y colores. Aunque aquel trabajo fuese tan poco sofisticado como el realizado al envenenar la corona, no por ello era menos noble. Sus consecuencias caerían sobre aquella habitación como un céfiro de muerte, imposible de descubrir, y le daría al repulsivo borracho el fin que se merecía. Un nuevo informe sobre la muerte de Nicomo Cosca que sería definitivo. Muy poca gente se cuestionaría que no había tenido que ver con la lógica ingestión, por todos conocida, de bebidas…
Se quedó helado. Escuchó unos pasos por la escalera. Insertó rápidamente el corcho en la última botella que quedaba, la dejó cuidadosamente en la posición que antes tenía y atravesó como una flecha la estrecha puerta que acababa de divisar, yendo a parar a una pequeña habitación a oscuras que debía de ser algún tipo de…
Frunció la nariz al verse asaltado por un fuerte pestazo a orines. Fortuna, que era una amante cruel, jamás desaprovechaba la oportunidad de vejarle. Hubiera debido caer en la cuenta de que aquel sitio sólo podía ser una letrina. Sólo le quedaba la esperanza de que a Cosca no le entrase un apretón y tuviera que aliviarse las entrañas…
El combate que tenía lugar en las murallas parecía haberse terminado sin grandes contratiempos. Era evidente que la lucha se proseguía en el recinto interior, entre los suntuosos aposentos privados y las marmóreas salas del palacio del duque Orso. Aunque Cosca, desde la ventajosa situación que le daba el encontrarse en la torre del condestable, no pudiese verla, ¿qué importaba? Cuando ya has visto una fortaleza tomada al asalto…
—¡Victus, amigo mío!
—¿Uh? —el capitán más antiguo de las Mil Espadas, él único que quedaba, bajó el catalejo y bizqueó un tanto mosqueado.
—Estoy por asegurar que hemos ganado.
—Estoy por asegurar que tienes razón.
—Creo que no pintamos nada aquí arriba. Ni aunque viéramos lo que pasa, lo que no es el caso.
—Tienes razón, como siempre —a Cosca le sonó a chiste—. Ha sido inevitable. Así que repartámonos las ganancias —Victus se pasó una mano ausente por todas las cadenas que llevaba en el cuello—. Es mi parte favorita de los asedios.
—¿Qué tal si nos las jugamos a las cartas?
—¿Por qué no?
Cosca cerró su catalejo de golpe y abrió la marcha por la titubeante escalera para llegar a su habitación. Entró en ella y abrió las puertas del aparador de par en par. Las multicolores botellas le dieron la bienvenida como una muchedumbre de viejos amigos. Ah, un trago, un trago, un trago. Cogió un vaso y quitó el corcho de la botella que tenía más cerca con un leve chasquido.
—¿Qué tal si bebemos? —preguntó, volviendo la cabeza por encima del hombro.
—¿Por qué no?
La lucha seguía, pero sin nada que se pareciese a una defensa organizada. Los mercenarios habían ocupado las murallas y expulsado a los defensores de los jardines. En aquellos momentos seguían abriéndose paso por torres, edificios y palacio. Seguían llegando a cada momento por las escalas, desesperando de que ya no quedase nada para saquear. Nadie luchaba más duro y avanzaba más deprisa que los hombres de las Mil Espadas tras olfatear el botín.
—Por aquí —Monza echó a correr hacia la puerta principal del palacio, repitiendo los pasos que había seguido el día en que ellos mataron a su hermano, dejando atrás la piscina circular, donde dos cadáveres flotaban boca abajo bajo la sombra de la columna de Scarpius. Escalofríos la seguía, siempre con aquella extraña sonrisa en su rostro lleno de cicatrices que no le había abandonado en el transcurso del día. Dejaron atrás el corro de mercenarios ansiosos que se agolpaban junto a una puerta con ojos relampagueantes por la codicia, dos de los cuales golpeaban la cerradura con sus hachas, haciendo estremecerse la puerta a cada impacto. Cuando, finalmente, quedó abierta, se subieron unos encima de otros, gritando, chillando y dándose codazos para ver quién entraba el primero. Dos de ellos peleaban entre sí, tirados en el suelo, disputándose lo que aún no habían robado.
No muy lejos de una pareja de mercenarios, un criado que vestía una librea orlada de oro, y cuyo asustado rostro estaba manchado de sangre, se sentaba junto a una fuente. Uno de ellos le dio una palmada y le preguntó a gritos:
—¿Dónde está el puto oro?
Mientras el criado negaba con la cabeza, el otro mercenario volvió a preguntárselo:
—¿Dónde está el puto oro? ¿Dónde está el puto oro? ¿Dónde está el puto oro?…
Una ventana emplomada reventó con una lluvia de plomo retorcido y vidrios rotos cuando un aparador antiguo salió por ella para caer en el empedrado y quedar reventado. Un mercenario que gritaba como un loco salió detrás de él, llevando en brazos algo que brillaba. Posiblemente, unas cortinas. Monza escuchó un grito, se volvió rápidamente y vio que alguien, desde una ventana situada más arriba, caía a plomo con la cabeza por delante para estrellarse en el empedrado y hacer un ruido sordo. Escuchó un chillido proveniente de algún lugar. Aunque pareciera de mujer, no pudo asegurar que fuese de desesperación. Por todas partes chillaban, gritaban y reían. Se tragó su malestar, intentando no pensar en que todo aquello era por su culpa. Que todo aquello era el resultado de su venganza. Lo único que podía hacer era mirar adelante para encontrar a Orso antes que nadie.
Encuéntralo y haz que pague.
Aunque las puertas del palacio, que estaban tachonadas de hierro, aún siguieran cerradas, los mercenarios forzaron uno de los grandes ventanales que estaban bajo el arco de una de sus fachadas, y entraron en él. Alguien debía de haberse herido por las prisas para entrar y hacerse rico… porque el alféizar estaba manchado de sangre. Monza los siguió, haciendo ruido con las botas al pisar los trozos de vidrio, y fue a parar al comedor, que era considerablemente espacioso. Entonces cayó en la cuenta de que ya había estado allí, comiendo al lado de Benna, que reía, y al de Fiel. Junto con Foscar, Orso, Ario, Ganmark y un nutrido grupo de oficiales. Pero todos los invitados de aquella noche estaban muertos. Y la estancia no había corrido mucha mejor suerte.
Era como una plantación tras la llegada de la langosta. Se habían llevado la mitad de las pinturas y rajado las demás por pura barbarie. Y como los dos enormes vasos situados junto a la chimenea eran demasiado grandes para poder llevárselos, los habían roto para hacerse con sus asas de oro. Habían hecho jirones todas las colgaduras y se habían llevado todos los platos que estaban intactos, porque los restos de los rotos cubrían el pulimentado suelo. Le resultaba extraño que, en aquel tipo de situaciones, la gente mostrase el mismo entusiasmo en romper cosas que en llevárselas. Los saqueadores aún seguían dentro, rompiendo los cajones de los aparadores, arrancando con escoplos los candelabros embutidos en las paredes, llevándose todo lo que tuviese algún valor. Uno de aquellos necios se balanceaba encima de la silla que acababa de colocar sobre una mesa, haciendo todo lo posible para llegar a un candelabro. Otro se entretenía quitando con un cuchillo todos los pomos de vidrio de las puertas.
Un mercenario con el rostro picado de viruelas sonrió a Monza de manera siniestra, mientras cogía con las manos toda la cubertería de oro que había podido afanar.
—¡He cogido unas cuantas cucharas! —exclamó.
Monza le apartó de su camino. Él tropezó y dejó caer su tesoro, hacia el que se precipitaron otros mercenarios con la misma avidez que el pato ante las migajas. Atravesó una puerta abierta y llegó a una sala de mármol, siempre con Escalofríos a los talones. El ruido de la lucha resonaba en su interior. Por todas partes se escuchaban gemidos y alaridos, roce de metal y ruido de maderas que se rompen. Miró a uno y otro lado para ver si podía orientarse entre tanta penumbra, y sintió que el sudor se le pegaba al cuero cabelludo.
—Por aquí. —Atravesaron una amplia sala de estar, ocupada por mercenarios que se entretenían en acuchillar la tapicería de unas sillas antiguas, creyendo que en ellas pudiera esconderse el tesoro de Orso. Una muchedumbre frenética intentaba echar abajo una puerta. Cuando consiguieron abrirla, uno de los asaltantes recibió una flecha en el cuello y cayó al suelo, siendo pisoteado por los demás, que entraron en tromba por ella. Al otro lado se oyó un ruido de armas. Monza siguió mirando al frente, sin dejar de pensar en Orso. Subió el primer tramo de escaleras, apretando los dientes y casi sin sentir todo lo que las piernas le dolían.
Acababa de llegar a una oscura galería situada en el extremo de una habitación abovedada y bastante alta, cuyo techo estaba adornado con hojas de oro. Toda la pared era un órgano de grandes dimensiones, a juzgar por la fila de tubos metálicos que sobresalían de la madera tallada que la revestía y por la banqueta situada delante del teclado. Más abajo, al otro lado de la barandilla delicadamente trabajada en madera, podía ver una habitación dedicada al disfrute de la música. Los mercenarios lanzaban risotadas y alaridos, componiendo una sinfonía demente a medida que iban destrozando los instrumentos que encontraban.
—Ya estamos cerca —dijo Monza en voz baja, casi sin volver la cabeza.
—Bien. Creo que ya es hora de terminar esto.
Ella pensaba lo mismo. Por eso avanzó lentamente hacia la puerta situada en la pared de enfrente y dijo:
—Los aposentos de Orso están más arriba.
—No, no —Monza frunció el ceño. Aunque Escalofríos hubiese dejado de caminar, aún seguía con la mueca de antes. Su ojo de metal relucía en la penumbra—. Eso no.
—Entonces, ¿qué? —sintió que una extraña sensación de frío le subía por la espalda.
—Ya lo sabes —cuando su mueca se convirtió en una sonrisa que le llegaba de oreja a oreja, las cicatrices de su mejilla se retorcieron. Luego movió el cuello a uno y otro lado.
Monza se agachó para adoptar una postura defensiva. Y lo hizo muy a tiempo, porque Escalofríos se acercó a ella y le tiró un tajo con el hacha. Monza chocó con la banqueta y la volcó, estando a punto de caer mientras intentaba comprender lo sucedido. El hacha se hundió en los tubos del órgano, suscitando una nota enloquecida de resonancias metálicas. Escalofríos liberó su hoja, dejando una enorme herida en ellos. Cuando volvió a atacar, la sorpresa había desaparecido, dando paso a la más helada de las iras.
—¡Chupapollas tuerto! —aunque no fuese un insulto muy elegante, le salió del corazón. Monza le tiró una estocada que él paró con el escudo, lanzándole un tajo con el hacha que ella apenas pudo desviar, de suerte que la pesada hoja fue a clavarse en la estructura del órgano para desprender una lluvia de astillas. Monza se echó hacia atrás, preparada y manteniendo la distancia. Detener aquella hoja de acero tan pesada ofrecía la misma probabilidad que tocar alguna música agradable en aquel órgano.
—¿Por qué? —le preguntó de sopetón, sin dejar de mover la punta de la Calvez en pequeños círculos. Pero el motivo le importaba un bledo. Sólo intentaba ganar tiempo antes de que él abriese un hueco en su guardia.
—Porque me cansé de tu desprecio —dio un codazo con el escudo embrazado y ella retrocedió—. O quizá porque Eider me ofreció más que tú.
—¿Eider? —se le rió en la cara—. ¡Menudo problema tienes! ¡Eres un jodido idiota! —y le tiró una estocada mientras pronunciaba la última palabra por si le pillaba con la guardia baja, pero él no se dejó engañar y la paró con el escudo.
—¿Yo soy el idiota? ¿Yo, que te he salvado tantas veces? ¡Te di mi ojo! ¿Y para qué? ¡Para que te burlases de mí, junto con ese bastardo hueco de Rogont! Y ahora, tú, que siempre me tratas como si fuera un jodido idiota y que aún esperas mi fidelidad, ¿dices que el idiota soy yo?
No podía discutir con él, sobre todo después de lo que acababa de restregarle por las narices. Debía haber hecho caso a Rogont, haberle despedido, pero se habría sentido culpable. Aunque la piedad pueda suponer un acto de valentía, como había dicho Cosca, jamás lo es de inteligencia. Escalofríos arrastró los pies hacia ella, que retrocedió como antes.
—Deberías haberlo visto venir —dijo él, casi susurrando, y ella reconoció que tenía razón. Lo había visto venir cuando se tiró a Rogont. Cuando le volvió la espalda a Escalofríos. Cuando él perdió el ojo en las mazmorras del palacio de Salier. Quizá lo viera venir cuando se habían conocido. Incluso antes. Siempre lo había visto venir.
Algunas cosas son inevitables.